El que habla con los muertos (33 page)

BOOK: El que habla con los muertos
7.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dragosani escuchaba, absorto, casi sin respirar, pero aunque toda su atención estaba concentrada en la historia de Giresci, su rostro no mostraba verdadera emoción ni horror. Y Giresci lo advirtió.

—Mi joven amigo —dijo—, veo que también usted es un hombre muy fuerte, porque muchos se hubieran puesto pálidos, o hubieran vomitado al escuchar lo que acabo de contarle. Y todavía hay mucho más para contar. Veamos cómo soporta el resto…

»Le he dicho que había algo más en la cavidad abdominal de aquel cuerpo. Lo vislumbré cuando lo vi allí clavado, pero pensé que mis ojos me engañaban. De todas formas, nos vimos al mismo tiempo, y después de que nuestros ojos se encontraran por primera vez, la cosa que había dentro de él pareció replegarse y desaparecer detrás de las vísceras. Aunque… podía ser que aquello sólo fuera algo que yo había imaginado, ¿no? Bueno, ¿y cómo era aquello que yo había creído ver? Imagínese un pulpo o una babosa. Pero grande, con tentáculos alrededor de todos los órganos habituales y el centro en la región del corazón, o detrás de él. Sí, imagínese un gran tumor, pero móvil, sensible.

»Estaba allí, no estaba. Yo lo había imaginado. Pero no había nada imaginario en la agonía de ese hombre, en sus horribles heridas, en el hecho de que sólo un milagro —o muchos— lo había mantenido vivo. Aunque sólo tenía ante sí unos pocos minutos de vida, o quizá sólo segundos. Sin duda, estaba acabado.

»¡Pero estaba consciente! Consciente, trate de imaginárselo. Y si puede, trate de imaginar también su tortura. Yo podía, y cuando me habló, estuve a punto de desmayarme. Era inconcebible que ese hombre pudiera pensar. No obstante, no había perdido el dominio de sí mismo. Su nuez de Adán se sacudió, y él susurró:

»—Sáquela. Quite la viga. Retírela de mi cuerpo.

»Yo volví en mí, me quité la chaqueta y cubrí con ella su abdomen reventado. Lo hice más por mí que por él, ¿me entiende? No podría haber hecho nada con esas entrañas al descubierto. Después cogí la viga.

»—No le servirá de nada —le dije, muy nervioso—. ¡Esto lo matará! Aunque pudiera quitarla, y no es seguro que pueda, usted moriría de inmediato. Es mi obligación decírselo.

»Él se las arregló para hacer un gesto afirmativo.

»—Inténtelo, de todas formas —boqueó.

»Y lo intenté. ¡Era imposible! Tres hombres no podrían haberla movido. Después de traspasarle, se había clavado profundamente en el suelo. La moví un poco, y cuando lo hice se desprendieron trozos de techo y la pared crujió. Y lo que es peor, en la depresión de su pecho, donde se había clavado la viga, se acumuló un charco de sangre.

»El hombre comenzó a gemir, puso los ojos en blanco, y su cuerpo se sacudió bajo mi chaqueta como si alguien le hubiera enviado una descarga eléctrica. Y sus pies golpeaban el suelo en convulsiones de dolor. Pero ¿puede usted creer que mientras todo esto sucedía sus manos temblorosas se agarraron al poste astillado, y él intentó ayudarme con todas sus fuerzas?

»Aquello era inútil, y los dos lo sabíamos. Le dije:

»—Si pudiera quitar la viga, la casa se desmoronaría encima de usted. Mire, aquí tengo cloroformo. Puedo dormirlo de manera que no sienta dolor. Pero tengo que decirle la verdad. No volverá a despertar.

»—¡No, drogas no! —boqueó de inmediato—. No…, el cloroformo no me hace efecto. De todas formas, tengo que estar despierto, dominar la situación. Vaya a buscar ayuda; más hombres. ¡Rápido!

»—¡Si no hay nadie! —protesté—. Y si queda alguien, estará demasiado ocupado salvando su propia vida, su familia, su propiedad. ¡Han bombardeado intensamente toda la zona! —Y mientras hablaba, volvió a oírse el zumbar de los aviones y, a la distancia, el estruendo de otras explosiones.

»—¡Usted puede hacerlo! —insistió—. Sé que puede. Encontrará ayuda y volverá. Le pagaré bien, créame. Y yo no moriré. Resistiré hasta que vuelva. Usted…, usted es mi última posibilidad. ¡No puede negarse!

»Estaba desesperado, y era comprensible.

»Pero ahora era mi turno de conocer la agonía, la agonía de la frustración, de la más completa impotencia. Ese hombre valiente y fuerte, condenado a morir en ese lugar. Miré a mi alrededor y supe que no tendría tiempo de buscar a nadie, supe que no había nada que hacer.

»Sus ojos siguieron a los míos y el hombre vio las llamas que asomaban por las ventanas destrozadas. El humo se hacía más espeso a cada instante a medida que los libros comenzaban a arder. Después el fuego se extendió a los estantes caídos y a los muebles. El humo ascendía en volutas hasta el techo medio hundido, que volvió a crujir mientras llovían polvo y trozos de escayola.

»—¡Voy… voy a abrasarme! —dijo con voz entrecortada. Durante un instante miró las llamas con ojos llenos de miedo, pero luego apareció en ellos una extraña mirada de tranquila resignación—. Todo… todo ha terminado.

»Intenté cogerle la mano, pero se desprendió, y murmuró una vez más:

»—Terminado. Después de tantos siglos…

»—Ya había terminado antes —le dije—. Sus heridas…, no podría haber sobrevivido. —Yo estaba ansioso por hacer más fáciles sus últimos minutos—. Su dolor ha sido tan grande que ha pasado del límite de lo soportable, y ahora no siente nada. Eso es algo que debe agradecer.

»Me miraba, y me di cuenta de que lo hacía con desprecio.

»—¿Mis heridas? ¿El dolor? —repitió—. ¡Ja! —rió, y su carcajada fue amarga como un limón verde, llena de acidez y desprecio—. ¡Dolor fue el que sentí cuando penetró por el visor de mi yelmo, me rompió el puente de la nariz, y siguió hasta golpear la parte de atrás de mi cráneo! ¡Eso fue dolor! —refunfuñó—. Dolor, sí, porque parte de mi ser, de mi ser real, había sido herido. Eso fue en Silistria, donde aplastamos a los otomanos. Amigo, conozco el dolor, ¡vaya si lo conozco! El dolor y yo nos conocemos desde hace mucho, mucho tiempo. En mil doscientos cuatro, en Constantinopla, fue el fuego griego. Yo me había unido a la Cuarta Cruzada en Zara, como mercenario, y fui quemado cuando alcanzábamos la victoria. Ah, pero se lo hicimos pagar. Durante tres días saqueamos, violamos, asesinamos. Y yo, en mi agonía, medio consumido por el fuego, quemado casi hasta el corazón, fui el asesino más despiadado. La carne humana se había consumido, pero el wamphyri seguía viviendo. Y ahora esto, clavado al suelo y paralizado, esperando a las llamas que me encontrarán y acabarán con todo. El fuego griego al final se extinguió, pero éste no lo hará. No sé nada del dolor y la agonía de los humanos, y me tiene sin cuidado. ¿Pero el dolor del wamphyri? Empalado, ardiendo, consumiéndose en el fuego, desvaneciéndose capa a capa. ¡No, no puede ser!

»Ésas fueron sus palabras, las recuerdo muy bien. Pensé que despotricaba, medio delirante. ¿Sería tal vez un historiador? Era un hombre culto, sin duda. Pero las llamas se acercaban y el calor era intolerable. No podía quedarme con él, pero tampoco podía abandonarlo, al menos mientras estuviera consciente. Cogí un trozo de algodón y un pequeño frasco de cloroformo y…

»Adivinó mi propósito, y de un golpe hizo caer el frasco de mi mano. Su contenido se desparramó y en un instante ardió en llamas azules.

»—¡Imbécil! —susurró—. Sólo conseguiría adormecer la parte humana.

»El calor se hacía insoportable y pequeñas lenguas de fuego lamían el zócalo de la pared, Yo apenas podía respirar.

»—¿Por qué no muere? —grite, incapaz de separarme de él—. ¡Por el amor de Dios, muera de una vez!

»—¿Dios? —dijo burlándose abiertamente de mí—. Aunque creyera en él no habría paz para mí. Amigo mío, en vuestro paraíso no hay lugar para mí.

»En el suelo, entre los escombros y otros objetos caídos de la mesa, había un abrecartas. Un lado de la hoja era especialmente afilado. Lo cogí y me acerqué al hombre. Mi objetivo era su garganta; de oreja a oreja. Fue como si él me hubiera leído el pensamiento.

»—No bastará —me dijo—. Tiene que cortar toda la cabeza.

»—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Qué está diciendo?

»Me miró fijamente.

»—Acérquese —me ordenó.

»No podía desobedecerle. Me incliné sobre él, lo miré, esgrimí el abrecartas. Él me lo quitó y lo arrojó lejos.

»—Hará las cosas a mi manera —dijo—. Es la única segura.

»No podía apartar mis ojos de los suyos. ¡Eran magnéticos! Si él no hubiera dicho nada y se hubiera limitado a retenerme con la mirada, yo habría permanecido a su lado y me habría abrasado con él. Lo supe en ese instante, y lo sé ahora. Estaba paralizado, herido, abierto en dos como un pez destripado, pero aún tenía el poder.

»—Vaya a la cocina —me ordenó—. Busque una cuchilla de cortar carne, la más grande. Vaya ahora mismo.

»Sus palabras me sacaron de la inmovilidad, pero sus ojos siguieron clavados en mi mente. No, no eran sus ojos, era su espíritu. Fui a la cocina, entre el humo y las llamas, y regresé. Le mostré la cuchilla y él hizo un gesto de satisfacción. La habitación era un horno, y mis ropas comenzaban a humear. Las puntas de mis cabellos estaban chamuscadas.

»—Su recompensa —dijo.

»—No quiero ninguna recompensa.

»—Pero yo quiero ofrecerle una. Quiero que usted sepa a quién ha destruido esta noche. Mi camisa…, abra el cuello de mi camisa.

»Hice lo que me pedía, y cuando estaba inclinado sobre él tuve la impresión, durante un instante, de que en la entreabierta caverna de su boca se movía más de una lengua. ¡Su aliento era hediondo! Hubiera dado vuelta la cara, pero sus ojos me retenían. Y cuando terminé, encontré un pesado medallón de oro que colgaba de una cadena alrededor de su cuello. Abrí el cierre, cogí la joya y la guardé en mi bolsillo.

»—Ya está —suspiró—. Mi deuda está saldada. Acabe ahora.

»Alcé la cuchilla con mano temblorosa, pero…

»—¡Aguarde! —me dijo—. Escuche, tengo la tentación de matarlo. Es lo que usted llamaría instinto de conservación, que en los wamphyri es muy poderoso. Pero sé que no es más que una ilusión. La muerte que usted me ofrece será rápida y misericordiosa; las llamas, por el contrario, serían lentas e insoportables. Pero aun así, puede que intente atacarlo antes de que me mate, o en el instante mismo en que me dé muerte. Y entonces, ambos sufriríamos una muerte horrible. Por consiguiente… demore el ataque hasta que yo cierre los ojos, y entonces hágalo tan raído y vigorosamente como pueda, y huya. Golpee… y ponga distancia entre nosotros. ¿Ha entendido?

»Asentí. Él cerró los ojos. Yo ataqué.

»En el instante en que la recta y afilada hoja de la cuchilla cortó su cuello —antes de que lo hubiese cortado de lado a lado, y la cabeza se hubiera separado del tronco—, abrió los ojos. Pero él me había advertido, y yo había tomado nota. Cuando su cabeza cayó, suelta, y la sangre brotó de su cuello, yo salté hacia atrás. La cabeza rebotó, rodó y cayó entre los libros en llamas. Pero, Dios me ayude, ¡juro que mientras rodaba, esos ojos horribles me miraban, desde todos los ángulos, con una mirada acusadora! ¡Y la boca, ay, esa boca, y lo que había dentro, esa lengua hundida, que se retorcía y estremecía sobre labios que en un instante pasaron del escarlata al blanco de la muerte!

»Y algo más sucedía, tan malo o peor que lo anterior: la cabeza misma había cambiado. La piel parecía haberse estirado sobre el cráneo, que a su vez se había alargado, como el de un mastín o el de un lobo. Los feroces ojos, antes oscuros, se habían vuelto color sangre. Los dientes de la mandíbula superior se habían clavado en el labio inferior, y habían atrapado allí a la lengua bífida, y los grandes incisivos eran curvados y agudos como agujas.

»Es la verdad. Yo lo vi. ¡Lo vi! Pero sólo en ese momento, antes de que toda la cabeza comenzara a descomponerse rápidamente. Era el calor; debía de ser que la piel se ampollaba, y la carne y la grasa se derretían, pero el inmenso horror de aquello hizo que me alejara a los tumbos. A los tumbos, sí, y luego a grandes zancadas, lejos de esa cabeza extraña y en descomposición, pero también lejos del cadáver decapitado… en el cual había comenzado ahora el más horrible tumulto. Un tumulto… y un colapso. ¡Dios mío, sí! ¡Oh, sí…!

»¿Recuerda que yo había cubierto sus vísceras con mi chaqueta? Una fuerza invisible sacudía ahora la chaqueta desde abajo, la desgarró y arrojó los dos trozos hacia el techo. De inmediato, y dando latigazos en el aire, un tentáculo de carne leprosa salió del estómago, retorciéndose en un horrible paroxismo. El tentáculo azotó el aire de la habitación como si fuera un látigo demoníaco, y serpenteó entre el humo y las llamas como si buscara algo.

»Cuando el tentáculo cayó al suelo y comenzó un examen espástico pero sistemático de la habitación, retrocediendo sólo ante las llamas, yo me subí a un sillón y me acurruqué allí, paralizado de terror. Y desde ese lugar de observación, ligeramente elevado, vi cómo lo que quedaba del cadáver se desmoronaba convirtiéndose primero en materia putrefacta, luego en huesos cuando la carne se desprendió, y finalmente en polvo ante mis ojos. Y mientras esto sucedía el tentáculo adquiría un color plomizo, se encogía, se replegaba hacia el lugar donde había estado el cuerpo que lo albergara, hacia el polvo y los últimos fragmentos de huesos centenarios…

»Y todo eso, compréndalo usted, sucedió en unos segundos, en mucho menos tiempo del necesario para contarlo. De modo que hasta el día de hoy no puedo jurar que lo vi. Sólo puedo afirmar que creo haberlo visto.

»De todas formas, en ese instante el techo se hundió y me arrojó de la silla; toda la zona de la habitación donde había tenido lugar aquel horror estalló en llamas y no dejó ver lo que quedaba de él. Pero mientras me arrastraba lejos de allí —y no me pregunte cómo salí de allí al aire de la noche, porque eso ha desapareado para siempre de mi memoria—, resonó en aquel infierno un prolongado grito de agonía, el lamento más terrible, más lastimoso, más salvajemente colérico que he oído nunca, y que espero no oír nunca más.

»Y después… los cielos llovieron bombas una vez más, y no me enteré de nada más hasta que recuperé el conocimiento en un hospital de campaña. Había perdido una pierna y, según me dijeron después, la razón, o parte de ella. Neurosis de guerra, claro está, y cuando advertí que era inútil intentar convencerlos de que no era así, decidí dejar las cosas como estaban. El cuerpo y la mente sólo eran víctimas del bombardeo…

»Pero cuando me dieron el alta, entre mis pertenencias encontré algo que cuenta la verdadera historia, y que todavía conservo.

Capítulo nueve

Giresci llevaba una cadena de oro que le cruzaba el chaleco. Ahora sacó del bolsillo de la izquierda un reloj de plata que no hacía juego con la antigua cadena, luego repitió la operación con el bolsillo de la derecha, donde guardaba el medallón del que había hablado antes, y sostuvo en alto las joyas para que Dragosani las examinara.

Other books

Spy to the Rescue by Jonathan Bernstein
What She Wants by Cathy Kelly
The Half-Child by Angela Savage
The Other Side of Midnight by Sidney Sheldon
Poisoned Pawn by Jaleta Clegg
Eighty Days Amber by Vina Jackson
For Sure & Certain by Anya Monroe