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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (2 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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Completamente desmoralizado, Fedj vagó sin rumbo por el desierto y pronto dejó bien atrás el Tel. El djinn habría actuado según la orden de su amo y marchado sin dilación en busca de Akhran de no haber sabido que al dios Errante sólo se lo podía encontrar cuando él quería ser encontrado y que, en ese caso, no tendría que buscarlo muy lejos ni con demasiado esfuerzo. Pero Akhran no se había dejado ver durante meses. Fedj sabía que algo estaba ocurriendo en el plano celestial. Qué era lo que sucedía, no lo sabía ni se lo podía imaginar. La tensión flotaba en el aire como un buitre en vuelo circular, proyectando la sombra de sus negras alas sobre cada acción. Era extremadamente injusto de parte de Jaafar acusar al djinn de glotonear mientras su amo se moría de hambre. Fedj no había tomado una buena comida durante semanas.

Deslizándose a través de los éteres, lejos del campamento, y absorto en oscuros pensamientos y presentimientos, el djinn se vio de improviso arrancado de sus sombrías contemplaciones al divisar debajo de él, en el suelo del desierto, una inusitada actividad. Una dispersa agrupación de tiendas había brotado durante la noche donde el djinn podría haber jurado que no había sombra alguna de tiendas el día anterior. Apenas le llevó un momento darse cuenta de adónde había ido a parar. Se hallaba en el pozo sureño que señalaba el límite de la tierra de los akares. Y allí, acampado en torno al pozo, utilizando el agua de Majiid, había otro viejo enemigo… ¡el jeque Zeid!

Pensando que aquella usurpación de la preciada agua de Majiid podría servir para hacer volver a la vida al abatido jeque, el djinn estaba considerando de qué manera debería comunicarle la noticia a alguien que no era su amo y que, además, era su enemigo, cuando vio materializarse una figura en el aire delante de él.

—¿Raja? —preguntó Fedj con cautela mientras su mano se iba hacia la empuñadura del enorme sable que llevaba a su costado.

El musculoso y oscuro corpachón del djinn del jeque Zeid, con la mano también en la empuñadura de su espada, temblequeó ante Fedj en ondas de calor que se elevaban desde la arena.

—¿Fedj? —preguntó el otro djinn flotando hasta situarse más cerca de él.

—¡Sí, soy Fedj, como de sobra sabes a menos que tu vista haya tomado el mismo camino que tu inteligencia y haya desaparecido! —contestó Fedj en tono enojado—. ¡Esa agua que bebéis es del pozo del jeque Majiid! Tu amo es consciente sin duda de que todo aquel que bebe de esa agua sin permiso del jeque pronto tendrá oportunidad de apagar su sed bebiéndose su propia sangre.

—¡Mi amo bebe donde le parece, y aquellos que intenten impedírselo terminarán sus días llenando las barrigas de los chacales! —rugió Raja.

Las cimitarras lanzaron destellos amarillos al sol, el oro centelleó en pendientes y brazaletes y el sudor brilló en los desnudos pechos de los djinn mientras éstos se agachaban el uno frente al otro en el aire observándose, esperando…

Entonces, de repente, Raja arrojó su cimitarra lejos de sí con una amarga maldición. El arma, olvidada, cayó dando vueltas a través del cielo para ir a aterrizar con un ruido sordo en la arena del desierto de Pagrah, donde abrió una grieta en forma de espada que, hasta el día de hoy, sigue siendo un misterio para todos aquellos que la ven.

—¡Mátame aquí mismo, donde estoy! —gritó Raja con los ojos anegados en llanto; y, abriendo los brazos de par en par, echó hacia adelanté su negro pecho—. ¡Mátame ahora, Fedj! ¡No voy a levantar una mano para impedírtelo!

Aunque la efectividad de aquella exhibición se veía algo debilitada por el hecho de que el djinn era inmortal y Fedj podía atravesarlo con su cimitarra un millar de veces sin hacerle el menor daño, aquél era un noble gesto que tocó a Fedj hasta la misma médula de su alma.

—Amigo mío, ¿qué significa esto? —dijo anonadado Fedj, bajando su arma y aproximándose a Raja no sin cierto grado de precaución.

Lo mismo que su amo, Zeid, el djinn guerrero Raja era un viejo y astuto zorro al que todavía podían quedarle uno o dos dientes.

Pero, mirándolo desde más cerca, Fedj vio que Raja ofrecía verdaderamente un aspecto poco mejor que el de un cachorro apaleado. La desesperación del fornido djinn resultaba tan obvia y real que Fedj enfundó su espada y puso el brazo en torno a los inmensos hombros de su enemigo.

—¡Amigo mío, no digas disparates! —lo reprendió Fedj, conmovido ante la vista de su pena—. ¡Las cosas no pueden estar tan mal!

—¿Ah, no? —replicó Raja furioso, sacudiendo la cabeza y haciendo que sus enormes pendientes de oro chocaran ruidosamente contra su mandíbula—. ¡Dile al jeque Majiid que Zeid le está robando su agua! ¡Tráelo aquí en son de guerra, como habría sucedido en meses pasados, y tendrá la grandísima satisfacción de ver a mi amo adentrarse de nuevo en el desierto arrastrándose sobre su barriga, y allí arrugarse y morir como una lagartija!

Fedj habría jurado que aquello era justamente lo que iba a hacer. Habría podido regodearse con la caída de Zeid y glorificado a Majiid hasta los cielos. Pero decidió no hacerlo. La lamentable situación en que se hallaba Raja era profundamente similar a la suya propia y, además, Fedj adivinaba que Raja debía de saber algo de las verdaderas circunstancias de sus enemigos, o no se habría atrevido a revelar tanta debilidad por grande que hubiese sido su propio caos interno.

El djinn lanzó un suspiro que movió de lugar varias dunas de arena.

—Ay, amigo Raja. No te voy a ocultar que el jeque Majiid, en este momento, no levantaría la voz ni aunque tu amo entrase en su tienda y le arrancase los ojos. Le ha dado por maldecir al dios, lo que a nadie sirve de nada ya que todos sabemos que los oídos de
hazrat
Akhran están taponados con arena últimamente.

Raja levantó un rostro sombrío.

—¿Entonces es verdad lo que hemos oído…, que Majiid y Jaafar se hallan en una situación casi tan desesperada como la nuestra?

—¿Casi? —dijo Fedj, súbitamente indignado—. ¡Ninguna situación puede ser más desesperada que esta en la que nos encontramos nosotros! ¡Nos hemos visto obligados a comer los perros del campamento!

—Conque sí, ¿eh? —replicó Raja con creciente enojo—. Pues bien, ¡un perro de campamento sería una golosina para nosotros! ¡Aquí nos hemos visto en la necesidad de comer serpiente!

—Ayer nos comimos el último perro del campamento y, dado que nosotros
ya
hemos devorado todas las serpientes del desierto, pronto nos veremos forzados a comer…

El aire se vio partido de pronto por lo que a un mortal le habría parecido un tremendo relámpago lanzado desde los cielos hasta la tierra, allá abajo. Los dos djinn, sin embargo, vieron brazos y piernas agitándose y oyeron una explosiva maldición estallar con una voz de trueno. Al reconocer a uno de los suyos, ambos djinn se tragaron sus palabras (más nutritivas que la serpiente o el perro) y al instante abordaron al chamuscado y humeante extraño que yacía tendido boca arriba, respirando con dificultad, al pie de una duna.

—¡Levántate e identifícate! ¡Dinos el nombre de tu amo y qué está haciendo éste en las tierras de los akares y los aranes! —exigieron Fedj y Raja.

Sin inmutarse, el extraño djinn se puso en pie sosteniendo su espada en la mano. Al reparar en la riqueza de sus ropas, la empuñadura incrustada de piedras preciosas del arma que llevaba y aquel aire de superioridad que no era algo que se hubiese puesto como el que se pone un caftán sino que era algo innato, Fedj y Raja intercambiaron inquietas miradas.

—El nombre de mi amo no es algo que pueda importar a nadie como vosotros, aquí en este plano —aseguró con frialdad el djinn.

—¿Sirves a uno de los Mayores? —preguntó Fedj bajando el tono de voz mientras Raja se apresuraba a ejecutar el
salaam
.

—¡Así es! —respondió el djinn lanzándoles una mirada severa—. Y me gustaría preguntaros por qué dos mozos tan robustos como vosotros se dedican a holgazanear por aquí abajo cuando hay tanto trabajo por hacer allá arriba.

—¿Trabajo? ¿Qué quieres decir? —preguntó Raja erizándose—. Y nadie está holgazaneando por aquí abajo, sino que estamos al servicio de nuestros amos…

—¿… cuando hay una guerra en el cielo?

—¡Guerra!

Ambos djinn se quedaron mirando embobados al extranjero.

—El plano de los inmortales ha estallado en llamas —explicó éste con aire sombrío—. De alguna manera, alguien se las ha arreglado para descubrir a los Inmortales Perdidos y liberarlos de su cautiverio. ¡La diosa Evren y su contrapartida, el dios Zhakrin, han vuelto a la vida y ambos acusan a Quar de intentar destruirlos! Algunos dioses apoyan a Quar, otros lo atacan. ¡Nosotros luchamos por nuestra propia supervivencia! ¿No habíais oído nada de esto?

—¡No, nada, por Akhran! —juró Fedj.

Raja negó con la cabeza; sus pendientes entrechocaron de un modo disonante.

—Supongo que no es de extrañar —reflexionó el extraño—, considerando el caos que reina allá arriba. Pero, ahora que ya lo sabéis, no hay tiempo que perder. ¡Debéis venir enseguida! Necesitamos hasta la última espada. El poder de Kaug, el
'efreet
de Quar, crece por momentos.

—Pero, si todos los inmortales abandonan el reino mortal, ¿qué cosas terribles no tendrán lugar aquí?

—Peor será si el reino inmortal se viene abajo —replicó el extraño—. Porque eso significaría el fin de todas las cosas.

—Debo decírselo a mi amo —dijo Fedj con el ceño fruncido.

—Y yo también —agregó Raja.

—Después te seguiremos.

El desconocido djinn asintió con la cabeza y se elevó de nuevo a los cielos originando un gigantesco torbellino que levantó una arremolinada nube de arena. Intercambiándose sombrías miradas, Fedj y Raja desaparecieron marcando su partida con sendas explosiones simultáneas que abrieron dos agujeros en el granito y enviaron ondas expansivas por todo el desierto de Pagrah.

Capítulo 2

El vigía corría como enloquecido a través de la arena del desierto; de vez en cuando tropezaba, caía, volvía a levantarse y reanudaba la carrera. Al tiempo que corría, gritaba, y pronto hasta el último hombre de las disminuidas tribus de los jeques Jaafar y Majiid había abandonado el abrigo de sus tiendas y observaba la aproximación del vigía con tenso interés. Este último era un akar, un miembro de la tribu del jeque Majiid, y avanzaba a pie en lugar de hacerlo a caballo. Los pocos caballos que les quedaban, aquellos que habían podido encontrar errando por el desierto después de que los soldados del amir hubiesen cortado sus riendas y los hubiesen desparramado, se consideraban más preciosos que todas las joyas del tesoro de un sultán y raras veces se los montaba.

Uno de aquellos caballos era el garañón de Majiid. De él se contaba que, después de que su amo hubiese caído en combate, el noble animal se había quedado a montar guardia sobre el cuerpo de su jinete, manteniendo a los soldados alejados con terribles coces de sus cascos. Otro de los preciados corceles era el de Khardan. No había hombre que pudiera acercársele. Cualquiera que lo intentase era disuasoriamente avisado con un aplanamiento de orejas, una muestra de la dentadura y un sordo rumor interno en el inmenso pecho del feroz animal. Pero el caballo de Khardan permanecía en las proximidades del campamento y a menudo se lo veía al atardecer, con la tenue luz del crepúsculo, deslizándose como una sombra negra y fantasmal por entre las dunas. Los más imaginativos aseguraban que aquello significaba que Khardan estaba muerto y que su espíritu había entrado en el animal y estaba guardando a su gente. Los más prácticos decían que el garañón nunca se alejaría de sus yeguas.

El vigía hizo su entrada a tropezones en el campamento. Allí salieron a recibirlo con un
girba
lleno de agua tibia que él bebió con avidez aunque con mesura, cuidando bien de no desperdiciar ni una sola gota. Seguidamente se aproximó hasta la silenciosa tienda de Majiid. La solapa de entrada estaba cerrada, señal de que el jeque no quería ser molestado. Había permanecido echada casi continuamente desde el día en que habían venido con la noticia de la deshonra del califa y él había roto la espada de su hijo y lo había declarado muerto.

—Mi jeque —llamó desde fuera el hombre—. Traigo noticias.

No hubo respuesta.

El vigía miró a su alrededor sin saber qué hacer y varios de los otros hombres lo apremiaron con gestos a que prosiguiera con su mensaje.

—Efendi —continuó el centinela lleno de nerviosismo—, ¡el jeque Zeid y su gente están acampados en torno al pozo del sur!

Un suave murmullo, como viento entre las arenas, recorrió el grupo de akares allí reunido. Los hranas, encabezados por el jeque Jaafar que había salido de su tienda para ver lo que sucedía, se miraron unos a otros sin decir palabra. Aquello era la guerra. Efectivamente, si alguna cosa había que pudiera despertar a Majiid de su pena, sería sin duda aquella injustificada invasión de su territorio por su antiguo enemigo.

Las murmuraciones de los akares fueron subiendo de tono hasta degenerar en enojada charla de desafío, acentuada por las clamorosas llamadas requiriendo la presencia de su jeque; hasta que, por fin, la solapa de la tienda se abrió.

El silencio se hizo tan bruscamente que parecía como si a los hombres les hubiesen sorbido el aliento de sus gargantas. Aquellos que no habían visto a Majiid durante algún tiempo apartaron la mirada para ocultar las lágrimas que les afluían a los ojos. Parecía que el hombre había envejecido una década por cada mes transcurrido desde el asalto al Tel. Su alta y corpulenta figura aparecía encorvada y caída. La feroz y ardiente mirada de sus ojos negros estaba apagada y carente de lustre. Su otrora erizado mostacho colgaba fláccidamente bajo la nariz aguileña, que ahora se veía blanca y escuálida como el hueso desnudo.

Pero Majiid todavía era el jeque, el respetado líder de su tribu. El vigía se dejó caer de rodillas, bien en reverencia o por agotamiento, mientras varios de los
aksakal
, los ancianos de la tribu, se adelantaban para discutir las noticias.

Majiid les cortó la palabra de la boca con un cansino movimiento de la mano.

—No hagáis nada.

¡Nada! Los
aksakal
se miraron pasmados unos a otros; los hombres de la tribu akar lanzaron miradas de indignación y Jaafar frunció el entrecejo y sacudió la cabeza. Oyendo el impronunciado desafío, Majiid los recorrió a todos con una mirada amenazadora; sus ojos oscuros centellearon con un fuego repentino.

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