Las semanas transcurrieron tan rápidamente que Michael se quedó sorprendido cuando el Consejo del templo le ofreció un nuevo contrato. Había pasado un año. El nuevo documento preveía una duración de dos años. Lo firmó sin vacilar. El templo Emeth era suyo.
Los viernes por la noche asistía bastante gente al servicio, y su sermón promovía animadas discusiones en el Oneg
Shabbat
. Cuando llegaron Rosh ha Shaná y
Yom Kippur
, se vio obligado a celebrar los servicios en sesiones dobles.
En medio del segundo servicio del último día de
Yom Kippur
, recordó súbitamente cuán solitario y ocioso había estado en San Francisco.
Daba algunos consejos matrimoniales, los menos posibles. Descubrió que él tenía su propio problema matrimonial. El mes siguiente a su traslado a Pensilvania, él y Leslie decidieron que Max era lo bastante mayor como para tener un hermano o una hermana y dejaron de aplicar el control de la natalidad, en la confiada esperanza de que la creación, una vez lograda, se duplica fácilmente.
Leslie envolvió el diafragma en polvos de talco y guardó la cajita en la cómoda de madera de cedro, juntamente con las mantas sobrantes. Hacían el amor dos o tres veces a la semana, llenos de esperanza, y, cuando hubo pasado un año, Michael se encontró con que, por las noches, cuando se separaba de su mujer y ésta, despreciando ulteriores caricias, le daba la espalda y se disponía a dormir, él continuaba despierto en la cama.
En vez de dormirse, miraba a la oscuridad y veía los rostros de niños no nacidos y se admiraba de que fuese tan difícil hacer llegar a uno de ellos al mundo.
Rezaba a Dios suplicando ayuda y, después, entraba muchas veces descalzo en el cuarto de su hijo, ajustando nerviosamente el borde de la manta para que quedara junto a la pequeña mandíbula, y miraba a la diminuta figura que tan indefensa se encontraba en el sueño, privada de la creencia de que él podía eliminar toda clase de mal con sólo acariciarle el estómago. Y volvía a rezar, rogando por la salud y la felicidad del niño.
Y así pasaban muchas de sus noches.
Morían las personas, y él las encomendaba a la expectante tierra. Predicaba, rezaba. Hombres y mujeres se enamoraban, y él legalizaba y santificaba sus uniones.
El hijo del profesor Sidney Landau, que enseñaba matemáticas, se fugó con la rubia hija del sueco Jensen, el profesor de educación física. Mientras la señora Landau se acostaba tras haber tomado un sedante, Michael fue aquella noche con su marido para reunirse con los señores Jensen y su director espiritual, un luterano llamado Ralph Jurgen. Tras una penosa velada, Michael y el profesor Landau atravesaron juntos los silenciosos terrenos de la universidad.
—Unos padres muy apenados —dijo Landau, suspirando—. Igual de apenados que nosotros. Igual de asustados.
—Si.
—¿Hablará usted con esos jóvenes locos cuando vuelvan?
—Ya sabe usted que lo haré.
—No servirá de nada. Los padres de ella son muy religiosos.
Ya ha visto al clérigo.
—No anticipe las cosas, Sidney. Espere a que vuelvan. Déles una oportunidad de encontrar su camino. —Hizo una pausa—. Da la casualidad de que conozco bien su problema.
—Sí, eso es cierto —dijo el profesor Landau. Movió la cabeza—. No debería estar hablando con usted. Debería estar hablando con su padre.
Michael no dijo nada.
El profesor Landau le miró.
—¿Conoce la vieja historia del padre judío que acudió profundamente afligido a su rabino y le habló de la huida de su hijo con una shickseh y de su subsiguiente conversión?
—No —repuso Michael.
—«Yo tuve un hijo, rabbi —dijo el hombre—, y se hizo goy.
¿Qué debo hacer?».
—Y el rabino movió la cabeza. «Yo también tuve un hijo —dijo al hombre—. Y se casó con una shickseh y se hizo goy».
—«¿Y qué hizo usted?», preguntó el judío al rabino.
—«Fui al templo y recé a Dios —respondió el rabino—, y, de pronto, una gran voz llenó el templo».
—«¿Qué decía la voz, rabbi?», preguntó el padre judío.
—«La voz decía: «YO TAMBIÉN TUVE UN HIJO…»
Rieron los dos, sin alegría. Cuando llegó a su calle, el profesor Landau pareció sentirse aliviado al despedirse.
—Buenas noches, rabbi.
—Buenas noches, Sidney. Llámeme si me necesita.
Michael le oyó sollozar suavemente mientras se alejaba.
Y así pasaron muchos de sus días.
Michael y Max estaban de pie en el polvoriento andén de la estación cuando hizo su entrada el tren de Filadelfia de las 4.02. Max le apretó con fuerza la mano al pasar con gran estruendo la máquina junto a ellos.
—¿Asustado? —preguntó Michael.
—Un poco.
—No te asustarás cuando seas mayor —dijo Michael, sin creerlo él mismo.
—No —dijo el niño, pero no soltó la mano de su padre.
Leslie parecía cansada cuando bajó y se dirigió hacia ellos. Les besó, y, luego, subieron al Tudor Ford verde que había sustituido al Plymouth azul hacía casi dos años.
—¿Qué tal? —preguntó Michael.
Leslie se encogió de hombros.
—El doctor Reisman es un hombre muy amable. Me examinó, estudió los resultados de tus análisis y dijo que cuando tú y yo estemos juntos debería haber una explosión de vida. Luego, me dio unas palmaditas en la espalda y dijo que siguiéramos intentándolo. Yo le di nuestra dirección a su enfermera para que pueda mandarte una buena cuenta.
—Excelente.
—Me dio algunas instrucciones. Cosas que hay que hacer.
—¿Cuáles?
—Haremos un ensayo después —repuso Leslie, atrayendo hacia sí a Max y apretándole con fuerza—.Por lo menos,tenemos a este granujilla, gracias a Dios, Michael —añadió, hundiendo el rostro entre el pelo del niño—. Tomémonos un par de días de vacaciones.
De pronto se dio cuenta de que eso era exactamente lo que él quería hacer.
—Podíamos ir a Atlantic City, a ver a mi padre.
—Hemos estado hace poco. Tengo una idea mejor. Podemos tomar provisionalmente una niñera y marcharnos los dos solos. Dos o tres días al Poconos.
—¿Cuándo?
—Qué te parece mañana?
—Pero aquella noche, mientras bañaba a Max, sonó el teléfono. Michael habló unos minutos con Felix Sommers, presidente del comité de edificación. El grupo acababa de regresar de una gira de inspección.
—¿Han visto ese nuevo templo de Pittsburgh? —le preguntó Michael.
—Es un hermoso templo —repuso el profesor Sommers—. No exactamente lo que estamos buscando, pero muy bonito. El rabino le conocía a usted y me encargó que le saludara de su parte. Rabbi Levy.
—Joe Levy. Buena persona. —Hizo una pausa—. Felix, ¿Qué número hace este templo de todos los que hemos inspeccionado?
—Veintiocho. ¡Dios mío!
—Sí. ¿Cuándo vamos a dejar de inspeccionar y empezar a aplicar lo que hemos visto?
—Por eso le he llamado, Michael —respondió Sommers—. Hemos hablado con el arquitecto que dirigió el templo de Pittsburgh. Se llama Paolo di Napoli. Nos parece grande, en el significado exacto de la palabra. Nos gustaría que le conociera usted y viera sus cosas.
—Me parece excelente —asintió Michael—. Dígame qué día.
—Hay una dificultad. Sólo puede reunirse con nosotros mañana o el domingo que viene.
—Ninguna de las dos fechas es buena para mí —dijo Michael—. Tendremos que hacerlo algún otro día.
—Ahí está la cosa. Se marcha a Europa. Estará allí tres meses.
—El próximo domingo tengo una boda —dijo Michael—. Y mañana… —Suspiró—. Bien, que sea mañana —concluyó.
Se despidieron. Michael entró en la habitación para decir a Leslie que el viaje quedaba suspendido.
Por la mañana, él y Felix Sommers marcharon a Filadelfia. Salieron temprano y se detuvieron a desayunar en la carretera.
—Estoy preocupado por el hecho de que Di Napoli no sea judío —dijo Michael en el restaurante.
Sommers, que estaba partiendo un panecillo, levantó la mirada.
—Me extraña que diga usted eso.
Michael insistió.
—No creo que un cristiano pueda introducir la adecuada sensibilidad en el diseño de un templo. La identificación, la debida emoción. La concepción está expuesta a carecer de lo que mi abuelo llamaba el Yiddishé Kevetj.
—¿Qué diablos es el Yiddishé Kevetj?
—¿Ha oído alguna vez a Perry Como cantar Elí, Elí?
Sommers asintió con la cabeza.
—¿Recuerda cómo lo cantaba Al Johnson?
—¿Y…?
—La diferencia es Yiddishé Kevetj.
—Si Paolo di Napoli acepta este encargo —dijo el profesor Sommers—, conseguiremos algo mejor que un arquitecto judío. Conseguiremos un gran arquitecto.
—Veremos —objetó Michael.
Pero, una vez en el despacho del arquitecto, ya de buenas a primeras Di Napoli agradó a Michael. Sin mostrarse arrogante, no presentó excusas por su arte. Permaneció sentado, fumando su corta pipa y mirándoles, mientras ellos contemplaban su obra. Tenía muñecas fuertes, ojos tristes y oscuros, espesos cabellos grises y un enorme bigote, parecido a un pequeño cepillo, sobre el labio superior; un bigote, pensó Michael, que le declaraba inmerso en cualquier juego que el mundo estuviera realizando. Entre sus obras, había cuatro templos verdaderamente excepcionales y media docena de iglesias, así como una insólita y sorprendente biblioteca infantil para una ciudad del Medio Oeste. Miraron los planos y bocetos, deteniéndose preferentemente sobre los de los templos.
En cada uno de los planos de los templos, había sido dibujado un pequeño sol en el este, de frente a la fachada principal.
—¿Por qué los soles? —preguntó Michael.
—Idiosincrasia personal. Esos soles son mi intento particular por establecer un débil eslabón con el pasado muerto.
—¿Cómo es eso? —preguntó Sommers.
—Cuando el templo de Salomón fue construido, hace tres mil años, en el monte Moriá, Yahvé era un dios solar. El templo estaba situado de modo que su puerta principal se hallaba en línea recta con la cumbre del monte de los Olivos, el cual se alzaba exactamente al este y a unos sesenta metros de altura. Dos veces al año, los días del equinoccio, los primeros rayos del sol naciente que brillaban sobre el monte de los Olivos penetraban por la abierta puerta oriental. Los rayos atravesaban el corazón del edificio hasta llegar al apartado nicho de la pared occidental, que era el lugar más sagrado del templo. —Sus labios se curvaron—. Sucedió, simplemente, que para esos cuatro templos resultaba adecuada una orientación al este. Si no lo es para el suyo, no tengo el menor inconveniente en adoptar otra distinta.
—Me agrada la idea —aprobó Michael—. «Alzad, oh puertas, vuestras frentes… Alzaos más, sempiternas entradas; que va a entrar el Rey de la gloria».
Intercambió una mirada con Sommers, y se sonrieron el uno al otro.
Yiddishé Kevetj.
—¿Tiene la lista de detalles que le pedí que trajera? —preguntó Di Napoli a Sommers.
Sommers la sacó de su cartera de mano. El arquitecto la estudió largo rato.
—Algunas de estas cosas pueden ser combinadas con vistas a una mayor economía sin sacrificar el proyecto —dijo.
—Tiene que ser un lugar de oración —manifestó Michael—. Eso sobre todo.
Di Napoli se acercó a un archivador y volvió con una satinada reproducción de un dibujo arquitectónico. La base del edificio en él representado era una estructura de un solo piso, baja y tan rígida como la base de una pirámide.
El segundo piso del proyecto abarcaba una superficie menor y se alzaba en un grupo de majestuosos arcos paraboloides hasta convertirse en un techo abovedado, sensual y etéreo a la vez, bellamente proyectado hacia arriba y apuntando al cielo tan firmemente como la torre de una iglesia de Nueva Inglaterra.
—¿Qué es? —preguntó finalmente Sommers.
—Una catedral que será construida en New Norcia, Australia.
Diseñada por Pier Luigi Nervi —repuso Di Napoli.
—¿Puede usted darnos algo que invoque el mismo espíritu de Dios? —preguntó Michael.
—Lo intentaré —respondió Di Napoli—. Tendría que conocer el emplazamiento. ¿lo tienen ya?
—No.
—El emplazamiento determina muchas cosas. Pero… me inclino hacia el uso de materiales combinados. Ladrillos de superficies no terminadas. Hormigón áspero, con colores cálidos que den vida al edificio.
—¿Cuándo podrá mostrarnos los bocetos preliminares de sus ideas? —preguntó Michael.
—Dentro de tres meses. Los prepararé durante mi estancia en Europa.
Felix Sommers se aclaró la garganta.
—¿Cuánto costará, aproximadamente, un edificio así?
—Naturalmente, tendremos que trabajar dentro de los límites de la suma de que se disponga —repuso el arquitecto, encogiéndose de hombros.
—Tendrá que ser recolectada en su mayor parte —dijo Michael—. Ya ha visto usted nuestras condiciones y detalles. Contemple la clase de templo que usted quiere crear. Con economía. Pero algo que sea arte, un bello santuario para la adoración de Dios, como la catedral de Nervi. ¿Cuánto se necesita para un lugar así?
Paolo Di Napoli sonrió.
—Rabbi Kind, está usted hablando de medio millón de dólares.
Varias semanas después, un amplio y elegante letrero de caracteres azules era plantado en el solar del templo Emeth:
VAMOS A PONERNOS A LA OBRA, Nehemías 2, 20.
Junto a él se pintó un termómetro negro de tres metros y medio de altura, con divisiones de miles de dólares en vez de grados de temperatura.
En lo alto del termómetro, junto a las palabras «lo que necesitamos», figuraba la cifra 450.000. La línea roja estaba en la parte baja a sólo cuarenta y cinco o cincuenta mil dólares.
Desgraciadamente, su vista deprimía a Michael, puesto que le hacía pensar en el termómetro que el doctor Reisman había dado a Leslie y que ella se metía ahora en la boca todas las noches al acostarse.
Recostada contra la almohada, con la lámpara de la mesilla de noche encendida y un libro abierto sobre el regazo, el termómetro colgaba de sus labios como una barra de caramelo. Mientras él yacía a su lado esperando el veredicto que decidiría cómo había de pasar el cuarto de hora siguiente.
Treinta y seis con seis, o más, y podía dormirse. De treinta y cinco y medio a treinta y seis con seis, significaba que durante las doce horas siguientes estaba a la vista su objetivo, y él tendría que aprovechar virilmente la ocasión.