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Authors: Anne Rice

Tags: #Erótico, #S/M

El rapto de la Bella Durmiente (3 page)

BOOK: El rapto de la Bella Durmiente
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Ella se retorcía a uno y otro lado, agarrando y retorciendo las suaves sábanas a sus costados. Pareció que todo su cuerpo se volvía de color rosa y los pezones de sus pechos se veían tan duros como pequeñas piedras. Él no pudo contenerse ante ellos.

Los mordió con los dientes, juguetón, sin hacerle daño. Los chupó con la lengua y luego le lamió también el sexo. Y mientras ella forcejeaba, se sonrojaba y gemía, volvió a colocarse encima, lentamente.

Bella se arqueó de nuevo. Sus pechos se tiñeron de rojo. Y mientras él introducía su órgano en ella, sintió que se estremecía con un indeseado placer. La mano del príncipe sobre su boca amortiguó el grito que salió de su garganta mientras ella volvía a estremecerse de tal modo que casi parecía que lo levantara sobre la cama.

Luego se quedó quieta, húmeda, ruborizada, con los ojos cerrados, respirando profundamente mientras las lágrimas brotaban en silencio.

—Eso ha sido maravilloso, querida mía—dijo él—. Abrid los ojos.

Bella lo hizo tímidamente pero luego permaneció tumbada sin apartar la vista de él.

—Esto ha sido tan difícil para vos —susurró él—. No podíais ni imaginaros que estas cosas sucedieran. Estáis roja de vergüenza, tembláis de miedo y creéis que quizá sea uno de los sueños que soñasteis en vuestros cien años de hechizo. Pero es real, Bella dijo el príncipe—. ¡Y no es más que el comienzo! Creéis que os he convertido en mi princesa, pero no he hecho más que comenzar. Llegará el día en que no veréis nada aparte de mí, como si yo fuera el sol y la luna; un día en el que yo lo seré todo para vos: comida, bebida, el aire que respiráis. Entonces seréis mía de verdad, y estas primeras lecciones... y placeres... —sonrió— no parecerán nada.

El príncipe se inclinó sobre la princesa, que permanecía sumamente quieta, con la mirada fija en él.

—Ahora besadme —le ordenó—. Quiero decir, de verdad..., besadme.

EL VIAJE Y EL CASTIGO EN LA POSADA

A la mañana siguiente toda la corte estaba reunida en el gran vestíbulo para despedir al príncipe. La corte en pleno, incluido el agradecido rey y su reina, permaneció en pie con la mirada baja y la cintura reclinada mientras el príncipe descendía por los peldaños con la desnuda Bella Durmiente caminando tras él, quien le había ordenado que mantuviera las manos enlazadas detrás del cuello por debajo del pelo y que le siguiera justo un poco a su derecha para que pudiera verla por el rabillo del ojo. Ella obedeció sin que sus pies descalzos produjeran el más leve sonido al pisar los gastados escalones de piedra.

—Querido príncipe —dijo la reina cuando éste llegó a la puerta principal y vio que sus soldados lo esperaban a caballo sobre el puente levadizo—, estaremos eternamente en deuda con vos, pero es nuestra única hija.

El príncipe se volvió para mirarla. Todavía era hermosa, a pesar de que le doblaba la edad a Bella, y se preguntó si también ella habría servido a su bisabuelo.

—¿Cómo osáis preguntarme? —inquirió el príncipe pacientemente—. He restaurado vuestro reino y, bien sabéis, si recordáis algo de las costumbres de mi tierra, que Bella mejorará notablemente con su servidumbre allí.

Entonces, en la cara de la reina apareció el mismo rubor revelador que había mostrado antes el rey, y la soberana inclinó la cabeza en señal de aceptación.

—Pero con toda seguridad permitiréis que Bella se ponga algunas ropas —susurró—, como mínimo hasta que llegue al límite de vuestro reino.

—Todos los pueblos comprendidos entre este castillo y mi reino nos han sido leales durante un siglo. En cada uno de ellos proclamaré vuestra restauración y el nuevo gobierno, ¿queréis algo más? Esta primavera está siendo cálida; Bella no sufrirá ninguna enfermedad por servirme desde este mismo instante.

—Perdonadnos, alteza—se apresuró a decir el rey—, pero ¿sigue siendo igual en estos tiempos?, ¿el vasallaje de Bella no será para siempre?

—Nada ha cambiado. Bella será devuelta en su momento. Y habrá mejorado enormemente tanto en sabiduría como en belleza. Ahora, decidle que obedezca al igual que vuestros padres os ordenaron que os sometierais cuando os enviaron a nosotros.

—El príncipe está en lo cierto, Bella—dijo el rey en voz baja, sin querer mirar a su hija—. Obedecedle. Acatad también las órdenes de la reina. Y aunque vuestro vasallaje os parezca

sorprendente y difícil en algunos momentos, confiad en que regresaréis, como él dice, habiendo cambiado para mejor.

El príncipe sonrió.

Los caballos se mostraban inquietos sobre el puente levadizo. El corcel del príncipe, un semental negro, era especialmente difícil de refrenar, así que, despidiéndose de todos ellos una vez más, el príncipe se volvió y cogió a Bella.

La alzó con facilidad simándola sobre su hombro derecho, estrechándola a su propia cintura por los tobillos. Cuando Bella cayó sobre la espalda del príncipe, él oyó un suave gemido y vio el largo cabello dorado que barría el suelo justo antes de subirse al corcel.

Todos los soldados se dispusieron en formación y el príncipe abrió la marcha para adentrarse en el bosque.

Los rayos de sol caían a través del tupido follaje verde. El cielo resplandecía todavía azul y luminoso sobre sus cabezas desvaneciéndose en una luz cambiante de tonalidades verdes a medida que el príncipe avanzaba a la cabeza de sus soldados, canturreando para sí y cantando de vez en cuando en voz alta.

El cuerpo elástico y cálido de Bella se balanceaba sobre el hombro del príncipe, que percibía sus temblores y turbación. Las nalgas desnudas de la princesa aún estaban rojas por la zurra que él le había propinado y se imaginaba perfectamente cuán suculenta debía ser aquella visión para los hombres que cabalgaban tras él.

Mientras guiaba su caballo al paso a través de un denso claro con abundantes hojas rojas y marrones, caídas a sus pies, el príncipe ató las riendas a la silla, palpó la piel suave y velluda situada entre las piernas de Bella y, apoyando la cara en la cálida cadera de la princesa, la besó con delicadeza.

Al cabo de un rato, la bajó del hombro y la posó sobre su regazo, dándole la vuelta igual que antes para que descansara contra su brazo izquierdo. Le besó la cara enrojecida y retiró los largos mechones del rostro. Luego chupó sus pechos casi ociosamente, como si bebiera de ellos.

—Apoyad la cabeza en mi hombro —dijo, y al instante ella se inclinó obedientemente hacia él. Pero cuando fue a arrojarla otra vez sobre el hombro, Bella gimoteó. El príncipe no se detuvo, y en cuanto la princesa estuvo firmemente asida, con los tobillos sujetos a la propia cadera del príncipe, éste la regañó cariñosamente y le dio varias zurras con la mano izquierda hasta que oyó cómo Bella lloraba.

—Jamás debéis protestar —repitió—. Ni con voces, ni gesticulando. Sólo con lágrimas podéis mostrar a vuestro príncipe lo que sentís. Y no se os ocurra pensar que él no desea saberlo. Y ahora, contestadme con todo respeto.

—Sí, mi príncipe—gimoteó Bella. Él se conmovió.

Cuando llegaron al pueblo situado en medio del bosque, la excitación era enorme ya que todo el mundo sabía que el encantamiento se había roto.

Mientras el príncipe avanzaba por las tortuosas callejuelas de altas casas entramadas que delineaban el cielo, la gente se agolpaba en las estrechas ventanas y puertas, y se apiñaba en las callejas empedradas.

Tras él, el príncipe oía a sus hombres que, en voz baja, explicaban a la gente del pueblo quién era él. Les decían que su señor había roto el encantamiento y que la muchacha que llevaba consigo era la Bella Durmiente.

Ésta sollozaba pausadamente, y forcejeaba con su cuerpo, pero el príncipe la asía con firmeza. Finalmente, rodeados de una enorme multitud, llegaron a la posada y el caballo del príncipe entró en el patio haciendo sonar los cascos.

El escudero se apresuró a ayudarle a descender de la montura.

—Sólo nos detendremos para comer y beber —dijo el príncipe—. Aún podemos recorrer muchas millas antes de la puesta de sol.

El joven dejó a Bella de pie en el suelo y contempló con admiración la forma en que su cabellera volvía a cubrirla. Luego le hizo dar dos vueltas, y se complació al observar que la princesa mantenía las manos enlazadas en la nuca y la mirada baja mientras él la contemplaba.

La besó con devoción.

—¿Veis como todos os observan? —preguntó él—. ¿Os dais cuenta de cómo admiran vuestra belleza? Os adoran —le dijo. Una vez más, le sacó otro beso, mientras con la mano apretaba sus nalgas escocidas.

Los labios de ella parecían pegarse a los suyos como si tuviera miedo de que escapara; luego él le besó los párpados.

—Ahora todo el mundo querrá echar una ojeada a la princesa—dijo el príncipe al capitán de su guardia—. Atadle las manos sobre la cabeza con una cuerda que cuelgue del letrero de la entrada de la fonda y dejad que todo el mundo se harte de ella. Pero que nadie la toque. Pueden mirar todo lo que quieran pero haced guardia para vigilar que nadie pueda tocarla. Haré que os saquen la comida fuera.

—Sí, mi señor —dijo el capitán de la guardia. Mientras el príncipe dejaba con sumo cuidado a Bella en manos del capitán, ésta se inclinó hacia delante ofreciendo sus labios al príncipe, quien recibió el beso con gratitud.

—Sois muy dulce, querida mía —dijo él—. Ahora comportaos humildemente y sed muy, muy buena. Me sentiría terriblemente desilusionado si toda esta adulación os envaneciera. — Volvió a besarla y la entregó al capitán.

El príncipe entró en la fonda, pidió carne y cerveza, y se dispuso a observar a través de las ventanas de paneles romboides.

El capitán de la guardia no se atrevió a tocar a Bella más que para atarle las muñecas. La condujo así hasta la puerta abierta del patio, lanzó la cuerda para hacerla pasar por la vara de hierro que sostenía el letrero de la fonda y le sujetó rápidamente las manos por encima de la cabeza, de manera que ella se quedó prácticamente de puntillas.

Luego ordenó a la gente que retrocediera y se apoyó en la pared con los brazos cruzados mientras los lugareños se apretujaban para mirarla.

Había mujeres rollizas con delantales manchados, hombres de tosco aspecto ataviados con pantalones y pesados zapatos de cuero, y también estaban allí los jóvenes prósperos del pueblo vestidos con sus capas de terciopelo y las manos apoyadas en la cintura mientras observaban a Bella a cierta distancia, sin querer codearse con el gentío. Varias jovencitas lucían elaborados tocados blancos recién confeccionados. Habían salido de sus casas para contemplar a Bella, y se levantaban con fastidio el bajo de las faldas para no ensuciarlos.

Al principio todo eran susurros, pero al cabo de un instante la gente empezó a hablar más libremente. Bella había vuelto la cara para esconderla en su brazo. El pelo le resguardaba el rostro, pero un soldado no tardó en salir con un comunicado del príncipe para el capitán:

—Su alteza ha dicho que le deis la vuelta y levantéis su barbilla para que puedan verla mejor. Se oyó un murmullo de aprobación entre la muchedumbre.

—Muy, muy hermosa —dijo uno de los jóvenes espectadores.

—Esto es por lo que tantos murieron —afirmó un viejo remendón.

El capitán de la guardia levantó la barbilla de Bella y le habló atentamente mientras sujetaba la cuerda que la sostenía.

—Debéis datos la vuelta, princesa.

—Oh, por favor, capitán—susurró ella. —No se os ocurra ni hablar, princesa. Os lo ruego. Nuestro señor es muy estricto —dijo—. Y es su deseo que todo el mundo os admire.

Bella, con las mejillas encendidas, obedeció. Se dio la vuelta para que la multitud pudiera ver sus nalgas enrojecidas y, a continuación, se volvió de nuevo, para mostrar los pechos y el sexo mientras el capitán sujetaba su mandíbula.

Ella respiraba profundamente, como si intentara mantener la calma, mientras la piropeaban y elogiaban la magnificencia de sus pechos.

—Vaya trasero —susurró una vieja que se encontraba cerca—. Es evidente que la han azotado, pero dudo que la pobre princesa hiciera algo para merecer esto.

—No mucho —dijo un hombre próximo a ella—. Aparte de tener el trasero más hermoso y gracioso que se pueda imaginar.

Bella temblaba.

Finalmente el propio príncipe salió de la posada dispuesto a partir y, al ver que la multitud seguía observando a la princesa tan atenta como antes, bajó la cuerda y, sujetándola por encima de la cabeza de Bella como si fuera una traílla, la obligó a darse la vuelta. Parecía que le divertían los gestos de reconocimiento del gentío y los agradecimientos y reverencias que le dedicaban; se mostró muy gentil en su generosidad:

—Levantad la barbilla, Bella. No debería ser yo quien finalmente os la levante —le increpó frunciendo deliberadamente el entrecejo como muestra de decepción.

Bella obedeció. Tenía una cara tan roja que las cejas y las pestañas lanzaban destellos dorados al sol; el príncipe la besó.

—Venid aquí, viejo—dijo el príncipe al anciano remendón—. ¿Habéis visto alguna vez una preciosidad como ésta?

—No, alteza —dijo el viejo, que llevaba las mangas remangadas hasta los codos y mostraba unas piernas ligeramente dobladas. Su pelo era gris, pero sus ojos verdes brillaban con un deleite especial, casi nostálgico—. Es una princesa magnífica, alteza, digna de todas las muertes de los que intentaron pretenderla.

—Sí, supongo que sí, y de toda la valentía del príncipe que consiguió llevársela—sonrió él. Todos se rieron cortésmente, aunque no ocultaban el temor reverente que el príncipe les inspiraba. Miraban atentamente su armadura, su espada, y sobre todo su joven rostro y el pelo negro que le caía hasta los hombros.

El príncipe le dijo al viejo remendón que se acercara un poco más.

—Mirad. Os doy permiso, si lo deseáis, para que palpéis sus tesoros.

El viejo sonrió con agradecimiento, casi inocentemente. Alargó el brazo y, dudando por un momento, tocó los pechos de Bella, quien se estremeció mientras, obviamente, intentaba reprimir un leve grito.

El viejo también le tocó el sexo.

Luego, el príncipe tiró del pequeño lazo obligando a Bella a quedarse de puntillas. Su cuerpo se estiró; parecía ponerse más tenso y al mismo tiempo más hermoso, con las nalgas y los pechos tiesos. Los músculos de sus pantorrillas se estiraron, la mandíbula y la garganta formaron una línea perfecta que descendía hasta su seno cimbreante.

—Eso es todo. Ahora debéis iros —dijo el príncipe.

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