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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (39 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Mateo parpadeó confuso, sin comprender. Qannadi sonrió, pero era una sonrisa no reflejada en sus ojos, que permanecieron sombríos y sobrios. Khardan se movió inquieto.

—El imán tuvo noticia de que uno de los seguidores de tu dios…, he olvidado su nombre. No importa —dijo con un movimiento disuasorio de mano cuando Mateo se disponía a hablar—. Que uno de los seguidores, que se suponía habían sido todos aniquilados en las costas de Bas, todavía vivía y andaba por nuestras tierras. Y no solo y perdido, sino en compañía de amigos, al parecer.

El amir se quedó callado, pensativo. Khardan esperó con nerviosismo, sin atreverse a hablar.

—Conque Meryem está muerta —volvió a sonar con indiferencia la voz de Qannadi—, y tú fuiste quien terminó con ella.

La sangre abandonó la cara de Mateo, que se volvió blanca, pero el joven se enfrentó al amir con valentía y con serena dignidad.

—Hice lo que creí justo. Ella iba a asesinar a…

—Lo sé todo sobre Meryem —lo interrumpió Qannadi.

—Pero no fuiste tú quien la envió en mi busca, ¿digo bien, oh rey? —pregunto Khardan comprendiendo todo de pronto.

—No, no fui yo. Y no es que no hubiese dormido mejor por las noches de haber sabido que ella había tenido éxito —admitió el amir con una sonrisa que esta vez dulcificó aquellos ojos incrustados en su telaraña de arrugas—. Tú eres un peligro, nómada. Y, lo que es peor, eres un peligro inocente. No tienes idea de la amenaza que supones. Tú no eres ambicioso. No puedes ver más allá de tus dunas. Eres honorable, honesto y confiado. ¿Qué puede uno hacer con un hombre como tú en un mundo como éste, un mundo que se ha vuelto loco?

La sonrisa se desvaneció de sus ojos cansados.

—Yo intenté asegurarme de que lo abandonabas. Oh, no a través de Meryem. Yo la envié allí la primera vez para espiarte. Y, cuando ella informó de que vuestras tribus se estaban aliando contra mí, yo te hice el honor, aunque tú no lo sabías. Te envié la muerte bajo la forma de Gasim, mi mejor capitán. Te envié la muerte en combate, cara a cara, espada con espada. No la muerte de noche, con veneno, bajo el disfraz del amor.

—El imán —dijo Khardan.

—Sí. —Qannadi tomó una profunda bocanada de aire—. El imán.

E hizo una pausa. En el silencio, pudieron oír el murmullo del agua que caía. El ruiseñor había dejado de cantar. Más allá de las murallas, en la distancia, se podía oír el griterío de la muchedumbre cada vez más cerca. La procesión avanzaba sinuosamente hacia el templo.

—Así que habéis venido hasta aquí para pedirme las vidas de vuestra gente —continuó el amir con hielo en su voz—. Rechazo vuestra propuesta de guerra. No tiene sentido. Un desperdicio de vidas que no me puedo permitir. Si las ciudades conquistadas que yo controlo se enterasen de algo así, vendrían directamente en busca de mi garganta. Y ahora dime, califa, ¿qué has venido a hacer? ¿Qué has venido a hacer con una mujer cuyos ojos son como los del halcón? ¿Qué has venido a hacer con un hombre de una tierra extraña y lejana donde, según dicen, los hombres poseen los poderes mágicos de las mujeres? ¿Qué has venido a hacer con un Paladín de la Noche que tiene una maldición de sangre que cumplir?

Desconcertado por estas palabras que tan cerca del blanco habían dado, Khardan no pudo al principio responder y se limitó a escudriñar el rostro de Qannadi intentando sondear sus intenciones. Pero no pudo. O, si lo hizo, fue sólo muy vagamente, del mismo modo que un hombre ve a través de una tormenta de arena arremolinada.

—Iré a prisión y moriré con mi gente —dijo al fin con voz calma el califa.

—Por supuesto que irás —repuso Qannadi.

Una de las comisuras de su boca se hundió profundamente en la curtida mejilla. Levantando la voz, una voz que sabía hacerse oír por encima del pisoteo de los cascos y del ajetreo y clamor de la batalla, el amir llamó a sus guardias.

—¿Qué hay de Achmed? —preguntó Khardan apresuradamente, al oír pisadas de botas en el sendero del jardín.

Zohra permaneció orgullosamente a la espera, con la cabeza alta y los ojos centelleando. Mateo observaba a Qannadi en silencio. Auda ibn Jad escondió la daga y cruzó los brazos por delante del pecho, con una sonrisa en los labios tan peligrosa y amenazadora como la de Qannadi. Khardan mantuvo un ojo vigilante sobre él, esperando que luchase…, inquieto cuando vio que no lo hacía.

—Mi hermano debe saber la verdad acerca de la muchacha —prosiguió el califa.

—Él sabe la verdad. Ésta le carcome el corazón, nómada —dijo Qannadi—, ¿tirarías de la flecha para que las púas le arranquen la vida a pedazos? ¿O dejarías que saliese lentamente por sí sola y a su debido tiempo?

—Tú lo quieres, ¿verdad?

—Sí —respondió simplemente Qannadi.

—También yo.

Los guardias ya estaban allí, prendiendo con rudeza a Khardan y a sus compañeros. No tuvieron miramientos con Zohra y Mateo; los agarraron con manos firmes y les doblaron los brazos por detrás de la espalda.

—¡Mantenlo alejado mañana, oh rey! —suplicó con urgencia el califa, luchando por dar la cara al amir mientras los guardias intentaban llevárselo de allí—. ¡No dejes que vea masacrar a su gente!

—Llevadlos a la Zindam —ordenó Qannadi.

—¡Prométemelo!

Qannadi hizo un gesto. Un golpe a Khardan en el riñón hizo que éste cesara la lucha y se doblara con un quejido de dolor. Sin que ofreciesen resistencia, los guardias los llevaron a empujones fuera del jardín.

De pie en medio del sendero, viendo cómo sus hombres conducían a aquel extraño grupo lejos de allí, Qannadi dijo en voz baja:

—Que tu dios sea contigo, nómada.

Capítulo 5

Cuatro prisioneros salieron para la Zindam, pero sólo dos llegaron. Dada la confusión reinante en las calles a través de las cuales los condujeron, Zohra no se enteró de cómo había ocurrido, ni tampoco evidentemente el teniente responsable de entregar a los nómadas en la Zindam. La expresión de su cara cuando se volvió y vio que el número de sus encomendados se había reducido a la mitad fue verdaderamente risible.

Y, en efecto, Zohra se rió, lo que no la congració en absoluto con su captor.

—¡No reirás ya mañana por la mañana,
kafir
! —le dijo el teniente—. ¿Dónde están los hombres, el nómada y su amigo? —preguntó a sus soldados, quienes se estaban mirando, mudos de asombro, el uno al otro.

—Tal vez fueron detenidos por la multitud —sugirió el suboficial de prisión, cogiéndose las manos sobre su gorda barriga y mirando a Zohra con ojos apreciativos.

—¡Bah! —repuso el teniente, enojado y bastante asustado, ya que él sería el responsable de la pérdida ante el amir—. No fuimos detenidos por la multitud. Envía a algunos de tus hombres fuera en su busca.

Encogiéndose de hombros, el suboficial ordenó a varios de sus guardias de prisión volver sobre los pasos del teniente desde la Zindam hasta el palacio, por si los soldados del amir necesitaban ayuda para capturar a sus prisioneros. Al teniente no le gustó nada la insinuación del suboficial pero, no estando en posición de poder descargar su bilis, guardó silencio y, aparentando indiferencia, se puso a mirar por la ventana de la caseta de guardia hacia el abarrotado patio interior de la prisión.

—¿Qué hacemos con estas dos bellezas? —preguntó el suboficial, jugueteando nerviosamente con sus dedos.

—Ponlas con las otras —contestó el teniente casi sin prestar atención—. No han de ser maltratadas.

—Mmmmm —hizo el suboficial pasándose la lengua por los labios—. No lo serán, te lo aseguro. Sé exactamente cómo… eeh… manejarlas —y, poniéndose pesadamente en pie, echó una mirada por la ventana—. Ah, ahí vienen mis hombres, y con noticias por lo que parece.

Mateo aprovechó la oportunidad para deslizarse hasta Zohra.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Khardan? ¿Qué le han hecho?

—Está con el Paladín, naturalmente —susurró ella en respuesta—. No hay nada más que podamos hacer por ellos, Ma-teo, ni ellos por nosotros. Nuestros caminos se han separado. Ahora estamos solos.

Los dos guardias de prisión llegaron al despacho del suboficial con la cara roja y sin aliento.

—Hemos encontrado a dos de los hombres del amir, señor, en un callejón trasero. Muertos. Les han cortado la garganta.

—¡Imposible! ¡Yo no he oído nada! —exclamó el anonadado teniente—. ¿Alguien ha visto algo?

Los dos guardias negaron con la cabeza.

—Iré y lo comprobaré por mí mismo antes de informar al amir.

—Muy bien —asintió el suboficial—. Mientras tanto, yo haré preparar una celda especial para ti, para cuando vuelvas —añadió jocosamente en un murmullo mientras veía alejarse al teniente.

El jefe de prisión, que recordaba la vida fácil que llevaba bajo el sultán, sentía muy poco aprecio por el amir y ninguno en absoluto por sus soldados, una pandilla de fachendosos que miraban a la gente desde arriba y constantemente estaban interfiriendo en lo que el suboficial consideraba que eran sus prerrogativas en el trato de la escoria asignada a su cuidado.

—¡Trataros bien! ¡Desde luego que lo haré, flores mías! —dijo mirando a Zohra con ojos hambrientos y frotándose las manos—. Habría podido disfrutar de la compañía de algunas más como vosotras si ese viejo asno pomposo de palacio no hubiese tenido siempre a sus soldados curioseando por aquí. Pero esta noche todo el mundo estará asistiendo a la ceremonia del imán. Vuestros hombres os han abandonado —agregó, acercándose hasta Zohra con una impúdica sonrisa y estirando una fofa mano hacia ella—. ¡Los cobardes! Pero vosotras no los echaréis de menos. Esta noche,
kafir
, os enseñaré lo que es gozar de la compañía de un hombre de verdad, uno que sabe cómo…

Zohra lanzó su pie con fuerza contra el pliegue de la rodilla del suboficial. Su pierna se dobló debajo de él, y se vio obligado a agarrarse a una silla para no caer al suelo. El dolor hizo palidecer sus gruesas mejillas; su papada tembló de furia.

—¡Perra
kafir
!

Agarrándola de su velado cabello, tiró violentamente de su cabeza hacia atrás y comenzó a besarla. Las uñas de Zohra se clavaron en su cara. Mateo introdujo a la fuerza su brazo entre el cuerpo del hombre y Zohra, intentando romper el abrazo y apartar a la mujer de él.

—Suboficial —vino una voz desde la puerta.

—¿Mmm?

El jefe de prisión, quitándose a Mateo de encima de un empujón, se volvió con una mano agarrando todavía dolorosamente el pelo de Zohra.

—Debes informar al amir —dijo el guardia tratando de mirar a cualquier parte menos a su sudoroso superior—. De inmediato. Ya ha llegado a sus oídos lo de los soldados asesinados, parece.

—¡Hummf! —gruñó tirando a Zohra al suelo. Se retocó el uniforme, se restregó la cara y, maldiciendo entre dientes, se fue anadeando hacia las murallas del palacio.

—Llévalas al patio interior —ordenó.

El guardia, de pie junto a ellos, esperó a que Zohra y Mateo, que la estaba asistiendo, se levantasen, sin ofrecerles ninguna ayuda sino limitándose a observar con una desagradable sonrisa. Los guardias de la prisión, verdaderos desechos de la humanidad, muchos de los cuales habían sido a su vez presidiarios en el pasado, habían sido elegidos por el suboficial por su naturaleza ruda y brutal. Para hacer justicia al suboficial, hay que decir que muy pocos habrían podido encontrarse, aparte de aquéllos, con suficiente estómago para apechugar con dicha tarea. Un hombre sentenciado a prisión en aquella dura tierra a menudo tenía sobrada razón para envidiar a los que eran condenados a muerte. Sólo gracias a la intervención del imán, quien nunca cejaba en su intento de convertir a los
kafir
, los nómadas apresados en el Tel habían recibido un trato mejor. Se había obligado a los guardias a mantener a las mujeres bajo su cuidado durante un mes, con la estricta prohibición de tocarlas. Pero aquello terminaba esta noche. Los soldados del amir y los sacerdotes-soldados del imán serían necesarios para ayudar a controlar a la multitud. Nadie prestaría la menor atención a los prisioneros. Rapiña, asesinato… ¿quién se iba a enterar por la mañana, cuando todos iban a ser masacrados de todas maneras en el nombre de Quar? ¿A quién le iba a importar?

Zohra vio el odio y la lujuria arder en los ojos animales del hombre y comprendió claramente el destino que esperaba a los prisioneros una vez que oscureciera. Sería una noche de horrores. La mano de Mateo, mientras éste la ayudaba a ponerse en pie, estaba fría y húmeda, y ella se dio cuenta de que él también había comprendido. Los dos intercambiaron una mirada y compartieron su miedo.

Khardan se había ido, ya fuera como prisionero de Auda o ayudándolo de buen grado. No había previsto aquel peligro; no se le había pasado por la cabeza. ¿Serían conscientes de él las mujeres de la prisión? ¿Podrían conseguir inducirlas a luchar contra él? Conociendo a su gente, Zohra no tenía duda de que lucharían. Se preguntó inquieta si lograría convencerlas para luchar utilizando aquella extraña magia enseñada por un loco.

«Lo harán», se dijo firmemente a sí misma. «No tienen más remedio».

Con la ayuda de Akhran. O sin ella.

Por el rabillo del ojo, Khardan vio que el guardia que marchaba detrás de Auda ibn Jad desaparecía súbitamente de la vista. El califa sintió un violento tirón desde atrás. Las manos del guardia que lo agarraba por los brazos se cerraron en un espasmo y, después, se separaron bruscamente de él. Estaba libre. Volviéndose, vio atónito los cuerpos de dos guardias tirados en la calle con una abertura roja que les cruzaba la garganta.

—¡Por aquí! —susurró una voz.

—Zohra… —comenzó a decir Khardan yéndose para los guardias que, sin haber oído nada, conducían a Zohra y a Mateo por delante de ellos.

—¡No! —Auda le cortó el paso—. ¿Quieres arruinarlo todo?

Aquélla era la más difícil decisión que el califa se había visto obligado a tomar jamás, y tenía que tomarla en unos segundos.
«¿Me vas a negar el derecho de morir por mi gente porque soy una mujer?»
Las palabras de Zohra resonaron en su cabeza.

Auda tenía razón. Podría echar a perder la única oportunidad que tenían. Tenía que dejarla marchar…, al menos por el momento.

El Paladín y el califa se sumergieron en un oscuro callejón. Dos siluetas negras, más negras que la noche, se deslizaron delante de ellos. Una puerta se abrió de repente. Unas manos tiraron de Khardan hacia el interior de un edificio que estaba fresco, iluminado tan sólo por la luz solar que entró en torrente mientras la puerta estuvo abierta. El califa no pudo ver nada cuando la puerta volvió a cerrarse de golpe.

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