Read El profeta de Akhran Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (32 page)

BOOK: El profeta de Akhran
3.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

De pronto, Mateo disfrutó con humildad y alegría de estar vivo.

Bajó la mirada hacia su mano ensangrentada. Había quitado una vida. Promenthas le pediría explicaciones por ello. Pero lo había hecho por salvar una vida. Y ya no tenía miedo.

Capítulo 9

—No me fío de lo que esa mujer, Meryem, comentó acerca del regreso del imán a Kich —rugió Majiid.

—Yo nunca confié en ella —saltó inesperadamente Jaafar—. No creí una sola de sus palabras. Fuiste tú quien la acogió en su morada, jeque Al Fakhar… Un insulto para mi hija, una mujer cuyas virtudes son más numerosas que las estrellas del cielo.

Los ojos de Majiid casi se salieron de sus órbitas; el jeque se erizó como un tigre acorralado.

—Vamos, vamos —interpuso Zeid con suficiencia—. Fueron tres las víctimas de la ramera del emperador, dos de ellas cabras viejas que deberían haber sabido mejor lo que se hacían.

—¡Cabras viejas! —saltó Jaafar con voz chillona, volviéndose hacia Zeid.

Frotándose sus doloridas sienes, Khardan contuvo con un esfuerzo las acaloradas palabras de cólera y frustración que ascendían hasta sus labios. Obligándose a permanecer en calma, alzó la voz sobre la de los contendientes.

—He enviado a los djinn a Kich a verificar la historia de Meryem. Estarán de vuelta con noticias en cualquier momento.

—No a mi djinn, supongo —dijo Zeid con una mirada desafiante a Khardan.

—A todos los djinn.

—¿Cómo te atreves? ¡Raja es mi djinn personal! ¡No tienes derecho…!

—¡Si no hubiese sido por mi hijo, tú no tendrías djinn personal ninguno! —lo cortó Majiid con una ruidosa carcajada y hundiendo su huesudo dedo en la fofa y encogida barriga de Zeid—. Si mi hijo quiere utilizar a tu djinn…

—¿Dónde está Fedj? —preguntó Jaafar poniéndose de pie de un salto—. ¿Te has llevado también a Fedj?

—¡Silencio! —bramó Khardan.

La tienda se calló. Los jeques fijaron en el califa miradas diversas: Zeid, astuta y furtiva; Jaafar, ofendida, y Majiid, indignada.

—¡Un hijo no habla de esa manera a su padre! —lo reprendió Majiid enojado, poniéndose en pie con la ayuda de un sirviente—. No me sentaré en la tienda de mi hijo si…

—Sí te sentaras, padre —aseguró Khardan fríamente—. Te sentarás y esperarás con paciencia el regreso de los djinn. Te sentarás porque, si no lo haces, nuestro pueblo estará acabado y, entonces, más nos valdría a todos ir a arrojarnos a los pies del imán e implorar la misericordia de Quar.

Y, diciendo esto, lanzó una severa mirada alrededor, a los otros dos jeques.

—Mmmm.

Zeid se alisó la barba y observó a Khardan en silencio. Jaafar comenzó a gimotear que estaba maldito, murmurando que lo mismo les daría que se entregasen ya mismo a Quar. Majiid lanzó una feroz mirada a su hijo y después, bruscamente, se dejó caer de nuevo sobre el suelo de la tienda.

Khardan suspiró y deseó que los djinn estuviesen pronto de vuelta.

Era de noche. Los jeques estaban reunidos en la tienda de Khardan, celebrando consejo acerca de su futuro plan de acción. Apiñados en torno a la tienda estaban los hombres de las tres tribus, mirándose con recelo los unos a los otros pero manteniendo una inquieta paz.

El consejo no había comenzado con muy buenos auspicios. Zeid lo había abierto anunciando:

—Ahora tenemos un profeta. ¿Y qué?

«¿Y qué?», se repetía Khardan a sí mismo. Él conocía su apurada situación demasiado bien. Con la conquista de las tierras sureñas de Bas, el amir se había vuelto mucho más poderoso de lo que era cuando arrasó los campamentos nómadas. El ejército de Qannadi contaba con decenas de miles de soldados. Su caballería montaba caballos mágicos, y Zeid había recibido informes de sus espías de que, gracias al adiestramiento de Achmed, los soldados del amir cabalgaban y luchaban a caballo tan bien como un
spahi
. Y a este ejército iba a enfrentarse un puñado de nómadas harapientos y medio muertos de hambre que no lograban ponerse de acuerdo ni en qué dirección soplaba el viento.

Una nube se materializó dentro de la tienda, y Khardan levantó los ojos, aliviado, contento de desviar sus oscuros pensamientos hacia algo distinto, al menos por el momento. Aun así, no pudo evitar pensar que quizá las noticias harían sus problemas mucho más difíciles.

Cuatro djinn aparecieron ante él: el apuesto Sond, el musculoso Fedj, el gigantesco Raja y el redondo Usti. Cada uno de ellos se inclinó con el mayor de los respetos ante el califa, con las manos cruzadas sobre el corazón. Era una escena impresionante y Majiid lanzó una mirada triunfante a sus dos primos para asegurarse de que éstos no se la perdían.

—¿Qué nuevas hay? —preguntó Khardan con tono severo.

—Ay, amo —dijo Sond quien, al parecer, era el portavoz puesto que él ahora servía a Khardan—. La mujer, Meryem, dijo la verdad. El imán se halla en este mismo momento de camino a Kich, acompañado por el amir y sus tropas. Y ha decretado que, cuando llegue a la ciudad, todos sus habitantes le habrán de dar la bienvenida en el nombre de Quar. Aquel que no lo haga será ejecutado. La lanza apunta directamente hacia nuestra gente, sidi, ya que ellos son los únicos no creyentes en la ciudad.

—¿Han sido encarcelados?

—Sí, sidi. Mujeres, niños y hombres jóvenes, todos están presos en la Zindam.

—¡Sin comida! —añadió Usti.

Jadeando a causa de sus desacostumbrados esfuerzos y abanicándose con una hoja de palmera, el djinn se puso blanco sólo de pensarlo. Los otros tres djinn se volvieron hacia él clavándole sus miradas. Usti se encogió acobardado y gimió:

—¡Pensé que el amo debería saberlo!

—¿Los están matando de hambre? —gritó Majiid.

—¡Silencio! —ordenó Khardan, pero era ya demasiado tarde.

—¿Qué? ¡Perros! ¡Morirán!

Un clamor general estalló fuera de la tienda; la voz de Majiid había llegado claramente a los atentos oídos de los nómadas.

—No pensábamos decírtelo de forma tan brusca, sidi —dijo Sond lanzando una mirada asesina a Usti—. Y eso no es del todo cierto. Están siendo alimentados, pero sólo lo suficiente para mantenerlos vivos.

—No puedo creerlo —dijo Khardan con firmeza—. Yo conocí al amir. ¡Él es un soldado! No les haría la guerra a mujeres y niños.

—Con todos mis respetos, sidi —intervino Fedj—, no es el amir quien ha dado esta orden. Ha sido Feisal, el imán, y, como muchos saben ya, verdadero gobernante de Kich.

—Quar está desesperado —añadió Raja haciendo vibrar los postes de la tienda con su retumbante voz—. La guerra del cielo se ha vuelto contra él y ahora no permite que ningún
kafir
se ponga en su camino en la tierra. La gente de las ciudades sureñas conquistadas está inquieta y se habla de revuelta. Feisal quiere dar un sangriento ejemplo con nuestro pueblo, para acallar a los rebeldes y mantenerlos a raya.

—Entonces, no tenemos otra solución —determinó Khardan con dureza—. ¡Debemos atacar Kich!

—¡Los primeros en morir serán nuestros paisanos encarcelados, sidi! —gimoteó Usti—. ¡Con eso ha amenazado el imán!

Mirando con furia al gordo djinn, Sond tomó una impaciente bocanada de aire y apretó los puños. Con aire tremendamente ofendido y sufrido, Usti dijo, haciendo pucheros:

—¡Puedes amenazarme todo lo que quieras, Sond! ¡Pero es la verdad! ¡Yo fui a la prisión, si te acuerdas! ¡No tú! ¡Y los vi, amo! —continuó el djinn avanzando con resolución hacia Khardan—. Nuestra gente se encuentra encerrada en el recinto de la prisión, sidi, acordonados por los fanáticos sacerdotes-soldados del imán que vigilan día y noche con sus espadas desenvainadas.

—Esos mismos sacerdotes-soldados son los que llevaron a cabo la matanza de los
kafir
en Bastine, sidi —añadió de mala gana Sond—. No hay duda de que son capaces de ejecutar la orden del imán de asesinar a nuestra gente. De hecho, la esperan con ansia.

—Nuestra gente estaría muerta antes de que pudiésemos hallarnos dentro de las murallas —rugió Raja.

—Y nunca lograremos entrar en el interior de las murallas —señaló el jeque Zeid con pesimismo, y movió la mano hacia el campamento, donde la multitud guardaba ahora un ominoso silencio—. ¡Unos pocos cientos contra el inmenso poder del amir! ¡Bah! ¡Todo lo que podríamos hacer por nuestra gente sería morir con ellos!

—¡Si eso es todo lo que podemos hacer, eso es pues lo que debemos hacer! —replicó Khardan con amarga cólera y frustración—. ¿Podríamos contar con más djinn, tal vez, o
'efreets
?

—Los inmortales libran la batalla en su propio plano, sidi —dijo Fedj negando con su enturbantada cabeza—. Aunque Kaug ya no esté presente, la guerra todavía prosigue con rabia. Quar dejó libres a los inmortales a quienes había mantenido embotellados y, aunque éstos sean débiles, son numerosos y defienden con valentía a su dios.
Hazrat
Akhran no puede desprenderse de ninguno de los suyos.

—Al menos debemos estar agradecidos de que no habrá ningún inmortal defendiendo Kich —añadió Sond, ansioso por decir algo esperanzador.

—Con cien mil hombres, ¿quién necesita inmortales? —comentó Usti, encogiendo sus gruesos hombros.

Sond apretó los dientes con gesto amenazador.

—Creo que he oído a tu ama llamándote.

—¡No! —Usti palideció y miró a su alrededor, muerto de miedo—. No es cierto, ¿verdad que no?

—Mis primos en Akhran —dijo el jeque Zeid inclinándose hacia adelante y haciendo señas a sus contertulios para que acercaran sus cabezas a la suya—. Es verdad que, tal como nos han informado los djinn, el amir desprecia la idea de matar por matar. Enfrentándose a nosotros en el combate, de hombre a hombre, nos mataría a todos sin vacilación, pero no mataría a los inocentes, los indefensos…

—Él asesinó al sultán de Kich y su familia —interrumpió Jaafar.

Zeid hizo un gesto de suficiencia.

—Del mismo modo, un hombre sabio no sólo mata al escorpión que encuentra en su bota sino que busca bien a su compañero, sabiendo que la picadura de uno es tan dolorosa como la del otro. Pero ¿acaso él siguió adelante y asesinó a los seguidores de Mimrim y los otros dioses cuyos templos, por pequeños que fuesen, se hallaban en Kich? No. Sólo cuando ese Feisal tomó el control de la situación empezamos a oír hablar de «Quar en el corazón o acero en la barriga». Si algo le ocurriese a ese Feisal…

Zeid hizo un airoso movimiento de mano y sus ojos se estrecharon hasta formar dos rendijas.

—¡No! —replicó Khardan con brusquedad, poniéndose de pie y echándose hacia un lado sus vestiduras como si quisiera apartar éstas también de semejante profanación—. ¡Akhran maldice a aquel que mata a sangre fría!

—Puede que lo haga ahora, en tiempos modernos —contestó Zeid—. Pero hubo un tiempo, cuando nuestros abuelos eran jóvenes…

—¿Y tú querrías ir hacia atrás en lugar de hacia adelante? —lo interrumpió Khardan—. ¿Qué honor hay en apuñalar a un hombre, un sacerdote además, en la espalda? Yo no seré un asesino, como los seguidores de Benario o de…

—¿Zhakrin? —sugirió una voz suavemente.

Nadie había oído entrar a Auda. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba allí dentro. Sobresaltados y ceñudos, los jeques lo miraron con ojos indignados. Moviéndose con la elegancia de un gato, el Paladín se puso en pie y avanzó hasta situarse ante Khardan.

—Te recuerdo tu juramento, hermano.

—Mi promesa fue proteger tu vida y vengar tu muerte, ¡no cometer un asesinato!

—Yo no te pido que lo hagas. Yo haré lo que hay que hacer —dijo fríamente Auda—. De hecho, ninguna otra mano más que la mía puede dar muerte a Feisal si quiero cumplir el juramento que hice a mi hermano muerto. Pero no quisiera dejar mi espalda desprotegida. Por eso te pido que cabalgues conmigo hasta Kich y me ayudes a atravesar las puertas de la ciudad y del templo y…

—… ¿y vuelva la cabeza mientras tú hundes tu maldita daga en el cuerpo de ese hombre? ¿Apartar la mirada como una mujer? —La mano de Khardan dio un corte en el aire—. ¡No! ¡No, no y no!

—Un profeta remilgado —murmuró Zeid acariciándose la barba.

Khardan se volvió como un ciclón hacia ellos.

—¡El imán se ha llevado a nuestras familias, nuestras esposas, hermanas, niños, hermanos y primos! Ha destruido nuestras viviendas, robado nuestra comida y no nos ha dejado nada más que nuestro honor. Ahora parece que queréis entregarle éste también. ¡Así sí que, no importa lo que pase, nos haríamos esclavos de Quar!

El califa se erguía con toda su altura y su voz temblaba de orgullosa cólera.

—¡Yo no entregaré mi honor ni tampoco el honor de mi gente!

Uno por uno, los jeques bajaron los ojos ante la mirada de Khardan. La feroz mirada de Majiid fue la última en descender ante la de su hijo pero, al fin, buscó la alfombra que tenía debajo de sus pies y su cara enrojeció de dolor, frustración y furia.

—Entonces, en el nombre de Akhran, ¿qué es lo que vamos a hacer? —gritó de repente dándose un puñetazo en el muslo con su nudosa mano.

—Yo pienso hacer lo mismo que haría con cualquier otro enemigo que me hubiese infligido una afrenta así —dijo Khardan—. Haré lo que haría si ese Feisal no fuese Feisal sino Zeid al Saban —gesticuló— o Jaafar al Widjar. Viajaré hasta Kich y desafiaré al amir a entablar justo combate con nosotros, con el entendimiento de que, si vencemos nosotros, dejaremos a su gente indemne y, si perdemos, él hará lo mismo con la nuestra. Así cumpliré yo mi promesa contigo, Auda ibn Jad —añadió Khardan mirando al Paladín, quien estaba escuchándolo con un rictus de desdén en los labios—. Yo mismo iré y presentaré nuestro desafío al amir. Tú cruzarás las puertas conmigo y ambos afrontaremos juntos sus peligros. Pero, primero, debes darme tu palabra de que, si el amir acepta nuestro trato, no harás nada al imán hasta que mi gente se encuentre a salvo en el desierto.

—Al amir no le va a gustar nada tu proposición, hermano —contestó Auda—. Si tienes suerte, te cortará la cabeza allí mismo, mientras compareces ante él. Si no, ¡te encerrará en la Zindam y dejará que sus verdugos te enseñen honor! ¡Y yo tendré entonces dos muertes que vengar en vez de una!

—Es muy probable —respondió Khardan con gravedad.

El Paladín Negro se quedó mirando detenidamente a Khardan.

—Yo podría abandonarte ahora y hacer esto sin ti. Tú lo sabes. Tu brazo es fuerte con la espada, pero yo puedo encontrar a otros tan fuertes como tú y mucho mejor dispuestos. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué soporto esto? ¿Por qué los dioses mezclaron nuestra sangre y oyeron nuestras promesas sabiendo que éstas no emparejaban, que fueron pronunciadas bajo falsa creencia? —Los ojos de Auda ibn Jad se oscurecieron de perplejidad—. Yo no conozco la respuesta. Únicamente puedo tener fe. Eso te lo puedo prometer, Khardan, profeta de un dios extraño. Si por alguna alocada razón logras llevarlo adelante, yo no tocaré un solo hilo de los hábitos del imán hasta que el sol haya salido y se haya puesto tres veces sobre tu gente después de que ésta abandone la ciudad. ¿Satisfecho?

BOOK: El profeta de Akhran
3.5Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

God Speed the Night by Dorothy Salisbury Davis, Jerome Ross
The Barefoot Believers by Annie Jones
#TripleX by Christine Zolendz, Angelisa Stone
Critical Care by Calvert, Candace
Finding Julian by Morgan, Shane
Taken by Vixen, Laura