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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El profeta de Akhran (9 page)

BOOK: El profeta de Akhran
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—¡Ya basta! —intervino Mateo—. ¿No hemos pasado ya bastante? En ese oscuro castillo, estabais dispuestos a dar la vida el uno por el otro. Ahora os…

Mateo se calló. Khardan estaba mirando hacia el mar con un rostro duro y severo. Los músculos de su mandíbula estaban crispados y los tendones del cuello tirantes e hinchados.

«Mis palabras no han conseguido otra cosa que enviarlo de nuevo a ese horrible lugar —se dio cuenta entristecido Mateo—. ¡Lo está sufriendo todo otra vez!»

Mateo miró a Zohra. Su cara se había ablandado; estaba recordando su propio tormento. Si ella pudiese ver la angustia compartida en los ojos de su esposo… Pero no podía. Desde donde estaba, ella sólo podía ver de él su ancha espalda, su cabeza estirada y su cuello rígido e inalterable. Zohra apretó los labios y cruzó los brazos tercamente por delante de su pecho; las cristalinas cuentas de su vestido entrechocaron produciendo un sonido discordante.

Mateo estiró entonces la mano hacia el califa; sus dedos temblaban. En aquel momento, Khardan se volvió y Mateo retiró rápidamente la mano y la escondió dentro de las holgadas y sueltas mangas de sus hábitos de brujo. El califa dirigió una mirada al rostro impasible de su esposa y su propia expresión se hizo más dura.

—Humildemente te pido disculpas, sidi, y también al loco…, quiero decir, Mateo —intervino Pukah con tono sumiso, ansioso por mantenerse al margen de toda disputa doméstica—. Me acaban de recordar que el loco… Mateo… no tiene modo alguno de saber nada acerca de su ángel, ya que tal comunicación entre mortal e inmortal está prohibida por Promenthas, su dios, quien, si se me permite decirlo, es un dios de lo más austero y que, con toda seguridad, no sabe lo que es diversión. Con todo, a mí me parece que el loco debería estar agradecido, al menos, por seguir vivo…

—¿Agradecido? ¡Por supuesto que está agradecido! —lo interrumpió Khardan con impaciencia—. ¿Y dices que él no sabe nada acerca de ese… ese…?

—Ángel —lo ayudó a terminar Pukah.

—Sí, eso —dijo Khardan, evitando pronunciar la extraña palabra—. ¿Entonces él no sabe nada sobre esa guerra, tampoco?

—No, sidi.

Pukah sonaba más templado ahora pero, tras intercambiar una mirada con Sond, pareció resuelto a continuar a la vista del creciente enojo del califa.

—Asrial…, ése es el nombre del ángel, amo…, asistió a una reunión de los Veintiuno. Allí fue donde se enteró de la guerra que estaba bullendo en el plano de los inmortales. El propio Akhran estuvo presente, amo, y dijo que Quar ha delegado gran parte de su fuerza en el
'efreet
Kaug, quien ahora está tratando de exiliar de nuevo a los inmortales a nuestra antigua prisión, el Reino de los Muertos.

—¡Un
'efreet
! —dijo Khardan con desprecio—. ¡Sin duda Akhran podrá vérselas con un
'efreet
!

—Sul tiene prohibido a los dioses actuar en el plano de sus sirvientes, sidi. Aunque no creo que eso detuviese a
hazrat
Akhran si éste se sintiese inclinado a hacerlo. Pero Asrial nos dice que Akhran —aquí el djinn vaciló, miró a sus compañeros inmortales y suspiró antes de comunicar la mala noticia—… que Akhran lleva muchas heridas en su cuerpo y que, aunque hace cuanto puede por esconderlas, Promenthas teme que nuestro dios no pueda durar mucho más tiempo.

—¡Akhran… muriendo! —exclamó Khardan sin poderlo creer—. ¿De verdad se ha debilitado tanto nuestro dios?

—Di, más bien, que la fe de su gente se ha debilitado —interpuso Sond con tono sosegado.

Khardan se puso rojo. De un modo inconsciente, su mano se fue hacia su pecho. Mateo recordaba vívidamente las heridas que el califa había recibido, heridas que habían desaparecido ahora sin dejar cicatriz alguna excepto aquellas que quedarían para siempre en el alma del hombre. Heridas curadas por la mano del dios.

¿O heridas sufridas por el dios en su lugar?

—Nuestra gente.

El feroz orgullo y la cólera se desvanecieron de los ojos de Zohra, dejándolos ensombrecidos de miedo y preocupación.

—Han sucedido tantas cosas… que nos hemos olvidado de nuestra gente.

—Razón de más para que nos ayudéis a volver hasta ellos —dijo Khardan a Pukah en tono enojado.

—Razón de más para luchar contra Kaug, califa —habló Sond con el más sincero respeto y la más firme resolución—. Si Kaug gana la batalla, todos los inmortales desaparecerán de este mundo. Al ser el más fuerte de los dioses, Quar podrá aumentar su influencia directa sobre la gente. Se hará cada vez más fuerte mientras los otros dioses se debilitan hasta que, al fin, los Uno y Veinte se convertirán en el Uno.

—Nos ausentaremos sólo unas pocas horas, sidi —dijo Pukah con determinación—. Ese Kaug puede que tenga la fuerza de una montaña, pero sin duda tiene el cerebro de un ratón. Lo derrotaremos y volveremos ante ti antes de que puedas echarnos en falta.

—Descansad durante el calor del día, sidi, en la tienda que hemos preparado para vosotros. Estaremos de vuelta para serviros la cena —añadió Sond.

Los dos djinn comenzaron a desvanecerse. Mateo sintió que algo le rozaba la mejilla, algo suave, ligero y delicado como una pluma, y levantó rápidamente la mano para cogerlo, pero no había nada allí.

—¡Khardan! —exclamó Zohra agarrándose a él de un brazo—. ¡Van a abandonarnos aquí! ¡No puedes dejarlos marchar!

—¡No puedo impedírselo! —gritó Khardan con irritación, sacudiéndose sus manos de encima—. ¿Qué quieres que haga? ¡Yo ya no soy su amo!

—¡Pero yo sí lo soy! —irrumpió una voz chillona.

Capítulo 2

Todo el mundo se volvió sorprendido; durante su discusión, se habían olvidado por completo del escuálido y arrugado hombrecillo. La verdad sea dicha, nadie le había prestado demasiada atención a Meelusk durante todo el viaje. El pequeño pescador de ojos astutos y gesto solapado se había pasado toda la travesía hecho una pelota en el fondo de la barca. Cuando alguien, en especial el musculoso Khardan, miraba directamente hacia él, Meelusk esbozaba una sonrisa servil y aduladora que se convertía en un malévolo gruñido cuando creía que ya no lo miraba nadie.

Ahora venía cojeando a través de la arena, agarrando la lámpara de Sond contra su pecho y arrastrando tras de sí la inundada cesta de encantador de serpientes de Pukah, que era tan grande como él.

—¡No me fío de ti, demonio de barba negra! —voceó Meelusk con sus ojos centelleantes fijos en Khardan—. ¡La mujer que está contigo es una diabla, y tú no sé lo que eres, monstruo de pelo rojo! —agregó mirando a Mateo—. ¡Pero, seas diabla o demonio, pronto me desembarazaré de ti! ¡Pronto me desharé de todos vosotros!

Desde luego eran palabras osadas, pero los djinn Sond y Pukah continuaban desvaneciéndose; entonces Meelusk se preguntó quién se estaba deshaciendo de quién.

—¡Volved aquí! —chilló el hombrecillo agitando la lámpara de Sond en el aire—. ¡Soy vuestro amo! ¡Yo os rescaté de las aguas del mar! ¡Tenéis que obedecerme, y yo os digo que volváis aquí!

Las imágenes de los djinn temblequearon en el aire y, lentamente, volvieron a materializarse.

—Después de todo, tiene razón —dijo Pukah a Sond—. Él es nuestro amo.

—¡Puedes apostar que lo soy! —aseguró Meelusk con aire de suficiencia, lanzando una mirada triunfante a Khardan.

—Él nos rescató del mar —admitió Sond—. Le debemos lealtad.

Inclinando sus enturbantadas cabezas, los djinn se postraron ante el esmirriado anciano.

—¡Y bien que hacéis, maldita sea! —cacareó Meelusk—. Ahora, levantaos y escuchadme.

Señaló a Khardan y sus compañeros.

—Dejad a esos nómadas aquí, que se pudran en la playa. Llevaos su agua y esa tienda —continuó Meelusk quien, protegido por los djinn, se sintió lo bastante seguro como para agitar un puño amenazador a los nómadas—. ¡Demonios asesinos de negro corazón! ¡He visto cómo me mirabais, sedientos de mi sangre! ¡Ja, ja! ¡Ahora vais a tener sed de algo más!

Meelusk se volvió de nuevo hacia los djinn, que esperaban a sus pies.

—Ahora vais a vestirme como un sultán; luego me traeréis hermosas mujeres y me construiréis un palacio de plata y mármol, con grandes murallas para que nadie pueda llegar hasta mí. Luego, iréis a mi pueblo. La gente allí no me respeta lo bastante. ¡Pero yo les enseñaré a hacerlo! Así aprenderán, esos perros. Cuando lleguemos allí, tiraréis abajo a patadas sus casas, una a una. ¡Y las pisotearéis hasta hundirlas en la tierra! Y después les prenderéis fuego. Luego me vais a traer todo el oro y las joyas del mundo… ¡Eh! ¿Qué es lo que te pasa?

Pukah se había llevado la mano a la frente y tenía los ojos en blanco.

—Demasiadas órdenes, amo.

—Ah, lento de entendederas, ¿no? —dijo Meelusk con una sonrisa maliciosa.

—Sí —contestó Sond con gravedad—, lo es.

—¡Bonitas ropas nuevas para mi amo! —ordenó Pukah dando una palmada.

Al instante, el inmundo cuerpo de Meelusk, escuálido y cubierto con una costra de suciedad, se vio envuelto de pies a cabeza en un capullo de costosas sedas.

—¡Eh! —exclamó una voz ahogada procedente del interior del capullo—. ¡No puedo respirar!

—¡Joyas para mi amo! —ordenó Sond con otro palmada.

Sartas de perlas, cadenas de oro y piedras preciosas de todos los colores y descripciones cayeron del cielo y, rodeándole el cuello, lo doblaron con su peso hasta casi hacerlo caer de rodillas.

—¡Mujeres para mi amo!

Meelusk se vio rodeado de pronto por nubiles y cimbreñas muchachas que le susurraban en lo poco que de sus oídos podía verse bajo el enorme turbante incrustado de piedras preciosas que se sostenía con precario equilibrio sobre la bulbosa cabeza del hombrecillo. Las mujeres se arrimaban seductoramente a él, quien, boquiabierto y babeante, dejó caer la lámpara de Sond y la cesta de Pukah con el fin de liberar sus ávidas manos.

—¡Una nueva lámpara y una nueva cesta para mi amo! —voceó Pukah llevado por el entusiasmo.

—¡Sí, sí! —jadeó Meelusk lanzando golosas miradas a las mujeres y agarrando sus blandos cuerpos con dedos avariciosos—. ¡Todo nuevo! ¡Más oro! ¡Más joyas! Mientras estáis en ello, más de estas bellezas.

Pukah lanzó a Khardan una mirada significativa. Deslizándose con disimulo y cuidado, el califa recogió rápidamente la lámpara de Sond y la cesta de Pukah y, agarrándolas con fuerza, dio un rápido paso hacia atrás.

Al instante, mujeres, joyas, perlas, oro, turbante, lana y sedas, todo desapareció.

—Ah, amo Meelusk, ¿qué has hecho? —preguntó Pukah afligido.

—¿Eh? ¿Qué?

Meelusk miró con aire enloquecido a su alrededor; sus manos, que hacía un momento rodeaban una esbelta cintura, estaban agarradas en torno al aire vacío. Furioso, se aproximó a los dos djinn que lo miraban con fingida tristeza.

—¡Haced que vuelvan! ¿Me oís? ¡Que vuelvan! —aulló, dando saltos arriba y abajo sobre la arena.

—Ay, me temo que tú ya no eres nuestro amo, amo —replicó Pukah extendiendo las manos en un gesto de impotencia.

—Tú has soltado, por tu propia voluntad, nuestras viviendas —explicó Sond lanzando un suspiro.

Rabiando, con los dientes apretados, Meelusk se volvió de un salto y se precipitó hacia Khardan pero, antes de que pudiera dar siquiera dos pasos, el enorme Sond agarró al esmirriado hombrecillo por los brazos. Levantándolo como a un niño, el djinn llevó a Meelusk, que pataleaba, gritaba y derramaba sucias imprecaciones sobre las cabezas de todos los presentes, hasta su barca. Lo echó como un saco en su interior y dio a la embarcación un poderoso empujón que la mandó volando sobre las aguas.

—¡Será mejor que no grites así, amo! —recomendó Pukah tras la barca que se alejaba a toda velocidad—. ¡Los ghuls tienen un oído excelente!

Las maldiciones de Meelusk cesaron de pronto y todo se quedó en silencio una vez más. Cuando la barca se hubo perdido de vista, Sond y Pukah cruzaron despacio la arena hasta situarse delante de Khardan. La lámpara de Sond, abollada, arañada y bastante deteriorada, yacía a los pies del califa. La cesta de Pukah, empapada de agua y desentramada en algunos lugares, descansaba en el suelo junto a la magullada lámpara. Khardan se quedó mirando los objetos que ligaban a los djinn al mundo mortal; su mirada era sombría y pensativa.

Los djinn se inclinaron ante él y esperaron en tenso silencio.

—¡Id, pues, y cumplid con vuestro deber! —gruñó Khardan con brusquedad e impaciencia, negándose a mirarlos—. Cuanto antes os marchéis, antes estaréis de vuelta.

Sond miró a Pukah, quien asintió con la cabeza.

—¡Hasta pronto, princesa, califa, loco! —dijo el djinn de cara zorruna saludando con la mano—. ¡Esperad nuestro regreso para la puesta del sol!

Y ambos djinn desaparecieron.

—¡Una sabia decisión, esposo! —se mofó Zohra—. Ahora estamos solos en este lugar maldito.

—¡Era yo quien tenía que decidir, esposa, no tú! —contestó escuetamente Khardan. Un pesado silencio se hizo entre los tres, roto tan sólo por el suave murmullo del agua que se arrastraba sobre a orilla y los ronquidos de Usti, que yacía tumbado sobre la playa como un gigantesco y fláccido pez.

—Al menos mi djinn no nos ha abandonado… —comenzó Zohra.

De pronto, la enorme mano de Sond salió del aire, agarró a Usti del fajín que rodeaba su inmensa cintura y tiró de él hacia arriba. Hubo un grito de sorpresa, un gimoteo de protesta y, al instante, Usti había desaparecido.

Los tres humanos se quedaron completamente solos en aquella inhóspita orilla. El sol seguía martilleando contra la agrietada tierra. Nocivos charcos de agua maloliente borboteaban y hervían. Detrás de ellos se erguía la tienda con su solapa abierta ofreciendo una vislumbre de fresca e invitadora oscuridad en el interior. Del palo central colgaban pellejos de agua mientras que unos cuencos de fruta y arroz descansaban sobre esteras extendidas delante de unos cojines. Había allí incluso atuendos apropiados para el desierto. Los djinn habían pensado en todo.

—Entra, esposa, y cámbiate de ropa —ordenó Khardan a Zohra—. Nosotros esperaremos aquí fuera.

—¡Conque no puedes mandar a tu propio djinn… y crees que vas a poder darme órdenes a mí! —replicó Zohra estirándose y mirando a Khardan con desdén.

Vestido tan sólo con los restos de la armadura de Paladín Negro, su piel marrón estaba empezando a enrojecerse.

—Eres tú quien necesita protección.
Yo
te esperaré a
ti
—agregó la mujer.

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