Read El profeta de Akhran Online

Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (33 page)

BOOK: El profeta de Akhran
12.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Khardan asintió con la cabeza.

—Satisfecho.

—Entonces, que quede también claro que tu grito de muerte me absuelve de esta promesa —agregó Auda irónicamente.

—Eso por supuesto —repuso Khardan con una leve sonrisa.

—Así pues, cabalgaremos hacia Kich —dijo Majiid con tono desafiante, poniéndose en pie.

—Cabalgaremos hacia la Muerte —musitó Jaafar.

—Sin esperanza —añadió Zeid.

—¡No lo creas! —vino una voz clara y segura de sí misma.

Capítulo 10

Zohra separó la solapa de la tienda y entró seguida de Mateo.

Los jeques la miraron escandalizados.

—Vete, mujer —ordenó Majiid—. Tenemos asuntos importantes que discutir.

—¡No hables de ese modo a mi hija! —intervino Jaafar agitando el puño—. ¡Ella puede convertir la arena en agua!

—¡Entonces me gustaría que hiciese de este desierto un océano y te ahogaras! —rugió Majiid.

Preocupado por la situación y exasperado por las discusiones, Khardan hizo un gesto disuasivo a su esposa.

—Mi padre tiene razón —empezó con tono apremiante—. Éste no es lugar para mujeres…

—¡Esposo!

Zohra no habló en voz alta. Pero la claridad y firmeza de su tono pusieron fin de golpe al sermoneo.

—Quiero que se me escuche.

Educadamente, con los ojos puestos únicamente en Khardan, Zohra avanzó hasta situarse delante de su esposo. Su velada cabeza se erguía con orgullo. Iba vestida con el sencillo caftán blanco. Detrás de ella, vestido de negro, iba Mateo. Había un aire de recién adquirida dignidad en el joven que impresionó a los presentes, y una calma y seguridad en la mujer que hicieron que hasta los djinn se inclinasen y abrieran camino ante los dos.

—Muy bien —dijo Khardan con tono gruñón, tratando de aparentar severidad—. ¿Qué es lo que deseas decir, esposa? —esta palabra iba teñida de la acostumbrada ironía—. Habla. No tenemos mucho tiempo.

—Si tú no logras persuadir al amir para que luche, es obvio que tendremos que rescatar a nuestra gente de la prisión.

—Eso es obvio para todos nosotros, esposa —contestó Khardan, perdiendo rápidamente la paciencia—. Estamos planeando…

—Planeando morir —observó Zohra; y, haciendo caso omiso del fruncimiento de entrecejo del califa, continuó—: Y nuestra gente también morirá. Ésta no es una batalla que pueda ganarse con hombres y espadas —dijo mirando a Mateo, quien asintió con la cabeza, y luego volvió los ojos de nuevo hacia su esposo—. Esta batalla sólo se puede ganar con mujeres y su magia.

—¡Bah! —voceó Majiid con impaciencia—. Nos está haciendo perder el tiempo, hijo mío. Dile que vuelva y se ocupe de ordeñar las cabras…

—¡Dos personas con magia pueden liberar a nuestra gente, mientras que cientos de hombres armados con espadas no! —continuó Zohra sin hacer el más mínimo caso de Majiid, con un brillo en sus oscuros ojos como el de las estrellas en el cielo nocturno—. Ma-teo tiene un plan.

—Bien; oigamos ese plan —dijo Khardan con tono cansado.

—No —tomó la palabra Mateo, dando un paso hacia adelante.

Él había visto el intercambio de miradas entre el califa y los otros, todos preparándose para reírse de la mujer y mandarla de vuelta a sus labores. Mateo sabía que los jeques, y que el propio Khardan, jamás entenderían; que describirles su idea provocaría incredulidad y burlas, y a él lo dejarían atrás mientras Khardan cabalgaba hacia una muerte segura.

—No, esto es de Sul y, por tanto, está prohibido contarlo. Debéis confiar en nosotros…

—¿En una mujer que cree que es un hombre y un hombre que se cree que es una mujer? ¡Ja! —se rió Majiid.

—Todo lo que pedimos —siguió Mateo, sin prestarle atención al jeque— es que nos llevéis con vosotros adentro de la ciudad…

Khardan estaba ya negando con la cabeza; su expresión era severa y sombría.

—Es demasiado peligroso…

Zohra empujó a un lado a Mateo.

—¡Akhran nos envió a aquel terrible castillo juntos, esposo, y juntos nos sacó de allí! ¡Fue por su voluntad que nos casamos, y su voluntad nos trajo hasta aquí juntos para salvar a nuestro pueblo! Llévanos contigo ante el amir. Si él nos mata allí mismo, delante de él, será que ésa es la voluntad de Akhran, y moriremos juntos. Si nos envía a la Zindam a morir con nuestra gente, ¡entonces, con nuestra magia, tendremos una oportunidad de salvarlos! —dijo, y levantó la barbilla; los ojos le ardían con un orgullo que hacía pareja con el orgullo de aquellos otros ojos que la contemplaban admirados—. ¿O es que Akhran te ha concedido a ti el derecho de arriesgar tu vida por nuestro pueblo, esposo, y a mí me lo ha negado por ser una mujer?

Khardan miró a su esposa en pensativo silencio. Majiid bufó con desdén. Los djinn intercambiaron miradas y levantaron sus cejas. Zeid y Jaafar se movieron incómodos, pero nadie dijo nada. Nadie podía decir nada que no hubiese sido dicho ya antes. La expresión del califa se oscureció más todavía, su ceño se hizo más pronunciado. Su mirada se volvió hacia Mateo.

—Ésta no es tu gente. Ni tampoco es ésta tu tierra, ni Akhran tu dios. El peligro que nosotros correremos en Kich será grande, pero para ti el peligro será todavía mayor. Si te capturan, no descansarán hasta que hayan descubierto de dónde procedes y qué secretos albergas en tu corazón.

—Lo sé, califa —contestó Mateo con gran resolución en la voz.

—¿Y sabes también que ellos te arrancarán esos secretos utilizando hierro frío y agujas calientes, y que te sacarán los ojos y te cortarán los miembros…?

—Sí, califa —repuso Mateo en voz baja.

—Nosotros luchamos para salvar a aquellos que amamos. ¿Por qué quieres correr tú este peligro?

Mateo levantó los ojos y miró directamente a los de Khardan. En silencio dijo: «Yo te daría la misma respuesta, pero no lo entenderías». En voz alta respondió:

—A los ojos de mi dios, toda vida es sagrada. Yo estoy obligado, en su nombre y con la ayuda de Sul, a hacer todo lo que pueda por proteger a los inocentes y a los indefensos.

—Su peligro no será mayor que el nuestro. Él puede disfrazarse de mujer, esposo mío —sugirió Zohra—. El equipaje de esa malvada, Meryem, está todavía en su tienda. Ma-teo puede llevar sus ropas. Será mucho mejor así, en cualquier caso, ya que los guardias nos mantendrán juntos y nos encerrarán a ambos con las demás mujeres cuando entremos en prisión.

Khardan estaba a punto de rehusar. Mateo podía verlo en los cansados ojos del hombre. El joven brujo sabía que Zohra lo veía también, pues sintió cómo su cuerpo se ponía rígido y oyó la profunda inhalación con la que se inician discusiones, se lanzan vituperios o tal vez ambos, lo que no haría más que ocasionar más problemas. Justo estaba pensando en cómo podría hacerla salir de la tienda y llevarla a algún lugar donde pudiera discutir el asunto con ella de un modo racional, cuando Auda inclinó su cabeza hacia Khardan y susurró algo en su oído.

El califa escuchó de mala gana, con los ojos en su esposa y Mateo, y después cortó a Auda con gesto impaciente. El Paladín dejó de hablar y se retiró. Khardan guardó silencio durante unos momentos y luego habló.

—Yo había pensado dejaros en el campamento al cuidado de los enfermos y ancianos. Ellos necesitan vuestros conocimientos. Pero está bien, esposa —dijo Khardan con tono resignado—. Vendrás conmigo a Kich, y Mateo también.

Majiid miró a su hijo boquiabierto de asombro, pero un rápido gesto de Khardan le hizo cerrar la boca y permanecer en un hirviente silencio.

—Gracias, esposo —contestó Zohra.

Si al sol le hubiese dado por caer de pronto del cielo y estallar en llamas en el centro de la tienda, no podría haber resplandecido con más intensidad ni brillado con tan deslumbrante esplendor. Zohra inclinó respetuosamente la cabeza, con los ojos bajos; pero, mientras lo hacía, lanzó una rápida mirada de triunfo a su esposo y otra cálida y agradecida mirada a Auda.

El ceño de Khardan se hizo más sombrío, pero no dijo nada. Al ver a Auda mirar a Zohra con una ligera sonrisa en los labios, a Mateo no le gustó aquel cambio de opinión por parte de Khardan ni el súbito interés del Paladín por Zohra. Desconfiaba de lo que podía haber detrás de todo aquello y le habría gustado mucho poder quedarse y escuchar lo que iba a decirse después, pero Khardan despachó a ambos y el joven brujo no tuvo más remedio que seguir a la regocijada Zohra al abandonar la tienda.

Una vez fuera, Mateo se quedó unos momentos junto a la entrada esperando poder oír la conversación, pero Sond apareció bajo la solapa de la tienda y lo miró con severidad. Dentro sólo había silencio, y Mateo comprendió que la conversación no se reanudaría hasta que él y Zohra se hubiesen ido.

Suspirando, se alejó tras una Zohra entusiasmada con su victoria, aunque el joven se preguntaba sombríamente quién había ganado en realidad.

—¿Se han ido?

Sond asintió con la cabeza desde la entrada.

—Auda ibn Jad tiene razón —dijo el califa cortando la objeción de su padre antes de que éste pudiese hablar—. Con lo terca que es mi esposa —Khardan tragó saliva—, si la dejásemos aquí sola tramaría sin duda alguno de sus alocados planes. Es mejor mantenerlos a ambos con nosotros, donde podamos vigilarlos.

Estas no habían sido las palabras de Auda. Él le había recordado a Khardan lo que el califa ya sabía: que Mateo era un talentoso mago y Zohra una discípula con aptitudes. En tan desesperada situación, no podían permitirse el lujo de rechazar ninguna oferta de esperanza por pequeña que fuera. Auda habría continuado recordando a Khardan el valor de su esposa, pero el califa se acordaba perfectamente de ello y era en este punto donde había detenido de plano a su consejero. Khardan se preguntaba por qué lo irritaba oír a Auda ensalzar a una esposa que no era una esposa, pero sí, lo irritaba; las encomiantes palabras del Paladín hacia ella escocían al califa como la ardiente picadura de la hormiga roja.

—Tened preparados a los hombres por la mañana —ordenó Khardan con brusquedad, levantándose y poniendo fin a la asamblea.

Deseaba, necesitaba desesperadamente estar solo.

—Si todo va bien, el amir se enfrentará a nosotros en justo combate…

—¿Justo? ¿Diez mil contra uno? —musitó Jaafar con desconsuelo.

—¡Justo para los akares! —puntualizó Majiid—. ¡Si los hranas tienen miedo, pueden esconderse detrás de sus rebaños!

—¿Miedo? —se erizó Jaafar—. Jamás he dicho…!

—Si las cosas van mal —continuó Khardan levantando la voz, para aplacar inexorablemente el incipiente altercado— y soy capturado, lucharé hasta el final. Lo mismo hará nuestra gente en la prisión. Aun cercados por espadas, combatirán por sus vidas con las manos desnudas. Y vosotros atacaréis la ciudad; sin esperanza tal vez, pero enviaréis a su dios a tantos seguidores de Quar como podáis antes de caer.

Majiid dio a su hijo una palmada en la espalda; sus grises mejillas habían recobrado una sombra de color y sus apagados ojos, su antiguo brillo feroz.

—¡Akhran ha escogido sabiamente a su profeta!

Cogiendo a Khardan con ambas manos, lo besó en las mejillas y abandonó la tienda; su voz retumbaba a través del desierto mientras llamaba a su pueblo a filas.

Jaafar se acercó furtivamente hasta el califa. La cara del arrugado hombrecillo, perpetuamente triste incluso en sus momentos más felices, parecía ahora a punto de deshacerse en lágrimas. Dando unas palmaditas a Khardan en el brazo y lanzando miradas de soslayo a su alrededor para asegurarse de que nadie lo oía, susurró:

—Akhran sabe que yo soy un hombre maldito. Nada me ha ido bien jamás. Pero empiezo a creer que no me ha maldecido en su elección de un yerno para mí.

Zeid no dijo nada, sino que se limitó a mirar a Khardan con suspicacia, como si desconfiase incluso de aquello y se preguntara qué treta estaría tratando de jugarle el califa. El
meharista
hizo un respetuoso
salaam
y se marchó, llevándose consigo a Raja. También Auda, al parecer, se había ido, ya que, cuando Khardan se acordó de él y se volvió para hablarle, el Paladín Negro ya no estaba en la tienda.

Al fin solo, el califa se dejó caer sobre los cojines que había en el suelo de la tienda. Él no estaba hecho para aquella clase de vida. No le agradaba el sabor a miel en su lengua…, miel utilizada para endulzar palabras amargas con el fin de que otros puedan tragárselas. Él prefería palabras directas y sinceras. Si hay algo que hablar, deja que la lengua sea tan afilada y concisa como la hoja de tu espada. Por desgracia, él no poseía, en aquel difícil momento, la habilidad de hacer que sus palabras reflejaran con transparencia sus pensamientos.

Abatido, se acostó. Cansado como estaba, no tenía sin embargo muchas esperanzas de poder dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía cabellos rubios, labios sonrientes y sentía el pinchazo de una aguja envenenada…

—Te pido disculpas, amo —dijo una suave voz que hizo a Khardan sentarse alarmado—. Pero tengo algo que decirte en privado.

—Sí, Sond, ¿de qué se trata? —preguntó Khardan de mala gana al ver en la grave expresión del djinn el anuncio de más malas noticias.

—Como ya habrás podido suponer, nosotros, los djinn, nos dividimos para llevar a cabo nuestra búsqueda de información. Usti fue enviado a la prisión; pensamos que allí podría ocasionar menos problemas que en ninguna otra parte. Raja se inmiscuyó entre la gente de Kich. Fedj espió como mejor pudo a los sacerdotes del imán sin entrar en el templo, lo que no podemos hacer, por supuesto, ya que es el recinto sagrado de otra deidad. Yo viajé hacia el norte, sidi, y me infiltré entre las tropas del amir.

—Tienes noticias de Achmed —adivinó Khardan.

—Sí, sidi —repuso Sond inclinándose—. Espero no haber hecho mal.

—No. Me alegra saber de él. Es mi hermano todavía. Nada, ni siquiera su repudio por parte de mi padre, puede cambiar eso.

—Pensé que así era como sentías, sidi, y por eso me tomé la libertad. Oí por encima algunas cosas extrañas que se decían de él y una mujer que había tomado recientemente. Una mujer que, al parecer, lo abandonó en misteriosas circunstancias.

El rostro de Khardan se ensombreció. No dijo nada; sólo se limitó a observar al djinn.

—Esperé hasta que el joven saliese para llevar a cabo alguno de sus deberes y, entonces, entré en su tienda. Allí encontré esto, sidi.

Sond entregó a Khardan un pequeño fragmento de pergamino.

BOOK: El profeta de Akhran
12.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dear Edward: A Novel by Ann Napolitano
The Devil's Bag Man by Adam Mansbach
La ciudad de oro y de plomo by John Christopher
Ignite by Lewis, R.J.
Ruthless by Carolyn Lee Adams
Cécile is Dead by Georges Simenon