El quinto jinete (37 page)

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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
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Cornedeau llegó al cabo de unos minutos, trayendo un grueso fajo de papeles con membrete de las Naciones Unidas. Bertrand no ocultó su sorpresa:

—¡Dios mío! ¿Ha tenido que tragarse todo eso?

—Así es —respondió el joven ingeniero, frotándose el cráneo—. Y estoy perplejo.

—Perfecto —aprobó el general—. En nuestro oficio, ¡prefiero la perplejidad a la certidumbre!

Cornedeau dejó el fajo de papeles sobre la mesa y empezó a hojearlos.

—El 7 de mayo último, los libios advirtieron a la Agencia de inspección atómica de Viena que habían descubierto vestigios de radiactividad en el sistema de refrigeración de su reactor. Declararon que habían llegado a la conclusión de que había un defecto en la carga de uranio que servia de combustible al reactor, y que debían pararlo para proceder a la sustitución de los contenedores defectuosos. La agencia de Viena envió inmediatamente inspectores: un japonés, un sueco y un nigeriano. Todos ellos buena gente… Asistieron a la operación de extracción de las barras de uranio y a su traslado al depósito de enfriamiento. Ellos mismos colocaron en el depósito las cámaras de control de que le hablé esta mañana. Desde entonces, realizaron dos inspecciones.

—¿Con qué resultado?

—Todo está conforme.

—Entonces —se asombró el general—, ¡no veo el motivo de su inquietud!

—El problema es que… —Cornedeau se levantó y se acercó a la hoja de papel que seguía fijada en la pared—…el plutonio, como la mayor parte de los elementos, existe en forma de diferentes isótopos, diríamos como variaciones sobre el mismo tema. Para construir una bomba se necesita plutonio 239 muy, muy puro. Plutonio de calidad llamada militar. Ahora bien, el plutonio que se obtiene a base del uranio quemado en un reactor como el de los libios contiene normalmente un porcentaje muy elevado de otro isótopo: plutonio 240. También pueden fabricarse bombas con plutonio 240, pero es un trabajo sumamente delicado.

—Todo esto es muy interesante —se impacientó Bertrand—, pero sigo sin ver qué le preocupa.

—¡El tiempo, mi general! Cuanto menos tiempo permanece el uranio en un reactor, más plutonio 239 produce.

El general jugueteó con su corbata. Su semblante de ordinario colorado, adquirió un tinte gris.

—¿Y qué cantidad de plutonio puede producir el uranio que sacaron de su reactor?

—Esto es precisamente lo que me inquieta—. Cornedeau volvió a su tabla, para comprobar los cálculos que ya había hecho mentalmente—. Para obtener plutonio ideal, un 97 por ciento puro, de calidad ultramilitar, a base del uranio de ese tipo de reactor, seria necesario que el uranio hubiese permanecido solamente veintisiete días en el reactor.

Se volvió a Bertrand.

—Y éste, jefe, es precisamente el tiempo exacto al término del cual… ¡sacaron los libios el uranio de su reactor!

La iniciativa de esta reunión en el puesto de mando subterráneo de Nueva York se debía a Quentin Dewing. El director del FBI había decidido cambiar impresiones cada noventa minutos con todos los responsables de las investigaciones. Concedió la palabra al
Fed
encargado de averiguar qué árabes habían llegado a la región de Nueva York en el curso de los últimos seis meses.

—Washington y el aeropuerto Kennedy nos han dado todos los nombres que poseen —declaró el
Fed
—. Están ya en la memoria del ordenador de al lado—. Fueron 18.372. La enormidad de la cifra causó el efecto de una onda expansiva en los presentes. Tengo dos mil muchachos que les siguen la pista. Han encontrado ya a 2.102s. A aquellos a quienes no podemos encontrar inmediatamente, pero que parecen estar en regla, les colocamos en la categoría azul en el ordenador. Los que parecen sospechosos forman la categoría verde. Los casos evidentes de infiltración pasan a la categoría roja.

—¿Cuántos de esos «rojos» tienes? —preguntó Dewing.

—De momento, dos.

—¿Y qué hacen ustedes?

—Dedicamos cincuenta agentes a las categorías verde y roja. A medida que se realizan las comprobaciones, ponemos otros agentes a trabajar en los casos dudosos.

Dewing aprobó con un movimiento de cabeza.

—¿Y usted, Henry?

La pregunta iba dirigida al
Fed
encargado de dirigir la investigación en los muelles.

—Avanzamos un poco más deprisa de lo que esperábamos Mr. Dewing. El Servicio de Información de los Lloyds de Londres y la Maritime Association de Broad Street nos comunicaron la lista de todos los barcos que buscamos, la fecha de su arribada y los amarraderos que utilizaron. Son 2.116, aproximadamente la mitad de los buques que atracaron en Nueva York en los seis últimos meses. Nuestros equipos han comprobado ya casi ochocientos manifiestos y averiguado el destino de las mercancías de casi la mitad de los barcos.

—Perfecto. ¿Y usted, señor Booth? —preguntó Dewing al director de las brigadas Nest de busca de explosivos—. ¿Qué tiene que decirnos?

Booth se levantó de su sillón y se dirigió al plano de Manhattan fijado en la pared.

—Todos nuestros equipos están actuando desde hace ya dos horas. Tengo doscientas furgonetas y cinco helicópteros que escudriñan la parte baja de Manhattan. —Pasó la mano sobre la punta de la isla—. Desde Canal Street hasta Battery Park.

—¿No han descubierto aún nada sospechoso? —preguntó Dewing, con impaciencia.

—Claro que si. Pues lo malo de nuestro material es que no detecta sólo las bombas nucleares. Detecta TODAS las radiaciones. Hasta ahora encontramos una anciana que colecciona despertadores Big Ben con esferas de radio; el depósito de abonos que surte a la mitad de los jardines públicos de Nueva York y dos tipos que salían del hospital llevando barita en la panza, después de una radiografía de estómago. ¡Pero nada de bombas!

Quentin Dewing se volvió entonces a Harvey Hudson, director del FBI neoyorquino.

—Tengo dos informaciones, Quentin —declaró el último—. Una de ellas acaba de llegar de Boston y parece bastante prometedora. Se trata de uno de los tipos que estuvieron en los campamentos de instrucción de Gadafi. He aquí su ficha y su foto.

Hizo circular una hoja impresa en multicopista:

«Sinho, Mahmud. Nacido en Haifa el 19 de julio de 1946. Inmigrado a Estados Unidos en 1972 dentro del cupo especial de la ley sobre refugiados. Instalado en casa de unos parientes, en el 19 de Summer Drive, Quincy (Massachussets). Nacionalizado norteamericano, Primer Juzgado de distrito Nueva York, en octubre de 1967. Matriculado en la Universidad de Boston, Facultad de gestión administrativa, 1966-1970. Fichado por el FBI de Boston como militante en la OLP y recaudador de fondos, 1972. Según la CIA, entró en Libia en febrero de 1976. El corresponsal local confirma la presencia de Sinho en el campamento de instrucción de fedayines palestinos de Misratah (Libia), en abril de 1976. Colocado bajo vigilancia del FBI de Boston a su regreso a Estados Unidos, en septiembre de 1976. Por haber abandonado el sospechoso toda actividad política pro palestina, se interrumpió la vigilancia el 23 de mayo de 1977, según mandamiento nº 9342-77 de la Cámara de Incriminación. Antecedentes penales: ninguno. No se le conocen relaciones con delincuentes. Ultima dirección: cuarenta y nueve Horace Road, Belmont, Mass.»

—Ese tipo desapareció de su domicilio ayer por la mañana, alrededor de las diez, y no se le ha vuelto a ver —declaró Hudson—. La compañía telefónica acaba de realizar una comprobación de su línea. Resulta que recibió una llamada desde una cabina telefónica de Atlantic Avenue Brooklyn, dos horas antes de su precipitada partida. Circula en un Chevrolet verde con matricula de Massachussets, número 792 K 83.

—¡Es nuestra mejor pista desde que empezó la investigación! —exclamó Dewing, con entusiasmo—. ¿Y la otra información?

—Uno de nuestros confidentes, un alcahuete negro relacionado con el Frente de Liberación Puertorriqueño, nos dio el soplo de que un pequeño traficante de drogas al que conoce, llevó medicamentos el sábado a una cliente árabe en Hampshire House. La joven abandonó el hotel esta mañana, después de indicar un punto de destino falso. —Hudson consultó su libreta de notas—. Hubo que apretarle las clavijas al traficante en cuestión para que se decidiera a hablar. Parece que fue la chica quien le llamó. Un intercambio de servicios entre palestinos y puertorriqueños. Ella conocía el santo y seña. Le pidió los medicamentos porque no quería solicitar una receta a un médico. Lo malo es que el tipo jura por todos sus dioses que ni siquiera la vio de refilón. Dejó los medicamentos en recepción, cosa que, por lo demás, acaba de confirmarse en el hotel.

Hudson hizo una mueca y se metió la libreta en el bolsillo. Luego, prosiguió:

—Hemos pedido al Departamento de Estado que nos facilite los datos que figuren en la solicitud de visado de esa mujer y, sobre todo, su fotografía. Pero el estúpido cónsul en Beirut ha enviado la foto por el avión de la Pan Am, porque nuestra Embajada no dispone allí de transmisiones por télex. A ese cretino no se le ocurrió siquiera dirigirse a la Associated Press o a cualquiera otra agencia.

—Podríamos ordenar que el avión volviese a Beirut —sugirió Dewing.

—Lo desviaremos hacia Roma. Será más rápido.

—¿Cuál era el medicamento?

—Tagamet. Es para las úlceras de estómago.

—Este es, pues, nuestro único indicio, hasta que llegue la maldita foto —concluyó Dewing—. ¡Buscamos un árabe con una úlcera!

Se volvió a Feldman.

—Y usted, jefe, ¿qué noticias tiene?

El jefe de inspectores adoptó un aire afligido.

—Por desgracia poca cosa. Uno de los inspectores que trabajan en los muelles me llamó para decirme que había descubierto el rastro de un cargamento de barriles procedentes de Libia y que, por lo visto, fueron recogidos por un tipo que utilizaba documentos robados. Pero el peso de esos barriles era muy inferior al calculado para el objeto que buscamos. De todos modos, he enviado un equipo a casa del consignatario de esa mercancía. ¡Nunca se sabe!

—Bueno, jefe —respondió Dewing, visiblemente irritado por el hecho de que un simple inspector neoyorquino tuviese la audacia de saltarse la dirección del FBI—, ténganos al corriente.

Dewing acababa de poner fin a la reunión cuando un operador de radio irrumpió en la estancia.

—Mr. Booth, ¡le llaman de su Cuartel General! ¡Uno de sus helicópteros acaba de captar unas radiaciones!

Booth corrió detrás del operador de radio hasta la sala de telecomunicaciones.

—¿Qué registras? —le gritó al técnico que iba en el aparato.

A duras penas entendió su respuesta, debido al estruendo de los rotores.

—¡Noventa milirradios!

Booth emitió un silbido de estupefacción. Se trataba de una radiación considerable y tanto más habida cuenta de que, casi forzosamente, había tenido que pasar a través de varios pisos antes de alcanzar el techo para ser captada por el helicóptero.

—¿De dónde vienen esas radiaciones?

Booth se precipitó sobre un plano. Con ayuda de dos policías neoyorquinos logró localizar rápidamente la zona de la que provenía la radiación. Se trataba de cuatro casas baratas de la ciudad Baruch, exactamente al borde del East River, a unas decenas de metros del puente de Williamsburg.

—¡Sal rápidamente de ahí para no llamar la atención! —ordenó Bill Booth al piloto—. ¡Enviaré furgonetas!

Después bajó rápidamente la escalera y corrió al automóvil disimulado que le esperaba en la esquina de Foley Square.

En París, el general Bertrand paseaba arriba y abajo en su despacho, rumiando la explicación de su consejero científico sobre los informes de inspección de la agencia atómica de Viena acerca del reactor comprado por Libia a Francia. Encendió un nuevo Gitane con la colilla del anterior, volvió a su mesa de trabajo y se dejó caer en su sillón.

—Lo que me preocupa —dijo a Cornedeau—, es que Monsieur De Serre no me dijese una palabra sobre el paro del reactor…

—Tal vez pensó que se trataba de un accidente demasiado técnico para que pudiese interesarle realmente a usted.

Bertrand lanzó un breve suspiro y abrió uno de los estuches enviados por la DST.

—Habrá que examinar muy seriamente todos esos papelotes. ¿Se da usted cuenta del escándalo que se armaría si se comprobase que los libios extrajeron realmente plutonio de un reactor francés? ¿Y quizá con la complicidad de ingenieros franceses?

Los dedos del general hurgaron en el montón de abultados sobres marcados con el sello rojo de «Ultrasecreto», hasta que encontró el nombre de Serre.

—Por lo que a mi respecta, ¡voy a empezar por el legajo de ese coleccionista de piedras!

Angelo Rocchia se mondaba de risa. «Es realmente reconfortante comprobar los esfuerzos que hace la policía para ayudar a un simple ciudadano a recobrar su cartera», había dicho el importador Gerald Putman, al despedir a los tres policías en el umbral de su puerta.

En cuanto estuvieron de nuevo en su coche, Angelo se volvió a Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros.

—Bueno, Tommy, ¿qué tienes sobre esa chica?

Malone sacó una ficha de su portafolios.

—Yolanda Belíndez, alias
Amalia Sánchez
y
María Fernández
. Nacida en Neiva, Colombia, el 17 de julio de 1959. Cabellos negros, ojos verdes. Señas particulares: ninguna. Antecedentes penales: detenida por hurto durante, la ceremonia del jubileo de la reina, Londres, junio de 1977. Condenada a dos años de prisión, uno de ellos en libertad condicional. Detenida por el mismo motivo en Múnich, durante la Oktoberfest, el tres de octubre de 1978. Condenada a dos años de prisión, uno de ellos en libertad condicional. Cómplices conocidos: Pablo
Pepe
Torres, alias
Miguel Constanza
, ref. fichero policía Nueva York, 3742-51.

Malone buscó enseguida la ficha del tal Torres y comprobó que las fechas de sus detenciones correspondían a las de la chica.

—No es gran cosa —suspiró Angelo—, pero al menos tenemos una pista. ¿Dónde podemos encontrar a esas alhajas?

—Hay un barrio por el que suelen merodear, por la parte de Atlantic Avenue. Demos una vuelta por allí. Quizás encontremos a alguien que necesite un «pequeño servicio».

Angelo acababa de poner el motor en marcha cuando empezó a crepitar el radioteléfono. Descolgó.

—Romeo 14, telefonee urgente al Puesto de Mando —dijo una voz, sin dar más explicaciones.

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