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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (44 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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«Por supuesto —pensó Khardan con la sangre agolpándose deprisa en sus oídos—, no importa si descubren que alguien ha entrado en su santuario. Van a saberlo en cuestión de momentos, de todos modos, y eso asegura nuestra salida».

—… la Verdad de Sul contemplada en Quar —estaba diciendo el imán—. El mundo unido en adoración del Único y Verdadero Dios. Un mundo liberado de los caprichos y la interferencia de los inmortales. Un mundo donde todas las diferencias queden igualadas, donde todos piensen y crean de un modo semejante…

«Siempre que piensen y crean en Quar», añadió para sí Khardan.

—Un mundo en el que haya paz, en el que la guerra se vuelva obsoleta porque ya no haya nada por lo que combatir. Un mundo donde se cuide de cada hombre y nadie tenga que pasar hambre.

«A los esclavos se los cuida —pensó Khardan— y raramente se permite que pasen hambre ya que eso disminuiría su utilidad. Pero una cadena hecha de oro sigue siendo una cadena, no importa cuan hermosa luzca sobre la piel».

Khardan se volvió para mirar a Auda, para ver cómo el Paladín estaba reaccionando ante esto, y entonces se dio cuenta, de pronto, de que Ibn Jad ya no estaba junto a él. El Paladín de la Noche había sido absorbido por la oscuridad que era su derecho de nacimiento, la oscuridad que lo protegía y guiaba.

Khardan estaba solo.

—¡Saldremos! —continuó Feisal, y Khardan pudo ver, sobre las cabezas de quienes tenía delante de él, los delgados brazos del sacerdote elevándose en una exhortación—. ¡Saldremos y llevaremos este mensaje a nuestra gente!

Khardan comenzó a moverse hacia adelante impulsado por el miedo de que Ibn Jad pudiera atacar antes de que él tuviese ocasión de hablar, impulsado por la necesidad de devolver la vista a los ciegos ojos de aquellos estúpidos, impulsado por su propia necesidad de hacer aquella última tentativa de salvar a su pueblo.

—¡A los ojos de Quar, todos los hombres son hermanos! —aseguró Feisal elevando la voz hasta convertirse en un grito.

—Si es así —respondió Khardan con voz tonante, al tiempo que las velas titilaban con la corriente de aire fresco que se colaba en la cámara a través de la puerta abierta—, si eso es verdad, demuéstralo liberando a tus hermanos, mi pueblo, que están sentenciados a morir al amanecer.

Jadeos de asombro y gritos de alarma se elevaron confusos entre los presentes. Los soldados-sacerdotes reaccionaron con una rapidez que dejó asombrado a Khardan. Antes de que aquellos que lo rodeaban hubieran podido comprender de quién se trataba, se habían echado sobre él. Manos violentas agarraron sus brazos, una punta de espada se clavó en su espalda, otra apuntó a su garganta y él estaba prisionero antes de que las últimas palabras hubiesen sido pronunciadas.

—¡Démosle muerte ahora mismo, santidad! —imploró uno de los sacerdotes-soldados—. ¡Ha profanado nuestro templo!

—No —repuso Feisal con un tono suave—. Yo lo conozco. Hemos hablado en otra ocasión este hombre y yo. Se hace llamar califa de su pueblo. Califa de unos bárbaros bandidos. Y, sin embargo, hay una esperanza de salvación para él, como la hay para todos, y yo no se la voy a negar. Traedlo hasta mí.

La orden fue obedecida con presteza y Khardan fue arrojado a los pies del imán donde yació en el suelo rodeado por un cerco de acero.

Lentamente, y al tiempo que sus ojos se levantaban para encontrarse con la mirada de fuego líquido del sacerdote, Khardan se puso en pie. Habría plantado cara a aquel hombre, pero las manos de los sacerdotes-soldados hacían presión sobre sus hombros manteniéndolo inclinado.

—Sí, me conoces —dijo Khardan respirando con dificultad—. Me conoces y me temes. Tú enviaste a una mujer para tratar de asesinarme…

Un clamor de indignación saludó estas palabras. La empuñadura de una espada se estrelló contra la boca de Khardan; el dolor estalló dentro de su cráneo. Atontado, saboreando la sangre de su labio partido, escupió en el suelo y levantó su palpitante cabeza para mirar a Feisal a los ojos.

—Es verdad —afirmó—. Así es como gobernará Quar. Palabras dulces a la luz del día y anillos envenenados por la noche…

Esta vez estaba preparado para el golpe y lo recibió lo mejor que pudo, apartando la cabeza en el último momento para evitar que le rompiese la mandíbula.

—¡Basta! —ordenó Feisal pareciendo verdaderamente afectado por la violencia.

Y puso sus delicados dedos en la cabeza sangrante de Khardan. El tacto era caliente y seco, y los dedos temblaban sobre la piel del nómada como las patas de un insecto. Aquellos ojos intensos enloquecidos por el santo celo se clavaron en los de Khardan, y tal era la fuerza y el poder del alma que albergaba el frágil cuerpo del sacerdote que el propio califa se sintió encoger bajo el intenso fuego que ardía en él.

—Este hombre nos ha sido enviado, hermanos míos, para mostrarnos las abrumadoras dificultades que habremos de afrontar cuando salgamos al mundo. Pero las superaremos.

Los dedos del imán acariciaban a Khardan con hipnótica sensualidad. La luz de las velas, el dolor, el ruido y el olor a incienso empezaron a hacer que, a sus ojos, todo diera vueltas en torno a él. Sólo encontró un punto focal en los ojos del sacerdote.

—¿Quién es el Único y Verdadero Dios,
kafir
? ¡Nómbralo, inclínate ante él y tu gente quedará libre!

Los dedos sedaban con sus caricias. Feisal estaba seguro del triunfo, seguro de su propio poder y del poder de su dios. Los sacerdotes-soldados contenían el aliento con admiración, esperando otro milagro. ¿Acaso no habían visto, incontables veces, al imán conducir a la luz a una pobre alma ciega tras otra?

Khardan sólo tenía que pronunciar el nombre de Quar. Tenía la vida de su dios en sus manos. El califa cerró los ojos y rogó a éste que le infundiera valor. Él sabía que, diciendo las siguientes palabras, se condenaba a sí mismo y condenaba a su gente, pero salvaría a Akhran.

—Yo no sé nada de ese Único y Verdadero Dios, imán —jadeó.

Sus palabras irrumpieron a través de una barrera erigida por los dedos acariciadores de Feisal.

—Yo sólo conozco a
mi
dios. El dios de
mi
pueblo,
hazrat
Akhran. ¡Con nuestro último estertor, honraremos su nombre!

El tacto de los dedos se volvió frío. Los ojos lo miraron desde arriba, no con furia, sino con lástima y decepción.

—Dadme un cuchillo —dijo Feisal en voz baja, extendiendo la mano hacia sus subordinados—. La muerte cerrará los ojos mortales de este hombre y abrirá los de su alma. Sujetadlo firmemente, para que pueda hacerlo con rapidez y sin causarle sufrimientos innecesarios.

Los sacerdotes-soldados agarraron a Khardan por los brazos. Uno de ellos lo cogió del pelo y le echó la cabeza hacia atrás, exponiendo su garganta.

Khardan no se resistió. Era inútil. Únicamente podía rezar, con su último pensamiento consciente, por que Zohra tuviera éxito en aquello en que él había fracasado…

—¡Dadme un cuchillo! —repitió Feisal.

—Aquí tienes, mi señor —dijo una voz, y el cuerpo del imán dio una convulsiva sacudida y se puso rígido mientras sus ojos se desorbitaban de sorpresa.

Auda extrajo el cuchillo de un tirón y levantó la mano para asestar otro golpe cuando Feisal se volvió y se encontró de cara con él. Una gran mancha de sangre se estaba extendiendo en la espalda del sacerdote.

—¿Te atreverías a matarme? —inquirió mirando a Auda, no tanto con cólera o miedo como con verdadera sorpresa.

—La primera cuchillada ha sido por Catalus —replicó Auda con frialdad—. Ésta es en el nombre de Zhakrin.

La daga de plata, con su empuñadura decorada con una serpiente cercenada, destelló a la luz de las velas que ardían sobre el altar de Quar y se zambulló en el pecho del imán.

Feisal no gritó ni trató de esquivar el golpe. Abriendo de par en par sus brazos, recibió en su cuerpo el arma mortal con una especie de éxtasis. La empuñadura de la daga sobresalía de su carne. Agarrándola con ambas manos, el imán se tambaleó y elevó los ojos al cielo. Levantando en actitud de ruego las manos, bañadas con su propia sangre, Feisal hizo un intento desesperado de hablar.

—¡Quar! —jadeó, y cayó de bruces sobre el altar, en su última postración ante Quar.

Paralizados de sorpresa y horror, los sacerdotes-soldados se quedaron mirando pasmados el cuerpo de su líder. Parecía imposible que pudiera morir y esperaban que se levantase, esperaban un milagro. Arrancándose el medallón negro del cuello, Auda lo arrojó sobre el cadáver; luego, precipitándose hacia adelante, el Paladín cogió a Khardan del brazo. Antes de que la furia de los clérigos se desencadenase, arrebató al nómada de las manos de sus aturdidos captores y lo empujó hacia la puerta abierta en la pared.

—¡Han matado al imán! ¡El imán está muerto!

El lamento era terrible de oír, y se elevó hasta convertirse en un chillido de rabia enajenada cuando se dieron cuenta de que su milagro no se producía.

—¡Matadlos! —gritó uno.

—¡No! —gritaron otros—. ¡Cogedlos vivos! ¡Entreguémoselos al torturador!

—¡Matad a los prisioneros! ¡La sangre de los
kafir
pagará por la suya! ¡Matadlos a todos, ahora! ¡No esperéis a que amanezca!

Una espada resplandeció delante de Khardan. Golpeando a su portador en la cara, el califa le arrebató el arma de la mano, se la hundió en el cuerpo y se alejó corriendo sin detenerse a ver caer a su enemigo. La puerta estaba a medio cerrar y el camino hasta ella estaba libre. A nadie se le había ocurrido obstruirlo.

—¡Nómada! ¡Detrás de ti! —vino un grito sordo.

Khardan se volvió y desvió de un golpe una embestida de espada, justo a tiempo para ver al Paladín caer al suelo mientras un sacerdote-soldado le clavaba una espada en la espalda y otro le atravesaba el costado.

Gritando como enloquecido, Khardan envió sendos tajos con su arma a los sacerdotes y les dio muerte a ambos en el acto. Sin amedrentarse, ansiosos por convertirse en mártires y morir con su imán, otros hicieron caso omiso del peligro de su implacable espada y se lanzaron hacia él. Agarrando con una mano a Auda y lanzando tajos a izquierda y derecha, Khardan ayudó al herido a ponerse en pie.

El califa vio por el rabillo del ojo a un sacerdote levantar un cuchillo y sostenerlo en posición de lanzar, pero otro se lo soltó de la mano de un golpe aullándole:

—¡No los matéis! ¡El verdugo les hará pagar! ¡Vivirán mil días y mil noches de dolorosa agonía! ¡Atrapadlos vivos!

Multitud de rostros feroces empezaron a rodear a Khardan. Éste oyó silbar sus espadas y las vio destellar. Embistiendo con su arma y lanzando patadas, se abrió camino luchando palmo a palmo hacia la puerta del túnel. Con una mano sostenía al Paladín e hizo cuanto pudo por protegerlo, pero no podía estar en todos los lados al mismo tiempo y oyó otro quejido escapar de los labios del hombre a la vez que sentía su cuerpo estremecerse.

—¡Sond! —gritó desesperadamente Khardan aunque sabía que los djinn no podían entrar en el templo—. ¡Sond!

Un fuego se extendió a lo largo del brazo de Khardan y le atravesó el omóplato. Pero se hallaba ya en la puerta del túnel y tenía que conseguir escapar.

Fue entonces cuando se dio cuenta, con desesperación, de que no tenía idea de cómo se cerraba la puerta. Khardan se volvió, allí en la entrada, con la firma resolución de matarlos o morir en sus manos cuando, de pronto, una enorme mano lo agarró y tiró de él a través de la abertura.

Sond arrojó a Khardan al interior del túnel. Estirando de nuevo la mano, el djinn cogió a Auda y lo arrastró también adentro del túnel.

—¿Ahora? —gritó Raja.

—¡Ahora! —gritó Sond.

El gigantesco djinn cerró la puerta de golpe con un empujón de sus poderosas manos. Un chillido de protesta y un ruido rechinante de rotura indicaron que el mecanismo había quedado inutilizado. Pudieron oír una lluvia de golpes pesados contra la puerta al otro lado de ésta.

—¿Por cuánto tiempo puedes sostener la puerta? —preguntó Khardan jadeando, mientras trataba de recobrar el aliento.

—¡Durante diez mil años, si mi amo lo desea! —alardeó Raja con una sonrisa de oreja a oreja.

—Diez minutos serán suficientes —resolló Khardan y soltó un quejido de dolor.

—Estás herido, sidi —dijo solícitamente Sond inclinándose sobre el califa.

—¡No hay tiempo para eso ahora! —replicó Khardan apartando de sí al djinn y poniéndose tambaleantemente en pie—. ¡Van a asesinar a nuestra gente! ¿Lo has oído? ¡He de llegar hasta ellos y…!

«¿Hacer qué contra esa enfurecida multitud?», pensó.

—¡Tengo que llegar hasta ellos! —repitió, con la hosquedad de la desesperación—. ¡Ve a la entrada del túnel y ocúpate de cuantos guardias puedan acudir!

—Sí, sidi —respondió Sond, y desapareció.

Khardan se volvió hacia Auda, quien estaba sentado donde Sond lo había dejado con la espalda recostada contra la pared del túnel. La parte delantera de las ropas del Paladín estaba cubierta de sangre. El hombre sostenía su mano sobre una herida en el costado; los dedos brillaban mojados a la luz de las antorchas. Khardan se arrodilló junto a él.

—¡Vámonos, rápido! Pronto enviarán guardias…

Auda hizo un débil gesto de asentimiento.

—Sí, enviarán guardias. Debéis daros prisa.

—¡Vamos! —insistió Khardan con obstinación—. Podrías haberte salvado. Arriesgaste tu vida para salvarme a mí. Con promesa o sin ella, te debo…

Poniendo su brazo en torno a la espalda del Paladín, el califa sintió la sangre empapar al instante su manga.

Comprendiendo, Khardan se levantó lentamente.

—Ya no puedo continuar —dijo Auda—. Déjame, nómada, no me debes nada. Tienes que salvar —tosió, y un hilillo rojo corrió desde su boca—… a tu gente.

Khardan vaciló.

—¡Vete! —persistió el Paladín frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué te quedas ahí? Nuestro juramento ya está disuelto.

—Ningún hombre debe morir solo —repuso Khardan.

Auda ibn Jad levantó los ojos hacia él y sonrió.

—Yo no estoy solo. Mi dios está conmigo.

Sus ojos se cerraron y se dejó caer de espaldas contra la pared; si estaba muerto o desmayado, Khardan no habría sabido decirlo. Miró al Paladín con sus pensamientos sumidos en una confusión de pérdida y aflicción mezcladas con el conocimiento de que, en justicia, estaba haciendo mal al lamentar la muerte de aquel hombre malvado. Aquel hombre que, sin embargo, había dado su vida por la de él.

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