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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (43 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Y yo. Y yo —murmuraron Fedj y Usti, este último enjugándose una lágrima que estaba resbalando por su redonda cara.

—Pero, nos estabas llamando —recordó Sond—. ¿En qué podemos ayudarte?

Los temores de Asrial, olvidados por unos momentos, regresaron, haciendo que el color desapareciera de sus etéreas mejillas.

—¡Mateo y vuestra ama, Zohra, se encuentran, o pronto se encontrarán, en el más terrible peligro! Debéis venir a ayudarlos.

—Pero no podemos hacerlo. No hemos sido llamados —objetó Sond con aire preocupado pero inseguro de qué hacer.

—¡Eso es porque ellos no saben que van a correr tanto peligro! —Asrial se cogió las manos con angustia—. Pero Mateo está hablando de atacar a los guardias y él lleva una daga que una de las mujeres consiguió introducir consigo en la prisión. ¡El no sabe lo que es luchar, y los guardias son fuertes y brutales! ¡Tenéis que venir conmigo! ¡Tenéis que venir!

—Realmente aquí no tenemos nada que hacer —incitó Fedj.

—Eso es verdad —convino Sond mordisqueándose el labio inferior—. Y, sin embargo, no se nos ha llamado.

—Te equivocas —dijo Usti inesperadamente, y señaló a Asrial con un dedo rechoncho y ensortijado—. ¡
Ella
nos ha llamado!

—¿Un ángel convocando a un djinn?

Sond parecía dubitativo.

—Deja que lo discutan en el próximo tribunal —opinó Raja—. Yo, por lo menos, voy con la señora.

Con una mano en el corazón, saludó a Asrial con una inclinación.

—¿Estáis todos decididos? —preguntó Sond mirando a Fedj, quien asintió con la cabeza.

—Mi ama es tan terca que sería capaz de no llamarme nunca —comentó Usti—. Iré con ella.

—Terca no, inteligente; sabe perfectamente lo que conseguirá si te llama —puntualizó Sond—. Señora Asrial, estamos a tu disposición. ¡Y que Akhran tenga piedad de nosotros si se entera de que hemos trabajado para un ángel! —exhaló el djinn elevando una mirada preocupada hacia los cielos.

Dentro del edificio de celdas de la Zindam, el guardia de prisión, con la cara desencajada de sádico placer, hizo descender el látigo sobre la espalda de su víctima. El muchacho se retorcía en los brazos que lo sujetaban, pero no gritaba, aunque el esfuerzo le costase hincarse profundamente los dientes en la lengua.

—Golpéalo un par de veces más y ya verás cómo grita —dijo uno de los guardias agarrando al muchacho de ambos brazos.

—Sí, nadie podrá oír sus gritos esta noche —repuso el otro.

El guardia hizo lo que le pedían, y asestó otro azote en la espalda que ya estaba marcada con cicatrices de anteriores sesiones de «castigo». El muchacho se contrajo y jadeó, pero se tragó el grito y hasta consiguió lanzar una mirada de triunfo a sus torturadores, aunque le saliese sangre de la boca y supiese que le harían pagar aquella mirada con el siguiente latigazo.

El siguiente latigazo, sin embargo, no vino. El guardia se quedó atónito cuando una gigantesca mano sin cuerpo le arrancó el látigo de la suya y se lo llevó consigo hasta el techo.

Los tres guardias de prisión estaban cerca de la puerta exterior del bloque de celdas, desde donde podían ver si alguno de los soldados del amir se acercaba a curiosear. Aquélla era su habitual área de «castigo», a juzgar por las numerosas manchas de sangre seca que se podían ver en el empedrado suelo. Rodeada por tres muros, dicha área no era grande y se hizo todavía más pequeña cuando de pronto se encontró llena a rebosar con los inmensos cuerpos de cuatro enormes djinn (Usti ocupaba tanto sitio a lo ancho como los otros a lo alto).

—Ah, parece que se te ha caído esto —bramó Raja con el enorme látigo colgando entre sus dedos índice y pulgar—. ¡Permíteme devolvértelo, sidi!

Con gran destreza, enroscó el látigo en torno al cuello del guardia.

El guardia luchaba y se debatía, pero no era rival para el djinn y pronto éste lo tenía atado y colgado como a un pollo, según comentó Usti relamiéndose.

—Ordénales que suelten al muchacho —lo conminó Raja.

El guardia miró al djinn con aire desafiante.

—¡Yo no recibo órdenes de vosotros, chusma
kafir
! Y no me dais miedo, tampoco. Cuando Quar os eche el guante, os hará desear que jamás hubieseis nacido.

—Tan inteligente como guapo —comentó Sond con seriedad—. Veamos si ahora recapacita.

E hizo un gesto a Raja. Éste asintió y dio un tirón del látigo que envió al hombre rodando a toda velocidad por el suelo hasta ir a estrellarse de cabeza contra la pared más alejada. Su cuerpo se desplomó fláccidamente sobre el suelo. Los otros dos guardias soltaron al instante al muchacho, quien se tambaleó y cayó a sus pies.

El muchacho se levantó enseguida y observó a Sond que se dirigía hacia él. El djinn se quedó mirando al joven de cerca.

—¿Un hrana? —preguntó.

—Sí, oh djinn —contestó el muchacho con recelo, mirando fijamente a Sond y reconociéndolo como un inmortal que pertenecía a su enemigo.

Al ver a Sond en compañía de Fedj, el inmortal de su propia tribu, el muchacho no supo qué pensar.

—Eres valiente, hrana —dijo Sond aprobadoramente—. ¿Cómo te llamas?

—Zaal.

La pálida cara del muchacho se iluminó ante el elogio del djinn.

—Te necesitamos, si puedes caminar.

—Estoy perfectamente —aseguro el muchacho aunque a cada movimiento hacía una mueca de dolor.

Sond ocultó su sonrisa.

—¿Dónde guardan estos perros las llaves de las celdas, Zaal?

—Encima de sus grasientos cuerpos, oh djinn —respondió Zaal con una mirada de encarnizado odio.

Sond se acercó a investigar.

—Parece que llevas una carga monumental en la zona de tu tripa, sidi —comentó el djinn dirigiéndose al guardia que se había estrellado contra la pared—. Yo te libraré de algo de ese peso, sidi, si no tienes inconveniente en darme las llaves de las celdas.

El guardia, volviendo en sí con un quejido, respondió con un sucio juramento, sugiriendo a Sond que hiciese algo físicamente imposible consigo mismo.

Fedj envió de nuevo la cabeza del hombre contra la pared con un rápido revés.

—¿Qué lenguaje es ése? ¿Cómo podemos esperar que el muchacho respete a sus mayores si le hablas de esta manera, sidi?

—Me estoy cansando de esto —rugió Raja con impaciencia—. Matémoslo y cojamos las llaves.

—¡Oh, no! —aulló el guardia mirándolos con odio—. ¡No me asustáis! Sé que los djinn no podéis matar a un humano sin permiso de vuestro dios. ¿Y dónde está Akhran el Errante ahora? ¡Muerto, por lo que hemos oído! —El guardia escupió en el suelo—. ¡Y, enhorabuena, pronto terminaremos con todos sus seguidores!

—Tienes un punto a tu favor —dijo Fedj—. No podemos matar a un humano.

—Ah, pero ¿él es humano? —inquirió Usti con engreimiento—. ¿Alguno de todo este… este… «excremento» lo es? —El djinn abarcó con un gesto a todos los guardias.

—Un tecnicismo interesante —comentó Fedj.

Los otros dos guardias miraron llenos de pánico a su jefe, quien se estaba poniendo exageradamente rojo.

—¿Qué quieres decir? ¡Por supuesto que soy humano! —fanfarroneó—. ¡Vosotros matadme y veréis en qué lío os metéis!

—¿Es una orden, sidi? —preguntó Sond con acento solícito—. Si es así, obedezco al instante…

—¡N… no! —tartamudeó el guardia dándose cuenta de lo que había dicho, y su voz se elevó hasta convertirse en un penetrante chillido cuando el djinn se irguió amenazadoramente por encima de él—. ¡No!

—Las llaves, sidi, si eres tan amable —solicitó Raja extendiendo una mano gigantesca que podría haber rodeado el cuello del guardia por completo y sin esfuerzo alguno.

Con un depravado rugido, el guardia levantó las llaves de su cinturón y las arrojó al suelo, maldiciendo. A un gesto de Sond, Zaal saltó a recogerlas y se las entregó al djinn.

En aquel momento se oyó un trapaleo metálico en la puerta y ésta se abrió de golpe bajo la combinada presión de Mateo y varias mujeres nómadas que afluyeron como un torrente en la habitación; varias dagas resplandecían en sus manos.

Mateo dio una inhalación de sorpresa y se quedó mirando pasmado a los inmensos djinn. Su rostro estaba sombrío. Era obvio que iba dispuesto a una de dos, o morir o matar, y aquella inesperada y agradecida intervención lo dejó sin aliento.

Sond se adelantó e, inclinándose ante el atónito brujo, le entregó las llaves.

—Estas llaves son tuyas, oh mago, para que hagas con ellas lo que desees. ¿Necesitas algo más de nosotros esta noche?

—Yo… yo… Vosotros no sois mis sirvientes —balbuceó Mateo.

—No, señor mago. Estamos al servicio de alguien que te sirve a ti —contestó Sond dirigiendo su mirada hacia un punto por encima del hombro de Mateo para gran perplejidad del joven—: La dama Asrial.

—¡Espera! —dijo Zohra—. Sí, os necesitamos. Las cancelas…

—¡Raja, ven conmigo! ¡Silencio! —ordenó de pronto Sond estirando hacia un lado la cabeza a la escucha—. ¡Mi amo! —exclamó con voz hueca, y desapareció.

Raja se desvaneció tras él. Fedj y Usti se quedaron, mirándose el uno al otro con incertidumbre.

Entonces oyeron el sonido…, un extraño y sobrecogedor sonido que hacía erizarse el vello del cuello y que produjo un escalofrío en los cuerpos de todos los presentes en aquella habitación.

El clamor frenético de una turba desbocada.

Y cada vez se hallaba más cerca.

Capítulo 9

El túnel discurría desde el palacio, sumergiéndose profundamente por debajo de la abarrotada calle central de Kich y, después, ascendiendo de nuevo hasta el recién construido y pródigamente decorado templo de Quar. El suelo del túnel era liso, limpio y seco, condiciones mantenidas evidentemente por los sirvientes del imán. Había antorchas encendidas apoyadas en candelabros de hierro forjado pegados a la pared; sus llamas humeaban y danzaban con la corriente de aire que, al abrirse la puerta, entró desde el jardín. Al penetrar en el fresco y tenuemente iluminado túnel, Khardan se quedó maravillado ante la paz y el silencio reinantes debajo de tierra cuando, por encima de él, todo era bullicio y confusión.

Avanzando con rapidez, sin hablar ninguno de los dos y con los cuerpos tensos y preparados para el peligro, el califa y el Paladín de la Noche atravesaron el estrecho túnel. Anduvieron una larga distancia. Mirando hacia atrás, Khardan ya no pudo ver la entrada. El suelo que pisaban comenzó a ascender y entonces supieron que estaban acercándose al templo. Se movieron con más cautela y sigilo…, más por instinto que por necesidad. Con aquella multitud orando, cantando, agitándose y gritando casi directamente encima de ellos, podrían haber celebrado un juego de
baigha
allí abajo, con caballos y todo, y nadie los habría oído.

Pronto los dos pudieron ver, centelleando a la luz de las antorchas, los ojos de otra cabeza de carnero dorada y entonces supieron que habían llegado a su destino. Auda estudió con cuidado la puerta. Tallada en una sola e inmensa roca de mármol, tapaba herméticamente la entrada del túnel. No había junturas que Khardan pudiera ver, ni argolla incrustada en la roca con la que tirar de ésta para abrirla y, con una mezcla de alivio y frustración, estaba a punto de sugerir que su camino estaba obstruido cuando Auda puso sus manos en ambos lados de la cabeza de carnero y, cubriendo los ojos con sus dedos, presionó.

Hubo un «clic» y un crujido, y la puerta de piedra se estremeció ligeramente y comenzó a girar, como rotando en torno a algún poste central invisible. Dando un paso hacia atrás, Auda esperó con evidente impaciencia a que el lento girar de la puerta llevara a ésta hasta la posición abierta. Khardan pudo oír una voz al otro lado de la puerta y, pensando que habían sido descubiertos, se puso en tensión. Pronto se dio cuenta, por el tono de aquélla y las pocas palabras que pudo entender, de que era el imán, quien al parecer, se estaba dirigiendo a sus sacerdotes antes de salir a hablar a la multitud.

Nadie se había percatado de su presencia.

—¿Cómo sabías el funcionamiento de esto? —susurró Khardan tocando con recelo el mecanismo de cierre.

—¿Qué, la apertura de la puerta? —repuso Auda, divertido ante el asombro del nómada—. He operado cientos de puertas más intrincadas y complicadas que éstas. En el palacio de Khandar es preciso ser un genio de la mecánica para desplazarse desde el dormitorio de uno hasta el baño.

—¿Y qué hay de la otra puerta para cuando salgamos? —preguntó Khardan inquieto volviendo a mirar hacia atrás aunque hacía largo rato que la habían perdido de vista—. ¿Estará cerrada? ¡Puede que necesitemos atravesarla a toda prisa!

—No había ningún mecanismo como éste para entrar por aquella puerta. Dudo que

encuentres alguno a tu regreso —contestó el Paladín poniendo énfasis en el singular—. Esta puerta es mucho más nueva, construida con posterioridad al túnel, del que yo diría que es tan viejo como el palacio. ¿Quién sabe adónde conducía antes? A algún terreno de juego privado del sultán, quizás.

La piedra había casi terminado su rotación, moviéndose en engrasado silencio.

—Pero ¿por qué un mecanismo de cierre aquí y ninguno en el palacio? —insistió Khardan.

Auda hizo un gesto de impaciencia.

—Sin duda, la entrada está protegida por los guardias del amir, nómada. A excepción de esta noche, en que se necesitaban para ayudar a mantener a raya a la multitud. O… —sus finos labios se estiraron en una oscura sonrisa—… tal vez Quar diese a los guardias órdenes de estar en alguna otra parte.

Pasa el frío invierno aquí dentro, ratoncito
, dijo el león apuntando a su propia garganta.
Aquí dentro estarás caliente y seguro, muy seguro
.

Khardan se estremeció y, repentinamente ansioso por acabar con aquello, empujó a Auda a través de la rendija en la piedra, que apenas era lo bastante ancha para admitir a un hombre de lado, y después se deslizó tras él.

Entraron en una cámara resonante de murmullos y susurros, caldeada con el calor de muchos cuerpos y con olor a aceite perfumado e incienso, cera de vela derretida, carne sudorosa y santo celo. Estaba iluminada por la luz de una enorme cantidad de velas que titilaban en alguna parte sobre el altar, en el centro de la estancia. Khardan captó tan sólo una vislumbre de aquel altar, ya que los sacerdotes-soldados le interceptaban la visión. Con sus espaldas vueltas hacia el califa, éstos miraban derecho hacia adelante con rígida intensidad; miraban al imán, que se erguía en medio de todos ellos. Nadie oyó la apertura de la puerta de piedra. Lo que no era de sorprender considerando aquella voz potente que los mantenía hipnotizados. Pero debían de sentir la corriente de aire fresco en sus espaldas, y Khardan se dio cuenta con una punzada en el corazón de que sería necesario cerrar la puerta. Apresuradamente, echó una mirada en torno a aquella habitación iluminada por la luz de las velas, intentando hallar la puerta del túnel que, según había podido ver, se haría todo uno con la pared una vez que estuviese cerrada. Pero, para su gran asombro, Auda la dejó abierta. Cogiendo a Khardan del brazo, el Paladín se llevó con premura al nómada bien lejos de la entrada. En silencio, avanzaron de lado, con la espalda estrechamente pegada a la pared, hasta que hubieron hecho la mitad del camino en torno a la gran estancia.

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