Tenía veinte años, estaba preparándose para rabino y trataba de encontrar una esposa conveniente, cuando duros tiempos empezaron a abatirse sobre Polonia. Aquel verano, el calor había sido extremado, y no había llovido nada. En los campos, el trigo y la cebada se quemaban al sol, y las plantas se resquebrajaban en vez de inclinarse bajo el soplo del viento. La escasa remolacha que se recogió aquel año estaba blanda y arrugada, y las patatas eran pequeñas y de sabor amargo. A la llegada de las primeras nieves, los campesinos se congregaron en las fábricas textiles, de papel y de vidrio, donde rivalizaban para trabajar por salarios cada vez más bajos. Pronto, salvajes luchas jalonearon los cambios de trabajo, y se empezaron a formar en las calles masas hambrientas que escuchan las alocuciones de hombres de gesto fosco que agitan los puños y gritan.
Al principio, sólo fueron apaleados unos cuantos judíos. No tardaron, sin embargo, en organizarse incursiones regulares contra los guetos. Los polacos olvidaban los gritos de hambre de sus hijos en la momentánea excitación de golpear a los hombres que habían matado al Salvador. En Vorka, Stanislaus comprendió que, como encargado de la tienda de un judío, le sería difícil convencer a una multitud entregada al pillaje de que él no era judío. Una tarde, huyó de la tienda, sin molestarse en cerrar la puerta y llevándose consigo la recaudación de la semana. Lo hizo a tiempo. La noche siguiente, una alborotadora partida de borrachos irrumpió en el gueto de Vorka. En las calles, la sangre corría como el vino; en la tienda del difunto Jaim Gross, el vino corría como sangre. Lo que no pudieron beber ni llevarse, lo derramaron y chapotearon sobre él. Al día siguiente, mientras los judíos curaban sus heridas y enterraban a sus muertos, Max comprendió que su tienda había quedado destruida. Aceptó la pérdida con una sensación de alivio. Su verdadero trabajo estaba con su pueblo y con Dios. Ayudó al rabino a la celebración de los funerales y rezó con sus hermanos para obtener el amparo de Dios.
Cuando hubo pasado la crisis, el rabino Label le mantuvo durante tres meses. Estaba dispuesto a hacerse rabino con un rebaño. Pero cuando empezó a buscar una congregación, resultó claro que los judíos de Polonia no necesitaban nuevos rabinos. A decenas de millares, los judíos estaban abandonando el país, en su mayor parte para dirigirse a Inglaterra o a Estados Unidos.
El rabino Label trató de ocultar su preocupación.
—Entonces, tú serás mi hijo. Lo que nosotros comamos comerás tú. Ya vendrán tiempos mejores.
Pero cada día Max veía marcharse más judíos. ¿Quién les ayudaría a encontrar a Dios en ambientes extraños? Cuando le hizo esta pregunta al rabino Label, el profesor se encogió de hombros.
Pero el alumno conocía ya la respuesta.
Llegó a Nueva York en agosto, en plena ola de calor, llevando su larga y pesada gabardina y un redondo sombrero negro. Durante dos días y dos noches, se hospedó en el piso de dos habitaciones de Simon y Buni Wilensky, que habían salido de Vorka con sus tres hijos seis semanas antes de que él emprendiera el viaje a América. Wilensky trabajaba en un taller donde se confeccionaban pequeñas banderas americanas. Cosía. Aseguró a Max que en cuanto Buni dejase de llorar también a ella le gustaría América. Cuando Max hubo escuchado durante dos días el llanto de Buni y no pudo aguantar por más tiempo los gritos y los olores de los hijos de Wilensky, salió de la casa y caminó al azar por el East Side hasta que llegó a una sinagoga. En ella, un rabino le escuchó; luego, le metió dentro de un taxi y le llevó a la Asociación de Rabinos Ortodoxos. No tenían congregaciones vacantes en aquel momento, le dijo un rabino. Pero había muchas solicitudes de recitadores para cantar en las grandes festividades. ¿Era él un jahzen, un recitador? En tal caso, podrían enviarle a la congregación Bet Israel, en Bayonne, Nueva Jersey. La shul estaba dispuesta a pagar setenta y cinco dólares.
En cuanto empezó a cantar en Bayonne, los fieles le miraron estupefactos. Siendo niño, se había aprendido el servicio de memoria y conocía cada nota de la melodía como si se tratara de un amigo íntimo. En su mente, la música sonaba clara y verdadera, pero lo que salía de su boca no podía ser llamado canto. Tenía la voz de una rana instruida. Al terminar el primer servicio, un adusto tesorero de la congregación, llamado Jacobson, le hizo una imperiosa seña con el dedo para que se acercase. Era demasiado tarde para que la shul encontrara otro recitador. Pero en una breve conversación Max fue informado de que no recibiría setenta y cinco dólares por cantar durante las fiestas. Recibiría diez dólares y un lugar para dormir. Por diez dólares nadie podía exigir un ruiseñor, dijo Jacobson.
Su actuación como cantor era tan desdichada que la mayoría de los concurrentes a la sinagoga le eludía.
Pero Jacobson se tornó más amistoso. Era un hombre gordo y calvo, de tez pálida y dientes de oro. Del bolsillo superior de la chaqueta de su traje a cuadros asomaban siempre tres cigarros puros. Le hizo un montón de preguntas personales, que Max contestó cortésmente. Por fin, el amerikané le reveló que era un shadjen, un agente matrimonial.
—La solución a tus males es una buena esposa —dijo—. «Pues los creó hombre y mujer». Y dijo: «Creced y multiplicaos y llenad la Tierra».
Max le escuchaba con atención. Como joven estudioso de gran reputación, había esperado casarse con una muchacha de una de las acomodadas familias judías de Vorka. Con una bella muchacha que le proporcionara un hogar, y con influyentes parientes políticos que le suministraran una buena dote, la vida en América sería mucho más agradable.
Pero Jacobson le miró fijamente y le habló en inglés, idioma que sabía que Max no comprendía aún.
—Eres un pardillo y vistes como si estuvieras invitando a un pogromo. No eres ningún gigante, ninguna chica se va a sentir pequeña a tu lado —suspiró—. No tienes la cara picada de viruelas; es lo mejor que puede decirte una persona.
Le explicó, en
Yiddish
, que el mercado para judíos polacos no era tan bueno en América como en Polonia.
—Haga lo que pueda —dijo Max.
Leah Masnick era cinco años mayor que Max. Huérfana, vivía con su tío Lester Masnick y su esposa Ethel. Los Masnick tenían un establecimiento de venta de carne de pollo. La trataban con ternura, pero ella imaginaba que sus cuerpos, aunque estuvieran recién bañados, olían a sangre y plumas. Americana de segunda generación, nunca habría admitido la posibilidad de casarse con un inmigrante si no fuera porque habían pasado varios años desde que ningún hombre la solicitara. No era fea, aunque tenía los ojos pequeños y la nariz larga, pero carecía de femineidad; no sabía cómo sonreír a un hombre, ni cómo hacerle reír. Últimamente, incluso se sentía menos mujer. Le parecía que sus poco abultados pechos se estaban volviendo más lisos. Sus períodos se hicieron irregulares, y tardaban a veces varios meses. En ocasiones, imaginaba que su alto y delgado cuerpo se estaba convirtiendo, por falta de uso, en el de un muchacho. Tenía $2.843 dólares en la New Jersey Guarantee Trust Company.
Cuando Jacobson llegó una noche a casa de su tío y le dirigió una sonrisa por encima de su taza de café, comprendió que aceptaría para ella quienquiera que fuese, pues, no podía permitirse el lujo de perder ninguna oportunidad. Cuando supo que el hombre era un rabino, sintió un estremecimiento de esperanza. Había leído novelas inglesas en que salían clérigos y sus esposas, y se imaginó a sí misma viviendo en una pequeña pero pulcra parroquia inglesa, con
Mezuzás
sobre las puertas. Cuando lo vio, un hombrecillo barbudo y vestido con extrañas y arrugadas ropas, con femeninos rizos cayéndole sobre las orejas, hizo un esfuerzo por mostrarse agradable con él, mientras le brillaban los ojos de lágrimas.
Aun así, sufrió un ataque de histeria diez días antes de la boda y gritó que no se casaría con él a menos que se cortara el pelo a la americana. Max se quedó sorprendido, pero había observado que los rabinos americanos que había conocido no llevaban rizos sobre las orejas. Resignadamente, se sentó en el sillón de una barbería y dejó que un italiano le cortara, entre contenidas risitas, los payés que Max había llevado toda su vida. Sin ellos se sentía desnudo. Cuando Lester, el tío de Leah, le llevó a unos grandes almacenes y le compró un traje gris de chaqueta cruzada con cuadradas hombreras, sintió que podía pasar ya por un auténtico goy.
Pero su aparición no causó ningún revuelo cuando volvió a la oficina de la Asociación de Rabinos Ortodoxos. Su visita era muy oportuna, le dijeron. Se estaba formando en Manhattan una nueva congregación, y sus miembros solicitaban que la Asociación les procurase los servicios de un rabino. Shaéaré Shamáyim era pequeña, con sólo unos pocos miembros y una sala alquilada para celebrar los servicios, pero crecería, le dijeron los rabinos. Max se sintió lleno de alegría. Tenía su primer rabinato.
Alquilaron un piso de cuatro habitaciones a dos manzanas de distancia de la shul, gastando en muebles una gran parte de la dote Allí pasaron la primera noche de su matrimonio. Ambos estaban fatigados por la excitación del día y débiles por la falta de alimento, pues se habían mostrado incapaces de comer los pollos de boda preparados por tía Ethel Masnick. Max se sentó en su nuevo sofá y se puso a accionar el dial de su nueva radio, mientras su esposa se desnudaba en la habitación contigua y se metía en la nueva cama Cuando él se acostó a su lado, se dio cuenta de que la parte superior de su cabeza tocaba la oreja de ella, mientras que los helados dedos de sus pies se apoyaban en sus temblorosos tobillos.
Su himen era resistente como el cuero. Él forcejeó con ahínco, murmurando breves oraciones, intimidado por el hecho de que no cedía y por los agudos y pequeños gritos de miedo y de dolor de su esposa. Lo consiguió por fin, y la membrana se rasgó, acompañada por un penetrante grito de Leah. Cuando todo hubo terminado, ella se quedó tendida junto al borde de la cama y lloró, en parte por el dolor y la humillación, y en parte porque su extraño y pequeño marido yacía extendido sobre los dos tercios de la cama, entonando cantos triunfales en hebreo, idioma que ella no entendía.
Al principio, todo atosigaba a Max Gross, amenazándole Las aceras estaban llenas de gentes desconocidas que empujaban y daban codazos, caminando siempre con apresuramiento. En las calzadas, coches, autobuses, tranvías y taxis atronaban el espacio con sus bocinas y llenaban el aire con sus escapes de gas. Todo era ruido y suciedad. En su propia casa, donde debía haber reinado la paz, había una mujer que se negaba a hablar en
Yiddish
con él, aunque era su esposa. Él nunca le hablaba más que en
Yiddish
; ella nunca le contestaba más que en inglés. Era un lío. Sorprendentemente, ella había esperado que hubiera conversación durante las comidas, y lloraba cuando él insistía en estudiar mientras comía. Una noche, poco después de la boda, él le dijo con suavidad que era la esposa de un rabino que había sido educada por los
Jasidim
. La esposa de un jasid, explicó, debía cocinar, coser, lavar y rezar, en vez de estar continuamente hablando, hablando y hablando de todo y de nada.
Todos los días se iba temprano a la shul y regresaba tarde. Allí encontraba paz. Dios era el mismo que había sido en Polonia, las oraciones eran las mismas. Era capaz de estar todo el día estudiando y rezando, sumiéndose en la contemplación mientras crecían las sombras del día. Los miembros de su congregación le encontraban lleno de sabiduría, pero retraído. Respetaban su ciencia, pero no le amaban.
Una tarde, cuando llevaban casi dos años casados, Leah metió sus ropas en una maleta de cuero de imitación y escribió una nota a su marido diciendo que le abandonaba. Cogió un autobús hasta Bayonne, Nueva Jersey, donde se instaló en su antigua habitación de la casa de los Masnick y empezó de nuevo a llevar los libros de su tío Lester en el mercado de pollos. Después de la marcha de ella, Max descubrió que tenía que levantarse media hora antes todas las mañanas para llegar a la shul a tiempo para el
Qaddish
. No prestaba ninguna atención al apartamento. El polvo aumentaba en el suelo, y los platos se amontonaban en la pila.
Leah había olvidado el olor a sangre y a plumas de la pollería. Durante su ausencia, los libros de su tío habían sido llevados de cualquier manera, y se hallaban plagados de errores. Le acometía dolor de cabeza cuando se sentaba ante la vieja mesa escritorio de la trastienda y se esforzaba por cuadrar las cuentas, mientras cloqueaban las gallinas y cacareaban los gallos. Por la noche no podía dormir. El extraño hombrecillo barbudo con el que se había casado era fuerte y vigoroso, y durante dos años había usado su cuerpo a voluntad. Ella había pensado que se sentiría libre sin él. Pero ahora, tendida en la cama de su antigua doncellez, descubría para su asombro que mientras dormía se llevaba la mano entre los muslos y soñaba con sorprendente detallismo con el pequeño tirano.
Una mañana, mientras se hallaba tecleando afanosamente en la sumadora, tratando de ignorar el olor a excrementos de aves, empezó a vomitar. Se encontró mal durante varias horas. Por la tarde, un médico le dijo que su hijo nacería dentro de siete meses. Cuando, a la noche siguiente, Max regresó de la sinagoga, encontró a su mujer trabajando en la cocina. El apartamento había sido limpiado. Atractivos aromas surgían de los pucheros que borboteaban sobre el fuego. La cena estaba casi lista, le dijo. Ella procuraría que nada turbara su estudio en lo sucesivo, pero durante la comida no tenía que haber libro alguno sobre la mesa, o se volvería a Bayonne.
Él asintió con una sensación de felicidad. Por fin le estaba hablando como debía hablar una esposa judía, en
Yiddish
.
La congregación Shaéare Samáyim no se convirtió en una grande y poderosa sinagoga. Max no era un administrador, ni tampoco la clase de rabino que veía la sinagoga como una institución social. Shaéaré Shamáyim no tenía nada de hermandad. No celebraba ningún picnic anual. No organizaba sesiones de cine. Las familias que buscaban esta clase de sinagoga se vieron pronto decepcionadas.
Cuando en las barriadas vecinas se fundaron nuevas congregaciones, la mayoría de estas familias fueron transfiriendo a ellas su fidelidad y sus aportaciones anuales. Finalmente, sólo quedó en su rebaño un puñado de hombres que deseaban mantener su religión en toda su pureza.
La mayor parte de su vida transcurría en la pequeña y oscura habitación con la
Torá
. Los profetas eran su familia. Leah había dado a luz un hijo, al que llamaron Jaim. Vivió tres años antes de morir de apendicitis. Sosteniendo en sus brazos al niño durante las horas finales, sintiendo cómo iba huyendo la vida mientras el pequeño rostro ardía bajo sus labios, Max había dicho a su mujer que la amaba.