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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (26 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—Tengo venenos que matarán en cuestión de segundos sin dejar el menor rastro en el cuerpo de la víctima.

Acercándose silenciosamente, Meryem leyó las inscripciones adheridas a cada tarro con el aire de quien conoce bien el género. Sus ojos se detuvieron en una pesada vasija de piedra y el quincallero hizo un gesto de asentimiento.

—Veo que estoy tratando con una experta. Esa es una excelente elección. Tarda treinta días en alcanzar su efecto final. La víctima sufre los más horribles dolores durante todo ese tiempo. Ideal para una rival por el amor de tu hombre.

Comenzó a levantar la tapa, pero la mujer movió negativamente la cabeza y se dirigió hacia otra sección.

—Ah, mis anillos. De modo que no es una rival, entonces, sino un amante… Yo conozco, ¿sabes? Conozco las necesidades de las mujeres y de qué forma prefieren trabajar. Soy un hombre sensible. Déjame ver tu mano. Dedos esbeltos. No sé si tengo nada tan pequeño… Aquí hay uno, un crisoberilo en una montura de plata. Funciona así.

Haciendo girar media vuelta a la piedra, Muzaffahr hizo que una diminuta aguja brotara de la montura del anillo. La afilada punta lanzaba destellos a la luz del candil.

—Cuando enroscas el dedo por debajo, así, la punta se prolonga más allá del nudillo y se clava en la carne. —El quincallero dio otro medio giro a la piedra y la aguja desapareció—. Y, de nuevo, un inocente anillo. Puedo preparar la aguja para ti o, tal vez, la señora prefiera hacerlo ella misma…

—Yo misma —repuso la mujer en una voz baja, ahogada por el tupido velo.

—Muy bien. ¿Lo llevarás puesto?

La amortajada cabeza asintió. Extendiendo la mano, la mujer dejó que el quincallero deslizara el anillo sobre su dedo.

—¿Cuánto y de qué clase? ¿De acción rápida o lenta?

—Rápida —contestó ella, señalando uno de los tarros que había sobre el estante.

—¡Magnífica elección! —murmuró Muzaffahr—. Me inclino ante la experta.

—Está bien. ¡Date prisa! —dijo imperiosamente la mujer, y el quincallero se apresuró a obedecer.

Tomó un pequeño frasco de perfume y lo llenó del veneno escogido. La mujer se lo ocultó entre los pliegues de su vestido. El dinero cambió de manos. Pronto ambos se encontraban en la choza del quincallero que otra vez no era más que una choza, habiendo quedado los instrumentos del oficio de asesino bien escondidos bajo la trampilla.

—Que Benario guíe tu mano y ciegue los ojos de tu víctima —dijo Muzaffahr, repitiendo con solemnidad la Bendición de los Ladrones.

—¡Que así sea en verdad! —susurró la mujer para sí y se sumergió silenciosamente en la noche.

Aquella mañana, cuando Achmed regresó a su tienda, encontró el siguiente mensaje garabateado en un pedazo de pergamino:

«Amor mío. Ha llegado algo a mis oídos esta noche que me induce a creer que tu madre y los demás seguidores de tu Sagrado Akhran que se hallan prisioneros en Kich están en terrible peligro. He partido para advertirles de él y hacer lo que pueda por salvarlos. ¡Por el valor que para ti pueda tener mi vida y las de aquellos que amas, no digas nada de esto a nadie! Confía en mí. No hay nada que tú puedas hacer excepto permanecer aquí y cumplir con tu deber como el valiente soldado que eres. Cualquier otra cosa haría recaer sospechas sobre mí. Reza a Akhran por todos nosotros. Te quiero más que a mi propia vida».

Meryem

Achmed había aprendido a leer en el servicio del amir. Ahora, deseaba que le hubiesen arrancado los ojos de la cara antes que éstos le trajeran semejantes noticias. Precipitándose fuera de la tienda con la misiva en la mano, el joven buscó por todo el campamento. No se atrevía a preguntar a nadie si la había visto y, al cabo de unas horas, abatido, se vio obligado a regresar solo a su tienda.

Ella se había ido. No había duda. Se había escabullido durante la noche.

Achmed reflexionó. Su imperioso deseo era salir corriendo tras ella, pero eso habría significado abandonar su puesto sin licencia, un acto de traición. Ni siquiera el propio Qannadi podría eximir al joven soldado de la pena de muerte con que se castigaba la deserción. Pensó en ir al amir, explicarle todo y pedirle permiso para volver a Kich.

«¡Por el valor que para ti pueda tener mi vida y las de aquellos que amas, no digas nada de esto a nadie!»

Las palabras saltaron fuera del papel y ardieron en su corazón. No, no había nada que pudiera hacer. Debía confiar en ella, en su nobleza, en su valor. Con lágrimas en los ojos, apretó apasionadamente la carta contra sus labios y, dejándose caer en la cama, acarició las mantas donde todavía perduraba su fragancia.

Capítulo 3

Khardan y sus compañeros abandonaron Serinda en las primeras horas del atardecer, con intención de cruzar el desierto de Pagrah durante las frescas horas de la noche. El viaje discurría en silencio; todos iban envueltos en sus pensamientos, tan estrechamente como en sus máscaras faciales. Arrullado por el rítmico balanceo de los camellos y despabilado por el aire de la noche, Mateo miraba con melancolía a las miríadas de estrellas, allá arriba, que parecían estar intentando superar en número a las miríadas de granos de arena de abajo, y se preguntaba qué habría esperándolos más adelante.

A juzgar por la sombría expresión de Khardan y el agorero centelleo de los ojos de Zohra cuando Mateo hacía referencia al tema, no sería nada agradable.

—Seguro que nadie nos vio —se consolaba Mateo una y otra vez hasta que las palabras seguían sonando lenta y machaconamente en su mente en consonancia con los pasos del camello—. Hemos estado ausentes durante meses, pero puede explicárseles. Seguro que nadie nos vio…

Pero, incluso mientras se repetía la letanía, deseando con fervor que ésta se hiciera realidad, sintió que alguien lo observaba y, girándose hacia atrás en su silla, vio los ojos crueles del Paladín Negro centellear a la luz de la luna. La mano de Auda dio unas palmaditas a la empuñadura de la daga que llevaba en su cintura. Con un escalofrío, Mateo volvió la espalda al Paladín y se encorvó sobre su silla, decidido a mantener una más estrecha vigilancia sobre sus propios pensamientos.

Cabalgaron hasta bien entrada la mañana. Mateo había descubierto que podía sumirse en un medio sueño que permitía a una parte de su mente dormir mientras la otra parte se mantenía despierta y se aseguraba de que no se fuese a la deriva. Él sabía que Zohra lo vigilaba desde el rabillo de sus oscuros ojos y no tenía el menor deseo de sentir la mordedura de la fusta de su camello sobre su espalda.

Durmieron durante todo el calor del día y Khardan les permitió descansar hasta bien avanzada la tarde; entonces reemprendieron la marcha. El califa calculó que llegarían al campamento del Tel al amanecer.

Su primera vislumbre del campamento nómada no resultó de buen augurio. Los cuatro se erguían sobre la cresta de una duna, claramente visibles contra el sol de la mañana que se estaba levantando a sus espaldas. De este modo, aunque nadie podía reconocerlos desde el campamento, pues tan sólo veían siluetas negras, Khardan daba a entender, mediante su disposición a que lo viesen, que no traía intenciones hostiles.

Pasaron largos minutos, sin embargo, sin que nadie notara su presencia. «Un mal signo», pensó Mateo viendo cómo la cara de Khardan se volvía aún más sombría mientras examinaba el escenario allá abajo. En el centro del paisaje estaba el Tel, la colina solitaria que brotaba inexplicablemente del suelo llano del desierto. Unos cuantos corros de verde amarronado salpicaban su superficie roja: los cactus conocidos como la Rosa del Profeta. La ceñuda mirada de Khardan se detuvo unos momentos sobre la Rosa, se fue enseguida de reojo hacia Zohra y volvió a su primer objetivo antes de que ninguno de los presentes, excepto el joven brujo, lo notase.

Mateo conocía la historia de la Rosa. Zohra le había contado cómo su dios, Akhran, había sido el causante de su detestado matrimonio con Khardan al decretar que ambos debían casarse y sus respectivas tribus rivales reunirse y vivir juntas en paz hasta que aquellos feos cactus florecieran. Tal vez Khardan estaba sorprendido de ver que la planta todavía vivía. Mateo, desde luego, sí estaba sorprendido. Le parecía realmente notable que algo —o alguien— pudiera vivir en tan yermos y hostiles parajes.

El oasis estaba casi seco. Donde antes Mateo recordaba un pozo de agua fresca rodeado de lozana vegetación verde, ahora sólo había un gran charco enfangado, unas pocas palmeras dispersas y la alta hierba del desierto aferrándose a la vida en su orilla. Amarrados junto al agua, había un pequeño rebaño de famélicos camellos y otro aún más pequeño de caballos.

El campamento en sí estaba dividido en tres grupos claramente separados. Mateo conocía los colores de la tribu de Khardan, los akares, y también reconocía los de la tribu de Zohra, los hranas. Pero no reconoció al tercer grupo hasta que Khardan murmuró: «La gente de Zeid», y vio a Zohra asentir silenciosamente en respuesta. Las tiendas eran pobres, apaños provisionales esparcidos por la arena sin orden ni concierto. Y, aunque a aquella hora temprana de la mañana el campamento debería haber estado bullendo de actividad, antes de que el calor de la tarde estival los empujase de nuevo a descansar al interior de sus tiendas, no se veía a nadie fuera de ellas.

Ninguna mujer se reunía con otras para caminar juntas hasta el pozo. No había ningún niño correteando por la arena, rodeando a las cabras para ser ordeñadas o llevando a los caballos a abrevar. Por fin, al cabo de un rato, los cuatro vieron a un hombre salir de su tienda y, con los hombros caídos, dirigirse a atender a los animales. Más por desesperado aburrimiento, al parecer, que por preocupación, éste echó una mirada a su alrededor. Su sorpresa cuando los vio allí, erguidos en lo alto de la duna, fue evidente: el hombre se alejó corriendo y gritando hacia la tienda de su jeque.

Khardan desmontó y condujo su camello duna abajo; los otros lo siguieron. Auda se adelantó para situarse a la par con el califa e hizo ademán de esgrimir su espada, pero Khardan le puso una mano en el brazo.

—No —dijo—. Ésta es mi gente. No te harán daño alguno. Tú eres un invitado en sus tiendas.

—No es por mí por quien temo, hermano —respondió Auda, y Mateo se estremeció.

Vinieron hombres corriendo y, cuando ya estaba cerca del campamento, Khardan se quitó el
haik
que le cubría el rostro con deliberada lentitud. Mateo oyó una inhalación de sorpresa colectiva. Otro hombre echó a correr hacia las tiendas a través de la estupefacta multitud.

Khardan avanzó hasta el límite del campamento. Los hombres formaron una hilera delante de él, interceptándole el paso. Nadie habló. El único sonido lo producía el viento cantando su misterioso dúo con las dunas.

Las manos de Mateo, agarradas a las riendas del camello, estaban mojadas de sudor. La esperanza murió en su corazón, atravesada por el odio y la cólera claramente visibles en los ojos de los hombres del califa. Allí estaban los cuatro, erguidos frente a una multitud que aumentaba a cada minuto a medida que se extendía la noticia. Khardan y Auda estaban delante, Zohra ligeramente más atrás a su derecha y Mateo a su izquierda. Mirando a Khardan, Mateo vio cómo sus mandíbulas se apretaban. Un chorrito de sudor se deslizó por su sien, brilló sobre la lisa piel marrón de su cara y desapareció dentro de su negra barba. Con aire desafiante, sin decir una palabra, Khardan dio un paso adelante, después otro, y otro y otro hasta que se halló casi tocando al primer hombre de la multitud.

El hombre se erguía con los brazos cruzados por delante de su pecho y sus oscuros ojos ardiendo. Khardan dio otro paso. Su intención de embestirlo era evidente. Encogiéndose de hombros, el hombre se hizo a un lado. El resto de la multitud siguió su ejemplo, echándose para atrás y dejando un camino libre a través de ella. Lentamente y con la cabeza bien alta, Khardan siguió avanzando, adentrándose ya en el campamento y tirando de la rienda de su camello. Auda, a su lado, mantenía una mano metida en sus hábitos negros. Mateo y Zohra los seguían de cerca.

Incapaz de soportar la intensidad de las miradas hostiles que los hostigaba junto con el calor del sol, Mateo mantenía los ojos bajos e intentaba controlar el temblor de sus piernas. Cuando, en una ocasión, dejó escapar una mirada furtiva hacia Zohra, vio a ésta caminar majestuosamente, con la barbilla alzada y los ojos fijos en el cielo como si no hubiese nada digno de su atención más abajo.

Envidiando su valor y su orgullo, que se negaban a dejar traslucir su miedo, Mateo se estremecía y sudaba bajo sus hábitos y mantenía los ojos en el suelo, con lo que casi se mete entre las patas traseras del camello de Khardan cuando el grupo se detuvo de improviso.

Alguien había pronunciado una orden; Mateo recordaba haberla oído a través de la sangre que palpitaba en sus oídos y, ahora, alguien cogía las riendas del camello de su temblorosa mano y se llevaba al animal a alguna parte. Con la vaga idea de cubrir las espaldas de Khardan, Mateo dio unos pasos adelante, aunque sólo para chocarse con Auda que estaba haciendo lo mismo con mayor rapidez y destreza.

—Quítate de en medio, Flor —ordenó Auda con aspereza, en un susurro.

Ruborizándose, sintiéndose asustado, torpe e inútil, Mateo retrocedió y sintió la mano de Zohra agarrar la suya y colocarlo de un tirón detrás de ella. Levantando de mala gana los ojos, Mateo vio la razón de aquella parada.

Tres hombres se erguían delante de ellos. Uno era un anciano enjuto y estevado con una expresión perpetuamente sombría… Mateo reconoció enseguida en él al jeque Jaafar, el padre de Zohra. El otro era un hombre gordo y bajo con una cara de aspecto aceitoso y una cuidada barba negra. Este, supuso Mateo, debía de ser el Zeid que Khardan había mencionado sobre la duna. Y el tercero parecía familiar, pero Mateo no pudo situarlo hasta que Khardan, con la voz tirante y la respiración pesada, dijo en voz baja:

—Padre.

Mateo dio una audible inhalación de sorpresa y sintió las uñas de Zohra clavarse recriminatoriamente en su carne a través de los pliegues de su ropa. ¡Aquél era Majiid! Pero ¿qué terrible cambio había tenido lugar en él? Su gigantesca estructura se había hundido. El hombre que antes se elevaba por encima del menudo Jaafar, ahora casi estaba nivelado con él. Los hombros que se habían alzado desafiantes, cuadrados y rectos, ahora estaban caídos en gesto de derrota. Las manos que habían blandido el acero en la batalla colgaban inertes a sus costados; los pies que habían hollado con orgullo el suelo del desierto se arrastraban por la arena. Sólo los ojos brillaban con fiereza y altivez como los ojos de un halcón. La grande y descarnada nariz que sobresalía de su estirada cabeza se habría tomado por el pico de una ave depredadora.

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