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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (25 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Entonces él no sabe quién soy?

—Él no sabe nada de tu verdadera identidad, ojos de gacela —dijo con cariño Achmed—. ¿Cómo iba a saberlo? Tú mantienes tu rostro velado. De todos modos, ¿por qué iba él a reconocerte como la hija del sultán? Debe de haberte visto tan sólo unos momentos como máximo, cuando sus tropas capturaron a tu padre.

«Qannadi ha visto de mí tanto como tú, idiota», musitó Meryem para sí, y, en voz alta, murmuró con coquetería:

—Y, ¿has perdido tu corazón?

Sus brazos se enroscaron en torno a la cintura del joven.

—¡Tú sabes que sí! —afirmó Achmed con acento apasionado—. Meryem, ¿por qué no te casas conmigo?

—Yo no soy digna… —empezó ella dejando caer la cabeza.

—¡Soy yo el que no es digno ni de calzarte los pies! —la interrumpió Achmed muy serio—. ¡Te quiero con todo mi corazón! ¡Jamás podré amar a otra!

—Tal vez, pues, algún día dejaré que me hagas tu esposa —dijo Meryem, pareciendo tranquilizarse bajo el efecto de sus caricias—. Cuando Qannadi muera y tú seas el amir…

—¡No hables así! —replicó Achmed con brusquedad, oscureciéndosele la expresión.

—¡Es verdad! ¡Tú serás el amir! ¡Lo sé, lo puedo prever!

—Tonterías mi palomita. —Achmed se encogió de hombros—. Él tiene hijos.

—Hay maneras de manejar a los hijos —susurró Meryem levantando los brazos hacia su cuello.

Achmed la apartó de sí de un empujón.

—He dicho que no hables así —la reprendió.

Su voz se había vuelto fría de pronto. Volviéndose de espaldas a ella, estiró la mano para coger su espada que colgaba del poste de la tienda.

Aunque sabía que había ido demasiado lejos, Meryem sonrió; una sonrisa maliciosa y calculadora que quedó oculta por la oscuridad.

«No, no estás listo todavía —dijo para sí misma—. Pero lo estarás. Te estás acercando más cada día».

Apoyando la cara en las palmas de las manos, Meryem comenzó a sollozar.

—¡Tú no me quieres!

Sólo podía haber una respuesta a esto y Achmed, con su enojo derritiéndose ante aquellas lágrimas, se la dio, con el resultado de que esa noche llegó con una media hora de retraso a relevar al oficial de guardia y recibió una rigurosa y severa reprimenda; lo único que lo salvó de un castigo más severo fue el conocimiento común de que era el favorito del amir.

Cuando Achmed por fin se hubo marchado, Meryem suspiró de alivio. Después de lavarse el sudor de la pasión, se vistió, mirando con desaire el pobre caftán de algodón verde que se veía obligada a llevar y rememorando con nostalgia las sedas y joyas que estaba acostumbrada a llevar en palacio.

—Algún día —dijo con determinación hablando con los atuendos de Achmed que yacían amontonados en un rincón—, algún día tendré todo eso y más, cuando sea la primera esposa de tu serrallo. ¡Y sí, tú serás el amir! Si Qannadi no muere en esta guerra, lo que parece improbable ahora que ya está ganada, tal vez se encuentre con un accidente fatal una vez de vuelta en Kich. Y después, uno por uno, sus hijos también caerán enfermos y morirán.

Estirando la mano, la metió dentro de su almohada y sacó de ella una bolsa que contenía numerosos pergaminos apretadamente enrollados y atados con cintas de diversos colores. Sonriendo mientras los acariciaba, empezó a anticipar en su mente las distintas muertes de los hijos de Qannadi. Podía ver a Achmed recibiendo las noticias a medida que ascendía más y más alto en el favor del emperador. Lo veía mirarla y morderse el labio inferior pero permanecer silencioso, consciente de que, para entonces, aunque él gobernase a millones de personas, él sería a su vez gobernado por una.

Meryem sonrió dulcemente y se puso el caftán verde. Era un regalo de Achmed y, por tanto, pobre como era —aunque le había costado a Achmed más de lo que se podía permitir—, estaba obligada a llevarlo. Después sacó el cuenco escrutador y lo llenó de agua. Aclarando su mente de todo pensamiento perturbador, comenzó a entonar el cántico arcano y pronto una imagen tomó forma en el cuenco. Con los ojos fijos en éste, Meryem murmuró unas palabras de lo más impropias para una mujer. Después, poniéndose rápidamente en pie, envolvió su rostro y cabeza con un velo de seda verde con lentejuelas doradas —otro regalo del engatusado joven— y salió sigilosamente de la tienda de Achmed.

Capítulo 2

—¡Te digo que he de ver al imán! —insistió Meryem—. Es un asunto de la mayor urgencia.

—Pero, señora, ¡estamos en la mitad de la noche! —protestó uno de los sacerdotes-soldados que había ahora al servicio de Feisal, ya que los hombres comunes se consideraban indignos de atender las necesidades personales del imán—. El imán debe descansar…

—Yo nunca descanso —vino una suave voz desde lo profundo de las sombras de la noche que se apiñaban tras los cirios encendidos sobre el altar de cabeza de carnero—. Quar vigila en el cielo. Yo vigilo en la tierra. ¿Quién me necesita en estas oscuras horas de la noche?

—Una mujer que dice llamarse Meryem, mi señor —respondió el sacerdote arrojándose al suelo y postrando su cuerpo como si el mismísimo emperador hubiese entrado en la habitación.

Aunque, en realidad, quizá no se habría arrastrado tanto por el emperador, quien, después de todo —según enseñaba últimamente Feisal— era sencillamente mortal.

—¡Meryem!

La suave voz sufrió un sutil cambio. El sacerdote-soldado, con la nariz en el suelo, no lo apreció. Meryem sí y, desde su posición en el suelo, que había considerado político adoptar, sonrió triunfante.

—Deja pasar a la mujer —ordenó Feisal con dignidad—. Y tú puedes retirarte.

El clérigo-soldado se puso en pie de un salto y salió haciendo reverencias. Meryem permaneció postrada hasta que se hubo ido; entonces, al oír el roce de los hábitos de Feisal cerca de ella, levantó la cabeza y escrutó las sombras.

—¡Lo he visto! —susurró Meryem a través de su velo.

Oyó una rápida inhalación. Feisal entró en el tenue círculo de luz arrojado por las velas del altar e hizo un ademán a la mujer de que se levantara.

El rostro del sacerdote aparecía cadavérico a la luz del altar; las mejillas huecas, la piel del color de la cera y adherida a sus frágiles huesos. Los hábitos colgaban de un cuerpo escuálido y de ellos salía proyectado su cuello como el flaco y pellejudo cuello de una avutarda recién salida del cascarón; sus brazos no parecían otra cosa que huesos cubiertos de pergamino arrugado. No era de extrañar que sus seguidores lo creyesen inmortal; parecía como si la Muerte lo hubiese reclamado hacía ya mucho tiempo.

—¿A quién has visto? —preguntó el sacerdote con un tono indiferente que no engañó a Meryem.

—¡Tú sabes bien a quién me refiero! —musitó ella para sí, pero dijo con aparente calma—: ¡A Khardan, imán! ¡Está vivo! ¡Y ha regresado a su tribu!

—¡Eso no es posible! —exclamó Feisal apretando los puños; los huesos de sus dedos resplandecieron blancos a la luz de los cirios—. ¡Ningún hombre puede cruzar el Yunque del Sol y salir vivo! ¿Estás segura de lo que dices?

—¡Yo no cometo errores! —contestó impulsivamente Meryem y, enseguida, se retractó—. Perdóname, mi señor, pero yo tengo aquí en juego tanto o más que tú.

—Dudo de que así sea —replicó secamente Feisal—. Pero no voy a discutir.

Levantó una delgada mano para impedir a Meryem que siguiera hablando y, con aire pensativo, comenzó a pasear de un lado a otro delante del altar, mirando de vez en cuando hacia éste como si, de no estar allí la mujer, hubiese encontrado consuelo en hablar del asunto con su dios. La respuesta que buscaba vino a él al parecer sin necesidad de oración, ya que de repente se detuvo delante de Meryem y dijo:

—Lo quiero muerto, esta vez para siempre.

Meryem se sobrecogió y lo miró desde debajo de sus largas pestañas.

—¿Para qué molestarse, santidad? —preguntó con timidez—. Después de todo, no es más que un solo hombre, líder de una insignificante chusma…

—Desconfiemos de cualquiera que se levante de entre los muertos —dijo fríamente Feisal—. Dejémoslo en eso, Meryem, a menos que pienses que éste es el momento para que tú y yo compartamos nuestros pequeños secretos…

Evidentemente no era así, ya que Meryem no respondió.

—Entonces, ambos estamos de acuerdo en que Khardan debe morir, ¿no es así, Meryem, hija mía? Además, sería una lástima que Achmed descubriera que su hermano todavía vive. Ni que decir tiene lo que podría hacer cuando se enterase de que tú eres la pequeña zorra embustera que lo engañó. En el mejor de los casos, te mataría de su propia mano, y en el peor, tal vez te devolviese a Qannadi.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —inquirió Meryem con una voz tirante, apenas capaz de hablar por la agobiante sensación que la sofocaba.

—Ello requerirá una persona especial que pueda estar lo bastante cerca de Khardan como para perpetrar el asesinato —dijo Feisal aproximándose a Meryem y clavando en ella sus ardientes ojos.

La mujer sintió el calor de su aliento sobre su piel e, involuntariamente, se encogió ante la perturbadora presencia.

—¡Así de cerca! —agregó él, cogiéndola con fuerza de la muñeca—. ¡O más cerca todavía!

Dio un violento tirón de ella. Meryem, con su cuerpo tocando el del imán, sintió escalofríos ante la sobrecogedora sensación.

—¿Hay alguien que pueda llegar a estar tan cerca de él? —preguntó el imán con acento imperioso.

—¡Sí! —jadeó Meryem—. ¡Oh, sí!

—Bien.

Feisal soltó bruscamente a la mujer. Atemorizada, Meryem se dejó caer al suelo y permaneció allí, de rodillas y con la mirada baja.

—Tú eres hábil en tu oficio. No necesito decirte cómo proceder. Debes iniciar tu viaje esta noche. Tendrás que ir a caballo…

Meryem levantó los ojos, sobresaltada.

—¿Por qué no Kaug?

—El
'efreet
está… ocupado con asuntos de Quar, importantes asuntos —repuso Feisal.

El sacerdote parecía inquieto, y Meryem se preguntó por primera vez si los rumores que habían estado esparciéndose en las altas y oscuras horas de la noche eran verdad. Rumores de que Kaug había desaparecido, se había esfumado. Rumores de que no se lo había visto ni sentido su poder durante días. Meryem tanteó con delicadeza.

—¡Pero sin duda tú no querrás que yo pierda tanto tiempo, imán! Me llevará semanas…

—¡He dicho que irás a caballo! —la interrumpió el imán con los ojos centelleando de ira.

Meryem se postró humildemente en respuesta, más por una necesidad de mantener ocultos sus aturrullados pensamientos que por reverencia. ¿Dónde estaba Kaug? ¿Qué significaba todo aquello? Algo andaba mal. Podía oler el miedo de Feisal y se regodeaba con ello. Sin duda alguna podría sacar alguna ventaja de esto.

—Partiré esta noche, como deseas, imán —repuso Meryem poniéndose en pie—. Necesitaré dinero.

Yendo hasta una enorme caja fuerte que descansaba detrás del altar, Feisal la abrió y volvió al cabo de unos momentos con un saco de monedas.

—Puedo proporcionarte escolta hasta Kich, pero no más allá. Una vez que estés en el desierto, te las apañarás sola. Eso no debería ser problema para ti, sin embargo, mi pequeña —añadió el imán con ironía, entregando el dinero a Meryem—. Hasta las serpientes deben de huir de tu camino.

Sin dignarse contestar, Meryem tomó el saco y clavó una fría mirada en los ardientes ojos de Feisal. Mucho se dijo, aunque nada se habló. Aquellas dos personas se conocían profundamente la una a la otra, desconfiaban intensamente la una de la otra y estaban dispuestos a utilizarse sin piedad la una a la otra para satisfacer los deseos de su corazón.

Sin una palabra, Meryem saludó y se retiró de la presencia de Feisal.

—Que la bendición de Quar sea contigo, hija mía —murmuró él.

Aquella noche, muy tarde, un suave golpeteo —varios golpecitos claros repetidos de una manera peculiar— resonaron en la puerta de la vivienda de un tal Muzaffahr, un pobre vendedor de cacharros de hierro, calderos y clavos cuyo puesto era el más desastrado del
souk
. Sus artículos, desmañadamente hechos, sólo los compraban aquellos que eran tan pobres como él y no podían permitirse nada mejor. Humilde y servil, Muzaffahr nunca levantaba los ojos por encima del nivel de las rodillas de las personas con quienes hablaba.

Pero un ojo muy agudo y nada servil era el que miraba a través de las tablillas de la puerta de la choza del quincallero, y tampoco era su habitual voz quejumbrosa la que preguntó en voz baja:

—¿Cuál es la palabra?

—Benario, Señor de Manos Arrebatadoras y Pies Ligeros —fue la respuesta.

La puerta se abrió y una mujer, envuelta en un caftán verde y tupidamente velada, remontó con sigilo el escalón de entrada. El quincallero cerró la puerta con cuidado y, llevándose el dedo a los labios, cogió a la mujer de la mano y, descorriendo unas cortinas, la condujo al interior de una habitación trasera. Tras encender un candil que no daba más que un tenue resplandor con su mecha recortada, Muzaffahr, todavía pidiendo silencio, echó a un lado una raída alfombra que había en el suelo, abrió una trampilla que apareció debajo de ella y dejó al descubierto una escalera que se sumergía en una total oscuridad.

Con un ademán, señaló la escalera. La mujer negó con la cabeza y retrocedió, pero el quincallero volvió a gesticular, perentoriamente, y ella, lanzándole una mirada amenazadora desde sus ojos azules, comenzó a descender por la escalera con cierta dificultad, trabada por su vestimenta.

Muzaffahr la siguió de cerca, tras cerrar la trampilla por encima de ellos. Una vez abajo, encendió otro candil y la luz llenó toda la habitación. La mujer miró a su alrededor con asombro, a juzgar por el ensanchamiento de los ojos que se dejaban ver por encima de su velo. Frotándose las manos, el quincallero sonrió con orgullo e hizo varias reverencias.

—No encontrarás mejores géneros, señora, de aquí a Khandar. Y muy pocos hay en Khandar —añadió con timidez— que trabajen una gama tan extensa como la mía.

—Puedo creerlo —murmuró la mujer, y Muzaffahr sonrió de placer ante el cumplido.

—Y ahora, ¿qué es lo que anda buscando la señora? ¿Dagas, cuchillos? Tengo muchos de mi propia hechura y diseño. Éste —dijo levantando complacido un cuchillo de sanguinario aspecto con la hoja dentada y el mango hecho de hueso humano— ha sido bendecido por el propio dios. ¿O tal vez veneno, el favorito de las damas gentiles?

Indicó con la mano varios estantes excavados en las paredes de aquel agujero subterráneo. Tarros de todas las formas y tamaños descansaban en ordenadas hileras, cada uno con una etiqueta pegada.

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