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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (24 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Los tres se erguían aproximadamente en el punto medio de una montaña cuya altura era tan inmensa que las nubes jugueteaban en torno a sus rodillas y parecía que el sol iba a tener que saltar para alcanzar la cima. Una escarcha blanquecina cubría su peñascosa cabeza; el calor del verano jamás alcanzaba la cumbre. Nada ni nadie vivía en aquella montaña. Un frío amargo helaba la sangre y sorbía el aire de los pulmones. El mundo entero había estado una vez tan desolado como aquella montaña, antes de que Sul la bendijera, según rezaba la leyenda de aquellos que vivían a la sombra de la montaña; y, por eso, la montaña recibía el nombre de la Maldición de Sul.

Kaug no sabía esto, ni le importaba. Podía sentir a la supuesta djinniyeh temblando bajo su brazo y, ahora que no tenía una guerra con los djinn en la que mantenerse ocupado, estaba impaciente por satisfacer su lujuria.

—Las puertas de tu morada,
bashi
—dijo Pukah con una reverencia.

Mientras el djinn hablaba, dos inmensas puertas de oro macizo incrustado de resplandecientes gemas y de una altura de veinte metros tomaron forma dentro de la roca de la montaña. Por orden de Pukah (¡Akhran lo quiere!), las puertas se abrieron lentamente hacia adentro girando sobre silenciosos goznes. Dejando atrás el árido paisaje de la ladera de la montaña, barrido por el viento, Kaug cruzó las doradas puertas arrastrando consigo a Asrial.

El
'efreet
tomó una larga bocanada de aire al tiempo que aflojaba involuntariamente la mano con la que asía al ángel. No pudo disimularlo: estaba anonadado.

Paredes de oro, cubiertas de tapices del más delicado diseño hecho en todos los colores del arco iris, se elevaban hasta tales alturas que parecía que el techo estaba iluminado con estrellas en lugar de lámparas de cristal. Objetos raros y maravillosos de todas las facetas de la Gema de Sul descansaban sobre un suelo embaldosado de plata, colgaban de los dorados muros o adornaban mesas talladas en rara madera de
saksaul
. A medida que el
'efreet
atravesaba boquiabierto aquel magnífico vestíbulo, Pukah iba abriendo puerta tras puerta, exhibiendo habitación tras habitación y cámara tras cámara, todas ellas repletas del más bellamente trabajado mobiliario que pueda imaginarse, hecho de los más raros y valiosos materiales.

—¡Ni el propio Quar tiene una residencia como ésta! —murmuró Kaug.

—Dormitorio —indicó Pukah abriendo una puerta—. Segundo dormitorio, tercer dormitorio, cuarto dormitorio y así sucesivamente a lo largo de varios kilómetros hacia dentro del corazón de la montaña. Después está la
diván
para sostener audiencia con aquellos a quienes desees impresionar —Pukah abrió unas puertas dobles de un empujón— y la
diván
para sostener audiencia con aquellos a quienes no deseas impresionar —más puertas—, y la
diván
para sostener audiencia contigo mismo, si lo deseas, y —continuó abriendo puertas— aquí están tus aposentos de primavera y, aquí tus habitaciones de entretiempo, invierno-primavera y…

—¡Basta! —gritó Kaug comenzando a cansarse de aquel, al parecer, interminable despliegue de riquezas—. Admito que estoy verdaderamente impresionado, pequeño Pukah —dijo, y el djinn inclinó la cabeza en señal de reconocimiento—, y pido disculpas por pensar que estabas tratando de engañarme.

Los ojos de Pukah se abrieron de par en par, su rostro se desencajó de dolor.


¡Bashi!
¿Cómo has podido…?

Kaug lo cortó con un gesto de la mano.

—Lo siento. Y ahora —dijo el
'efreet
dando un violento tirón de Asrial—, nosotros nos retiramos a una de las alcobas, si puedes decirme dónde están.

El
'efreet
se volvió para mirar a lo largo del corredor. Todas las puertas estaban cerradas y eran exactamente iguales.

—Ah, pero, primero —contestó Pukah, aprovechando la consternación del
'efreet
para deslizar limpiamente la mano del ángel fuera de su agarro—, primero la indigna mujer debe bañarse y ponerse su perfume y sus más finas ropas, pintarse las uñas de sus piececitos y oscurecer sus párpados con
kohl

—¡Yo no quiero nada de todo eso! —replicó furioso el
'efreet
mientras sus frustradas pasiones ponían al rojo su fea cara y su cuerpo comenzaba a crecer tanto en altura como en anchura—. ¡De modo que todo era un truco, después de todo! ¿Eh, pequeño Pukah? ¡Pues será el último que hagas!

El ascendente
'efreet
estiró sus enormes manos hacia el djinn.

Haciendo caso omiso de Kaug, Pukah miró directamente a los aterrados ojos de Asrial.

—Corre —le susurró—. Corre y cierra las puertas de la montaña tras de ti.

Pukah agarró al ángel y, empujándolo hacia un lado, echó a correr por el resplandeciente corredor en dirección opuesta a las puertas de entrada. Las manos del
'efreet
no agarraron otra cosa que la brisa dejada por el vertiginoso vuelo del djinn.

—¡No te dejare! —exclamó el ángel frenéticamente, aunque ignoraba qué podría hacer si se quedaba.

—¡Tu promesa! —flotó hacia ella la voz triunfante de Pukah.

Las paredes de oro la recogieron, las palabras resonaron contra el techo iluminado por las estrellas y rebotaron en el suelo embaldosado de plata.

«¡Tu promesa! ¡Promesa! ¡Promesa!»

«Por la vida de Mateo…»

Apretando los puños con frustración, Asrial hizo lo que Pukah le pedía. Volviéndose, corrió en la dirección contraria a la que había tomado el djinn. El
'efreet
se lanzó hacia ella, pero el ángel se había despojado de los pantalones de seda y el velo. Dos alas blancas brotaron de su espalda. Con graciosa agilidad, se escurrió volando de entre las manos de Kaug y se precipitó hacia las áureas puertas que se elevaban al final del vestíbulo.

Al ver a su presa escapar en dos direcciones distintas, Kaug se quedó momentáneamente desconcertado, sin saber a cuál de los dos perseguir. La respuesta, una vez que pensó en ello, era simple. Atraparía primero a Pukah, arrancaría aquella lengua de charlatán de la zorruna cabeza del djinn, haría un nudo con sus pies y lo empalaría en un garfio del techo por encima de la cama. Después, con toda tranquilidad, iría en busca del ángel quien, sin la menor duda, haría gustosa cualquier cosa que fuese por liberar a su amado.

El
'efreet
salió en persecución de Pukah, quien corría a la velocidad de cien gacelas asustadas a lo largo de aquel corredor que, serpenteando, se adentraba más y más profundamente en el corazón de la montaña.

«¡Corre! Corre y cierra las puertas de la montaña tras de ti»
.

De pie en la ladera de la montaña, Asrial asió las enormes argollas de oro de las puertas y tiró de ellas con ambas manos y con toda su fuerza. Pero las puertas, sólidamente asentadas en la roca, no se movieron.

Asrial rogó a Promenthas le enviase fuerza y, lentamente, las monumentales puertas comenzaron a girar sobre sus goznes. El ángel oyó las amenazas gritadas por Kaug en el interior de la montaña; su rabia hacía temblar el suelo sobre el que ella se erguía. Entonces vaciló…

«¡Por la vida de Mateo!»

Asrial dio un último tirón. Las ingentes puertas se cerraron con un estallido hueco y pesado que atravesó el corazón del ángel como un hierro frío.

Dentro de la montaña, Kaug oyó el golpe de las puertas al cerrarse, pero no le presto ninguna atención… hasta que, de repente, todo se quedó completa y absolutamente oscuro a su alrededor.

Hierro frío.

Apretándose las manos contra el corazón, Asrial de pronto comprendió.

—¡Oh, Pukah, no! —gimió.

Corriendo de nuevo hacia las puertas, el ángel las golpeó frenéticamente con sus puños, pero no hubo respuesta alguna. Gritó una y otra vez, en todas las lenguas que conocía, «¡Akhran lo quiere!», las palabras de mandato que había oído utilizar a Pukah para abrirlas, pero seguía sin haber respuesta.

—¡Akhran lo quiere! —dijo por última vez, pero ésta sólo fue un susurro, casi una oración.

Con angustiosa impotencia, el ángel vio cómo las áureas puertas comenzaban a desvanecerse al tiempo que la luz de las resplandecientes gemas menguaba y se oscurecía.

La entrada desapareció, y Asrial de pronto se encontró sola, de pie sobre aquella fría y árida ladera de montaña barrida por el viento.

Capítulo 5

Pukah estaba cómodamente sentado, escondido en una diminuta caverna —más una grieta que una caverna, en realidad— en las entrañas de la montaña conocida por el nombre de la Maldición de Sul. Arrellanándose de espaldas sobre varios cojines de seda y fumando en una pipa de agua, el joven djinn escuchaba el relajante gorgoteo del agua, sonido que a cortos intervalos se veía interrumpido por los feroces gritos y bramidos del atrapado
'efreet
.

—Lo único que siento, amigo mío —dijo Pukah con regocijo a su público favorito: él mismo—, es no haber podido ver la expresión de la fea cara de Kaug cuando éste descubrió que la montaña estaba hecha de hierro. Eso debe de haber valido todos los rubíes del cinturón del sultán, aquel que fue robado por Saad, el notorio seguidor de Benario. ¿Alguna vez te he contado esa historia?

El otro yo de Pukah emitió un diminuto suspiro, pues había oído la historia incontables veces y la sabía tan bien o mejor que el narrador. También sabía que estaba destinado a oír aquella historia y muchas, muchas otras en los días y noches venideros, largos días y noches más largas que desembocarían en años todavía más largos, interminables décadas y eternos siglos. Pero, después de aquel levísimo suspiro, el otro Pukah respondió con firme resolución que jamás había oído la historia de Saad y el Cinturón Incrustado de Rubíes del sultán y que la esperaba con ansia.

—Bien, pues te la contaré —anunció Pukah profundamente satisfecho, y comenzó a relatar la atormentadora historia.

Y justo había llegado a la parte donde, para evitar ser capturado por los guardias del sultán, el ladrón se traga ciento setenta y cuatro rubíes, cuando un bramido particularmente feroz proferido por el
'efreet
sacudió la montaña hasta el corazón, y lo interrumpió. El joven djinn frunció el entrecejo con irritación y enderezó la pipa de agua que se había volcado por el temblor resultante.

—¿Cuánto tiempo supones que tardará Kaug en encontrarnos? —se preguntó Pukah a sí mismo con tono algo preocupado.

—Oh, varios siglos diría yo —observó Pukah seguro de sí mismo.

—Eso es lo que yo creo, también —afirmó Pukah, tranquilizado.

Un tremendo clamor hizo tintinear la cubertería y envió a las escudillas de madera en una alocada danza por el suelo.

—Y, para cuando quiera encontrarnos —continuó Pukah—, estoy seguro de que, puesto que yo soy el más listo de nosotros dos…, de hecho, el más listo de todos los inmortales, ahora que lo pienso… ya habré descubierto una forma de salir de esta trampa de hierro. Y entonces me reuniré con mi ángel, el más dulce y hermoso de todos los ángeles, y
hazrat
Akhran me recompensará con el más maravilloso de los palacios. Éste tendrá mil habitaciones. Sí, mil habitaciones.

Arrellanándose cómodamente entre los cojines y dejando salir perezosamente de sus labios las volutas de humo, Pukah sonrió y cerró los ojos.

—Creo que voy a comenzar a planearlas ahora mismo…

El alter ego, que había encontrado siempre el fin de Saad particularmente revulsivo, lanzó un suspiro de alivio y se fue a dormir.

Por encima del djinn, por debajo de él y por todo su alrededor, la montaña conocida como la Maldición de Sul retumbaba y temblaba con la rabia del
'efreet
. Las pocas y resistentes tribus nómadas de las Grandes Estepas, que pastoreaban cabras de pelo largo al pie de la montaña, huyeron aterrorizadas con sus rebaños, convencidas de que la montaña se iba a partir en dos.

La montaña, sin embargo, permaneció intacta. Encerrado en hierro, Kaug había perdido todo poder de hacer otra cosa que no fuera rabiar y despotricar tempestuosamente. No había forma posible de escapatoria.

A partir de ese día se convirtió en un chiste frecuente entre los dioses el referirse a aquella montaña como la Maldición de Kaug.

Pero, para Sond y Fedj y los demás inmortales de Akhran, y para un enamorado ángel de Promenthas, la montaña se llamaría desde entonces el Pico de Pukah.

EL LIBRO DE PROMENTHAS
Capítulo 1

Achmed enrollaba de mala gana su jergón. Un suave brazo se enroscó en torno a su cuello instándolo a volver. Unos labios calientes le rozaron la garganta, susurrando promesas de placeres todavía por probar. Sucumbiendo, Achmed enterró la cabeza en la lluvia de pelo dorado que caía sobre las almohadas, a su lado, y se dejó seducir por aquellos labios y aquella piel durante algunos momentos de éxtasis. Después, gimiendo roncamente al sentir el deseo rebrotar dentro de sí, se levantó deprisa de la cama y comenzó a vestirse.

Apoyándose de lado sobre un codo, remoloneando entre los cojines con su desnudez cubierta tan sólo por una delgada manta, Meryem miraba a Achmed a través del despeinado cabello que brillaba como oro bruñido a la luz de la lámpara.

—¿Tienes que irte? —preguntó con gesto de niña enfadada.

—Soy un oficial encargado de la vigilancia nocturna —repuso Achmed, intentando no mirarla, pero incapaz de resistirse a volver sus hambrientos ojos hacia aquella piel blanca y lisa.

Abrochándose la armadura, sus manos vacilaron y resbalaron, y él murmuró una breve maldición. Meryem se levantó de la cama y, dejando caer la manta al suelo, fue hacia él.

—Déjame hacer eso —pidió, empujándole a un lado sus temblorosas manos.

—¡Tápate! ¡Puede verte alguien! —dijo Achmed escandalizado y apresurándose a apagar de un soplido la llama de la lámpara.

—¿Qué importa? —preguntó Meryem, abrochando con maña las hebillas—. Todo el mundo sabe que tienes contigo a una mujer.

—Ah, ¡pero no saben
qué
mujer tengo! —respondió Achmed estrechándola contra sí y besándola—. Hasta Qannadi dijo…

—¿Qannadi? —repitió Meryem empujándolo hacia atrás y mirándolo con ojos asustados—. ¿Qannadi sabe acerca de mí?

—Por supuesto —repuso Achmed—. Las noticias corren. Él es mi comandante. Pero no te preocupes, amor mío —sus manos acariciaron aquel cuerpo que estaba temblando de lo que él creyó que era pasión—. Yo le dije que te había encontrado en La Arboleda. Él sacudió la cabeza y se limitó a decir que estaba bien que perdiera mi corazón, pero que sencillamente no perdiera la cabeza.

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