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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (35 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Éste será un buen lugar para acampar —anunció Khardan de acuerdo con sus exploradores y, anticipándose a las discusiones de los jeques que ya veía burbujeando en sus labios, añadió rápidamente—: Ya se ha recogido la fruta. El dueño estará atendiendo su vino, no sus plantas, ahora. Aquí no se nos verá ni desde la carretera ni desde las murallas de la ciudad, ocultos por las cepas.

Ninguna objeción pudieron poner los jeques a esto, aunque, por supuesto, hubo algunos refunfuños. A diferencia de muchos otros viticultores, aquél debía de ser un hombre de empresa y previsión, ya que había dispuesto las cepas para que creciesen verticalmente a lo largo de estacas. En lugar de crecer enmarañadamente por encima del suelo, las hojas se enroscaban en torno a una cuerda que había, atada de estaca a estaca a la altura del hombro de una persona adulta. El follaje ocultaba con facilidad a hombres y animales a la vista del enemigo.

Khardan estaba dando instrucciones para el abrevaje de los caballos cuando Sond se materializó junto al estribo del califa.

—¿Quieres que vayamos hasta las puertas de la ciudad y veamos cuántos hombres las guardan y con cuánto cuidado examinan a aquellos que entran, sidi?

—Yo sé cuántos hombres las guardan y cuan estrechamente lo hacen —respondió Khardan bajando de un salto de su caballo—. Tú y los otros djinn permaneced fuera de la ciudad hasta que llegue la hora. Si los inmortales de Quar os descubriesen, el dios sería enseguida advertido de nuestra presencia.

—Sí, sidi.

Sond saludó y se desvaneció.

Khardan desensilló su caballo y condujo al animal a beber al arroyo. Los demás hombres hicieron lo mismo, asegurándose de mantener siempre a sus animales entre las cada vez más alargadas sombras, y los prepararon después para pasar la noche. Los camellos se dejaron persuadir para arrodillarse junto a las orillas de la corriente de agua. Los hombres se acurrucaron bajo las cepas para comer su única comida diaria mientras charlaban en voz baja.

Zohra comenzó a mezclar harina con agua y formar bolas de masa que, de haber podido atreverse a encender un fuego, habrían resultado ligeramente más sabrosas. Así las cosas, los nómadas comieron su masa cruda; algunos pocos afortunados completaron su exigua cena con unos puñados de desechadas y arrugadas uvas arrancadas de las cepas que los cobijaban. Lo más que pudo decirse de aquella comida es que calmó su hambre. En alguna parte, salida del aire que los rodeaba, se oyó la voz de Usti quejándose con desconsuelo.

Tras terminar su comida sin haberlo degustado y ni siquiera ser consciente de lo que comía, Khardan se levantó y caminó hasta la cima de la colina para mirar a la ciudad. El sol se estaba poniendo más allá de sus murallas y Khardan fijó su mirada en el cielo rojo con tal intensidad que los minaretes y las bulbosas cúpulas, las altas torres y las almenas parecieron grabadas en su cerebro.

Al cabo de un rato, Auda se levantó también y fue hasta el arroyo para lavarse la pegajosa masa de los dedos. Quitándose el
haik
, zambulló su cabeza en el agua y dejó que ésta corriera por su cuello y pecho.

—El arroyo es frío. Debe de venir de las montañas. Deberías probarla —dijo, frotándose el brillante cabello negro con la manga de su holgado atuendo.

Khardan no respondió.

—No creo que apague el fuego de tus pensamientos —comentó Auda con cierta ironía—, pero puede que calme un poco tu fiebre.

Khardan lo miró y sonrió con tristeza.

—Tal vez más tarde, antes de dormir.

—He estado pensando mucho en lo que tú dijiste, que tu dios prohíbe matar a alguien a sangre fría. ¿Es cierto eso? —dijo Auda recostándose contra un tronco de árbol y siguiendo con sus ojos la mirada de Khardan hacia los soldados de las murallas.

—Sí —respondió Khardan—. Dar muerte en el calor de la batalla o de la ira, eso sí que lo entiende y consiente mi dios. Pero asesinar, matar furtivamente, de noche, con una cuchillada en la espalda, o veneno en una taza…

Khardan sacudió la cabeza.

—Un ser extraño, tu dios —observó Auda.

Como era mucho lo que se podía comentar sobre esta observación, Khardan sonrió y se calló.

Auda se estiró y flexionó sus músculos, rígidos tras la larga cabalgada.

—Te preocupa cómo atravesar las puertas, ¿verdad?

—Tú has entrado por esas puertas. Tú sabes cómo son los guardias. ¡Y eso era en tiempos de paz! ¡Ahora están en guerra!

—Sí, yo he entrado en Kich como tú bien sabes. ¡Tú hiciste que mi última visita resultase muy desagradable! —dijo Auda con una amplia pero breve sonrisa—. Fue a causa de su estricta vigilancia por lo que me vi obligado a confiar los peces encantados a Flor. Y sí, tienes razón. Están en guerra; su vigilancia habrá aumentado diez veces.

—¿Y tú todavía piensas seguir adelante con tu plan original? —preguntó Khardan lanzando una ceñuda mirada al gran hato que yacía en el suelo, un hato que contenía pesadas ropas de mujer y velos.

—Existe la posibilidad de que no registren a las mujeres —contestó Auda despreocupadamente.

—¡La posibilidad! —repitió Khardan con un desdeñoso bufido.

Auda puso una mano en el brazo del califa.

—Zhakrin me ha traído hasta aquí. Él me ayudará a cruzar esas puertas. ¿No hará eso también tu dios por su profeta?

¿Había burla en su voz o hablaba con sinceridad, movido por la fe? Khardan se quedó observando a Auda, pero no pudo salir de dudas. Los ojos del hombre, la única ventana de su alma, estaban, como de costumbre, cerrados y encapotados. ¿Qué había en aquel hombre que al mismo tiempo le atraía y le repelía? Varias veces creyó el califa que había encontrado la respuesta, sólo para verla volar de su cabeza al instante siguiente. Exactamente como sucedía ahora.

Khardan se bañó en el arroyo y, después, extendió su manta bajo los árboles cerca de donde Zohra y Mateo estaban sentados charlando en susurros, seguramente repasando sus planes, ya que Mateo estaba repitiendo extrañas palabras a Zohra, quien las murmuraba una y otra vez para sí antes de ir a dormir.

La noche llegó y, con ella, una suave lluvia que tamborileaba en las cepas. Uno por uno, los nómadas se sumieron en el sueño, tranquilizados con el conocimiento de que los inmortales velaban su reposo y dejando su definitivo destino en manos de Akhran.

Capítulo 2

Sul dispuso que no fuese
hazrat
Akhran ni tampoco Zhakrin, dios del Mal, quienes abriesen las puertas de la ciudad de Kich a los nómadas. Fue Quar.

—¡Amo, despierta!

Khardan se sentó de un salto con su mano cerrándose sobre la empuñadura de su espada.

—No, sidi, no hay peligro. Mira —señaló Sond.

Parpadeando para sacudirse el sueño de los ojos, Khardan escrutó a través de la bruma del amanecer en la dirección indicada por el djinn.

—¿Cuándo ha empezado todo esto? —preguntó atónito el califa.

—Antes de despuntar el día, sidi. Nosotros hemos estado observando durante más de una hora y sigue creciendo.

Khardan se volvió para despertar a Auda, pero éste estaba ya reclinado sobre sus brazos, contemplando con relajada naturalidad. Por la noche la carretera había estado vacía de todo viajante. Esta mañana aparecía abarrotada de gente, camellos, burros, caballos, carros y carretas, todos marchando juntos, empujándose unos a otros por ganar posiciones, averiándose en medio de la carretera y embotellando todo el tráfico. Pero, a pesar de la confusión, estaba claro que todos iban en una misma dirección: hacia Kich.

Poniéndose en pie, Khardan sacudió el hombro de Zohra con brusquedad y, agarrando la manta de Mateo, tiró con rudeza de ella desde debajo de él haciendo rodar al joven por el suelo.

—¡Aprisa! ¡Despertad! ¡Coged vuestras cosas! No, no vamos a necesitar ésos. Únicamente Ma-teo se vestirá de mujer. Auda ibn Jad y yo no necesitaremos disfraz, gracias a Akhran.

—No creo que haga falta darse tanta prisa —comentó fríamente Auda con la mirada puesta en la carretera y el serpenteante río de humanidad que se arrastraba a lo largo de ella—. Esto no parece tener fin.

—Uno de nuestros dioses ha tenido a bien responder a nuestras plegarias —observó Khardan echando la silla sobre el lomo de su caballo—. Yo no ofenderé a quienquiera que sea descuidándome en mi respuesta.

Auda alzó una ceja, pensativo, y, sin más palabras, se dispuso a ensillar su propio animal. Para entonces, el campamento ya se había despertado.

—¿Qué sucede? —preguntó Majiid acercándose a toda prisa.

Su encanecido cabello asomaba erguido por todos los lados del pequeño y ajustado bonete que llevaba bajo su prenda de cabeza. Cinchando la silla, Khardan murmuró y meneó la cabeza hacia la Carretera, pero, para entonces, Majiid ya la había visto y estaba frunciendo el entrecejo.

—No me gusta esto…, esa muchedumbre acudiendo a la ciudad.

—No pongas en duda la bendición del dios, padre. Ella nos ayudará a cruzar las puertas. Sin duda, con toda esta turba, los guardias no se van a parar a mirar con detenimiento a cuatro.

—Entonces tampoco mirarán con detenimiento a cuatrocientos. ¡Voy con vosotros! —decidió Majiid.

—¡Y yo! —exclamó Jaafar apresurándose hasta ellos—. ¡No vais a hacer nada sin mí!

—¡Preparad mi camello!

Zeid, después de acudir como un relámpago a reunirse con ellos, se volvió y se alejó a toda prisa.

—¡No! —gritó Khardan tan fuerte como se atrevió antes de que la colina entera estallase en una total confusión—. ¿Qué pensará de mí Qannadi si una multitud de
spahis
armados irrumpe de pronto en su ciudad? El amir no olvida lo que ocurrió la última vez que vinimos a Kich. Jamás se dignaría escucharme! ¡Seguiremos el plan, padre! Los únicos que entran en la ciudad son Auda, mi esposa, Mateo, Sond y yo. Tú y los hombres os quedáis aquí y esperáis a que los djinn regresen con sus informes.

El jeque Jaafar argumentó que la turba que avanzaba por la carretera era un mal presagio y que nadie debería entrar en la ciudad. El jeque Majiid, poniéndose de improviso del lado de su hijo, repitió una vez más que Jaafar era un cobarde. Zeid miró con recelo a Khardan e insistió en que el califa se llevase consigo a Raja además de Sond, y Jaafar repuso a gritos que, si Raja iba, Fedj no se iba a quedar atrás.

—¡Muy bien! —dijo Khardan levantando sus brazos al cielo—. ¡Me llevaré a todos los djinn!

—Yo no me sentiré ofendido, amo, si a mi me dejas aquí —comenzó Usti humildemente, pero una rápida mirada a la oscura y exasperada expresión del califa hizo que el orondo inmortal tragara saliva y se desvaneciera en los éteres con sus compañeros.

Cuando todos estuvieron preparados, Khardan lanzó una severa mirada a los jeques.

—Recordad: tenéis que esperar aquí hasta que llegue la orden. ¿Lo juráis por
hazrat
Akhran?

—Lo juro —musitaron entre dientes los jeques.

Sabiendo que cada uno de los ancianos era perfectamente capaz de decidir que aquel juramento se aplicaba a todos con excepción de sí mismo, Khardan calculó que no tenía más que unos pocos días de paz antes de poder esperar con seguridad un caos tan grande como si todas las legiones de Sul hubieran escapado y anduviesen sueltas por el viñedo. En absoluto tranquilizado al ver a Majiid enarbolando su espada en un saludo que casi decapita a Jaafar, Khardan condujo a su caballo fuera de la arboleda, seguido de Auda, Zohra, Mateo y —suponía él— tres djinn invisibles. La idea de una procesión semejante intentando colarse en Kich sin ser advertida asaltó su mente. Así, estuvo muy bien, por tanto, que el califa no supiese que un ángel de Promenthas se deslizaba también con ellos.

Khardan condujo presurosamente al grupo a través de los viñedos y los hizo detenerse a cierta distancia de la carretera, al abrigo de los árboles que bordeaban el arroyo.

—Sólo Auda o yo hablaremos. Recordad: no está bien visto que nuestras mujeres hablen con extraños.

Esto lo dijo dirigiéndose a Mateo, quien una vez más iba disfrazado de mujer, con un caftán verde cogido de la tienda de Meryem. Pero Khardan no pudo evitar, al mismo tiempo, que su mirada se fuese también hacia Zohra. Mateo aceptó la instrucción con aire grave y sombrío. Zohra miró a Khardan con súbita furia.

—¡No soy una niña! —rugió, dando un rabioso tirón de una cuerda que liaba un hato a la espalda del caballo.

Sobresaltado, el animal comenzó a danzar de lado hasta meterse en el arroyo con un chapoteo.

Conteniendo una exasperada réplica, el califa apartó su atención de Zohra y, conduciendo a su caballo fuera de los viñedos, se dirigió hacia la carretera haciendo caso omiso de la discreta risa procedente del Paladín, que caminaba junto a él.

«Muy bien —se censuró a sí mismo— merecía su enojo. No debía haberlo dicho».ohra conocía bien el peligro que corrían y no haría nada que los expusiera a él. Pero ¿por qué no podía entenderlo? Él estaba preocupado, nervioso; temía por ella, y por el muchacho. Temía por su gente. Sí, la verdad sea dicha, temía por él mismo también. Una batalla en campo abierto, habiéndoselas cara a cara con la Muerte, eso él sí lo entendía y podía arrostrarlo sin palidecer. Pero una batalla de duplicidad e intriga, una batalla librada atrapados dentro de los muros de la ciudad…, eso lo asustaba.

Se le ocurrió entonces que quizá no era del todo justo exigir que Zohra honrase a su esposo por su fortaleza y fingiera no ver su debilidad y, al mismo tiempo, esperar que ella fuera comprensiva con esa misma debilidad que él se negaba a admitir que tenía. «Que sea como sea», se resignó mientras se deslizaba y resbalaba por la abancalada cuesta de la colina. Akhran jamás había dicho que la vida de nadie fuese justa.

Tirando de sus caballos por las riendas, los cuatro entraron, con vacilación y cautela, en la carretera y se unieron al raudal de gente que marchaba para Kich. De inmediato fueron absorbidos por la multitud sin que nadie se preguntara ni notase nada. Todo el mundo parecía hallarse en un estado de excitación expectante, y Khardan se estaba preguntando a cuál de aquellos que se apretujaban a su alrededor sería prudente preguntar, cuando Auda, tocándolo con suavidad, gesticuló en dirección a un hombre de tez requemada y aspecto truhanesco vestido con un gastado albornoz y una pequeña gorra grasienta y manchada de sudor que se ajustaba herméticamente sobre su cráneo.

Atado a una cuerda que el hombre sostenía en la mano, iba un pequeño mono que llevaba una gorra similar a la de su amo y una capa hecha a imitación de la que utilizaban los soldados del amir que solía estar casi —aunque no tanto— tan asquerosa como aquélla. El mono correteaba de aquí para allá entre la multitud, para deleite de los niños y de Mateo. El joven brujo no había visto un animal como aquél en toda su vida y lo miraba con ojos fascinados. Extendiendo su diminuta mano, el mono corría hasta una persona y mendigaba comida o dinero, o lo que quiera que cualquiera se sintiese inclinado a darle. Una vez que había cogido una uva o una moneda de cobre, se colocaba patas arriba y ejecutaba una cabriola en el extremo de su cuerda y luego, volvía corriendo hasta su amo.

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