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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (27 page)

BOOK: El redentor
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Después de la carne vino el postre.
Palacinka
, unas crepes finas rellenas de mermelada y cubiertas de chocolate. No las había tomado desde que vivía en Vukovar, cuando era niño.

—Ponte otra, querido Serg —dijo el padre—. Es Navidad.

Miró el reloj. Faltaba media hora para que saliese el tren. Había llegado el momento. Carraspeó, dejó la servilleta en la mesa y se levantó.

—Giorgi y yo hemos hablado de todos los que recordamos de Vukovar. Pero hay uno del que todavía no hemos hablado.

—Bien —contestó el padre sonriendo con sorpresa—. ¿De quién se trata, Serg? —El padre volvió un poco la cabeza y lo miró de reojo, como si estuviera intentando averiguar algo que desconocía.

—Se llamaba Bobo.

En los ojos del padre de Giorgi vio que lo sabía. Tal vez lo hubiese estado esperando. Oyó el timbre de su propia voz resonar en las paredes desnudas.

—Tú estabas sentado en el todoterreno, lo señalaste, tal y como te pidió el comandante serbio. —Tragó saliva—. Y Bobo murió.

Se hizo un silencio en la habitación. El padre dejó el cubierto en la mesa.

—Estábamos en guerra, Serg. Todos íbamos a morir. —Lo dijo tranquilamente. Casi con resignación.

Giorgi y su padre se mantuvieron inmóviles mientras él sacaba la pistola de la cinturilla del pantalón, quitaba el seguro, apuntaba hacia el otro lado de la mesa y apretaba el gatillo. Se oyó un ruido breve y seco, y una sacudida atravesó el cuerpo del padre al tiempo que las patas de la silla rascaban el suelo. El padre inclinó la cabeza y miró al agujero de la servilleta que le cubría el pecho. Entonces, el agujero succionó la servilleta y la sangre empezó a extenderse por la tela blanca como una flor roja.

—Mírame —le ordenó enérgico, y el padre levantó la cabeza en el acto.

El segundo disparo le estampó un pequeño agujero en la frente. El hombre cayó hacia delante y fue a dar suavemente con la cara en el plato y la
palacinka
.

Se volvió hacia Giorgi, que lo miraba boquiabierto, con un hilillo rojo deslizándosele por la mejilla. Tardó un segundo en comprender que era la mermelada de la
palacinka
del padre. Metió la pistola en la cintura del pantalón.

—Tendrás que matarme a mí también, Serg.

—Contra ti no tengo nada. —Salió de la sala de estar y cogió la chaqueta que había dejado colgada junto a la puerta.

Giorgi lo siguió.

—¡Me vengaré! ¡Si no me matas, te encontraré y te mataré yo!

—¿Y cómo me vas a encontrar, Giorgi?

—No puedes esconderte. Sé quién eres.

—¿Lo sabes? Crees que soy Serg. Pero Serg Dolac era pelirrojo y más alto que yo. Yo no soy muy rápido corriendo, Giorgi. Pero alegrémonos de que no me reconozcas, Giorgi. Eso significa que puedo dejarte con vida.

Se inclinó y le plantó un fuerte beso en la boca antes de abrir la puerta y marcharse.

Los periódicos cubrieron la noticia del asesinato, pero la policía no buscó al autor del crimen. Tres meses más tarde, un domingo, su madre le habló de un croata que había acudido a ella para pedirle ayuda. El hombre no podía pagar mucho, pero había conseguido reunir algo de dinero gracias a sus familiares. Había descubierto que el serbio que había torturado a su hermano vivía en el vecindario. Y alguien había mencionado que lo llamaban el pequeño Redentor.

El hombre mayor se quemó la yema de los dedos con el cigarrillo y soltó una maldición en voz alta.

Se levantó y fue a recepción. Detrás del chico, al otro lado de la pared acristalada, estaba el estandarte rojo del Ejército de Salvación.


Could I please use the phone
?

El chico lo miró con escepticismo.

—Solo si es una llamada local.

—Lo es.

El chico señaló hacia la diminuta oficina que se encontraba detrás de la ventanilla y él entró. Se sentó ante el escritorio y se quedó mirando el teléfono. Evocó la voz de su madre. Ese tono tan preocupado y asustado como suave y cálido que era como un abrazo. Se levantó, cerró la puerta que daba a la recepción y marcó rápidamente el número del International Hotel. Ella no estaba. No le dejó un mensaje. Y se abrió la puerta.

—Está prohibido cerrar la puerta —dijo el chico—. ¿Vale?


OK. Sorry
.¿Tienes una guía telefónica?

El chico puso los ojos en blanco, señaló el grueso volumen que había al lado del teléfono y volvió a salir.

Buscó Jon Karlsen y Gøteborggata 4 y marcó el número.

Thea Nilsen miraba fijamente el teléfono que estaba sonando.

Entró en el apartamento de Jon con la llave que él le había dado.

Dijeron que había un agujero de bala en algún lugar. Thea lo buscó y lo encontró en la puerta del armario.

Aquel hombre había intentado asesinar a Jon. Acabar con su vida. La idea le produjo una extraña emoción. No tenía miedo. A veces pensaba que jamás volvería a sentirlo, al menos, no así, no de eso, no de la muerte.

La policía había estado allí, pero no se esmeraron demasiado. Ningún rastro aparte de las balas, según dijeron.

En el hospital, mientras miraba a Jon, le oyó respirar. Le pareció muy indefenso allí, en aquella cama tan grande. Como si pudiera matarlo colocándole una almohada sobre la cara. Le gustaba esa sensación, le gustaba verlo débil. Quizá el maestro de escuela de Victoria tuviera razón cuando decía que la necesidad de algunas mujeres por sentir compasión las hacía odiar a sus maridos cuando estaban sanos y fuertes y desear secretamente que se convirtieran en inválidos dependientes de su bondad.

Pero ahora se encontraba sola en el apartamento y el teléfono estaba sonando. Miró el reloj. Era de noche. Nadie llamaba a aquellas horas. Nadie con un propósito honrado. Thea no temía a la muerte. Pero sí a aquello. ¿Sería ella, la mujer cuya existencia Jon creía que ella desconocía?

Anduvo dos pasos hacia el aparato. Se detuvo. El timbre sonó por cuarta vez. Al quinto tono de llamada se cortaría. Vaciló. Sonó otra vez. Thea se adelantó presurosa y cogió el auricular.

—¿Sí?

Durante unos segundos solo hubo silencio al otro lado del hilo telefónico, hasta que un hombre empezó a hablar en inglés:


Sorry for calling so late
. Me llamo Edom. ¿Está Jon?

—No —repuso, aliviada—. Está en el hospital.

—Ah, sí, me he enterado de lo que ha pasado hoy. Soy un viejo amigo y me gustaría hacerle una visita. ¿En qué hospital está?

—Ullevål.

—¿Ullevål?

—Sí. No sé cómo se llama la sección en inglés, pero está en neurocirugía. Claro que hay un policía ante la puerta de su habitación y no te dejará entrar. ¿Comprendes lo que digo?

—¿Comprender?

—Mi inglés… no es muy…

—Comprendo perfectamente. Muchas gracias.

Ella colgó y se quedó mirando el teléfono un buen rato.

Y empezó a buscar otra vez. Le habían dicho que encontraría más agujeros de bala.

Le dijo al muchacho de la recepción del Heimen que salía un rato y le dio la llave de la habitación.

El muchacho miró el reloj de la pared que marcaba las doce menos cuarto y le pidió que se llevara la llave. Explicó que no tardaría en cerrar y acostarse, pero que la llave de la habitación también abría la puerta principal.

En cuanto salió, un frío mordaz se abalanzó sobre él arañándole la cara. Inclinó la cabeza y echó a andar con paso rápido y decidido. Aquello era arriesgado, desde luego, pero tenía que hacerlo.

Ola Henmo, jefe de operaciones de Hafslund Energi, estaba en la sala de control de la central de operaciones de Montebello, en Oslo, pensando en lo bien que le sabría un cigarrillo mientras miraba una de las cuarenta pantallas que había en la habitación. Durante el día había allí doce personas; de noche, solo tres. Normalmente, cada una estaba sentada en su lugar de trabajo, pero aquella noche, el frío de fuera los había reunido alrededor de la mesa que tenían en el centro de la habitación.

Geir y Ebbe discutían como siempre sobre caballos y sobre la quiniela hípica. Llevaban ocho años haciéndolo, y nunca se les había ocurrido jugar por separado.

Ola, por su parte, estaba más preocupado por el transformador de la calle Kirkeveien, entre las calles Ullevålsveien y Sognsveien.

—Treinta y seis por ciento de sobrecarga en T1. Veintinueve de T2 a T4 —dijo.

—¡Dios mío! ¡Cómo abusan de la calefacción! —protestó Geir—. ¿Es que temen morir de frío? Es de noche, ¿no pueden meterse bajo el edredón? ¿
Sweet Revenge
en la tercera? ¿Has tenido una hemorragia cerebral?

—Aquí nadie ahorra energía —dijo Ebbe—. No en este país. La gente caga dinero.

—No saldrá bien —le advirtió Ola.

—Claro que sí —rebatió Ebbe—. Bombearemos un poco más de petróleo.

—Me refiero a la T1 —dijo Ola señalando la pantalla—. Oscila en torno a los seiscientos ochenta amperios. La capacidad es de quinientos, carga nominal.

—Relájate —contestó Ebbe antes de que sonara la alarma.

—Mierda —soltó Ola—. Se ha ido. Controla la lista y llama a los chicos que vigilan el edificio.

—Mira —dijo Geir—. La T2 también ha caído. Y ahí va la T3.

—¡Bingo! —gritó Ebbe—. ¿Apostamos que T4…?

—Demasiado tarde, ya se ha ido —dijo Geir.

Ola miró el plano general.

—De acuerdo —suspiró—. Sogn, Fagerbor y Bislett se han quedado sin electricidad.

—¿Qué se habrá roto? Se admiten apuestas —sugirió Ebbe—. Mil a que se trata de un problema de cableado.

Geir guiñó un ojo.

—Es el transformador. Y quinientas es suficiente.

—Corta el rollo —dijo Ola—. Ebbe, llama a los bomberos. Apuesto a que hay un incendio allí arriba.

—Voy —dijo Ebbe—. ¿Doscientas?

Cuando se fue la luz de la habitación del hospital, se hizo tal oscuridad que, al principio, Jon pensó que se había quedado ciego. Que el golpe le había dañado el nervio óptico y el efecto no se había presentado hasta ese momento. Pero entonces oyó los gritos en los pasillos, divisó el contorno de la ventana y comprendió que se había producido un corte en el suministro eléctrico.

Oyó que alguien movía la silla que había fuera y la puerta se abrió.

—Hola, ¿estás ahí? —preguntó una voz.

—Sí —contestó Jon en un tono más nítido de lo esperado.

—Voy a comprobar qué ha pasado. No te vayas a ningún sitio, ¿de acuerdo?

—No, pero…

—¿Sí?

—¿No tienen luces de emergencia?

—Creo que solo en las salas de operaciones y de cuidados intensivos.

—Ah, vale…

Jon oyó cómo se alejaban los pasos del agente de policía mientras miraba el indicador verde de salida que resplandecía sobre el dintel de la puerta. La señal le volvió a despertar la imagen de Ragnhild. También aquella historia había empezado en la oscuridad. Después de cenar, pasearon en medio de la noche por el Frognerparken y se detuvieron en la plaza desierta que había frente al Monolito, orientado hacia el este y el centro de la ciudad. Él le contó la leyenda de Gustav Vigeland, aquel artista de Mandal un tanto excéntrico que accedió a que decorasen el parque con sus esculturas con la condición de que ampliasen la zona. De este modo, el Monolito quedaría emplazado simétricamente respecto a las iglesias de los alrededores. Y la puerta principal debía quedar de forma que pudiera verse directamente desde la iglesia de Uranienborg. Y cuando el representante de la junta municipal explicó que no era factible mover el parque, Vigeland exigió que cambiasen la ubicación de las iglesias.

Ella lo miraba muy seria mientras hablaba, y Jon sintió cierto temor al comprobar lo fuerte e inteligente que era.

—Tengo frío —dijo ella tiritando pese al abrigo.

—Tal vez sea mejor que volvamos… —comenzó él, pero entonces ella le puso la mano en la nuca y lo obligó a mirarla. Tenía los ojos más extraordinarios que jamás había visto. De un azul claro, casi turquesa, sobre un blanco tan reluciente que matizaba la palidez de su piel. Y él hizo lo que hacía siempre, encorvó la espalda. Y metió la lengua en la boca de ella, húmeda y caliente; un músculo insistente, una anaconda misteriosa que se retorcía alrededor de su lengua tratando de hacerse con el control. Y sintió el calor fluyendo a través de la gruesa tela de lana de los pantalones de Fretex cuando la mano de Ragnhild aterrizó con una precisión impresionante.

—Ven —le susurró al oído poniendo el pie contra la valla.

Jon bajó la vista y se encontró con la piel blanca de la zona donde acababan las medias, pero se retiró de pronto.

—No puedo —dijo.

—¿Por qué no? —suspiró ella.

—He hecho una promesa. A Dios.

Ella lo miró sin comprender nada. Se le llenaron los ojos de lágrimas y rompió a llorar con la cabeza apoyada en su pecho, asegurando que temía que no lo encontraría jamás. Él no entendió lo que quería decir, pero le acarició el pelo y así empezó todo. Siempre se veían en el apartamento de él y siempre era ella quien tomaba la iniciativa. Las primeras veces, aunque sin gran convicción, trataba de hacerle romper el voto de castidad, pero, al cabo de un rato, se la veía satisfecha con el mero hecho de estar tumbada a su lado. Acariciándolo y disfrutando de sus caricias. De vez en cuando, por razones que a él se le escapaban, ella perdía la compostura y le rogaba que no la abandonara nunca. No hablaban mucho, pero él tenía la impresión de que su abstinencia solo conseguía atarla a él con más fuerza. Sus encuentros tuvieron un abrupto final cuando Jon conoció a Thea. No tanto porque no quisiera seguir viéndola, sino porque Thea se había empeñado en que Jon y ella intercambiasen sus respectivas llaves. Según Thea, era una cuestión de confianza, y a él no se le ocurrió nada que objetar.

Jon se dio la vuelta en la cama del hospital y cerró los ojos. Ahora quería soñar. Soñar y olvidar. Si podía. Estaba a punto de vencerlo el sueño cuando le pareció notar un soplo de aire en la habitación. Instintivamente, abrió los ojos y se dio la vuelta. Se concentró en las sombras y contuvo el aliento lleno de expectación.

Martine se hallaba junto a la ventana de su apartamento de la calle Sorgenfrigata, que también quedó a oscuras cuando se fue la corriente. Aun así, podía vislumbrar el coche que estaba aparcado abajo. Parecía el de Rikard.

Rikard no había intentado besarla cuando salió del coche. Simplemente la contempló con su habitual mirada de perro y le dijo que él sería el nuevo jefe de administración. Había detectado señales. Señales positivas. Lo elegirían a él. Rikard había adquirido una rigidez extraña en la mirada. Y ella, ¿no pensaba lo mismo?

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