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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (38 page)

BOOK: El puerto de la traición
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Jack recordó la arcada que separaba las dos plazas y a los corpulentos albaneses vestidos con faldillas blancas, que habían formado una línea poniendo los brazos sobre los hombros de sus compañeros y se movían todos exactamente al mismo ritmo. También recordó el resplandor de las antorchas que ardían en la cálida noche, los alegres cantos que tenían siempre el mismo ritmo y el sabor áspero del vino.

—¿Va a hacer escala ahí, señor? —preguntó el mayor Pollock.

—¡Oh, no! —exclamó Jack—. Nos dirigimos a Kutali, que está al otro lado del cabo. Si esa maldita carraca no vuelve a perder los estayes —dijo, mirando al mercante
Tortoise—
, lo doblaremos sin dar bordadas y llegaremos al puerto antes de que anochezca y podrá usted ver dónde ocurrió la otra parte de la historia. Señor Mowett, creo que debería hacer la señal para virar y preparar la fragata para hacerlo, pero dé mucho tiempo al pobre
Tortoise
. Algún día nosotros también seremos viejos y pesaremos mucho.

El
Tortoise
recibió la señal que le ordenaba virar mucho antes que los demás y viró tan bien que en todos los barcos dieron vivas. Entonces el convoy puso rumbo al otro lado del cabo Stavros y lo dobló, bordeándolo a una milla de distancia, cuando el capitán Aubrey terminaba su solitaria comida. Hasta que su situación económica había empezado a ser mala, Jack había comido de manera tradicional, invitando todos los días a dos o tres oficiales y a un guardiamarina, y aunque ahora todavía les invitaba muchas veces a compartir alguna comida con él (particularmente, porque sabía que los guardiamarinas no tenían recursos y no quería que se olvidaran de comer como seres humanos), solía invitarles a tomar el desayuno, que requería menos preparativos. No obstante, desde que se había enterado de cuál era el destino de la fragata no había querido invitar a nadie, porque todos excepto el melancólico Gill estaban muy alegres, y si les ocultaba lo que sabía, lo que podía hacer tan tristes sus días como los de él, obraría hipócritamente.

No estaba comiendo en la cabina-comedor, sino justamente al final de la popa, sentado frente a las grandes ventanas de popa, y podía ver al otro lado de los cristales y un poco más abajo la estela de la fragata alejándose de él, una estela blanca que se destacaba entre las turbulentas aguas verdes, tan blanca que las gaviotas que se cernían o se sumergían en ella parecían sucias. Nunca dejaba de emocionarse al ver este espectáculo, al ver los hermosos cristales curvos, tan diferentes a los de las ventanas que había en tierra, y el mar en uno de los infinitos estados en que podía encontrarse, y todo envuelto en el silencio y ofreciéndose solamente a su vista. Mientras comía el último pedazo de queso de Cefalonia pensó que si tenía que pasar el resto de su vida con media paga y en la prisión por no pagar las deudas, todavía conservaría esto, que era mejor que cualquier recompensa que le dieran en su vida.

En la parte inferior del cristal de estribor apareció la punta del cabo Stavros, un grisáceo acantilado de caliza de setecientos pies de altura, en cuya parte superior estaban las ruinas de un templo arcaico, del que sólo quedaba en pie una columna. El cabo fue extendiéndose lentamente de una ventana a otra, subiendo y bajando con el oleaje, y una bandada de pelícanos dálmatas pasaron por delante de las ventanas y desaparecieron por estribor. Justo en ese momento, cuando Jack iba a gritar algo, se oyó el grito de Rowan: «¡Todos a virar!», e inmediatamente después se oyeron los agudos pitidos y los gritos del contramaestre. Pero después de esto no se oyeron pasos apresurados ni ningún otro ruido, pues los tripulantes de la
Surprise
ya estaban preparados para hacer la maniobra desde hacía cinco minutos. Habían virado su fragata miles de veces, en muchas ocasiones en plena oscuridad y con fuerte marejada, así que era lógico que no corrieran ahora de un lado a otro como un atajo de marineros de agua dulce. En realidad, las órdenes que siguieron eran simples formalidades.

—¡Soltar las amuras y las escotas! —gritó Rowan y, en el momento en que Jack notó que la fragata empezaba a virar, añadió—: ¡Tirar de las brazas la mayor!

Los pelícanos y el cabo aparecieron de nuevo en la ventana. La
Surprise
tenía el viento en contra, y seguramente los marineros habían bajado las amuras y recogido las escotas.

—¡Largar y tirar! —gritó Rowan en tono indiferente.

La fragata viró entonces más rápidamente, y el vino de Chiana que había en la copa de Jack se movió hacia un lado debido a la fuerza centrífuga, que actuó independientemente del movimiento ascendente producido por las olas, y permaneció en esa posición hasta que la fragata tomó el nuevo rumbo.

—¡Davis, deje eso, por el amor de Dios! —volvió a gritar Rowan, pues cada vez que la
Surprise
viraba, en cuanto las vergas terminaban de girar, Davis daba un tirón más a la bolina del velacho porque le parecía que así quedaba más tensa, pero como era un hombre muy corpulento y tenía poca habilidad, a veces hacía desprenderse la poa de los garruchos.

—¡Killick! —gritó Jack—. ¿Queda tarta de Santa Maura?

—¡No, no queda…! —respondió Killick desde la cocina, obviamente, con la boca llena, aunque no por eso dejó de notarse su tono; era mitad irónico y mitad triunfal, debido a que le molestaba que el capitán comiera en la gran cabina porque tenía que recorrer varias yardas más para llevar y traer los platos—. ¡… señor! —añadió después de tragar.

—¡Bueno, no importa! —gritó Jack—. ¡Tráeme café!

Y diez minutos después volvió a gritar:

—¡Date prisa, hombre!

—¡Ya estoy aquí! —exclamó Killick en el momento en que entró con la bandeja, inclinado hacia delante como si hubiera tenido que recorrer una gran distancia con ella, como si hubiera atravesado un desierto infinito.

—¿Has preparado la pipa de agua por si los oficiales turcos suben a bordo? —inquirió Jack, sirviéndose una taza de café.

—Preparada, está preparada, señor —respondió Killick, que había fumado con ella toda la mañana en compañía de Lewis, el cocinero del capitán—. Pensé que era mi deber hacerla funcionar y me pareció que tenía poco tabaco. ¿Le pongo más?

Jack asintió con la cabeza y preguntó:

—¿Y los cojines?

—No se preocupe, señor. Quité todos los que había en los coyes de la cámara de oficiales y Velas los está cosiendo. Así que los cojines están preparados, y también las tabletas de menta.

Esas tabletas, que habían comprado en Malta, eran muy populares en el Mediterráneo oriental, y habían servido para llenar más de una pausa embarazosa en los puertos griegos, balcánicos, turcos y levantinos.

—¡Qué alivio! Bueno, quisiera que el señor Honey y el señor Maitland se presentaran aquí dentro de cinco minutos.

Esos eran los guardiamarinas de más antigüedad de los pocos que tenía y habían sido clasificados como ayudantes del oficial de derrota desde hacía bastante tiempo, por lo que ya podían hacerse cargo de las guardias. Eran jóvenes agradables y buenos marinos y, a pesar de no ser unos linces, buenos capitanes en ciernes. Pero precisamente ahí radicaba el problema. Para llegar a ser capitán, un guardiamarina tenía que pasar a teniente de navío y después esperar a que alguien o algo indujera al Almirantazgo a emplearle en un barco como teniente de navío, y si esto no ocurría seguiría siendo toda su vida un guardiamarina aprobado en el examen de teniente de navío. Jack recordó que había conocido a muchos guardiamarinas de más de cuarenta años. Luego pensó que no podía prestar ayuda a los jóvenes en la segunda etapa, pero que nadie podría prestársela hasta que no pasaran la primera, y que al menos en esa sí podía ayudarles.

—Adelante —dijo, dándose la vuelta—. Pasen y siéntense.

Ninguno creía que había cometido una falta grave, pero ninguno quería desafiar al destino tomándose confianzas, así que ambos, mostrando un gran respeto, se sentaron dócilmente.

—He estado leyendo el rol y he visto que los dos han terminado el primer período en la Armada —continuó Jack.

—Sí, señor —dijo Maitland—. He servido seis años, y durante todos ellos he estado navegando, señor. Ya Honey sólo le faltan dos semanas.

—Exactamente —dijo Jack—. Me parece que podrían tratar de pasar el examen de teniente de navío tan pronto como regresemos a Malta. Dos de los capitanes del tribunal son amigos míos, y no van a hacerles indebidos favores, pero al menos no les acosarán, lo que es muy importante cuando uno está nervioso, y la mayoría de las personas están nerviosas cuando se examinan. Yo lo estaba. Pueden esperar a Londres para hacer el examen, pero allí impone respeto. En mis tiempos ese era el único lugar donde se podía hacer. Había que ir a la Junta Naval a examinarse, aunque eso significara esperar años y años hasta que uno pudiera regresar de Sumatra o de Coromandel.

Jack volvió a aquel miércoles en que había ido a Somerset House y volvió a ver la magnífica fachada de piedra, la gran sala redonda donde había treinta o cuarenta jóvenes torpes y de piernas largas con sus certificados en las manos, cada uno acompañado de un montón de parientes, algunos con aspecto imponente y casi todos con una actitud hostil a los demás candidatos. Recordó que el portero les llamaba de dos en dos y que los dos que eran llamados subían la escalera y entonces uno de ellos entraba a examinarse y el otro se quedaba junto a la barandilla blanca, aguzando el oído para oír las preguntas. Volvió a ver las lágrimas del muchacho que salía cuando él entraba.

—En cambio, aquí lo harán en un ambiente familiar —continuó.

—Sí, señor.

—No tengo miedo de que les suspendan por las maniobras —dijo—. No. La navegación es la que puede traerles problemas. Estos cálculos están muy bien —añadió, cogiendo los trabajos de los guardiamarinas, los papeles que todos los guardiamarinas debían entregar diariamente al infante de marina que hacía guardia en la puerta de la cabina con el cálculo de la posición de la fragata según las mediciones de mediodía—, son bastante exactos, pero los han hecho de manera empírica. Si les hacen preguntas teóricas, y los capitanes examinadores hacen muchas actualmente, estarán perdidos. Honey, suponga que conoce el abatimiento de un barco y ha calculado su velocidad con la corredera. ¿Cómo calcula el ángulo de corrección que hay que tomar en cuenta para corregir el rumbo?

Honey le miró con asombro y dijo que creía que podía averiguarlo si le daban un papel y tiempo. Maitland dijo que opinaba lo mismo y que se guiaría por Norie.

—Indudablemente —dijo Jack—. Pero ocurre que se han encontrado con un temible enemigo y no tienen tiempo de mirar hacia Norie ni papel. Tienen que decir enseguida la velocidad del barco es proporcional al seno del abatimiento, de manera que el abatimiento es proporcional al seno del ángulo de corrección. Supongo que no tendremos mucho trabajo en esta singladura, por tanto, si desean venir por las tardes, trataremos de aumentar sus conocimientos de navegación.

Cuando se fueron, Jack anotó varios puntos difíciles, como el de la ascensión recta y oblicua, de los que había hablado con Dudley
El Sextante
, un capitán con una buena formación científica que despreciaba a quienes eran simples marinos y que probablemente formara parte del tribunal junto con sus íntimos amigos. Entonces subió a la cubierta. La
Surprise
estaba ya en medio de la bahía de Kutali, a barlovento del convoy, como un hermoso cisne con una bandada de gansos comunes, algunos de ellos sucios. Todos los pasajeros contemplaban aquel espectáculo, un espectáculo por el que Jack, que ya lo había visto, volvió a sentir la misma admiración que la primera vez al notar la admiración de ellos: la gran bahía llena de pequeñas embarcaciones y queches, la hilera de enormes montañas que se alzaban justo al borde de las profundas aguas, y detrás del puerto, formando con él un ángulo de cuarenta y cinco grados, la ciudad compacta y fortificada, con sus rosados techos, sus blancas paredes, sus grises muros de contención y sus verdosas cúpulas de cobre brillando bajo el sol, y más allá otras montañas todavía más altas, unas desprovistas de vegetación y otras cubiertas de bosques, con los picos ocultos por vaporosas nubes blancas.

—Ahora, señor —dijo Jack al mayor Pollock—, puede ver dónde empezamos. En esa punta del muelle colocamos un enorme soporte y desde allí extendimos un cabo hasta la ciudadela, por encima de los muros de contención y por el centro de la ciudad. Lo pusimos tan tenso como la cuerda de un violín y lo atamos a algunos postes justo antes y después de los tramos más peligrosos, y subir los cañones fue coser y cantar. Esa fue la primera etapa. Lo que hicimos en la segunda no lo puede ver bien desde aquí porque el terreno baja un poco al otro lado de esos riscos que están detrás de la ciudadela, pero allí, donde vuelve a elevarse, en aquella zona verde que hay bajo esas puntiagudas rocas de color claro, puede ver la línea del acueducto enterrado, que sigue el contorno de la montaña. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez debería haberle hablado primero sobre la estructura política, que era muy compleja.

—Con su permiso, señor —dijo Mowett—. Creo que el bey ya ha zarpado.

—¿Cómo es posible que venga tan pronto? —preguntó Jack, cogiendo su telescopio—. Tiene toda la razón. Y el amable pope viene con él. Empiece a hacer las salvas. Esos eran mis aliados en esta operación —dijo a Pollock cuando el condestable llegó corriendo a la popa con su encendedor—, y me temo que no podré volver a hablar con usted hasta dentro de un rato, sobre todo porque veo que le siguen media docena de lanchas más.

Las salvas de la
Surprise
todavía no habían terminado cuando los turcos empezaron a disparar cañonazos de saludo con una batería que estaba al sur de la parte baja de la ciudad. Habían sacado provecho del arsenal de los franceses en Marga y ahora tenían numerosos cañones y municiones. Dispararon con el entusiasmo propio de los turcos y algunas de las balas rebotaron en el agua entre los barcos pesqueros. A los pocos minutos, los cristianos de la ciudadela, que habían sacado todavía más provecho, empezaron a disparar sus cañones de doce libras. Varias columnas de espeso humo ascendieron y descendieron por Kutali; el eco de los cañonazos se propagaba desde las montañas hasta la entrada de la bahía; en los intervalos entre los cañonazos se oían tiros de mosquetes, pistolas y rifles. La
Surprise
era una fragata muy popular entre los habitantes de Kutali porque gracias a ella no habían caído en manos de dos beyes déspotas y rapaces y habían conseguido los medios para defender su libertad. Sin embargo, la intención de su capitán no era hacer una buena acción sino llevar a cabo una operación contra los franceses, pero la intención también había sido buena y el resultado había sido el mismo.

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