Michael no apartó la vista del tráfico.
—Entonces…, ¿Qué? ¿Florida?
Su padre suspiró.
—Sin ella, no. Sería incapaz. Iré a Atlantic City.
Michael emitió un gruñido.
—¿Qué hay allí?
—Conozco a gente que se ha retirado y vive allí. Conozco a otras personas que no se han retirado todavía, pero que van allí a pasar el verano. Fabricantes de ropas. Gente de mi clase. Acompáñame allí mañana —añadió—. Ayúdame a elegir un lugar para vivir.
—De acuerdo —dijo Michael.
—Me gustan las olas. Y toda esa maldita arena.
Le encontraron un dormitorio, cocina, pequeña sala de estar y cuarto de baño en un hotel residencial, pequeño pero bueno, de Ventnor, a dos manzanas de distancia de la playa. Estaba amueblado.
—Es caro, pero ¡qué diablos! —dijo Abe. Sonrió—. Tu madre se había vuelto un poco tacaña los últimos cuatro o cinco años. ¿lo sabías?
—No.
—¿Quieres las cosas que hay en el apartamento? —preguntó Abe.
—Escucha… —dijo Michael.
—Yo no las quiero. Ninguna. Si las quieres tú, llévatelas. Un agente venderá el apartamento.
—Está bien —asintió Michael al cabo de un rato—. Quizá la cama del Zaydeh.
Se sentía furioso, sin saber por qué.
—Lo demás también. Lo que no puedas usar, regálalo.
Después de comer, dieron un largo paseo. Se detuvieron un rato en una subasta simulada, donde se vendían objetos a tres veces su valor; luego, se sentaron bajo un deslumbrante sol de mediodía, contemplando el río de gente que pasaba ante ellos.
A quince metros de distancia, dos buhoneros, separados por un puesto de cervezas, libraban una batalla de simbolismo sexual. Un hombre en mangas de camisa y tocado con sombrero de paja pregonaba sus perritos calientes.
—Aquí está la salchicha más grande del mundo, caliente y con cuarenta y cinco deliciosos centímetros de longitud —gritaba el hombre.
—Globos de todos los colores, redondos, atractivos, saltarines, alegres y bellos —le respondía un hombre de baja estatura y aire de italiano, que llevaba un jersey azul roto.
Un negro sudoroso empujaba una silla de ruedas, en la que estaba sentada una señora muy gruesa con un niño desnudo en brazos.
Una banda de muchachitas pasó en traje de baño, haciendo oscilar sus esqueléticas caderas en una imitación patética de la voluptuosa rotación que imprimían a sus grupas sus artistas favoritas de Hollywood.
En alas de la brisa salina llegó desde un kilómetro y medio de distancia el rumor ronco de una multitud lejana y gritos apagados de terror.
—Ha saltado al yam, al mar, en su caballo —dijo Abe, con satisfacción. Hizo una profunda inspiración—. Un verdadero placer —agregó.
—Quédate aquí —dijo Michael—. Pero, cuando te aburras, recuerda que también tenemos playas en California.
—Iré a visitaros —dijo Abe. Encendió un cigarro—. No olvides que aquí puedo montar en el coche y visitar su tumba cuando quiera. Eso no lo puedo hacer en California.
Quedaron unos momentos en silencio.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Abe.
—Mañana —repuso Michael—. Tengo una congregación. No puedo dejarla desatendida. —Hizo una pausa—. Si es que estás bien.
—Estoy perfectamente.
—Papá, no vayas continuamente a visitar la tumba.
Abe no contestó.
—No le hará ningún bien a nadie. Sé lo que me digo.
Abe le miró y sonrió.
—¿A qué edad tiene que empezar el padre a obedecer al hijo?
—A ninguna —respondió Michael—. Pero yo veo la muerte, en ocasiones, hasta media docena de veces por semana. Sé que no compensa a los vivos que se sacrifiquen. No puedes volver atrás el reloj.
—¿No te deprime tu oficio?
Michael miró a un turco sudoroso, tocado con un Fez que parecía demasiado pequeño para su cabeza rechoncha y calva, que rodeaba con su brazo a una delgada pelirroja que aparentaba dieciséis años. Mientras andaban, la muchacha levantaba la mirada hacia el hombre gordo. «Su padre, tal vez», pensó esperanzadamente Michael.
—A veces —repuso.
—La gente acude a ti acosada por la muerte y la enfermedad.
Un muchacho que se encuentra en dificultades con la lev. Una muchacha que se ha quedado embarazada detrás del granero.
Michael sonrió.
—Ya no, papá. Hoy sucede eso, pero no detrás del granero. En los coches.
Su padre agitó la mano, haciendo caso omiso de la distinción.
—¿Y cómo ayudas a esa gente?
—Hago lo que puedo. A veces, consigo ayudar. Muchas otras veces, no. A veces, nadie puede ayudar. Sólo el tiempo y Dios.
Abe asintió con la cabeza.
—Me alegro de que lo comprendas.
—Pero siempre escucho. Eso es algo. Puedo ser un oído.
—Un oído. —Abe miró al mar, donde se veía un barco aparentemente inmóvil, una manchita negra en el horizonte azul—. Supón que acudiese a ti un hombre y te dijese que estaba viviendo con sus rodillas hundidas entre cenizas. ¿Qué le dirías?
—Tendría que saber más —dijo Michael.
—Imagina un hombre que hubiera vivido como un animal la mayor parte de su vida. Luchando como una fiera para ganar dinero. Precipitándose tras las mujeres. Corriendo como un caballo de carreras, dando vueltas continuamente sin tener un jockey encima.
—Y supón —añadió en voz baja— que despertase una mañana y descubriese que se había convertido en un viejo, que todo lo que quería había muerto y que no tenía a nadie que le quisiera realmente.
—¡Papá!
—Digo que le quisiera realmente, de tal modo que él fuese lo más importante en la vida de la otra persona.
A Michael no se le ocurría nada que decir.
—Tú me viste una vez en un momento terrible para ti —dijo su padre.
—No empieces otra vez con eso.
—No. No —dijo Abe, hablando rápidamente—, pero sólo quiero decirte que no fue la primera vez que poseía a otras mujeres mientras estaba casado con tu madre. Ni la última. Ni la última.
Michael agarraba con fuerza, con sus nudillos, los bordes de su silla.
—¿Por qué sientes la necesidad de descargar eso sobre mí? —dijo.
—Quiero que comprendas —repuso Abe—. En un momento determinado, todo aquello cesó. —Se encogió de hombros—. Quizá mis glándulas, quizás el cambio de vida. Se me ocurren hasta media docena de posibilidades. Pero me detuve y me enamoré de tu madre.
—Nunca tuviste oportunidad de conocerla, de conocerla realmente. Ni tampoco Ruthie. Pero ahora es peor para mí. ¿Puedes comprender eso, rabbi? ¿Puedes comprenderlo, melumad, mi hombre sabio? No la tuve durante mucho tiempo, la tuve luego por un poco de tiempo solamente, y ahora se ha ido ya.
—¡Papá! —exclamó Michael.
—Cógeme la mano —dijo su padre.
Michael vaciló. Abe alargó el brazo y cogió la mano de su hijo en la suya.
—¿Qué pasa? —preguntó con aspereza—. ¿Temes que nos tomen por invertidos?
—Te quiero, papá —dijo Michael.
Abe le apretó la mano.
—Calla —dijo.
Las gaviotas describían círculos en el aire. Pasaba la gente. Se veían muchos feces, toda una convención de turcos. Poco a poco, se iba acercando el barco negro.
«Hay muchos pretendientes al título, pero sólo ésta es la mayor salchicha del mundo».
La muchacha del caballo debía de haber saltado de nuevo al mar. Se oían, lejos, débiles gritos. Frente a ellos, sus sombras se iban haciendo más largas y menos nítidas.
Cuando llegó el momento de marcharse, Abe llevó a Michael al puesto de cervezas y levantó dos dedos. Detrás del mostrador había una muchacha de pelo castaño y aire aburrido, una chica ordinaria, de unos dieciocho años, de tipo atractivo, pero con dientes torcidos y facciones irregulares.
Abe la miró mientras retiraba los vasos de la bandeja y accionaba la espita.
—Me llamo Abe.
—¿Sí?
—¿Cómo te llamas tú?
—Sheila. —Tenía hoyuelos en las mejillas.
Los midió con el pulgar y el índice; luego, se acercó al hombre de los globos, compró uno de un vivo color rojo, volvió y ató el hilo en torno a la muñeca de la muchacha, de modo que el globo flotaba sobre ellos como un ensangrentado astro.
—Éste es mi hijo. Mantente alejada de él. Está casado.
Ella cogió fríamente el dinero que le tendía y le dio la vuelta. Cuando se separó de la caja registradora, reía y se movía más sinuosamente que antes, con el globo balanceándose sobre ella, un poco hacia atrás.
Abe acercó a Michael un vaso grande de cerveza.
—Para la carretera —dijo.
La vida, empezaba a comprender, era una serie de compromisos. El rabinato del templo Isaías no había dado los resultados que esperara, con enjambres de personas sentadas a sus pies para escuchar sus brillantes interpretaciones actualizadas de la sabiduría talmúdica. Su esposa era ya madre, y, a veces, buscaba subrepticiamente en sus ojos a la muchacha con la que se había casado, la que se había estremecido cuando él la miraba de cierta manera. Ahora, cuando por las noches hacían el amor, se oía a veces un débil llanto en la otra habitación. Entonces, Leslie se apartaba con brusquedad y corría hacia el niño, y él se quedaba tendido en la oscuridad, odiando a la criatura que amaba.
Llegaron las grandes festividades, y el templo desbordó de personas que recordaron súbitamente que eran judías y que había llegado el momento de henchirse de arrepentimiento para otro año. La vista del abarrotado templo le excitó y le colmó de nueva esperanza y de la firme resolución de acabar ganándoselos a todos al fin.
Decidió realizar un nuevo intento mientras estaba todavía fresco en sus mentes el sermón de
Yom Kippur
. Uno de sus antiguos profesores, el doctor Hugo Nachmann, estaba pasando una temporada en la sección de Los Ángeles del Instituto rabínico. El doctor Nachmann era un experto en el período de los manuscritos del mar Muerto. Michael le invitó a que acudiera a San Francisco para dar una conferencia en el templo.
Asistieron a la conferencia dieciocho personas. Michael observó que menos de la mitad de ellas eran miembros del templo. Dos de los asistentes resultaron ser periodistas científicos que habían acudido para entrevistar al doctor Nachmann sobre los aspectos arqueológicos del descubrimiento de los manuscritos.
El doctor Nachmann hizo fáciles las cosas para los Kind.
—Esto no es nada raro, ya saben —dijo—. Simplemente, en ciertas noches, la gente no siente ningún interés por las conferencias. Ahora, si se les hubiera ofrecido una cena con baile…
A la mañana siguiente, apoyado en la cerca que rodeaba a la semiterminada iglesia, Michael se encontró a sí mismo hablándole de ello al padre Campanelli.
—Sigo fracasando —dijo—. No hago nada que les haga entrar en el templo.
El sacerdote se acarició la sonrosada marca que tenía en la cara.
—Muchas mañanas, doy gracias a Dios por los días de precepto —dijo con suavidad.
Una mañana, varias semanas después, Michael yacía tendido en la cama, ligeramente abatido ante la perspectiva de un nuevo día. Sabía lo suficiente acerca de la psicología de la frustración personal para comprender que su estado de ánimo era un remanente del funeral de su madre, pero ello no le servía de consuelo mientras yacía con el pensamiento ausente, buscando alivio en el cálido muslo de su mujer y mirando una grieta que había en el techo de la habitación.
Había pocas cosas en el templo Isaías que le atrajesen lo suficiente como para hacerle saltar de la cama; ni siquiera un suelo limpio, se dijo a sí mismo.
Justo antes de las fiestas, el celador del templo, un desdentado mormón que durante tres años había cuidado de la limpieza del local, había anunciado que se retiraba a la casa de su hija, en Utah, para calmar su ciática y reavivar su espíritu. El Consejo del templo, con el que se reunía muy raramente, no se había mostrado muy activo en la tarea de reemplazarle. Mientras Phil Golden rezongaba y se encolerizaba, la plata y el bronce permanecían sin abrillantar y la cera amarilleaba en los suelos. Michael podía haber contratado un celador, seguro de que los cheques de su sueldo habrían sido extendidos por orden del rabino. Pero contratar un nuevo celador era misión del consejo del templo. «Por lo menos, mantendrían ese compromiso con el templo», pensó sombríamente.
—Levántate —dijo Lesslie, encogiendo la cadera.
—¿Por qué?
Pero setenta minutos después estaba aparcando su coche a la puerta del templo. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta. Dentro, oyó el ruido de un cepillo de fregar contra el linóleo y, siguiendo el sonido escaleras abajo, vio al hombre que, vestido con un mono blanco manchado de pintura, fregaba el suelo, apoyado en las manos y las rodillas.
—Phil —dijo Michael.
Golden se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Me he olvidado de traer los periódicos —dijo—. Cuando usted era niño, ¿Fregaba su madre los suelos los jueves por la tarde y extendía luego periódicos?
—Los viernes —repuso Michael—. Los viernes por la mañana.
—Los viernes por la mañana, ella preparaba chaleh.
—¿Qué está usted haciendo? ¿Un decrépito momser como usted fregando suelos? ¿Quiere que le dé un ataque al corazón?
—Tengo un corazón de toro —replicó Golden—. Un templo tiene que estar limpio. No puede tener usted un templo sucio.
—Pues que contraten un celador. Contrate uno usted mismo.
—Ya cuidarán de ello al cabo de algún tiempo. Empiece a hacer cosas por ellos, y nunca se molestarán en pensar en el templo. Entretanto, los suelos estarán limpios.
Michael movió la cabeza.
—Phil, Phil…
Dio media vuelta y subió la escalera. En su despacho se quitó la chaqueta y la corbata y se remangó la camisa. Luego, rebuscó en varios armarios, hasta que encontró otro cubo con su cepillo.
—Ustedes, no —protestó Golden—. ¿Quién necesita ayuda?
¡Usted es el rabino!
Pero ya estaba arrodillado en el suelo, haciendo girar el cepillo en el agua jabonosa. Suspirando, Golden volvió a su cubo. Fregaron juntos. Los dos cepillos sonaban amistosamente. Golden empezó a cantar trozos de ópera en voz baja.
—Le hago una carrera hasta el final del pasillo —dijo Michael—. El que pierda irá a buscar café.
—Nada de carreras —dijo Phil—. Eso son juegos de chicos. Hay que trabajar.
Golden llegó el primero al final del corredor y, de todas formas, salió a buscar café. Pocos minutos después, sentados en un aula vacía, de las destinadas a las clases de hebreo, lo tomaron lentamente, y se miraron el uno al otro.