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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (27 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—No me llames padre —dijo el anciano con una voz que temblaba de furia contenida—. ¡Yo no soy el padre de nadie! ¡No tengo ningún hijo!

—Yo soy tu hijo mayor, padre —repuso Khardan con tono calmado—, califa de mi pueblo. He vuelto.

—¡Mi hijo mayor está muerto! —contestó Majiid con los labios llenos de espuma—. ¡O, si no, debería estarlo!

Khardan se contrajo; su cara se puso pálida.

—¡Te vieron! —exclamó la voz chillona de Jaafar—. ¡Fedj, el djinn, te vio huyendo de la batalla vestido de mujer en compañía del loco y de esa gata salvaje a la que una vez llamé hija! ¡El djinn lo juró con el Juramento de Sul! ¡Niégalo, si te atreves!

—No lo niego —respondió Khardan, y un sordo murmullo recorrió como una ola la multitud de hombres. Los oscuros ojos de Auda iban como una flecha de aquí para allá; su mano salió de entre la ropa y Mateo vio el acero destellar a la luz del sol.

—¡No niego que me alejé de la batalla! —continuó Khardan levantando la voz para que todos lo oyeran—. Ni tampoco niego que iba vestido de… —balbuceó por un momento y después continuó con fuerza—… de mujer. ¡Pero niego que huyese por cobardía!

—¡Matadlo! —gritó Majiid apuntándole con el dedo—. ¡Matadlos a todos! —sus palabras burbujeaban de furia—. ¡Matad al cobarde y a esa bruja de su esposa!

El propio jeque buscó con la mano su cimitarra, pero sus dedos se cerraron sólo sobre aire. Hacía mucho tiempo que había dejado de llevar su arma.

—¡Mi espada! —aulló, volviéndose hacia un acoquinado sirviente—. ¡Tráeme mi espada! ¡No importa! ¡Dame la tuya!

Abalanzándose sobre uno de sus hombres, le arrebató la espada de la mano y, agitándola con ferocidad, arremetió contra Khardan.

Auda se deslizó hacia adelante con la destreza y agilidad de un experto y levantó su espada para detener el golpe enloquecido de Majiid. El siguiente golpe del Paladín Negro le habría segado a aquél la cabeza de los hombros si, por un lado Khardan y por otro el jeque Zeid, no hubiesen detenido a uno y a otro.

—¡Maldito para la eternidad es el padre que mata a su hijo! —jadeó Zeid, forcejeando con Majiid para quitarle el arma.

—¡Esta es mi gente! ¡Te prohíbo hacerles ningún daño! —dijo Khardan agarrando del brazo a Auda.

—El califa ha de ser justamente juzgado y tener la oportunidad de hablar en su propia defensa —declaró entonces Jaafar.

Majiid se resistió brevemente, impotente. Después, viendo que era inútil en sus debilitadas condiciones tratar de liberarse, arrojó la espada a un lado.

Mirando con furia a Khardan, escupió en el suelo frente a su hijo y, volviéndose, se fue arrastrando los pies hacia su vivienda.

—Llevad bajo guardia al califa a mi tienda —ordenó Zeid a toda prisa, oyendo el inquieto murmullo que se levantaba entre la multitud.

Varios de los hombres del jeque rodearon a Khardan y, despojándolo de espada y daga, comenzaron a llevárselo. Pero Auda avanzó para colocarse delante de ellos.

—¿Qué hay de este hombre? —interrogó Jaafar apuntando a Auda con un dedo tembloroso.

—Yo voy con Khardan —dijo el Paladín Negro.

—Él es un invitado —proclamó el califa—, y se lo tratará como tal por el honor de nuestras tribus.

—Pero ha sacado la espada —murmuró Zeid, mirando con recelo al temible Auda.

—En defensa mía. Ha jurado protegerme.

Un murmullo de sobrecogido respeto se elevó ante estas palabras. Claramente iba contra los sentimientos de Zeid ofrecer su hospitalidad al Paladín Negro pero, como había dicho Khardan, su honor tribal iba en ello.

—Muy bien —contestó Zeid de mala gana—. Se le concederá el plazo de hospitalidad de tres días, siempre que no haga nada para violarlo. Llévalo a tu tienda —instruyó a Jaafar.

El jeque abrió la boca para protestar, pero vio la fulminante mirada de Zeid y la volvió a cerrar. Con un desgarbado
salaam
, Jaafar inclinó la cabeza y, diciendo que su casa era la casa de Auda, indicó a éste el camino con un ademán de su huesuda mano.

Haciéndole al Paladín Negro un gesto tranquilizador de asentimiento, Khardan se dejó conducir por sus capturadores. Auda los siguió, sin dejar de vigilar hasta que la solapa de la tienda se cerró detrás del califa; entonces, con una penetrante mirada a Jaafar que hizo que el anciano hombrecillo retrocediese un paso, esbozó un irónico saludo y caminó hasta la tienda que el jeque había designado para él.

—¿Y qué hay de tu hija? —gritó Zeid desde la distancia a Jaafar.

—¡Yo no quiero a esa bruja cerca de mí! —chilló el jeque—. ¡Llevadla con su condenado marido!

Aunque el rostro de Zohra estaba velado, Mateo vio el desprecio burlón en sus ojos.

El jeque Zeid al Saban se encontraba claramente perdido, sin saber qué hacer. No podía llevarse a la mujer a su morada. Una cosa así no estaría bien vista.

—No hay tiendas de mujeres —le explicó a ella con tono de disculpa—, puesto que no hay mujeres.

El jeque vaciló.

—Tú —señaló al fin a uno de sus hombres—, desaloja tu vivienda. Llevadla allí y mantenedla bajo guardia.

El hombre asintió obedientemente con la cabeza y, entre él y otro, se apresuraron a conducir a Zohra a su confinamiento. Su primera intención fue cogerla de los brazos, pero la mirada que ella les clavó les advirtió que se abstuvieran con tanta eficacia como si hubiese blandido una espada. Echando hacia atrás la cabeza con despecho, caminó a donde ellos la condujeron. No había pronunciado una palabra desde que habían llegado.

El único que quedaba era Mateo, allí de pie, solo, con el rostro ardiendo bajo un centenar de miradas amenazadoras puestas en él.

—¿Y qué hacemos con el loco? —preguntó alguien al cabo.

Mateo cerró los ojos para no ver aquellas miradas y apretó los puños como si sostuviera todo su valor en las manos.

—No podemos tocarlo —dijo Zeid tras un corto silencio—. Ha visto el rostro de Akhran. Es libre de ir a donde quiera. Además —añadió el jeque volviéndose de espaldas y encogiéndose de hombros—, es inofensivo.

El resto de los hombres, ansiosos por reunirse a discutir el acontecimiento y hacer conjeturas acerca de lo que decidirían los jeques y cuánto tardaría en procederse a la ejecución del cobarde y su esposa-bruja, asintieron sin protestar y se retiraron a toda prisa a iniciar sus chismorreos.

Cuando abrió los ojos, Mateo se encontró una vez más completamente solo.

Capítulo 4

Al anochecer del día en que habían llegado al campamento situado al pie del Tel, Mateo caminó hacia la tienda donde tenían a Zohra prisionera. Al acercarse, observó que estaba cerca de la tienda de Khardan. A la entrada de ambas tiendas había sendos guardias de pie que parecían incómodos y preocupados; sus manos no dejaban de buscar una y otra vez el contacto tranquilizador de sus espadas. La razón de su desasosiego enseguida se le hizo evidente a Mateo. En la sombra de una tienda cercana estaba Auda sentado en el suelo del desierto con sus negros e inexpresivos ojos permanentemente clavados en la morada de Khardan. El Paladín Negro se había apostado allí al mediodía. No se había movido en todo el día y, por su actitud vigilante, no parecía probable que tuviera intención de volver a moverse jamás.

Evitando la mirada de aquellos ojos que él de sobra conocía, y no envidiando en absoluto a los guardias que se veían obligados a soportar aquella mirada malévola durante horas y horas, Mateo aceleró el paso hacia la tienda de Zohra.

Los dos guardias saludaron con la oficiosa cortesía que los nómadas siempre exhibían para con el loco. Mateo había visto, después de todo, la cara del dios. Jamás se habrían atrevido a insultarlo, no fuera que él se lo hiciera pagar después de la muerte, cuando ellos tuviesen también que comparecer cara a cara ante Akhran. Esto confería a Mateo un cierto poder sobre ellos, aunque fuese un poder negativo. Él se proponía usarlo, y hasta se había vuelto a poner ropas de mujer que había mendigado a Jaafar con el fin de acentuar su apariencia de persona mentalmente enferma.

—Quiero ver a Zohra —dijo al guardia, y le indicó un hato que llevaba en las manos—. Tengo algunas cosas para ella.

—¿Qué cosas? —interrogó el guardia estirando la mano hacia el hato.

—Cosas de mujer —contestó Mateo, sujetándolo con firmeza.

El guardia vaciló; no se consideraba apropiado que los hombres vieran ciertas pertenencias privadas de las mujeres.

—Al menos, déjame palpar para asegurarme de que no llevas ninguna arma —dijo el guardia tras un momento de incertidumbre.

Sin protestar, Mateo le tendió el hato; el guardia lo cogió y lo palpó y lo estrujó hasta que, satisfecho por fin, dejó a Mateo entrar en la tienda sin comentario alguno.

A ningún hombre se le habría permitido entrar en aquella tienda, pensó Mateo con amargura cerrando la solapa tras él. «Pero a un loco, un hombre que prefiere esconderse en ropas de mujer en lugar de afrontar una muerte honorable, un hombre a quien evitan, un hombre al que consideran inofensivo… a

sí que me dejan entrar».

«Una muerte honorable
».stas palabras hicieron contraerse dolorosamente su corazón. Khardan moriría antes que dejar a su gente calificar a su califa de cobarde. Eso no debía ocurrir.

«Veremos lo “inofensivo” que soy», se dijo Mateo.

Zohra estaba sentada con las piernas cruzadas en el desnudo suelo de la tienda. Había cojines en la tienda pero, tras una mirada y un fruncimiento de nariz, Mateo entendió por qué ella los había arrojado a un rincón en lugar de utilizarlos para su comodidad. La mujer levantó la mirada hacia él sin alegría ni esperanza.

—¿Qué quieres? —preguntó con voz apagada.

—He venido a traerte una muda de ropa —dijo Mateo lo bastante alto como para que lo oyera el guardia.

Zohra hizo un movimiento desdeñoso con su mano, comenzó a hablar y, entonces, se detuvo cuando Mateo rápidamente le puso un dedo en los labios.

—Chsss —le advirtió.

Arrodillándose junto a ella, desplegó las vestimentas.

—¿Un cuchillo? —susurró Zohra con ansia, pero el fuego de sus ojos se desvaneció otra vez cuando vio lo que contenía el hatillo—. ¿Piel de cabra? —dijo decepcionada, levantando los retales de piel curtida con sus dedos pulgar e índice.

—¡Chsss! —siseó Mateo con urgencia.

Un pedazo de
kohl
, utilizado para contornearse los ojos, y varias plumas de halcón cayeron del hato al suelo. Al verlas, Zohra comprendió. Sus ojos oscuros volvieron a encenderse.

—¡Rollos!

—Sí —repuso Mateo con un susurro en el oído de la mujer—. Tengo un plan.

—¡Bien! —exclamó Zohra sonriendo y levantó una pluma cuya punta había sido finamente afilada—. ¡Enséñame a hacer los rollos de la muerte!

—¡No, no!

Mateo contuvo un suspiro de exasperación. Habría debido adivinar que esto sucedería. Por un momento, consideró si decirle a Zohra que él no podía cobrarse una vida humana, que las costumbres de su gente eran pacíficas. Consideró la noción por un segundo, pero la desechó de inmediato. Podía imaginarse la reacción de Zohra. Ella ya lo creía loco.

—Harás rollos de agua —susurró pacientemente.

Zohra frunció el entrecejo.

—¡Agua! ¡Bah! ¡Los mataré! ¡Mataré a todos! Empezando por ese cerdo llorón de mi padre…

—¡Agua! —la interrumpió con tono severo Mateo—. Mi plan es…

Estaba a punto de explicarlo cuando se oyeron voces en el exterior.

—Déjame entrar —ordenó una voz cascada junto a la tienda vecina—. Quiero ver al prisionero.

Abriendo una ligerísima rendija en la solapa de su tienda, Mateo echó una mirada hacia afuera.

Era Majiid, hablando a los guardias de Khardan.

—Dejadnos solos —ordenó el anciano a los guardias—. Yo no corro ningún peligro y él no se va a escapar. No otra vez.

Mateo se echó rápidamente para atrás. Él y Zohra oyeron los pasos de los guardias crujir sobre la arena. Hubo una pausa momentánea y Mateo pudo imaginarse a Majiid mirando con furia al imperturbable Auda; después oyeron el ruido de la solapa al ser echada hacia un lado y la voz de Khardan dando respetuosa, aunque algo irónicamente, la bienvenida a su padre.

Los guardias de Zohra estaban comentando el acontecimiento en voz baja. Intercambiando significativas miradas, Zohra y Mateo se deslizaron en silencio hasta la parte trasera de su tienda. Esta se erguía al lado de la de Khardan y, conteniendo la respiración, ambos pudieron oír gran parte de la conversación entre padre e hijo.

—¿Han decidido finalmente los jeques cuál será mi destino?

—No —rugió Majiid—. Nos reuniremos esta noche. Se te permitirá hablar.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

La voz de Khardan sonaba cansada y Mateo se preguntó si habría estado durmiendo.

Hubo un silencio como si el anciano estuviese luchando por hacer salir sus palabras. Cuando al fin lo hicieron, fue como un estallido, como si atravesaran a presión algún obstáculo.

—Diles que la bruja te hechizó, que fue una intriga suya para destruir a nuestra tribu. Los jeques juzgarán a tu favor por haber actuado bajo el efecto de la magia. Tu honor quedará reparado.

Khardan guardó silencio. La cara de Zohra estaba pálida, pero fría e impasible. Sus ojos eran noche líquida. Pero no estaba tan calmada como aparentaba. Involuntariamente, estiró el brazo y cogió la mano de Mateo con la suya. Él se la apretó con fuerza, ofreciéndole cuanto de consuelo pudo por pobre que fuese.

Después de todo, Majiid no le había pedido a Khardan otra cosa sino que dijese la verdad.

—¿Qué le sucederá a mi esposa?

—¿A ti qué te importa? —inquirió Majiid enojado—. ¡Jamás fue una esposa para ti!

—¿Qué le ocurrirá?

La voz de Khardan llevaba un filo de acero.

—¡La apedrearán hasta morir! ¡El destino de las mujeres que practican magia negra!

Se oyó un roce de ropaje, como si Khardan se hubiera puesto en pie.

—No, padre, no voy a decir eso a los jeques.

—¡Entonces tu destino está en manos de Akhran! —bramó con amargura Majiid, y se lo oyó salir como una furia de la tienda, ordenando a gritos a los guardias que volviesen a tomar sus puestos mientras él se alejaba.

Mateo y Zohra se disponían a regresar a su trabajo cuando oyeron de nuevo a Khardan hablar, no a un humano sino a su dios.

—Mi destino está en tus manos,
hazrat
Akhran —dijo reverentemente el califa—. Tú tomaste mi vida y me la devolviste por una razón. Mi pueblo está en peligro. ¡Con toda humildad comparezco ante ti y te suplico me muestres cómo puedo ayudarlos! ¡Si es a cambio de mi vida, estaré contento de darla! ¡Ayúdame, Akhran! ¡Ayúdame a ayudarlos!

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