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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (7 page)

BOOK: El quinto día
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Todo era una locura.

Crowe pareció adivinar sus pensamientos.

—Al final, no hay otra inteligencia —dijo—, no nos engañemos. Lo que hay al final es la pregunta de qué dejaría esa otra inteligencia de nosotros; y quiénes somos entonces; y qué es lo que ya no somos. —Se apoyó contra el respaldo y sonrió con su sonrisa amable, atractiva—. Mire, León, creo que al final está, sencillamente, la pregunta por el sentido de la vida.

Después de eso hablaron sobre muchísimas cosas, pero ya no de ballenas ni de civilizaciones extrañas. Alrededor de las diez y media, después de haber tomado otro trago frente a la chimenea del salón (Crowe, un bourbon; Anawak, agua, como siempre), se despidieron. Crowe le había contado que se marcharía dos días después, por la mañana. Lo acompañó hasta la puerta. Las nubes se habían disipado definitivamente. Sobre ellos se extendía un cielo estrellado que parecía absorberlos. Durante un momento sólo miraron hacia arriba.

—¿No está harta a veces de sus estrellas? —preguntó Anawak.

—¿Está harto usted de sus ballenas?

Anawak rió.

—No, por supuesto que no...

—Espero que encuentre de nuevo a sus animales.

—Se lo contaré, Sam.

—Ya me enteraré; las relaciones suelen ser fugaces. Ha sido una noche preciosa, León. Me encantará volver a verlo, pero ya sabe cómo son estas cosas. Cuide de sus protegidos. Creo que los animales tienen un buen amigo en usted. Es una buena persona.

—¿Cómo lo sabe?

—En mi situación, creer y saber es básicamente lo mismo. Cuídese.

Se dieron la mano.

—Tal vez volvamos a vernos como orcas —bromeó Anawak.

—¿Por qué precisamente como orcas?

—Los indios kwakiutl creen que todo el que ha sido una buena persona en vida se reencarna en orca.

—¿En serio? Me gusta la idea. —Una sonrisa cruzó su rostro. Anawak observó que la mayoría de sus arrugas provenían probablemente de reírse.

—¿Y usted también lo cree?

—Por supuesto que no.

—¿Por qué no? ¿No es usted uno de ellos?

—¿De quiénes? —preguntó, aunque sabía muy bien a qué se refería.

—Un indio.

Anawak sintió que algo se removía en su interior. Se vio con los ojos de ella: un hombre de estatura mediana, compacto, de pómulos anchos y piel cobriza, los ojos levemente achinados, el cabello abundante, que le caía sobre la frente, negro y lacio.

—Algo así —dijo tras una pausa demasiado larga.

Samantha Crowe lo observó. Luego sacó el paquete de cigarrillos de la chaqueta, encendió uno y le dio una larga calada.

—Sí. Lamentablemente, esto también me obsesiona. Buena suerte, León.

—Buena suerte, Sam.

13 de marzo. Costa y mar noruegos

Durante una semana, Sigur Johanson no supo nada de Tina Lund. Durante ese tiempo, reemplazó a un profesor enfermo y dio algunas clases más de las planeadas. Además estuvo ocupado redactando un artículo para la revista
National Geographic
e incrementando su bodega, por lo que retomó su adormecida correspondencia con un amigo suyo del Riquewihr alsaciano que, como representante de las famosas bodegas de
Hugel and Fils
, estaba en posesión de ciertas rarezas. Johanson tenía intención de regalarse algunas de ellas para su cumpleaños. Por otro lado, había conseguido una grabación en vinilo de 1959 de
El Anillo de los Nibelungos
de sir Georg Solti y había comenzado a acortar sus noches con ella. Bajo el poderío unificado de Hugel y Solti, los gusanos de Lund fueron quedándose en un segundo plano, dado que, por el momento, no tenían más resultados sobre ellos.

Finalmente, ocho días después de su encuentro, Lund lo llamó por teléfono, aparentemente, de un humor excelente.

—Suenas condenadamente feliz —constató Johanson—. ¿Debo preocuparme por tu objetividad científica?

—Tal vez —contestó Lund, alegre y enigmática.

—Explícate.

—Más tarde. Oye, el
Thorvaldson
estará mañana en el borde continental para bajar un robot. ¿Te apetece venir?

Johanson revisó mentalmente sus compromisos.

—Por la mañana estoy ocupado —dijo—. Tengo que familiarizar a mis estudiantes con el
sex appeal
de las bacterias del azufre.

—Es una lástima... El barco sale al amanecer.

—¿De dónde?

—De Kristiansund.

Kristiansund estaba a algo más de una hora en coche al sudoeste de Trondheim, en una costa rocosa envuelta por el bramido del viento y las olas. Del aeropuerto cercano partían vuelos en helicóptero hacia las plataformas petrolíferas, alineadas en el zócalo del mar del Norte y a lo largo de la fosa de Noruega. Sólo frente a Noruega había alrededor de setecientas plataformas de extracción de gas y petróleo.

—¿No puedo ir más tarde? —propuso Johanson.

—Sí, tal vez —dijo Lund tras un breve silencio—. No es mala idea. Ahora que lo pienso, en realidad, podríamos ir ambos más tarde. ¿Qué haces pasado mañana?

—Nada que no se pueda postergar.

—Entonces todo arreglado. Iremos los dos más tarde, pasamos la noche en el
Thorvaldson
y así tendremos un montón de tiempo para hacer observaciones y análisis.

—¿Te he entendido bien? ¿Tú también quieres ir más tarde?

—Bueno, yo... se me acaba de ocurrir que podría pasar medio día en la costa y podríamos reunirnos al comienzo de la tarde. Luego volamos juntos a Gullfaks y desde allí cogemos el transbordador hasta el
Thorvaldson
.

—Me encanta oírte improvisar. ¿Se puede saber por qué lo complicas todo tanto?

—¿Qué quieres decir? Te lo estoy haciendo fácil.

—A mí, sí, pero tú podrías estar mañana temprano a bordo.

—Es que me gusta hacerte compañía.

—Qué mentira tan encantadora —dijo Johanson—. Vale... entonces, tú estarás en la costa. ¿Dónde tendré que pescarte exactamente?

—En Sveggesundet.

—Oh Dios. ¿Ese pueblucho? ¿Y por qué justamente Sveggesundet?

—Es un pueblecito muy bonito —dijo Lund enfáticamente—. Nos encontramos en el Fiskehuset. ¿Sabes dónde está?

—Sí, sí, en su momento investigué los progresos de la civilización en Sveggesundet... Es el restaurante de la playa, junto a la vieja iglesia de madera, ¿no?

—Exacto.

—¿A las tres?

—A las tres me parece perfecto. Yo me encargo del helicóptero. Nos recogerá allí. —Hizo una pausa—. ¿Tienes algún resultado?

—Lamentablemente no. Pero es probable que mañana sí.

—Fantástico.

—Ya llegarán. No te preocupes.

Colgaron. Johanson frunció el ceño. Ahí estaba otra vez el gusano. Volvía a abrirse paso hacia el primer plano y reclamaba toda su atención.

De hecho, era desconcertante que una nueva especie apareciera de la nada en un ecosistema tan bien conocido. En sí, los gusanos no tenían nada de inquietante. Podían no ser del agrado de todo el mundo, y a los seres humanos les disgustaba básicamente la idea de los colectivos orgánicos, lo cual obedecía sobre todo a razones psicológicas. Por lo demás, los gusanos eran más bien útiles.

«Incluso tiene sentido que estén allí», pensó Johanson. Si realmente están emparentados con el gusano de hielo, deben de vivir indirectamente del metano. Y metano había en todos los taludes continentales, incluido el noruego.

De todos modos era curioso.

Los resultados de los taxónomos y bioquímicos responderían a todas las preguntas. Mientras no los tuviera, podía seguir dedicándose con toda tranquilidad a los gewürztraminer de Hugel. Estos últimos, a diferencia de los gusanos, eran muy poco frecuentes. Por lo menos, algunas cosechas.

Cuando al día siguiente llegó a su despacho, Johanson encontró dos cartas dirigidas a él que contenían los informes taxonómicos. Sumamente satisfecho, echó una ojeada a los resultados y estaba a punto de dejarlos cuando volvió a leerlos con más atención.

Unos animales curiosos. Realmente curiosos.

Metió todo junto en su cartera y se dirigió a su clase. Dos horas más tarde estaba en su jeep, viajando a través del paisaje de fiordos y colinas en dirección a Kristiansund. Había habido deshielo. Buena parte de la nieve había desaparecido dejando al descubierto un paisaje marrón oscuro. Por esos días, el clima dificultaba la elección de la ropa. De hecho, la mitad del personal de la universidad estaba resfriado. Johanson había sido previsor y llevaba una maleta cuyo peso por poco no superaba lo permitido en un helicóptero. No tenía ganas de resfriarse en el
Thorvaldson
ni de tener que adecuar su vestimenta a las necesidades externas. Lund se iba a reír como siempre que lo veía aparecer con semejante equipaje, pero le daba lo mismo. Si fuera por él, también se habría llevado una sauna portátil. Además, su equipaje contenía unas cuantas cosas que podrían serles muy útiles a dos personas, si pasaban una noche juntos en un barco. Eran amigos, cierto, pero no por eso tenían que poner tierra de por medio.

Johanson iba despacio. Podría haber llegado a Kristiansund en una hora, pero no le gustaban las prisas. A mitad de camino, la carretera bordeaba el agua y atravesaba una serie de puentes. Johanson disfrutaba del paisaje silvestre. En Halsa tomó el ferry para cruzar el fiordo y siguió conduciendo hacia Kristiansund. De nuevo, los puentes cruzaban el mar gris oscuro. Kristiansund estaba distribuido en varias islas pequeñas. Johanson atravesó la ciudad y cruzó hasta la histórica isla Averoy. La isla fue uno de los primeros sitios poblados inmediatamente después del último período glacial. Sveggesundet, un bonito pueblo de pescadores, quedaba en el extremo de la isla. En temporada alta lo invadían ejércitos de turistas, continuamente salían botes para las islas de los alrededores. En estos momentos, el pueblo estaba un poco menos frecuentado y aletargaba a la espera de un verano lucrativo.

Prácticamente no se veía a nadie cuando Johanson, tras casi dos horas de viaje, entró en el aparcamiento adoquinado del Fiskehuset, un restaurante con terraza y vistas al mar. Estaba cerrado. A pesar del frío, Lund estaba sentada a una de las mesas de madera al aire libre. Estaba acompañada por un hombre joven que Johanson no conocía. Algo en el modo en que estaban sentados juntos en el banco le despertó ciertas sospechas. Se acercó y carraspeó.

—¿Llego muy pronto?

Lund levantó la vista. Había un brillo extraño en sus ojos. La mirada de Johanson se dirigió al hombre que estaba a su lado, un muchacho de menos de treinta años, atlético, de cabellos de un rubio oscuro y un rostro de facciones agradables, y la sospecha se convirtió en certeza.

—Puedo volver más tarde —dijo.

—Kare Sverdrup. —Lund los presentó—. Sigur Johanson.

El joven rubio le sonrió y le tendió la mano.

—Tina me ha contado muchísimas cosas de ti.

—Nada que pueda incomodarte, espero.

Sverdrup rió.

—En realidad, sí. Me dijo que eres un representante sumamente atractivo del gremio universitario.

—Un viejo sumamente atractivo —lo corrigió Lund.

—Un viejo verde —agregó Johanson. Se sentó en el banco de enfrente, se levantó el cuello del anorak y puso a su lado la carpeta con los informes—. Aquí llevo la parte taxonómica, muy exhaustiva. Puedo hacerte una síntesis. —Miró a Sverdrup—. No queremos aburrirlo, Kare. ¿Tina le ha contado de qué se trata, o sólo se dedica a suspirar de amor?

Lund le lanzó una mirada de enfado.

—Entiendo. —Abrió la carpeta y sacó el sobre con los informes—. Bueno, envié uno de tus gusanos al Museo Senckenberg de Frankfurt y otro al Instituto Smithsonian. En ambos sitios trabajan los mejores taxónomos que conozco, y ambos son especialistas en todo tipo de gusanos. Envié otro gusano a Kiel, para que lo analizaran con un microscopio electrónico de barrido; el informe todavía no ha llegado, lo mismo que el de espectrometría de masa. Por ahora sólo puedo decirte en qué coinciden los expertos.

—¿En qué?

Johanson se reclinó hacia atrás y cruzó las piernas.

—En que no coinciden.

—Muy instructivo.

—Básicamente han confirmado mi primera impresión. Con una probabilidad lindante con la certeza, se trata de la especie
Hesiocaeca methanicola
, también conocida como «gusano de hielo».

—¿El metanófago?

—No es la expresión correcta, tesoro, pero no importa. Hasta aquí la primera parte. La segunda es que las mandíbulas y las hileras de dientes tan pronunciadas les dan que pensar. Esos rasgos apuntan a un animal predador, o a uno que escarba o tritura. Y eso es extraño.

—¿Por qué?

—Porque los gusanos de hielo, en realidad, no necesitan esos enormes aparatos. Tienen mandíbulas, pero mucho más pequeñas.

Sverdrup sonrió tímidamente.

—Perdona, yo no entiendo mucho del tema, pero me interesa. ¿Por qué no necesitan mandíbulas?

—Porque viven en simbiosis —explicó Johanson—. Absorben bacterias que a su vez viven en el hidrato de metano...

—¿Hidrato?

Johanson miró brevemente a Lund, que se encogió de hombros.

—Explícaselo.

—Es muy simple —dijo Johanson—. Tal vez hayas oído que los océanos están llenos de metano.

—Sí, últimamente se escribe mucho sobre ese tema.

—El metano es un gas que está alojado en grandes cantidades en el fondo del mar y en los taludes continentales. Una parte se congela en la superficie del suelo; entonces el agua y el metano se unen formando una especie de hielo que sólo puede existir con una presión elevada y bajas temperaturas. Por eso sólo puede encontrarse a partir de una cierta profundidad. Este hielo se denomina hidrato de metano. ¿Todo claro hasta aquí?

Sverdrup asintió.

—Bien. Ahora, en los océanos hay bacterias por todas partes; algunas de ellas metabolizan el metano, lo comen y liberan ácido sulfhídrico. Aunque las bacterias tienen un tamaño microscópico, aparecen en cantidades tan inmensas que recubren el fondo del mar como un tapiz, al que llamamos «césped bacteriano». Este césped se encuentra principalmente donde hay depósitos de hidratos de metano. ¿Alguna pregunta?

—Todavía no —dijo Sverdrup—. Supongo que ahora entran en acción sus gusanos.

—Correcto. Hay gusanos que viven de lo que liberan las bacterias, y establecen con ellas una relación simbiótica. En algunos casos, el gusano se come las bacterias y las lleva en su interior; en otros, las bacterias viven sobre la superficie de su piel. De cualquiera de las dos maneras, le proporcionan alimento. Por eso los hidratos atraen al gusano. Se pone cómodo, se permite un buen bocado de bacterias y no hace mucho más que eso. Por ejemplo, no tiene que excavar, porque no se alimenta del hielo sino de las bacterias que están encima. Lo único que sucede es que, al moverse, provoca unos remolinos que van creando huecos en el hielo, donde el gusano se establece tranquilo.

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