El Rabino (28 page)

Read El Rabino Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

BOOK: El Rabino
10.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sabes qué me encantaría hacer?

—¿Qué?

—Cortarte el pelo.

—¿Qué más te gustaría hacer?

—No. De veras. Te hace mucha falta. Y, tal como lo tienes, alguien que no te conociese podría pensar que eras… ya sabes.

—No lo sé.

—Invertido.

—Tú apenas me conoces. ¿Cómo sabes que no lo soy?

—Lo sé —afirmó ella.

Continuó gastándole bromas. Al poco rato, él cedió y sacó al exterior una de las sillas de madera de arce de Stan Goodstein. Se quitó la camisa, y ella cogió las tijeras y empezó a manejarlas. Luego, él olisqueó un par de heces y se enfureció.

—Santo Dios, ¿Es que no las has lavado? Apestan a pescado.

Se disponía ya a levantarse, cuando Leslie volvió a la bomba de agua, lavó las tijeras y se las secó sobre la tela de los pantalones. «Nunca me he divertido tanto en mi vida», pensó él.

Volvió a sentarse, cerró los ojos y saboreó el calor del sol, mientras las herrumbrosas tijeras le recorrían la cabeza, criscras, criscras.

—Te estoy muy agradecida —dijo Leslie.

—¿Por qué?

—Te he correspondido cuando me has besado. He correspondido con fuerza.

—¿Es tan raro eso?

—Lo es para mí desde una aventura que tuve el verano pasado.

—Oye. —Michael se inclinó hacia delante, de modo que ella tuvo que dejar de cortarle el pelo—. No tienes necesidad de hablarme de una cosa así.

Ella le agarró del pelo y le echó hacia atrás la cabeza.

—Sí, no comprendes. No he podido decírselo a nadie, pero esta vez no hay ningún riesgo. Tú eres un rabino, y yo soy una… una shickseh, y probablemente no volveremos a vernos. Es incluso mejor que si yo fuese una católica que se lo contara a un sacerdote oculto tras la rejilla de un confesionario, porque sé la clase de persona que eres.

Michael se encogió de hombros y permaneció inmóvil. Mientras, las tijeras se movían y el pelo le caía sobre la desnuda espalda.

—Fue con ese chico de Harvard, que ni siquiera me gustaba. Se llama Roger Phillipson. Su madre fue a la escuela con mi tía, y para complacerlas salimos juntos un par de veces, y así podíamos escribir a casa acerca de ello. Dejé que me hiciera el amor en su coche, sólo una vez, sólo para ver cómo era eso. Fue simplemente espantoso. Nada. Desde entonces, nunca he disfrutado besando a un chico y nunca he podido sentirme apasionada. Pero cuando tú, después de coger el pez, me has besado, me he sentido tan apasionada como la que más.

Él se sintió halagado y, a la vez, intensamente turbado.

—Me alegro —dijo.

Y los dos quedaron un momento silenciosos.

—No te gusto tanto como antes de contarte esto —dijo ella.

—No es eso. Es, simplemente, que me has hecho sentir como algo que define el color de tu papel tornasol.

—Perdóname —dijo Leslie—. He estado deseando hablar de eso a alguien desde que me sucedió. Me quedé muy disgustada conmigo misma y arrepentida de haberme dejado dominar por mi curiosidad.

—No deberías permitir que esa sola experiencia supusiera una gran diferencia en tu vida —dijo Michael con lentitud.

Le estaba empezando a doler la espalda, y varios mechones de pelo se le habían introducido dentro de los pantalones.

—No lo intento —dijo Leslie en voz baja.

—Ninguno de nosotros puede pasar por la vida totalmente indemne. Todos nos herimos, a nosotros mismos y a los demás.

Nos sentimos aburridos y ponemos una pequeña criatura en un anzuelo, sentimos hambre y comemos carne, sentimos deseo y hacemos el amor.

La muchacha se echó a llorar.

Michael se volvió a mirarla, conmovido y asombrado de que sus palabras produjeran tan intenso efecto, pero ella le estaba mirando a la cabeza mientras lloraba.

—Es la primera vez que le corto el pelo a alguien —dijo.

Marcharon con lentitud, por las carreteras de las montañas, hablando sosegadamente hasta que se hizo de noche. Una vez, Leslie se cubrió el rostro con las manos y se derrumbó en el asiento, pero en esta ocasión él sabía que se estaba riendo. Cuando llegaron a la posada, Michael la dio el beso de despedida en el coche.

—Ha sido un día estupendo —dijo Leslie.

Él se deslizó hasta su habitación sin ser visto. A la mañana siguiente, se levantó y salió muy temprano, después de haber dado instrucciones a Leslie para que le excusara. Para encontrar un barbero —uno al que había estado evitando desde hacía semanas porque era negligente y poco diestro en su oficio—, tenía que ir hasta cincuenta kilómetros más allá del próximo lugar en que tenía previsto detenerse.

El hombre no dejó de mover la cabeza mientras le cortaba el pelo.

—Hay que cortar mucho para igualarlo —dijo.

Cuando terminó, la yarmulka no bastaba para ocultar el hecho de que todo lo que quedaba era una especie de oscura pelusa. En una tienda contigua a la barbería, Michael se compró una gorra caqui de cazador, que llevó continuamente durante las cuatro semanas siguientes, incluso en los días en que el calor resultaba abrasador. Se consideró afortunado al no tener que descubrirse para rezar.

22

Cuando por fin llegó realmente el verano, Michael dejó de buscar cobijo por las noches y desenrolló el saco de dormir, que era uno de los objetos incluidos en la lista del rabino Sher. Lo encontró ligeramente enmohecido, pero muy útil. Por la noche, se tendía bajo las estrellas, esperando ser devorado por un lobo o por un lince y escuchando los silbidos del viento en las cumbres de las montañas y entre las hojas de los árboles. Por las tardes, cuando las distantes colinas refulgían azuladas bajo el ardiente sol, detenía el coche e imitaba a los peces en vez de intentar cogerlos, tendiéndose desnudo y solo en un riachuelo poco profundo y gritando y riendo al sentir el helado contacto del agua. En una ocasión, se sumo a un grupo de silenciosos muchachos en una hoya de un río.

El pelo le iba creciendo; todas las mañanas se lo empapaba de agua, se lo cepillaba y se lo peinaba hacia atrás, eliminando la raya que había llevado antes de su rapado Se afeitaba regularmente, y hacía uso de la bañera o de la ducha siempre que se detenía en alguna casa. Los miembros de su congregación le mantenían bien alimentado —todo el mundo preparaba opíparas comidas para las visitas del rabino— y dejó de lavarse él mismo la ropa después de recibir cuatro ofrecimientos de otras tantas amas de casa domiciliadas a lo largo de su ruta. Dejó que se fueran turnando.

Bobby Lilienthal estaba aprendiendo bastante hebreo como para empezar a trabajar sobre su
Haftará
, en preparación para su bar mlsvá. La madre de Stan Goodstein murió, y celebró el primer funeral judío de su congregación; luego, el señor Marcus reservó sus servicios para el 12 de agosto, y celebró su primera boda.

Fue una boda muy concurrida, abusando casi de las facilidades de la posada, y sorprendentemente formal para las montañas Ozark. Procedentes de Chicago, Nueva York, Massachusetts, Florida, Ohio y dos ciudades de Wisconsin, acudieron los parientes de Marcus y Beerman. No asistieron los amigos de Mort, pero sí cuatro condiscípulas de Deborah, entre ellas Leslie Rawlins, que era dama de honor.

Antes de la ceremonia, Michael estuvo casi una hora sentado en el dormitorio del piso superior con Mort y su hermano menor, que iba a ser el padrino. Los dos hermanos se hallaban sumamente nerviosos y habían estado dándole tientos a una botella de whisky para tranquilizarse. Michael se llevó consigo la botella al salir de la habitación. Se paró en lo alto de la escalera, preguntándose dónde podría guardarla. En la sala que había al pie de la escalera, se había reunido una multitud de hombres vestidos con chaquetas blancas y mujeres ataviadas con vestidos que seguían los dictados recién impuestos por Dior. Con sus largos guantes, sus delicados sombreritos y sus vestido de peau de soie de suaves colores, y vistas desde lo alto de la escalera, más parecían flores que mujeres, incluso las gordas. Evidentemente, decidió, no podía cruzar entre ellas llevando una botella de whisky. Por fin, la escondió en un armario del desván, detrás de una aspiradora y delante de una gran lata de cera para el suelo.

Cuando comenzó la ceremonia, todo se desarrolló como si hubiera sido ensayado previamente. Mort estaba sereno y con talante gravé. El blanco velo de Deborah, coronado por una diadema de albas flores que envolvía como un halo su cabeza, suscitó los clásicos murmullos cuando entró del brazo de su padre, con los ojos recatados tras el espeso velo. Sólo la rigidez con que sostenía su libro de oraciones desmentía su aplomo.

Cuando la ceremonia terminó y hubo felicitado a todo el mundo, Michael se encontró a sí mismo cogiendo una copa de champaña, mientras los ojos de Leslie Rawlins le miraban por encima de la suya.

Ella bebió y le dirigió una sonrisa.

—Vaya —dijo—, eres un tipo impresionante.

—¿Ha salido bien? —preguntó él—. Te diré un secreto, si me prometes no contárselo a nadie. Es la primera boda que he oficiado yo solo.

—Mi enhorabuena. —Leslie le alargó la mano, y él se la estrechó—. Ha sido maravilloso, de verdad. Me has hecho sentir escalofríos de emoción a lo largo de la espina dorsal.

El champaña estaba seco y frío, exactamente lo que él necesitaba ahora que había terminado la ceremonia.

—Tú eres quien tiene que recibir la enhorabuena —recordó de pronto—. Tú y Deborah os graduasteis en junio, ¿No?

—Oh, sí —respondió Leslie—. La verdad es que ya tengo un empleo. Después de las vacaciones voy a empezar como investigadora en Newsweek. Estoy muy animada. Y un poco asustada.

—Lo único que necesitas es contar hasta diez y tirar del anzuelo —dijo él, y los dos se echaron a reír.

Su vestido y accesorios eran de color azul, exactamente el mismo que el de sus pupilas. Las restantes damas de honor, que eran las otras tres muchachas de Wellesley y una de las primas de Deborah, llegada de Winnetka, iban de rosa. El azul acentuaba el color rubio de su pelo, decidió.

—Me gustas de azul. Pero estás más delgada.

Leslie no trató de ocultar su satisfacción.

—Me alegro de que te hayas dado cuenta. He estado siguiendo un régimen.

—No hagas tonterías. Has dicho Newsweek, no Vogue. Estabas perfectamente antes. —Cogió la copa vacía de Leslie y volvió al cabo de un momento con dos copas llenas—. Estoy pensando en noviembre. Tres semanas de vacaciones. Iré a Nueva York. Estoy deseando que llegue el momento.

—Todavía no tengo domicilio fijo allí. Pero si te aburres llámame a la revista. Te llevaré a pescar.

—De acuerdo —dijo Michael.

El rabino Sher estaba muy complacido.

—Muy complacido —repitió—. No puedo expresarle cuánto me satisfacen los resultados obtenidos con sus viajes. Tal vez esto dé ocasión a que se envíen otros rabinos a zonas más alejadas.

—La próxima vez me gustaría una jungla salvaje —dijo Michael—. Algún lugar lleno de pantanos, con mucha malaria.

El rabino Sher se echó a reír, pero miró fijamente a Michael.

—¿Está cansado? —dijo—. ¿Quiere ceder su puesto a otro?

—Tengo a dos chicos casi listos para el
Bar misvá
. He aprendido a abrirme paso por las montañas. Estoy planeando la celebración de un
Séder
en comunidad para la próxima Pascua, con participación, tal vez, de cuarenta familias en Mineral Springs.

—Deduzco que la contestación es que no.

—Todavía no.

—Bien, pero recuerde que nunca he considerado esto como el esfuerzo de toda su vida. Por toda América hay templos que desean contratar rabinos. Y fuera del país, también. Cuando se canse de su labor de explorador, dígamelo.

Los dos estaban contentos cuando se estrecharon las manos.

Nueva York. Nueva York estaba algo más sucio de lo que él recordaba, pero era mucho más excitante. El paso preocupado de los transeúntes de Manhattan; la forma indiferente con que las gentes se rozaban en las aceras; la perversa belleza de las mujeres a lo largo de la Quinta Avenida y en Madison; la sofisticación de una blanca perrita francesa poniéndose en cuclillas para defecar en la cuneta de la calle 57, frente al parque, mientras un portero negro de grises cabellos se estiraba los puños y miraba en otra dirección, cogiendo el extremo de la correa… Todas estas cosas se le antojaban nuevas, aunque las había estado viendo casi toda la vida sin haber reparado especialmente en ellas. En su primer día de estancia en la ciudad, después de hablar con el rabino Sher, anduvo mucho. Luego, cogió el metro para regresar a Queens.

—Come —le dijo su madre.

Trató de explicarle que había estado bien alimentado, pero ella sabía que mentía para ahorrarle gastos.

—¿Y qué te parecen los chicos? —le preguntó su padre.

El hijo de Ruthie tenía siete años. Se llamaba Mosté. La niña, Cané, tenía cuatro. El año anterior sus abuelos maternos habían pasado dos meses con ellos, a pesar de las incursiones árabes y del bloqueo británico, que habían franqueado con sus pasaportes americanos en las manos. Tenían una caja llena de fotografías de los dos pequeños y curtidos extranjeros para enseñárselas.

—Figúrate —dijo su madre—, tan pequeños y duermen solos, separados de sus padres. En un edificio apartado, sólo con otros pisilés. ¡Vaya sistema!

—Socialistas, todo el
Kibutz
—dijo su padre—. Y, fuera, los árabes lanzando miradas de odio. ¿Te imaginas a tu hermana conduciendo un camión con un fusil sobre el asiento?

—Un autobús. Para los niños —rectificó su madre.

—Un camión con asientos en la trasera —afirmó su padre—. Me alegro de ser republicano. Y esos soldados británicos, metiendo las narices en todas partes. Y sin comida. ¿Sabías que es imposible comprar allí una docena de huevos?

—Come —le insistió su madre.

La tercera noche, empezó a pensar en algunas de las muchachas que había conocido. Sólo recordaba dos de las que no supiese que estaban casadas. Llamó a la primera; estaba casada. La madre de la otra le informó que su hija estaba en la sección de psicología clínica de la Universidad de California.

—En Los Ángeles —recalcó—. No le escribas a la otra, porque tal vez no le llegue la carta.

Llamó a Maury Silverstein, que tenía ahora su propio apartamento. Maury se había especializado en química, en Queens, pero trabajaba como agente de televisión; había ingresado en una de las mas importantes agencias.

—Oye, salgo para California dentro de cuarenta minutos —dijo—. Pero volveré la semana que viene. Tengo que verte. El jueves doy una fiesta en mi casa y quiero que vengas. Hay mucha gente estupenda que quiero que conozcas.

Other books

Thread Reckoning by Amanda Lee
El Sótano by David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia
My Theater 8 by Milano, Ashley
Restoration by John Ed Bradley
The Devil Wears Plaid by Teresa Medeiros
His Dark Desires by Jennifer St Giles
God Touched - 01 by John Conroe
The Sword of Bheleu by Lawrence Watt-Evans