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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (3 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¿Qué vais a hacer, estúpidos? ¿Luchar? —dijo con un gesto de amarga burla—. ¿Cómo? —añadió con un ademán hacia el oasis—. ¿Dónde hay caballos para llevaros a la batalla? ¿Dónde está el agua para vuestros
girba
? ¿Vais a combatir a Zeid con espadas rotas?

—¡Sí! —gritó un hombre con apasionamiento—. ¡Si nuestro jeque lo ordena!

—¡Sí! ¡Sí! —corearon los otros.

Majiid bajó la cabeza. El vigía permanecía arrodillado, con los ojos suplicantemente elevados hacia él y, por un momento, pareció que el jeque iba a decir algo más. Su boca se movió, pero no salió de ella ninguna palabra. Con otro gesto desesperanzado de su demacrada mano, se volvió para entrar de nuevo en su tienda.

—¡Espera! —gritó el jeque Jaafar adelantándose a grandes pasos con sus estevadas piernas y sus hábitos agitándose en torno a él—. Yo propongo que invitemos a Zeid a venir a hablar con nosotros.

El vigía abrió la boca de par en par. Majiid lanzó una mirada furiosa; sus labios se encontraron con su picuda nariz en un rictus de desprecio.

—¿Y por qué no invitar al amir también, hrana? —rugió—. ¿Y exhibir al mundo nuestra debilidad?

—El mundo ya la conoce —respondió Jaafar—. ¿Qué te ocurre, akar? ¿Acaso te abandonaron tus sesos junto con tus caballos? Si Zeid fuese fuerte, ¿crees que andaría refugiándose clandestinamente alrededor del pozo sureño? ¿No cabalgaría más bien hasta aquí para tomar el oasis que, como todo el mundo sabe, es el más rico del Pagrah? Dinos todo lo que has visto —dijo Jaafar volviéndose hacia el vigía—. Descríbenos el campamento de nuestro primo.

—No es grande, efendi —respondió el vigía dirigiéndose a Majiid—. Apenas les quedan camellos. Las tiendas de nuestros primos son muy pocas y están montadas de cualquier manera, esparcidas por el suelo del desierto como hombres borrachos de
qumiz
.

—¿Lo veis? ¡Zeid está tan débil como nosotros!

—Es un truco —se obstinó Majiid.

Jaafar soltó un desdeñoso bufido.

—¿Con qué objeto? Yo digo que Zeid ha venido por esa precisa razón…, para hablar con nosotros. ¡Deberíamos hablar con él!

—¿Acerca de qué?

Las palabras cayeron de los labios de Majiid como la carne cae de la mano de un hombre que está cebando una trampa. Todos lo sabían, incluido Jaafar, y nadie habló, se movió ni respiró esperando a ver si éste mordisqueaba el cebo.

Jaafar hizo más que eso: con toda la calma, se lo tragó entero.

—De entregarse —respondió el jeque.

—Una por una —relató el jeque Zeid—, las ciudades del sur de Bas han caído en la
jihad
. El amir es un astuto general, como ya dije con anterioridad, que debilita al enemigo desde dentro y luego cae sobre él con la fuerza de un relámpago desde fuera. Aquellos que se convierten a Quar son tratados con misericordia. Sólo sus sacerdotes y sacerdotisas son pasados por la espada. Pero, aquellos que lo desafían…

Zeid suspiró; estaba sentado de piernas cruzadas sobre los deshilachados cojines de la tienda del jeque Jaafar, y sus dedos manoseaban sin propósito alguno el dobladillo de su hábito.

—Bien —apremió Jaafar—. ¿Y aquellos que lo desafían?

—En Bastine —dijo Zeid bajando la voz y mirando hacia el suelo—, ¡hubo cinco mil muertos! ¡Hombres, mujeres y niños!

—¡Bendito sea Akhran! —exclamó Jaafar sobrecogido.

Majiid se movió.

—¿Qué esperabais? —preguntó con aspereza.

Era la primera vez que hablaba desde que Zeid había llegado al campamento. Los tres hombres estaban sentados juntos, compartiendo una exigua cena que sólo dos de ellos hacían ademán de comer.

—El amir se propone hacer de Quar el Único y Verdadero Dios. Y tal vez éste lo merezca.

—Los djinn dicen que hay una guerra en el cielo lo mismo que la hay aquí abajo —comentó Jaafar—. Al menos, eso es lo que Fedj me dijo antes de que desapareciese hace tres días.

—Eso es lo que me dijo Raja, también —asintió con aire preocupado Zeid—. Y, si eso es cierto, me temo que
hazrat
Akhran se encuentre demasiado atareado. Ni siquiera el siroco nos ha venido a molestar este año. Nuestro dios está falto de ánimo.

Suspirando de nuevo, el jeque empujó su plato de comida a un lado; su escaso contenido fue al instante arrebatado y devorado por los pocos sirvientes que le quedaban a Jaafar.

Majiid no pareció oír el suspiro. Jaafar sí lo oyó, y dirigió una penetrante mirada a Zeid pero, considerando descortés interrogar a un invitado, se abstuvo de decir nada.

La conversación giró entonces hacia las oscuras penalidades de la tribu. La gente de Zeid había salido tan mal parada de la batalla contra el amir como el resto de los nómadas del desierto.

—Todas las mujeres y niños y la mayoría de mis hombres jóvenes, incluyendo seis de mis hijos, se encuentran cautivos en la ciudad de Kich —dijo el jeque arán, cuyas ropas colgaban holgadamente en un cuerpo que antes había sido bien redondo—. La preocupación les come a mis hombres el corazón, y no ocultaré que he perdido más de unos pocos que se han marchado a reunirse con sus familias en la ciudad. ¿Y quién puede culparlos? El amir capturó nuestros camellos que ahora sirven en su ejército. Observo que también andáis escasos de caballos. ¿Y las ovejas? —dijo volviéndose hacia Jaafar.

—Masacradas —respondió el anciano hombrecillo con los ojos ribeteados de rojo por el dolor y la cólera—. Oh, algunas sobrevivieron, las que lograron esconderse de los soldados. Pero no fueron suficientes. ¡Lo que no entiendo es por qué el amir sencillamente no nos aniquiló a todos nosotros también!

—Él quiere almas vivas para Quar —repuso con sequedad Zeid—. O, al menos, quería. Ahora, por lo que he oído, las cosas han cambiado. Y no por deseo ni con la aprobación de Qannadi, según dice el rumor. Ese Feisal, el imán, es el que ha ordenado que todos los conquistados se han de convertir o morir.

—¡Humf! —bufó escépticamente Majiid.

Zeid sacudió la cabeza.

—Qannadi es un militar. No se recrea asesinando. He oído que se negó a dar órdenes a sus tropas de que matasen a gente inocente en Bastine y que los sacerdotes del imán se vieron obligados a hacerlo con sus propias manos. También he oído que algunos de los soldados se rebelaron contra la matanza y que ahora el imán tiene un ejército propio de fanáticos seguidores que lo obedecen incondicionalmente. Se dice, Majiid —añadió Zeid escogiendo con cuidado las palabras y bajando los ojos—, que tu hijo Achmed está muy cerca de Qannadi.

—Yo no tengo ningún hijo —respondió con voz apagada Majiid.

Zeid echó una mirada a Jaafar, quien se encogió de hombros. El jeque hrana no tenía un particular interés en este tema. Sabía que Zeid estaba callándose deliberadamente alguna mala noticia y esperaba con impaciencia que la escupiera de una vez.

—Entonces, ¿es verdad que Khardan ha muerto? —preguntó Zeid pisando con redoblado cuidado—. Acepta mis condolencias. Que cabalgue por siempre con Akhran, quien, con toda probabilidad, ha debido llevárselo a propósito para tenerlo a su lado en la guerra de los cielos…

El jeque se detuvo, como esperando una respuesta a lo que todos los presentes sabían que era una delicada invención. Zeid, que siempre se enteraba de todo, había oído naturalmente la historia de la desaparición de Khardan y, si las circunstancias hubiesen sido menos duras y él no hubiese sido un invitado en el campamento, el jeque se habría dado el sañudo placer de mortificar la carne de su enemigo con la envenenada daga del comadreo. Pero, con una espada mucho mayor apuntando a sus gargantas, aquello no tenía sentido ahora.

Majiid no dijo nada. Su rostro, recorrido por surcos tan profundos que parecían cicatrices producidas por los cercenantes tajos de un sable, permaneció inmutable. Pero, por el brillo de sus ojos, se adivinaba que estaba escuchando y Zeid prosiguió; aunque no consiguió saber si sus palabras estaban actuando como un ungüento balsámico sobre su herida o estaban frotando sal dentro de ella.

—Pero es de Achmed de quien recientemente he oído cierta información. Tu segundo hijo, pese a haber sido capturado y apresado con los otros, cabalga ahora con los ejércitos del amir. Se ha convertido en un valiente guerrero, por lo que he oído, cuyos hechos le están valiendo el respeto y la admiración de aquellos con quienes cabalga…, aquellos que, en otro tiempo, fueron sus enemigos. Dicen que salvó la vida a Qannadi cuando el caballo del general cayó muerto bajo su jinete y éste se encontró de pronto a pie y rodeado de bastinitas que combatían como diez mil demonios. Con la confusión, Qannadi se había alejado de su guardia personal y, completamente solo, Achmed, que permanecía montado en su caballo con la habilidad que ha hecho famosos a los akares, ofreció una encarnizada resistencia y mantuvo a raya a los atacantes hasta que el amir logró montar en la grupa tras él, y su guardia fue capaz de abrirse camino hasta ellos y rescatarlos. Qannadi nombró capitán a Achmed, una gran cosa para un muchacho de dieciocho años.

—¡Capitán de un ejército de
kafir
! —gritó Majiid explotando con una rabia contenida tal que los sirvientes soltaron los cuencos de comida que habían estado lamiendo y corrieron a acurrucarse en las sombras de la tienda—. ¡Mejor estaría muerto! —atronó—, ¡mejor estaríamos todos muertos!

Los ojos de Jaafar se abrieron de par en par ante semejante blasfemia y, al instante, hizo la señal protectora contra el mal, no una sino varias veces seguidas. Zeid la hizo también, aunque con mayor lentitud, y, cuando por fin sus labios se separaron disponiéndose a hablar, Jaafar comprendió que su primo iba a comunicarles la noticia que tan pesadamente había estado descansando en su corazón.

—Tengo otra noticia que dar. De hecho, fue con la esperanza, o el temor, de poneros en conocimiento de ella como vine a acampar al pozo sureño.

—¡Suéltala ya! —saltó, impaciente, Jaafar.

—Dentro de un mes, el ejército del amir regresa a Kich. El imán ha decretado que debemos acudir a la ciudad y residir allí en el futuro; y, lo que es más, que debemos profesar lealtad a Quar o…

Zeid hizo una pausa.

—¿O qué? —inquirió bruscamente Majiid, irritado por el dramatismo del jeque aran.

—… o, en el plazo de un mes, nuestra gente morirá.

Capítulo 3

Arrodillándose junto al
hauz
, Meryem arrojó el pellejo de cabra en el estanque de agua público con un gesto irritado que hizo que el líquido salpicara, lo que provocó una desdeñosa mirada de desaprobación por parte de un rico vendedor que estaba abrevando a su asno a poca distancia de ella. Sacudiéndose con el dedo unas gotas imaginarias de la tela de su fino atuendo, el hombre se alejó en dirección al
souk
musitando maldiciones.

Meryem hizo caso omiso de él. Aunque su pellejo ya estaba lleno, se quedó remoloneando un rato junto al
hauz
, sumergiendo indolentemente la mano en el agua, contemplando a los transeúntes y recreándose con la obvia admiración de dos guardias de palacio que en aquel momento paseaban por aquella parte de la ciudad de Kich. Éstos no la reconocieron, una razón por la que ella había preferido utilizar aquel
hauz
situado en el extremo más alejado de la ciudad en lugar del que se hallaba cerca del palacio. La semana anterior, varias de las concubinas del amir y su eunuco, de visita por los bazares, la habían visto y reconocido. Naturalmente, no habían delatado su identidad. Sabían que estaba realizando algún trabajo secreto para Yamina, esposa del amir y gobernadora de Kich en ausencia de su marido. Pero Meryem pudo oír sus risitas. Los velos que les cubrían el rostro no podían ocultar sus divertidas sonrisas. El eunuco, con todo su gordo corpachón, había esbozado una sonrisa afectada y, con el pretexto de intentar ayudarla, había tenido la desfachatez de inclinarse junto a ella y susurrar:

—Tengo entendido que la suciedad del trabajo manual, una vez que se mete en los poros, ya nunca se quita. Podrías, sin embargo, probar dándote jugo de limón en las manos, querida.

¡Jugo de limón! ¡A una hija del emperador!

Meryem había abofeteado a aquel hombre que ya no era un hombre; una de las mujeres, una nodriza, había acudido revoloteando en su ayuda, agitando las manos y gritando al eunuco que se apartara de allí y dejase a las mujeres decentes en paz. Por supuesto, aquello sólo provocó una nueva oleada de risas entre las concubinas y una mirada afectada de dignidad ofendida por parte del eunuco, quien corrió a regalar a las damas con sus ocurrencias.

Desde aquella vez, Meryem había preferido viajar más lejos todos los días en busca de agua. Cuando Badia interrogaba a la muchacha sobre la inusitada cantidad de tiempo que estaba empleando en llevar a cabo su tarea, Meryem se limitaba a decir que había sido molestada por unos soldados del amir. Badia, en consideración a su supuesta condición de desgraciada hija de un sultán asesinado, no seguía importunando a la muchacha. Ésta apretaba los dientes y tramaba su venganza, sobre todo contra el eunuco. Tenía algo muy especial planeado para él.

Pero eso estaba en el futuro, un futuro que ya no sabía lo que le depararía… Hubo una época en que pensaba que lo sabía. El futuro le reservaba a Khardan,
ella
se reservaba para Khardan. Éste iba a ser el amir de Kich y ella su esposa favorita, gobernadora de su harén. Aquél había sido su más acariciado sueño tan sólo unos meses antes, cuando estaba viviendo en el campamento nómada y veía a Khardan todos los días y suspiraba por él todas las noches. Como una de las centenares de hijas de un emperador que ni siquiera conocía su nombre, Meryem había sido ofrecida por éste como obsequio a su general favorito, Abul Qasim Qannadi, y estaba acostumbrada a entregarse a los hombres sin placer. Pero en Khardan había descubierto a un hombre al que deseaba, un hombre que le daba placer o, al menos, con eso soñaba, ya que había visto frustradas sus tentativas de llevarse a su lecho al califa…, circunstancia ésta que había añadido nuevas brasas a su ya rabiosamente encendido fuego.

Pero el ataque del amir al campamento nómada había producido estragos en cientos de sus habitantes, entre los cuales Meryem no fue la mejor parada. En un principio creyó que sería útil para sus planes. Había entregado a Khardan un talismán que haría que éste se sumiera en un sopor aparentemente mortal en medio de la batalla. Una vez inconsciente, se había propuesto llevárselo consigo a Kich, donde proyectaba tenerlo para sí e inducirlo poco a poco, por medios en los que ella era altamente diestra, a ayudarla a derrocar al amir. Pero el loco pelirrojo y la bruja de ojos negros, esposa del califa, le habían desbaratado todos los planes. Entre los dos se habían llevado lejos a Khardan, a alguna parte fuera del alcance de su vista mágica. Ahora ella se hallaba de nuevo entre los nómadas, fingiendo encontrarse cautiva como ellos en la ciudad de Kich, llevando una vida hastiada de trabajo duro y rutina, y escrutando noche tras noche en su cuenco adivinatorio con la esperanza de ver a Khardan.

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