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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (13 page)

BOOK: El quinto jinete
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—¿Qué piensa usted, Villeprieux?

En su calidad de jefe de la DST, el prefecto Paul Robert de Villeprieux era responsable de la seguridad interior del territorio francés y de las operaciones de contraespionaje.

—Podemos eliminar en seguida a los chinos —declaró—, y a los japoneses: no podrán dar un golpe como éste en nuestro país. Quedan los ingleses, los alemanes, los rusos y los norteamericanos. Se frotó el mentón —reflexionando—. Yo diría que es un golpe de la KGB o de la CIA.

Entre los diez millares de nombres de espías, o de personas sospechosas de serlo, contenidos en el fichero electrónico de la DST, se encontraban los de trece diplomáticos de la Embajada soviética y los de un centenar de franceses, agentes de la KGB. En cuanto a la CIA contaba con unos doscientos representantes en territorio francés, de los que aproximadamente un tercio pertenecía al personal diplomático de la Embajada o a organizaciones oficiales americanas representadas en Francia. Los otros estaban dispersos en toda Francia, bajo diversos disfraces.

—Ponga inmediatamente el máximo de efectivos sobre la pista de los rusos y los norteamericanos —ordenó el ministro— y recemos para que sean ellos los que han dado el golpe.

Unos minutos más tarde, una flota de automóviles disimulados, llenos de inspectores de la DST, salía del garaje de la Rue des Saussaies. Procedentes de un lugar más discreto, al final de la calle, varias camionetas de transporte se mezclarían también en la circulación. Pintados con rótulos de carnicerías, floristerías o fontanerías imaginarias, o de sociedades verdaderas, como Darty o Locatel, estos vehículos eran laboratorios electrónicos rodantes, capaces de captar conversaciones que se desarrollasen en el interior de un edificio, hasta más de cien metros de distancia.

Una sola persona había permanecido impávida en medio de la agitación reinante en el despacho del ministro del Interior. Con los ojos entornados, como un bonzo en meditación, y un Gitane de papel de maíz absolutamente inmóvil en la comisura de los labios, el general Henri Bertrand, de cincuenta y seis años, director del SDECE
[4]
, no había intervenido aún. La longitud de la ceniza en la punta de su cigarrillo atestiguaba su impasibilidad total. Sus primeras palabras hicieron caer la ceniza sobre su chaqueta.

—Señor ministro, permítame observar, respetuosamente, que es muy poco probable que esas pesquisas den resultado. —Dirigió una mirada desengañada al dorado reloj que había en la chimenea—. Hace más de dos horas que ese desgraciado físico ha sido asesinado, y puede tener la seguridad de que, si el golpe ha sido dado por los rusos o los norteamericanos, los documentos se encuentran ya lejos de aquí. —Se interrumpió para encender la colilla de su Gitane—. De todas maneras por muy desagradables que puedan ser a veces los procedimientos de nuestros amigos de la CIA, no veo su firma en este caso. Tampoco es la manera de trabajar de la KGB. De haberlo hecho una de estas dos organizaciones, le aseguro que nunca habrían ustedes encontrado el salvoconducto oficial ni el billetero de la victima.

—Entonces, ¿quién cree que ha sido? se impacientó el ministro.

El general sacudió metódicamente la ceniza de su chaqueta.

—Si los documentos del profesor Prévost tienen tanto valor como dice el señor alto comisario de Energía atómica, ¿por qué excluir la hipótesis de que han sido simplemente robados para venderlos o devolverlos contra un rescate importante?

El ministro pareció escéptico.

—¿Quién podría preparar un golpe semejante?

—¿Qué hicieron los rusos cuando decidieron obtener los planos del Concord? Fueron a Marsella a llamar a la puerta de
El Milieu
, ¿no es cierto? Sin duda esta experiencia enseñó a nuestros amigos corsos y a otros el valor de ciertos secretos industriales.

El ministro se mostró aún más dubitativo.

—Para esto tendrían que poseer un nivel científico elevado. Y una idea exacta de los trabajos que realizaba Monsieur Prévost. ¿Conoce usted muchos truhanes que respondan a estos criterios?

El general Bertrand admiraba las patas de bronce graciosamente cinceladas de la mesa del ministro, regalo personal de Napoleón I a uno de sus remotos predecesores. Sin levantar los ojos, reconoció:

—No muchos, lo confieso. Por eso considero que, probablemente, no se trata de una operación de
El Milieu
.

—Entonces, ¿de quién?

Bertrand sintió que todas las miradas estaban fijas en él.

—Hay dos posibilidades. Existen redes especializadas en el robo de secretos industriales. Una de ellas podría haber dado el golpe. Pero no sólo
El Milieu
necesita dinero. Creo que no debemos excluir otra eventualidad.

—¿Cuál? le apremió el ministro.

—Una organización terrorista.

El día siguiente, un poco antes de las cuatro y media de la mañana, el timbre del teléfono despertó al ministro del Interior en su apartamento de la plaza de Beauvau. Reconoció la voz del alto comisario de Energía Atómica.

—Los asesinos de Prévost acaban de llamar —anunció Foucault—. Proponen devolver su cartera con los documentos, a cambio de un millón de francos.

—¿Qué prueba tenemos de que no han sacado fotocopias?

—Por desgracia, ninguna —confesó Foucault.

Consultado inmediatamente, el Elíseo dio luz verde y ordenó que la policía se abstuviese de toda operación contra los delincuentes, a fin de que nada pudiese impedir la recuperación de los documentos. Aquella misma noche, observando rigurosamente las instrucciones comunicadas desde cabinas telefónicas situadas en diversos puntos del territorio, un comisario de la DST depositó el dinero del rescate, en billetes usados de cien francos, en una papelera de la rue des Belles Écuries, del barrio del Panier, en Marsella. Momentos después, la cartera y los documentos eran encontrados, según lo convenido, al pie del mostrador de un bar de la rue du Panier.

En el Elíseo, así como en las altas esferas de la policía francesa, la noticia fue recibida con gran alivio. Las condiciones de la devolución parecían demostrar que se trataba de un vulgar caso de extorsión, organizado por
El Milieu
.

Sin embargo, el director del SDECE seguía estando perplejo. Una cuestión le obsesionaba particularmente: si aquellos documentos tenían tanto valor, ¿por qué no habían exigido los ladrones un rescate más fuerte? Pero, con el tiempo, su inquietud acabaría por desvanecerse.

El asesinato del físico Alain Prévost, que había empezado como un asunto de Estado, se había convertido en un simple suceso.

Dos días después de estos acontecimientos, los faros de un Volkswagen azul aparecieron de pronto en el horizonte del desierto de la gran Sirte, a cuatrocientos kilómetros al sudeste de Trípoli. Arrodillado delante de su tienda sobre una alfombra de oración, Muamar el Gadafi siguió con la mirada las dos luces que perforaban el alba naciente y se prosternó para recitar la primera sura del Corán.

El coche llegó ante un pequeño campamento militar instalado a medio kilómetro de la tienda del jefe del Estado libio. Los tres centinelas tocados con boina roja hicieron señal al conductor para que se detuviese, examinaron atentamente sus papeles y le rogaron que bajase para someterse al control de un detector de objetos metálicos. Después de estas comprobaciones, un soldado le acompañó hasta la tienda del coronel.


Salam Alaikum
—gritó Gadafi cuando el visitante llegó a unos diez metros de él.


Alaikum Salam
—respondió Whalid Dajani enjugándose el sudor que la marcha sobre la arena había hecho brotar de su frente.

Gadafi avanzó unos pasos, le estrechó sobre su corazón y le besó en ambas mejillas.

—Bienvenido, hermano —dijo—, mostrando sus dientes de lobo en una amplia sonrisa.

—Yo he… —balbuceó Dajani, congestionado por la emoción.

Gadafi le interrumpió, levantando una mano:

—Ante todo, hermano, tomaremos café. Después,
Inch' Allah
, hablaremos.

Asió a Dajani de un brazo y le introdujo en su tienda. Cogiendo una tetera de cobre puesta a calentar sobre un brasero, vertió el espeso café beduino en dos tacitas sin asa, que parecían dedales grandes, y ofreció una de ellas a su invitado. Bebieron. Después, Gadafi se sentó en cuclillas sobre la alfombra oriental que cubría el suelo de su tienda. La sombra de una sonrisa pasó por su bello rostro.

—Ahora, hermano, dame todas tus noticias.

—Kamal trajo el paquete de París ayer por la noche.

Dajani aspiró profundamente y, después, espiró el aire, que olía a menta, debido a las pastillas que había chupado para matar el olor del whisky engullido durante la noche. El alcohol estaba absolutamente prohibido en el país de Gadafi.

—Todavía no puedo creerlo —confesó—. Todo está allí. Lo he comprobado.

Movió la cabeza. Veía de nuevo todas aquellas columnas de cifras, que traducían una realidad que muy pocos habían podido percibir hasta ahora. Pero su emoción no era provocada por la visión de las nuevas e ilimitadas fuentes de energía que habían sobreexcitado la semana anterior el cerebro del sabio francés Alain Prévost. Lo que había descifrado el árabe en sus cálculos era una realidad bien diferente: el terrible reverso del sueño de la fusión, los términos de un pacto faustiano concluido por Prévost y sus colegas con los caprichosos dioses de la ciencia, para lograr su descubrimiento. Pues al abrir al hombre, para siempre, la perspectiva de una energía sin límite, habían revelado al mismo tiempo los secretos de una fuerza que podía aniquilar toda vida sobre la tierra. Inscrito en los resultados de los experimentos de Fontenay-aux-Roses se hallaba lo que buscaba en realidad Whalid Dajani: el secreto de la bomba H.

—Carlos y Kamal han trabajado duramente, observó Gadafi. ¿Estás seguro de que no hay peligro de que sigan la pista hasta aquí? Es esencial que mantengamos buenas relaciones con los franceses.

Dajani le tranquilizó con un movimiento afirmativo de cabeza.

—Fotocopiaron inmediatamente los papeles y los pusieron de nuevo en la cartera. Después lo restituyeron a la policía a cambio de dinero, como si no fuesen más que una banda de gángsters.

—Y los franceses ¿se lo han tragado?

—Por lo visto, sí.

Gadafi se levantó y revolvió las ascuas que brillaban en el brasero.

—Hermano —dijo—, cuando montamos esta operación nos dijiste que los franceses trabajaban en el descubrimiento de una nueva fuente de energía. —Whalid asintió con la cabeza—. ¿Cómo puedes obtener el secreto de la bomba de hidrógeno partiendo de estos trabajos?

—Lo que ellos trataron de hacer en París —explicó Dajani—, fue la mini explosión en laboratorio de una bomba H. Una explosión controlada, a fin de poder utilizar la energía desprendida por ella. Los sabios del mundo entero se han pasado veinticinco años tratando de conseguirlo, desde que los norteamericanos hicieron explotar la primera bomba de hidrógeno.

Hizo una pausa; después, se llevó una mano a la cabeza para arrancarse un cabello. Lo agitó ante los intrigados ojos de Gadafi.

—Lo que buscaban era hacer explotar una burbuja de un diámetro no mayor que el de este cabello. Para conseguirlo, tuvieron que comprimirla hasta mil veces su densidad por medio de un rayo láser y por un tiempo tan breve que la mente no puede imaginarlo. —Recorrió la tienda con la mirada, hasta que sus ojos se detuvieron en la vasija que se calentaba sobre las brasas—. Un tiempo tan breve que la fuerza desprendida por el rayo sólo haría aumentar en un grado el calor del café que hay en ese recipiente.

Gadafi abrió unos ojos asombrados.

—Pero, ¿cómo ha podido ese experimento darte el secreto de la bomba H? —insistió.

—Porque los franceses han logrado al fin provocar la explosión
controlada
de una bomba H. Durante un ínfimo momento, la millonésima de segundo que precedió inmediatamente a la explosión de la burbuja, se realizó efectivamente la configuración de una bomba H. Los documentos que hallamos en la cartera del sabio francés contienen los datos de informática de este experimento.
Revelan la relación exacta que hubo que establecer entre cada componente para lograr la explosión
. Este es el secreto de la bomba H.

Gadafi anduvo en silencio hasta la entrada de la tienda. Permaneció inmóvil, escrutando el horizonte, enrojecido ahora por el Sol naciente. Buscó alguna señal anunciadora del terrible gueblí pero el fuerte azul del cielo le tranquilizó. Contemplando la inmensidad de la arena, pensó que el mundo es cruel e implacable. Pero es también un mundo sencillo, en el que las opciones y sus consecuencias aparecen claramente. Un mundo en el que uno va directamente al pozo. Si lo encuentra, sobrevive. Si no lo encuentra, muere.

Con las noticias que le traía su visitante, tal vez había encontrado él su pozo, el que andaba buscando desde hacía tantos años. Se acuclilló un instante bajo la luz de la mañana temprana y recordó la historia de la
kettate
, la adivina completamente tatuada que había aparecido en el campamento cuando su madre sentía los primeros dolores del parto. Había entrado en la tienda donde los hombres bebían té esperando el nacimiento, y había colocado sobre una alfombra los instrumentos rituales de su oficio: una moneda antigua, un trozo de vidrio, un hueso de dátil y un fragmento de pezuña de camello. Después había predicho la llegada de un hijo varón. Seria bendito de Dios, había anunciado; un hombre destinado a distinguirse de todos los demás, a cumplir la voluntad divina al servicio de su pueblo. Apenas había terminado de hablar cuando va se realizó la primera parte de su profecía. El grito de la comadrona había brotado de la tienda de las mujeres, pronunciando la frase ritual con que se saludaba al varón recién nacido:
Allah Akbar
(Dios es grande).

Gadafi se levantó y volvió a la tienda. Tomó de una jarra de cobre un tazón de
leben
, espeso yogur de leche de cabra, y un puñado de dátiles. Los colocó sobre la alfombra e invitó a su huésped a servirse.

Mientras mojaba sus dátiles en el yogur, Gadafi pensó en la profecía de la vieja beduina y en cómo le había favorecido realmente Alá. Este le había confiado una misión: la de guiar a sus pueblos por el camino de Dios, despertar a la nación árabe, conducirla a su verdadero destino y enderezar los entuertos infligidos a sus hermanos. La visita de Whalid Dajani le traía la esperanza de disponer muy pronto de un medio decisivo para convertir su visión en realidad, la perspectiva del poder absoluto sobre la Tierra.

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