—Gracias, asesino —dijo Michael.
Silverstein se arrodilló, balbuceando excusas. En la ducha, Michael se sentía mal, pero después, cuando se secaba en el vestuario, vio en el espejo la imagen de su rostro y sintió un estremecimiento de extraño orgullo. Tenía un labio hinchado y un verdugón rojo bajo el ojo izquierdo. A instancias de Maury, fueron a un bar situado en un sótano no lejos de allí, un lugar llamado El Ojo de Cerdo. Su camarera era una muchacha pelirroja y delgada, con pechos erguidos y dientes salientes. Mientras les servía, miró la maltratada cara de Michael y movió la cabeza.
—Un fulano quiso propasarse con una camarera encantadora y lo derribé.
—Oh, claro —dijo ella en tono cansado—. De todas maneras, debía haberte matado. ¿Es que no pueden divertirse las camareras?
Cuando les llevó la segunda ronda de cervezas, retiró un poco de espuma de su vaso y acarició la magulladura de su mejilla con la fría y húmeda yema de su dedo.
—¿A qué hora terminas el trabajo? —preguntó él.
—Dentro de veinte minutos.
Se la quedaron mirando cómo se contoneaba al alejarse.
Silverstein estaba intentando ocultar su excitación.
—Escucha —dijo—, mi familia ha ido a visitar a mi hermana, que vive en Hartford. El apartamento está vacío, todo el apartamento. Quizá pueda agenciarme otra cerda para mí.
Se llamaba Lucille. Mientras Michael telefoneaba a su madre para decirle que no iría a casa, Lucille encontró otra muchacha para Maury, una rubia llamada Stella. Tenía gruesos tobillos y mascaba chicle, pero Maury pareció completamente satisfecho. En el taxi, mientras se dirigían al apartamento, las muchachas se sentaron en las rodillas de los hombres y Michael descubrió una pequeña verruga en la nuca de Lucille. En el ascensor se besaron, y cuando ella abrió la boca, él notó gusto a cebolla en la punta de su lengua.
Maury sacó de un armario una botella de whisky, y, después de tomar dos copas juntos, se separaron. Maury y su chica entraron en lo que Michael supuso era el dormitorio de los Silverstein, ya que había en él una gran cama de matrimonio. Lucille y Michael se acomodaron en el sofá del cuarto de estar. Él se dio cuenta de que tenía unos lunares en la barbilla. La muchacha levantó la cabeza para que la besara. Al poco rato, apagó la luz.
De la otra habitación llegaba el sonido de los gruñidos de Silverstein y un murmullo de risas.
—¿Ya, Lucille? —gritó Stella.
—Todavía no —respondió Lucille con irritación.
Michael descubrió que tenía que pensar en otras mujeres: Edna Roth, Mimi Steinmetz, incluso en Ellen Trowbridge. Durante todo el acto subsiguiente, ella permaneció inmóvil, canturreando con voz nasal. Abril en Paris, pensó él, aturdido, mientras forcejeaba. Cuando terminó, se quedaron adormecidos, hasta que Lucille se escurrió de debajo de él.
—Ya —gritó alegremente, echando a andar desnuda hacia el dormitorio.
Al entrar ella, salió Stella. La maniobra fue realizada con la experiencia suministrada por muchas reuniones similares, comprendió él súbitamente. El cambio le excitó. Pero cuando la menuda y regordeta Stella llegó junto a él, sus dedos tocaron una carne pastosa, se vio asaltado por el olor no de mujer, sino de carne sin lavar, y se sintió repentinamente impotente.
—Espera un momento —dijo.
Sus ropas yacían en montón sobre la alfombra que había junto al sofá. Las recogió y cruzó sigilosamente el oscuro apartamento hasta llegar al vestíbulo, donde se vistió rápidamente, sin molestarse en abrocharse los zapatos.
—¡Eh! —gritó la muchacha, cuando salía del apartamento.
Bajo en el ascensor y se alejó a rápidos pasos del edificio. Eran las dos de la madrugada. No vio ningún taxi hasta después de haber andado durante más de media hora. Aunque estaba ya a sólo dos manzanas de distancia de su casa, cogió el coche.
Afortunadamente, sus padres dormían cuando entró en el apartamento. En el cuarto de baño se limpió los dientes durante largo tiempo y se dio una ducha caliente, utilizando gran cantidad de jabón.
No sentía ninguna necesidad de dormir. En pijama y batín salió del apartamento y, con el sigilo de un ladrón, subió las escaleras hasta el tejado. Caminando de puntillas para no despertar a los Waxman, que vivían en el último piso, fue hasta una chimenea y se sentó de espaldas a los ladrillos.
Sentía en el viento el gusto a primavera. El cielo estaba salpicado de estrellas. Echó hacia atrás la cabeza y las miró, hasta que la brisa le llenó los ojos y los resplandecientes puntos blancos giraron y le nublaron la vista. «Tiene que haber algo más que eso», se dijo. Maury había llamado cerdas a las chicas, pero en ese caso él y Maury habían sido cerdos también. Juró que no tendría más relaciones sexuales hasta que se enamorase. Las estrellas brillaban con insólito fulgor. Encendió un cigarrillo y trató de imaginar qué aspecto ofrecerían sin la interferencia de las luces de la ciudad. ¿Qué las sostenía allí? se preguntó, y llegaron automáticamente las respuestas; recordó vagamente las atracciones mutuas, la fuerza de la gravedad, las leyes del movimiento, de Newton. Pero había muchos millares, dispersas en vastas inmensidades, equilibradas, con uniforme comportamiento, describiendo precisos círculos en sus órbitas como los engranajes de un gigantesco y bellamente construido reloj. Las leyes de los libros de texto no bastaban, tenía que haber algo más. En otro caso, la hermosa complejidad carecía de sentido para él, como la sexualidad sin amor.
Encendió otro cigarrillo con el anterior y, luego, tiró la colilla por el borde del tejado. Brilló como una nova mientras caía, pero él no se fijó. Permaneció con la cabeza echada hacia atrás, mirando a las estrellas, tratando de ver algo más de ellas.
Aquella tarde, cuando abrió la puerta de la sinagoga Shaéaré Shamáyim, un anciano estaba hablando sosegadamente con Max Gross ante la mesa de estudio. Michael se sentó en una silla plegable de madera en la última fila, y esperó pacientemente hasta que el anciano suspiró, dio unas palmadas en el hombro del rabino, se puso en pie y salió de la shul. Entonces, Michael se acercó a la mesa. El rabino le miró fijamente.
—¿Y bien? —dijo.
Michael no respondió. El rabino continuó mirándole. Luego movió la cabeza con satisfacción.
—Bien.
Alargó la mano hacia el montón de libros que había sobre la mesa y eligió una
Guemará
y el comentario al Pentateuco de
Rashí
.
—Ahora, estudiaremos —dijo amablemente.
Pasaron cinco meses antes de que rompiera su voto de castidad. Con ocasión de acompañar a Maury a un
Bar misvá
en Hartford —el
Bar misvá
del hijo de la hermana del cuñado de Maury—, conoció a la hermana del confirmado, una esbelta muchacha de pelo negro, piel muy blanca y suave y fina nariz. Mientras bailaban en la fiesta por la noche, Michael observó que sus cabellos exhalaban un olor grato y limpio, como de agua jabonosa que se hubiera secado al sol. Salieron los dos de la casa, y él condujo el Plymouth de Maury hasta una carretera secundaria. Detuvo el coche bajo un enorme castaño cuyas ramas más bajas rozaban la capota del vehículo, y se estuvieron besando largo rato hasta que las cosas sucedieron sin plan ni proyecto. Después, mientras compartían un cigarrillo, él le dijo que había quebrantado una promesa que se hiciera a sí mismo de que aquello no volvería a su ceder hasta que fuese con una chica que él amase.
Esperaba que ella se echara a reír, pero la muchacha pareció pensar que aquello era muy triste.
—¿lo dices en serio? —preguntó—. ¿De veras?
—De veras. Y yo no te amo —respondió, añadiendo apresuradamente—. ¿Cómo podría amarte? Quiero decir que apenas te conozco.
—Yo tampoco te amo a ti. Pero me gustas mucho —dijo ella—. ¿No basta eso?
Los dos se mostraron de acuerdo en que, en defecto de lo primero, era lo mejor que podía ocurrir.
Aquel verano, el verano de su penúltimo año de carrera, trabajó como ayudante en un laboratorio de la universidad, lavando recipientes de cristal, limpiando y guardando microscopios, y preparando el equipo necesario para experimentos de los que nunca llegó a conocer ni la finalidad ni sus resultados.
Tres veces por semana, como mínimo, estudiaba con el rabino Max Gross. Abe le interrogaba ansiosamente cuando regresaba a casa:
—Bueno, ¿Qué tal, Einstein?
Sus contestaciones no lograban ocultar su falta de entusiasmo, su decepcionado desinterés hacia la física y la ciencia en general. En estas ocasiones, varias veces sintió la impresión de que Abe tenía algo que decirle, pero su padre se contenía siempre antes de empezar, y Michael no le apremiaba. Finalmente, un domingo por la mañana, dos semanas antes de que comenzaran de nuevo las clases, se dirigieron, por sugerencia de Abe, a Sheepshead Bay, donde alquilaron un bote y compraron una caja llena de gusanos de mar. Cuando Michael hubo remado hasta una distancia que su padre estimó conveniente, echaron los aparejos, y los rodaballos cooperaron al deseo de conversación de Abe negándose a mordisquear siquiera los cebos.
—Bueno, ¿Qué ocurrirá el año que viene por estas fechas?
Michael abrió dos botellas de cerveza y dio una a su padre. No estaban muy frías, y la espuma se derramó.
—¿A quién, papá?
—A ti —repuso, mirando a Michael—. Has pasado tres años estudiando física, todo lo referente a cómo está hecho todo de pequeñas partículas que no se pueden ver. Y ahora vas a volver para otro año. Pero no te gusta. Estoy seguro. ¿Verdad o mentira?
—Verdad.
—Entonces, ¿Qué será? ¿Medicina? ¿Derecho? Tienes capacidad. Eres inteligente. Yo tengo dinero suficiente para que puedas ser médico o abogado. Elige.
—No, papá.
Dos desesperadas sacudidas estiraron el sedal que Michael tenía en las manos, y empezó a halarlo, alegrándose de tener algo que hacer.
—Michael, ahora eres mayor. Tal vez puedas comprender mejor ciertas cosas. ¿Me has perdonado?
«Maldita sea», pensó furiosamente.
—¿El qué?
—Sabes muy bien de qué estoy hablando. Lo de la chica.
No había ningún sitio al que mirar más que el agua, pero el brillo del sol al reflejarse le hería los ojos.
—Olvídalo. No sirve de nada volver sobre cosas como ésa.
—No. Tengo que preguntártelo. ¿Me has perdonado?
—Te he perdonado. Y ahora… Dejémoslo.
—Escucha. Escúchame. —Notaba el alivio en la voz de su padre, la excitación y la naciente esperanza—. Eso demuestra lo próximos que estamos realmente tú y yo para poder superar una cosa como ésa. Tenemos un negocio en nuestra familia que siempre nos ha dado lo mejor de todo. Un buen negocio.
Al extremo del sedal había un pez de gran tamaño. Cuando Michael lo izó al bote, se agitó, derribando la botella de cerveza y vertiendo el espumoso líquido sobre uno de sus zapatos de lona.
—En otro tiempo pensé que podía hacerlo —dijo Abe—. Pero soy de la vieja escuela. No conozco los grandes negocios. Tengo que reconocerlo. Pero tú…, tú podías estudiar Técnicas Comerciales en Harvard durante un año, volver lleno de métodos modernos, y la empresa Kind podría ponerse a la cabeza de la industria. Es algo en lo que siempre he soñado.
Para dominar las sacudidas del pez, Michael apoyó el pie, calzado con el zapato húmedo de cerveza, sobre el moteado lomo del rodaballo, sintiendo los agitados espasmos a través de la delgada suela de goma. El pez estaba profundamente enganchado. Sus oscuros y bizcos ojos, todavía brillantes y no vidriados, le miraban.
Michael habló, pronunciando rápidamente las palabras.
—No, papá. Lo siento.
Empezó a sacar el anzuelo, esperando no producir daño, pero notando cómo se rasgaba la carne a medida que iba saliendo la púa.
—Voy a ser rabino —dijo.
El templo Emanuel, de Miami Beach, era un gran edificio de ladrillo con blancas columnas georgianas y anchos escalones de mármol blanco. Con el paso de los años, los cristales del mármol habían sido desgastados por los pies de los fieles hasta que quedaron pulidos, de modo que las escaleras resplandecían bajo el fuerte sol de Florida. Dentro del edificio había un sistema de acondicionamiento de aire casi silencioso, un templo con filas, aparentemente interminables, de rojos asientos de felpa, una sala de baile con paredes impermeables al ruido, una cocina completa, una incompleta biblioteca de libros judíos y un pequeño despacho alfombrado para el rabino ayudante.
Michael se hallaba sentado con aire mustio tras una pulida mesa que era sólo unos cuantos centímetros cuadrados menor que la mesa del despacho, más grande, situado al otro extremo del pasillo, propiedad del rabino Joshua L. Flagerman. Frunció el ceño al sonar el teléfono.
—¿Diga?
—¿Puedo hablar con el rabino?
—¿El rabbi Flagerman? —vaciló—. No está aquí —dijo finalmente.
Dio al que llamaba el número del teléfono de la casa del rabino.
El hombre le dio las gracias y colgó.
Llevaba tres semanas en aquel puesto, el tiempo suficiente para haber adquirido la certeza de que había cometido un error al hacerse rabino. Sus cinco años como estudiante rabínico en el Instituto Judío de Religión le habían desorientado lamentablemente.
Había brillado en la escuela rabínica. «Como joya entre los guijarros
Reformistas
», había comentado amargamente Max Gross en una ocasión. Gross no trató de ocultar su sensación de haber sido traicionado ante el hecho de que Michael hubiera elegido la Reforma como vehículo para su rabinato. Continuaban ligados por lazos espirituales, pero sus relaciones nunca fueron lo que podrían haber sido si Michael se hubiera hecho rabino ortodoxo. Le resultaba difícil explicar su elección. Sólo sabía que el mundo estaba cambiando rápidamente y que la Reforma le parecía el mejor método disponible para manejar el cambio.
Durante los veranos, trabajaba en una casa de beneficencia del bajo Manhattan, tratando de echar briznas de fe a los niños que se estaban ahogando en invisibles mares. Algunos de ellos eran niños cuyos padres estaban cumpliendo sus deberes militares y cuyas madres trabajaban turnos dobles en fábricas pertenecientes a la industria bélica, o llevaban a casa una gran diversidad de desconocidos y muy temporales «tíos» de uniforme. Aprendió a reconocer el agitado caminar y las dilatadas pupilas de los jóvenes abandonados y el espasmódico movimiento de los miembros de los muchachos torturados que carecían de apoyo. Contemplaba la niñez quebrantada por la fealdad. Una sola vez en mucho tiempo se sintió consciente de haber ayudado a alguien. Ello le indujo a no abandonar su puesto para ir a ocupar otro de consejero en un campamento de verano.