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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (56 page)

BOOK: El Rabino
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—¿Qué has dicho? —exclamó, aunque no había habido ninguna interferencia y había oído perfectamente a su padre—. ¿Casarte, has dicho?

—¿No te gusta? —dijo su padre—. ¿Crees que es mishugine que un viejo como yo haga eso?

—¡Creo que es estupendo, maravilloso! ¿Quién es ella?

—Sentía tanto alivio como satisfacción, y se dio cuenta, con cierto sentimiento de culpabilidad, de que podía no ser en absoluto maravilloso, de que Abe podría liarse quién sabe con qué clase de mujer—. ¿Cómo se llama?

—Ya te lo he dicho, Aisner. Su nombre es Lillian. Es viuda, igual que yo. Fíjate, es la mujer que me alquiló el apartamento en Atlantic City. ¿Qué te parece?

—Mucha casualidad —sonrió Michael.

—Su marido era Ted Aisner. Quizá te suene el nombre. Tenía una docena de panaderías judías en Jersey.

—No —dijo Michael.

—A mí tampoco me sonaba. Murió en 1959. Ella es una persona muy dulce, Michael. Creo que te gustará.

—Me basta con que te guste a ti. ¿Cuándo vais a casaros?

—Habíamos pensado en marzo. No hay prisa; los dos hemos pasado hace tiempo la edad de la vehemencia.

Por la forma en que lo dijo, Michael supuso que estaba repitiendo algo que había oído decir a Lillian Aisner, quizás a sus propios hijos.

—¿Tiene familia?

—Nunca lo adivinarías —repuso Abe—. Tiene un hijo que es rabino. Ortodoxo. Tiene una shul en Albany, Nueva York. Melvin, rabbi Melvin Aisner.

—No le conozco.

—Bueno, es ortodoxo, y, probablemente, no se cruzarán vuestros caminos. Lillian dice que está muy bien considerado. Un tipo excelente. Tiene otro hijo, Phil, que no me cae nada simpático. Hasta su madre dice que es un shnook. Hizo investigar mi pasado, el muy imbécil. Espero que le haya costado una fortuna.

De pronto, Michael se sintió triste al recordar la doble piedra de granito labrado que su padre había hecho colocar sobre la tumba de su madre, con el nombre de Abe grabado junto al de ella y el espacio para la última fecha en blanco.

—No puedes censurarle por proteger a su madre —dijo—. Oye, ¿Está ella ahí? Me gustaría hablarle del gigoló que ha pescado.

—No, ha salido de compras —respondió Abe—. Creo que iremos a pasar la luna de miel a Israel. Para ver a Ruthie y a su familia.

—¿Te gustaría celebrar aquí la boda? —preguntó Michael, olvidando por un momento sus propios problemas.

—Es muy rígida en lo que se refiere a los alimentos. No comería en tu casa.

—Vaya. Dile que también voy a investigar sus antecedentes.

Abe rió entre dientes. Michael pensó que parecía más joven, más alegre de lo que había parecido en muchos años.

—Sabes lo que deseo para ti —dijo Michael.

—Sí. —se aclaró la garganta—. Será mejor que cuelgue, Michael, ese Phil debe de pensar que estoy arruinando deliberadamente a su madre a golpe de llamadas telefónicas.

—Cuídate, papá.

—Tú también. ¿No está ahí Leslie para desearme mazal tob?

—No. Ha salido también.

—Dale recuerdos. Y a los chicos, un beso de parte de su Zaydeh. Les he enviado un cheque a cada uno. Dinero de
Janukká
.

—No debías hacer eso —dijo Michael, pero se había cortado la comunicación.

Colgó el aparato y se quedó inmóvil. Abe Kind, superviviente.

Esa era la lección del día, la herencia transmitida de padre a hijo: cómo continuar viviendo, cómo lanzarse del hoy al mañana. Conocía a hombres de la edad y circunstancias de Kind que decidían convertirse en sonámbulos permanentes, hundiéndose en un sopor tan profundo como la misma muerte. Su padre había elegido el dolor de la vida, el doble lecho en vez de la doble tumba. Se sirvió otra taza de café mientras se preguntaba qué aspecto tendría Lillian; y, mientras lo bebía, reflexionó sobre cuestiones tales como si habría sido erigida una doble piedra sobre Ted Aisner.

A las siete y media, llevó a Rachel a la escuela Woodrow Wilson, donde ella le abandonó en el corredor. Aceptó un programa escrito a multicopista de manos de un grave muchacho de pantalones largos y entró en la sala. Sentada sola en medio de la fila central, se hallaba Jean Mendelsohn.

—Hola —dijo, acercándose a ella.

—¡Vaya, rabbi! ¿Qué hace usted aquí?

—Lo mismo que usted, supongo. ¿Cómo está Jerry?

—No tan mal como yo me temía. Echa de menos la pierna. Pero no es como las historias que he oído sobre cómo sienten los miembros amputados, cómo 616 notan entumecidos los dedos de los pies, aunque se los hayan cortado ya. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No hay nada de eso. Por lo menos, con Jerry.

—Eso está bien. ¿Y cómo van sus ánimos?

—Podía ser peor, podía ser mejor. Paso mucho tiempo con él.

Mi hermana Lois ha venido de Nueva York. Tiene dieciséis años y es maravillosa con los niños.

—¿Está alguno de sus hijos en el programa?

—Toby, el diablillo.

Pareció un poco confusa al admitirlo, y él comprendió cuando miró el programa que tenía en la mano. La escuela celebraba su función anual de Navidad, acontecimiento del que esperó poder verse libre la primera vez que tuvo noticia de él. La última línea del programa citaba a Rachel como chica del coro.

—Mi Toby va a hacer de Rey Mago —dijo Jean con apresurado mal humor, y añadió—: Estos chicos… Le vuelven a una loca. Nos preguntó si podía. Le dijimos que ya sabía cómo pensábamos y que decidiera ella misma.

—Y es un Rey Mago —dijo Michael, sonriendo.

Ella asintió con la cabeza.

—En Roma, nos dicen que no tenemos que sentirnos culpables, y en Woodborough mi hija es un Rey Mago.

La sala ya estaba llena. La señorita McTiernan, directora de la escuela, toda busto y cabellos de color gris acero, se situó en la parte delantera.

—En nombre de los alumnos y profesores de la «Woodrow Wilson School», me complazco en darles la bienvenida a nuestra anual función navideña. Durante varias semanas, sus hijos han estado preparando vestidos y ensayando. La función de Navidad es una antigua tradición en esta escuela, y todos los alumnos se ufanan de participar en ella. Estoy segura de que lo mismo les pasará a ustedes cuando vean el programa.

Se sentó entre grandes aplausos. Los niños avanzaron a lo largo de los pasillos, nerviosos pastores con largos cayados, graves Reyes Magos de frondosas barbas, sonrientes ángeles llevando en las espaldas maravillosas alas de cartulina. Detrás de los actores caracterizados, marchaban en tropel los alumnos de los grados quinto y sexto, los chicos con pantalones oscuros, camisa blanca y corbata, y las chicas con falda y suéter. Rachel iba entregando unas hojas de música al resto de los niños a medida que llegaban a sus asientos. Luego, se acercó al piano y se quedó de pie junto a él.

Un niño pequeño, con el pelo todavía húmedo del cepillo, se levantó y empezó a hablar con voz increíblemente dulce.

—Aconteció en aquellos días que salió un edicto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase…

Los actores representaron la Natividad. Jean Mendelsohn rebulló en el asiento cuando llegaron los Reyes Magos portando sus ofrendas. Cuando la pequeña función hubo terminado, disolviéndose en Noche de paz, los niños cantaron otros villancicos. Oh, ciudad de Belén, La primera Navidad, El tamborilero, Adeste fidelis, Noche santa. Michael observó que Rachel, no cantaba. Estaba de pie junto al piano, mirando al público, mientras las voces de sus compañeros se elevaban a su alrededor.

Cuando hubo terminado la representación, se despidió de Jean y fue a reunirse con su hija.

—Ha resultado bien, ¿Verdad? —dijo ella.

—Sí.

—Salieron del edificio, en el que reinaba un calor excesivo y subieron al coche, que él puso en marcha en dirección a casa, pero cuando llegaron se dio cuenta de que quería seguir disfrutando un poco más de la compañía de su hija.

—¿Tienes deberes para hacer? —le preguntó.

—La señorita Emmons no nos ha puesto, a causa de la función.

—Vamos a hacer una cosa. Vamos a dar un paseo y cansarnos de verdad. Luego, volvemos, tomamos chocolate caliente y nos acostamos. ¿Qué te parece?

—Bueno.

Bajaron del coche. La niña puso su mano enguantada en la de su padre. No brillaba ninguna estrella a través de las nubes. Soplaba un viento frío, pero sin fuerza.

—Dime si tienes frío —dijo Michael.

—Vamos a tener un programa de Año Nuevo. No para padres, solo para los niños —dijo ella—. En ése ya puedo cantar, ¿No?

—Claro que sí, cariño. —La atrajo hacia sí mientras andaban—. Te ha dado pena no cantar esta noche, ¿Verdad?

—Sí —repuso la niña, mirándole.

—¿Porque tú eras la única que no cantaba, estando delante de tanta gente?

—No sólo eso. Las canciones y la historia… Son muy bonitas.

—Lo son, sí —admitió él.

—Las historias del Antiguo Testamento también son bonitas —dijo con firmeza, y él volvió a abrazarla—. Si Max se compra patines de hockey, ¿Puedo yo comprar patines con el cheque de
Janukká
del abuelo Abe? —preguntó, sintiendo que el momento era propicio.

Michael se echó a reír.

—¿Cómo sabes que vas a recibir un cheque de
Janukká
del abuelo Abe?

—Siempre lo manda.

—Bueno, si lo manda también este año quizá debas coger el dinero y abrir con él una cuenta bancaria exclusivamente tuya.

—¿Por qué?

—Es bueno tener dinero propio. Para el colegio. O dinero que el banco pueda guardarte en sitio seguro por si algún día lo necesitas…

Se detuvo en seco. Ella se echó a reír y le estiró de la mano, creyendo que estaba jugando, pero él estaba recordando los mil dólares que Sally, la tía de Leslie, le había dejado antes de que se casaran. Nunca le había permitido que pusiera el dinero en una cuenta indistinta, por si algún nebuloso día podía utilizarlo en cualquier cosa que ella considerara oportuno.

—¡Papá! —gritó Rachel, regocijada, estirándole de la mano.

Y él se convirtió en un árbol que echaba nuevas raíces cada tres pasos durante todo el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, una vez terminados los servicios, salió del templo y se dirigió a la Caja de Ahorros de Woodborough, donde él y Leslie tenían sus fondos. La placa de la ventanilla indicaba que el nombre del cajero era Peter Hamilton. Era un hombre joven, alto y delgado, de mandíbula afilada y una pequeña arruga entre los ojos. Sus cabellos negros estaban surcados de hebras plateadas y muy recortados por encima de las orejas, lo que con su traje de franela azul, le daba el aire de un segundo teniente de Marina.

Explicó a Peter Hamilton que deseaba información sobre un posible reintegro hecho por su mujer aquella mañana; y, mientras hablaba, notó que las dos personas que estaban detrás de él se inclinaban hacia delante.

Peter Hamilton le miró y le dirigió una sonrisita.

—¿Es una cuenta indistinta, señor?

—No —respondió él—. No, es suya solamente.

—Entonces, ¿No hay cuestión de… ah…, derechos de viudedad, señor?

—¿Perdón?

—El dinero que figura en la cuenta, ¿Es legalmente de ella?

—Oh, desde luego. Sí.

—¿Es imposible que usted simplemente… ah…, se lo pregunte?

Me temo que estamos moralmente obligados a no…

—¿Dónde puedo ver al director? —preguntó.

Era un hombre llamado Arthur J. Simpson y se hallaba en un amplio despacho con paneles de caoba y gruesas alfombras de color de herrumbre, una tonalidad muy atrevida para un banquero. Escuchó cortésmente a Michael, y cuando éste hubo acabado, pulsó el botón del interfono y pidió que le llevaran a su despacho los extractos de cuenta de la señora Kind.

—Era una cuenta de mil dólares al empezar —dijo Michael—. Sería un poco más ahora, con los intereses.

—Oh, sí —asintió el banquero—. Desde luego. —Cogió una tarjeta y la levantó—. La cuenta tiene mil quinientos.

—Entonces, ¿No ha sacado dinero hoy?

—Ah, sí que lo ha hecho, rabbi. Esta mañana el saldo de la cuenta ascendía a 2.099,44 dólares. —El señor Simpson sonrió—. El interés sube. Se calcula cada año, ya sabe, con tipos que van aumentando continuamente.

—Los ricos se hacen más ricos —dijo Michael.

—Exactamente, señor.

¿Hasta dónde podría ir con seiscientos dólares? Pero mientras se formulaba a sí mismo la pregunta, él mismo se dio la respuesta.

Bastante lejos.

Cuando aquella noche sonó el teléfono y oyó el nombre de Leslie, sintió que le empezaban a temblar las piernas, pero resultó ser otra falsa alarma, una llamada para ella, en vez de ser de ella.

—No está en casa —dijo a la telefonista—. ¿Quién llama, por favor?

—Aquí la Central, servicio interurbano —repitió la telefonista—. ¿Cuándo se espera a la señora Leslie Kind?

—No lo sé.

—¿Es el señor Kind? —preguntó una voz desconocida.

—Sí. Rabbi Kind.

—Hablaré con él. ¿Telefonista?

—Sí, señora, gracias por esperar. Siga por favor. —Y colgó.

—¿Diga? —dijo Michael.

—Me llamo Potree. Señora Marilyn Potree.

—Sí, señora —dijo Michael.

—Vivo tres portales más abajo de la iglesia Hastings. En Hartford.

«Santo Dios —se dijo a sí mismo—. Claro, se ha ido a pasar un par de días a casa de su padre». Luego recordó que la llamada era para ella y comprendió que no podía ser así. Pero, ¿Qué diablos estaba diciendo aquella mujer?, se preguntó, súbitamente lúcido.

—Yo fui quien le encontró. Fue un ataque fulminante. Las horas de visita son de una a tres y de siete a nueve, mañana y el jueves. El funeral en la iglesia, el viernes a las dos. El entierro, en el cementerio Érase, según sus instrucciones escritas.

Le dio las gracias. Escuchó sus palabras de condolencia y le repitió su agradecimiento. Prometió extender su condolencia a su esposa y se despidió. Luego, sin saber por qué, alargó la mano, apagó la lámpara y permaneció sentado en la oscuridad hasta que la armónica de Max le empujó escaleras arriba como una cuerda salvavidas de sonido.

44

El jueves no había vuelto todavía a casa. No había tenido más noticias de ella y se encontraba indeciso. Los niños debían ser llevados al funeral de su abuelo, se dijo.

Pero preguntarían por qué no estaba allí su madre.

Quizá estuviera allí, tal vez hubiera leído la esquela, o le hubiera comunicado alguien la muerte de su padre.

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