El Rabino (29 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

BOOK: El Rabino
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Llamó a la señora Harold Popkin, de soltera Mimi Steinmetz. Acababan de comunicarle que el análisis había dado resultado positivo.

—Deberías sentirte halagado —le dijo—. Mi madre no lo sabe todavía. Sólo Hal. Te lo digo a ti porque eres un viejo amigo.

Charlaron unos momentos acerca del embarazo.

—Oye —dijo Michael finalmente—, ¿Conoces alguna chica guapa con la que pueda salir mientras estoy en Nueva York? Me parece que he perdido el contacto con mis antiguas relaciones.

—¿Ves lo que les pasa a los solterones? —Guardó silencio unos momentos, saboreando lo que había sido de él sin ella—. ¿Qué te parece Rhoda Lewitz? Nos hemos hecho muy buenas amigas.

—¿Era una chica muy gorda? ¿Con mucho acné?

—No es tan gorda —repuso Mimi—. Mira, pensaré en ello.

Estoy segura de que podré encontrar a alguien. Nueva York está lleno de chicas solteras.

La telefonista de Newsweek no sabía cómo localizar a Leslie, pero cuando le dijo que la señorita Rawlins había ingresado hacía poco y estaba en el departamento de investigaciones, consultó una lista y le puso con su línea.

La esperó ante el edificio, en la calle 42. A las cinco y diez, ella salió con aire ligeramente excitado.

—De modo que ésa es otra cualidad tuya —dijo Michael, cogiéndola de la mano—. Llegas tarde a las citas.

—De modo que ésa es otra cualidad tuya. Eres exageradamente puntual.

Michael miró en derredor, buscando un taxi. Leslie le preguntó a dónde iban y, cuando él le propuso Miyako, dijo que quería ir andando. Fueron paseando a lo largo de catorce manzanas. No hacía mucho frío, pero el viento soplaba a ráfagas, abriéndole el abrigo y ciñendo su falda contra las esbeltas piernas. Cuando llegaron al restaurante, la sangre les circulaba velozmente por las venas y estaban dispuestos a tomar un Martini.

—Por tu trabajo —dijo él, cuando entrechocaron sus copas—. Y, a propósito, ¿Qué tal te va?

—Ah. —Arrugó la nariz—. No es tan excitante como me parecía al principio. Me paso el tiempo en las bibliotecas e inclinada sobre volúmenes dramáticos, como la guía de teléfonos. Y saco recortes de periódicos de ciudades totalmente desconocidas.

—¿Vas a probar alguna otra cosa?

—No creo —repuso, comiendo una aceituna—. Todo el mundo decía que yo hacía muy bien mi trabajo como directora del Wellesley News. Un artículo que escribí acerca de la carrera de aros ganada por una mujer casada fue adquirido por la Associated Press. Yo creo que sería buena redactora de noticias. Aguantaré hasta que me den una oportunidad.

—¿Qué es una carrera de aros?

—En Wellesley, todos los años, las chicas del último curso, vestidas con sus túnicas y sus birretes, hacen rodar unos aros. Es una tradición muy antigua. La creencia es que la ganadora será la primera chica de la clase que encontrará marido. Eso es lo que resultó tan divertido en nuestra promoción. Lois Fenton se había casado en secreto hacía seis meses con un estudiante de medicina de Harvard. Cuando ganó, se sintió tan aturdida que rompió a llorar y lo contó todo, y así fue como anunciaron su matrimonio.

Llegó la comida, tempura y una sopa delicadamente sazonada y guarnecida con finas hebras de verduras cortadas en complicados dibujos, seguidos de sukiyaki, que preparó en la misma mesa un camarero diestro y teatral. Michael pidió una jarra de saki, pero Leslie no lo quiso, porque estaba caliente, y se la bebió él solo.

Después, mientras la ayudaba a ponerse el abrigo, rozó suavemente sus hombros con las palmas de las manos. Ella volvió la cabeza y le miró.

—No creí que me llamaras —dijo.

Quizá fuera debido al licor, pero sintió la necesidad de mostrarse completamente sincero con aquella muchacha.

—No quería hacerlo —dijo.

—Los rabinos no deben salir con chicas gentiles, ya lo sé —comentó Leslie.

—Entonces, ¿Por qué aceptaste mi invitación?

Ella se encogió de hombros y, luego, movió la cabeza.

Una vez fuera, Michael llamó a un taxi, pero Leslie no quería ir a ningún sitio más.

—Mira, es una tontería. Somos adultos y somos modernos.

¿Por qué no hemos de ser amigos? Es muy temprano —dijo—. Vámonos a alguna parte a escuchar buena música.

—No —respondió Leslie.

No hablaron apenas hasta que el coche se detuvo frente a la casa de ella, un edificio de ladrillo rojo situado en el extremo oeste de la calle 60.

—No te apees —dijo Leslie—. A veces es terriblemente difícil encontrar otro taxi en esta zona.

—Ya encontraré uno —respondió Michael.

Vivía en el segundo piso. El descansillo estaba pintado de un triste color marrón. Tuvo la impresión de que ella no quería que entrase en el apartamento.

—Empecemos de nuevo mañana por la noche. —dijo—. ¿En el mismo sitio y a la misma hora?

—No —respondió ella—. Gracias.

Le miró, y él se dio cuenta de que probablemente se echaría a llorar cuando estuviese sola.

—Escucha —dijo Michael, inclinándose hacia delante para besarla, pero ella se volvió y sus cabezas chocaron.

—Buenas noches —dijo Leslie, y entró en el apartamento.

Michael encontró un taxi sin ninguna dificultad, como sabía que ocurriría.

A la mañana siguiente se despertó tarde, y cuando al fin se levantó, pasadas ya las once, se tomó un copioso desayuno.

—Tu apetito ha mejorado —dijo su madre con aire satisfecho—. Esta noche, debes de haberte divertido con todos tus viejos amigos.

Michael decidió llamar a Max Gross. Hacía dos años que no había estudiado con un buen experto talmúdico, y así es como pasaría el resto de sus vacaciones, pensó.

Pero cuando se acercó al teléfono marcó el número de la revista y preguntó por Leslie.

—Soy Michael —dijo cuando oyó su voz.

Ella guardó silencio.

—Me gustaría mucho verte esta noche.

—¿Qué es lo que quieres de mí? —preguntó Leslie.

Su voz sonaba de un modo extraño, y comprendió que debía de estar formando campana con la mano sobre el aparato para impedir que oyera la conversación alguien situado cerca de su mesa.

—Sólo quiero ser tu amigo.

—Es por lo que te dije de la primavera pasada, ¿Verdad? Tienes una especie de complejo de asistente social. Me consideras un caso interesante.

—No seas tonta.

—Bueno, si no es eso debes de considerarme una curiosidad.

¿Es eso lo que quieres, Michael? ¿Un poco de sexo furtivo antes de tu regreso a las montañas?

Se encolerizó.

—Mira, te ofrezco mi amistad. Si no la quieres, al diablo contigo. Y ahora dime, ¿Estoy ahí a las cinco, sí o no?

—Sí —respondió ella.

Volvieron a cenar juntos, esta vez en un restaurante sueco. Luego, fueron a oír música, la orquesta de Eddie Condon en el Village. Al despedirse delante de la puerta de su casa, ella le estrechó la mano, y él la besó en la mejilla.

El día siguiente era viernes, Michael fue con sus padres a la sinagoga, rechinando los dientes a lo largo de todo el Oneg
Shabbat
, mientras su madre le presentaba a media docena de personas que ya conocía: «Éste es mi hijo, el rabino», igual que en los chistes.

El sábado, empezó a llamarla. Después de haber marcado las dos primeras cifras de su número de teléfono, se detuvo y se preguntó qué estaba haciendo, como un hombre que despierta súbitamente de un sueño.

Marchó en su coche largo tiempo, y cuando pensó en mirar a su alrededor se encontraba ya en Atlantic City. Aparcó el coche, se subió el cuello del abrigo y caminó a lo largo de la playa, muy cerca de la orilla. Se entretuvo con lo que siempre hacía cuando paseaba por una playa; dejó que el agua se acercara a sus pies, esperando hasta el último instante para saltar hacia atrás y evitar mojarse. Si persistía en ello mucho tiempo, acabaría ganando al mar. Sabía que era un juego de tontos, como el juego de un rabino que sale con la hija de un clérigo perteneciente a otra confesión religiosa. La manera de ganar en ambos juegos consistía en mantenerse alejado y de forma permanente. No más invitaciones a cenar, no más bromas, no más estudiar en secreto su perfil o desear su carne. No volvería a salir con ella, no volvería a verla, no volvería a hablarle, la alejaría por completo de su mente. La decisión le alivió, y se apartó del agua con una especie de melancólico orgullo, caminando a grandes pasos y llenando sus pulmones de aire salino mientras marchaba sobre la endurecida arena. El viento proyectaba sobre su rostro la espuma marina y acabó venciendo la protección que le deparaba el abrigo. Al cabo de un rato, abandonó la playa y tomó una insípida cena en un restaurante lleno de congresistas, fabricantes de frigoríficos o de alimentos congelados; no logro enterarse bien.

Dio una vuelta por Nueva Jersey, y era ya casi medianoche cuando regresó a Nueva York. La llamó desde la cabina telefónica de un establecimiento nocturno, sintiéndose dominado por el sueño mientras sonaba insistentemente la llamada.

—¿Te he despertado?

—No.

—¿Quieres tomar una taza de café?

—No puedo. Acabo de empezar a lavarme la cabeza. Creí que no ibas a llamarme esta noche.

Él guardó silencio.

—No voy a trabajar mañana —dijo Leslie—. ¿Te gustaría venir aquí a comer?

—¿A qué hora? —preguntó.

Leslie vivía en una gran habitación amueblada.

—Esto es lo que llaman de un solo ambiente —dijo, mientras se quitaba el abrigo—. Lo que le salva de ser un estudio es la cocinita. O quizá todo lo contrario —sonrió—. Podría haberme permitido alquilar algo mejor si lo hubiera compartido con otra u otras dos chicas, pero después de cuatro años de dormir en comunidad la intimidad significa mucho para mí.

—Es bonito —mintió él.

Era una sombría habitación, con una sola y gran ventana que ella había tratado de hacer atractiva adornándola con unas alegres cortinas. Había una alfombra oriental no muy raída; feas y viejas lámparas; un destartalado sillón; una mesa pintada y dos sillas de respaldo recto; una buena mesa de caoba que, probablemente, se había comprado ella misma, y dos librerías que contenían libros de texto, así como buen número de novelas, ninguna de ellas histórica. La cocina era diminuta, y apenas si había en ella el sitio suficiente para que pudiera desenvolverse la persona que preparara las comidas en el fogón de dos fuegos. El minúsculo frigorífico estaba colocado debajo de la fregadera. Leslie le sirvió un Martini. Michael se sentó en el sofá plegable, y bebió mientras ella preparaba la comida.

—Espero que te agradará una comida abundante —dijo Leslie.

—En efecto. Luego, puedo invitarte a una cena exigua. Piensa en el dinero que ahorraré.

Comieron queso, galletas, jugo de tomate, anchoas, chuletas de ternera a la parmesana, pastel de limón y café turco.

Después de comer, empezaron a sacar juntos el crucigrama del Times y, cuando se atascaron, ella lavó los platos y él los secó.

Una vez que acabaron con los platos, Michael se sentó en el sofá y fumó su pipa, mientras observaba la forma en que se aplastaban los pechos de Leslie al tenderse boca abajo tratando de resolver el crucigrama.

Desvió la vista hacia los libros.

—Predomina la poesía —observó.

—Me encanta. He extraído mis conocimientos de poesía y de los hombres y las mujeres del mismo sitio, el sitio de donde los extraen los hijos de los clérigos.

—¿la Biblia?

—Hum. —Sonrió y cerró los ojos—. Cuando era pequeña, soñaba despierta con que en mi noche de bodas mi marido recitaría el Cantar de los cantares.

Michael deseaba, simplemente, rozarle la cara con las manos para apartar el cabello de la suave y sonrosada carne de sus orejas y besarla allí.

En lugar de ello, cogió un cenicero, pasando la mano por delante de ella, y vació la cazoleta de su pipa.

—Espero que lo haga —dijo en voz baja.

El lunes, Leslie se las arregló para salir temprano de la oficina. Fueron al zoo del Bronx, donde pasaron largo rato riéndose con los monos y del horrible hedor que llenaba el recinto, que, según juraba ella, envolvía la cara de Michael en una atractiva luz verde. El martes, fueron a ver Aida en el Metropolitan y luego a cenar a Luchowés. Leslie se entusiasmó con la cerveza negra.

—Sabe como si hubiese sido destilada de setas —dijo—. ¿Te gustan las setas?

—Me apasionan.

—Entonces, tú abandonarás el rabinato, yo dejaré la revista, nos haremos granjeros y cultivaremos miles y miles de setas en deliciosas y humeantes capas de estiércol.

Él no dijo nada, y ella sonrió.

—¡Pobre Michael! Ni siquiera puedes bromear acerca de la posibilidad de dejar el rabinato, ¿Verdad?

—Así es —respondió él.

—Me alegro. Así es como debe ser. Algún día, cuando yo sea vieja y tú te hayas convertido en un gran dirigente espiritual de tu pueblo, recordaré cómo te ayudé a pasar tus vacaciones cuando los dos éramos jóvenes.

Él contempló sus labios acercarse al borde del vaso y beber la oscura cerveza.

—Serás una vieja dama encantadora —dijo.

El miércoles, comieron temprano y visitaron el Museo de Arte Moderno, mirando, charlando y caminando hasta que se cansaron. Michael le compró un pequeño grabado con marco para ayudar a las cortinas a combatir la monotonía de la habitación, y tres botellas pintadas en tonos naranja, azulados y pardos por un artista desconocido para ellos. Luego fueron a su apartamento, donde colgaron el grabado de la pared. A Leslie le dolían los pies. Echó agua caliente en la bañera, mientras se quitaba los zapatos y las medias en la otra habitación. Luego, se subió la falda por encima de las rodillas, se metió en la bañera y se sentó en el borde de la misma. Agitaba los dedos de los pies en el agua con tal satisfacción retratada en el rostro, que Michael se quitó los zapatos y los calcetines, se remangó las perneras de los pantalones y se sentó a su lado, mientras Leslie reía con tantas ganas que tuvo que agarrarse al borde da la bañera para no caerse. Empezaron a hacerse señas bajo el agua con los dedos de los pies. Michael adelantó su pie izquierdo para tocar el derecho de ella, quien levantó a su vez el pie derecho hasta mitad de camino; y ambos pies juguetearon primero como niños y luego como amantes. Michael la besó con fuerza. Su pernera derecha se desenrolló, y la parte inferior de la misma quedó bajo el agua. Ella se rió todavía más cuando él salió de la bañera para secarse los pies. Cuando Leslie salió también, tomaron café en la mesa, mientras Michael sentía en el tobillo la humedad del pantalón.

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