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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (11 page)

BOOK: El Reino del Caos
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—No te entregues a una venganza autocompasiva y autogratificante. Lo más probable es que acabes muerto tú también. Piensa asimismo en el coste de tus actos para aquellos que te aman. Yo, para empezar, no podría soportar perderte.

Me quedé de pie en silencio, desconcertado por el caos de mis sentimientos y el dolor que me seguía allí adonde fuera.

Najt me condujo con calma hasta el sofá y volví a sentarme, como un niño.

—Hay otra forma de pensar en esto —añadió.

—¿Cuál?

—Has sido muy afortunado por haber tenido un amigo tan bueno, cuya pérdida tanto lamentas. ¿Querría él que te entregaras a esta exhibición de culpa y venganza? Lo dudo.

Yo no deseaba modificar la intensidad de mi amargura. No quería escuchar aquellas disquisiciones filosóficas. Percibió mi frustración y continuó.

—Espero que, en caso de que yo muriera, hicieras lo mismo por mí. Al recordarme, dotarías de significado mi muerte. Me conducirías a la tumba con honor y amor. Eso es lo que los muertos piden a sus amigos.

Mientras continuábamos sentados, a la luz del sol que entraba oblicuamente en la sala, medité sobre sus palabras. Por un momento, hasta se me antojó posible. Juré entonces que, si regresaba vivo a Tebas, depositaría a Jety en su tumba con mis propias manos, siguiendo todos los ritos. Pero antes tenía que vengarme.

—¿Cuándo partimos hacia la capital hitita? —pregunté.

Najt me miró con cautela.

—Teniendo en cuenta las circunstancias, dudo que estés preparado para afrontar las duras exigencias de la misión.

Pero tenía que convencerle de que estaba en forma para llevar a cabo la misión. Se me ofrecía una oportunidad excepcional de investigar el punto de partida del comercio del opio en el norte, para luego seguir el rastro hasta Tebas y, tal vez, hasta el mismísimo Obsidiana. Algo me decía que nunca lo encontraría si me quedaba en la ciudad. Tendría que seguir su pista en las arenas de los eriales que se extendían al otro lado de las fronteras egipcias. Pero lo encontraría.

—Ayer la reina me ordenó ser tu guardaespaldas, y obedeceré. Tú me ofreciste importantes alicientes e incentivos. Y prometiste que mi familia estaría a salvo en tu casa. ¿No es mejor que me vaya de Tebas? Si me quedara, no encontraría la paz hasta que descubriera al asesino de Jety.

Sus ojos topacio me examinaron.

—Nuestra misión es de vital importancia para el reino. No podemos permitir que nada interfiera en el compromiso de alcanzar nuestro objetivo. No toleraré otra cosa que tu entrega absoluta. Si en algún momento considero que tu situación emocional constituye un problema, te enviaré a casa de inmediato. Nadie es irreemplazable. Ni siquiera tú. ¿Comprendido?

—Comprendido —contesté.

Sentí que una sombra pasaba entre nosotros. Durante un largo momento pensé que iba a rechazarme. Pero después se levantó y me dio un abrazo formal, breve y desprovisto de cordialidad.

—En ese caso, será mejor que se lo digas a Tanefert y a tus hijos. Nos vamos mañana.

Recorrí el callejón que conducía a la puerta de mi casa. Incliné la cabeza a modo de saludo ante la estatuilla del dios de la casa en su nicho, y por una vez solicité su bendición. Dentro, las chicas estaban sentadas juntas en el suelo. Sejmet trabajaba en un rollo de papiro, estudiando medicina, mientras escribía con fluidez, y las demás intentaban imitarla con sus pinceles. En cuanto entré, se levantaron y se arrojaron sobre mí, llorando por Jety. Tanefert debía de habérselo dicho. Alisé sus cabellos y sequé sus lágrimas.

—Lo siento muchísimo —dije.

Asintieron y sorbieron por la nariz, y fue un alivio consolarlas y compartir su dolor.

—Venid, vamos a cenar todos juntos.

Hice un esfuerzo por hablar, para no sumirnos en el silencio del dolor por la muerte de Jety. Luego, mientras las chicas lavaban los platos en el patio, indiqué a Tanefert que me acompañara a nuestro dormitorio. Ellas nos miraron con curiosidad, a sabiendas de que algo estaba pasando, de modo que les indiqué con un ademán que se alejaran, y corrí la cortina para procurarnos cierta privacidad. Tanefert suponía que necesitaba hablarle de Jety.

—¿Cómo estás, mi amor? —preguntó, y me rodeó con sus brazos.

La besé. Me miró a la cara. Y después se apartó un poco.

—Ha pasado algo más, ¿verdad?

Vacilé. Tenía que hablar ya.

—Me han despedido de los medjay.

Su expresión se ensombreció a causa de la desesperación; apoyó la cabeza en las manos.

—Oh, no…

—Pero tengo una nueva oferta de trabajo. Una oferta muy buena —expliqué, al tiempo que depositaba la bolsita de oro en sus manos.

Me clavó una de sus famosas miradas.

—Si fueran buenas noticias, no necesitarías hablar así, ni me sobornarías con oro —replicó—. ¿De dónde lo has sacado? ¿Qué has hecho para ganártelo?

—Déjame terminar —contesté.

Suspiró y asintió.

—Najt me ha ofrecido trabajo. No solo de guardaespaldas. Seré recompensado generosamente con más oro, pero además me ha prometido algo mucho más importante. Me ascenderá. Si triunfamos, ocuparé el puesto de Nebamón. Sería jefe de los medjay.

Sus ojos lo estaban asimilando todo, cada verdad a medias, cada matiz, cada justificación y aseveración vacilante de mi voz.

—Najt es un hombre muy poderoso, pero tal promesa ha de comportar un precio muy elevado —dijo.

—Sí.

—Pues dímelo. No puedo soportar que no me lo cuentes todo.

—He de acompañarle en un largo viaje. Y no puedo decirte adónde voy, ni cuándo volveré.

Sus ojos echaban chispas. Pensé que iba a abofetearme.

—Prometiste que nunca volverías a abandonarnos. ¡Lo prometiste!

Y entonces arrojó al suelo la bolsa de oro, salió de la habitación y desapareció en el patio.

Recogí la bolsa de oro y la deposité con cuidado sobre el lecho. Mi mundo se había derrumbado en un solo día. Entré en la cocina, donde las chicas y Amenmose estaban esperando, muertos de curiosidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Sejmet.

—Deja de hacer preguntas —contesté con brusquedad, y me senté al final de la mesa. Sejmet guardó silencio, sorprendida. El labio inferior de Amenmose temblaba, un preludio del drama de lágrimas y recriminaciones. Lo acomodé sobre mi regazo y besé su cara.

—Ven aquí. No llores. Necesito que todos me ayudéis.

Las chicas se acercaron.

—Vuestro tío Najt y yo hemos de partir en un largo viaje, y mientras me halle ausente necesito que cuidéis de vuestra madre.

Las dos chicas menores lanzaron al instante aullidos de pena y suplicaron que no las abandonara. Solo Sejmet reaccionó de una manera diferente.

—¿Adónde vas, padre? —preguntó.

—No puedo decírtelo con exactitud, pero iremos hasta el mar del norte, y después incluso más al norte.

Sejmet abrió mucho los ojos.

—Si vas a ir con tío Najt, debe de ser un asunto oficial muy importante. ¿Está relacionado con la guerra?

—No puedo decírtelo. Pero es muy importante y secreto. De modo que no se lo debéis contar a nadie. ¿Me lo prometes?

La joven asintió, con ojos brillantes, entusiasmada por conspirar en una gran aventura. La rodeé con el brazo y besé su frente.

—Chica lista. Necesito que cuides de tus hermanas, de tu hermano y de tu madre.

Ella asintió.

—Ya soy adulta, padre. Puedes confiar en mí.

—Lo sé.

Acaricié su pelo. Adoraba su confianza en sí misma.

—No me extraña que madre se lo haya tomado a mal —dijo—. Prometiste que nunca más volverías a marcharte.

Me miró de reojo.

—Lo prometí. Y no quebrantaría esa promesa a menos que fuera extremadamente importante para mí hacerlo. Hay más cosas en juego de las que puedo explicar. Pero quiero que el mundo sea un lugar seguro para vosotros. Por eso me voy.

—Lo sé, padre. Solo tengo miedo de que te ocurra algo malo. Si sucediera, querría morir.

Para disimular mi súbita angustia por sus palabras, me volví a toda prisa hacia las otras niñas, que habían olvidado su dolor con facilidad mientras seguían mi conversación con Sejmet.

—Bien, esta es la buena noticia. Najt os ha invitado a vivir en su mansión durante todo el tiempo que dure mi viaje. ¿Qué os parece?

Mientras los cuatro daban saltitos de alegría y entusiasmo y corrían alrededor de la cocina encantados por la perspectiva de vivir entre lujos, salí y encontré a Tanefert sentada bajo la higuera en la oscuridad. Cogí una fruta madura del árbol y se la ofrecí. No me hizo caso. Nos quedamos sentados en silencio un rato. Di vueltas al inútil obsequio en mi mano.

—Lo siento. —Fue lo único que se me ocurrió decir.

Ella me miró malhumorada.

—Es fácil decir eso. No son más que palabras. Ya has tomado tu decisión. De modo que es absurdo continuar hablando. —Se levantó para marcharse.

Agarré su mano. Luchó por liberarse, pero no la solté.

—Me estás haciendo daño —se quejó.

—No te vayas. Habla conmigo —repliqué. Besé su mano con la esperanza de expresar así mis sentimientos ya que no encontraba las palabras necesarias.

—Estoy muy asustada —dijo al cabo de un rato—. Algunos días experimento la sensación de que el mundo se está viniendo abajo. Y no sé cómo impedirlo.

—Todo saldrá bien. —Fue mi baldía respuesta.

—¿Qué les diré a los niños si no vuelves nunca? ¿Qué me diré a mí misma?

—Regresaré, te lo prometo. Y después, todo será diferente. Todo será mejor.

—Sé que solo harías esto si pensaras que es lo mejor para nosotros. Pero a veces te obsesionas con una idea y te olvidas de nosotros. Preferiría con mucho tener un marido vivo sin trabajo ni oro que uno muerto. Me da igual cuánto te haya ofrecido Najt, no vale la pena correr ese riesgo. Y sé que debe de ser peligroso, porque de lo contrario no te marcharías.

—No tenía elección —contesté; consideré que era lo más sincero que podía decir.

—Siempre hay elección —insistió—. Siempre. Y no deberías tomar una decisión como esta en un momento en el que sufres tanto dolor. Te conozco, esposo mío. Te empujan la rabia y la culpa. Pero la muerte de Jety no fue culpa tuya.

—Sí lo fue.

Me miró impávida.

—¿Por eso antepones tu rabia y tu venganza a tu familia?

Había dicho la verdad. Sentí que la fría hoja de la culpa atravesaba mi corazón. Quise decirle que había cambiado de opinión. Pero algo me lo impidió. Me obligué a continuar adelante.

—Te prometo que regresaré dentro de tres meses. Y después todo irá bien.

Guardó silencio un largo momento.

—¿Cuándo has de marcharte? —preguntó al fin, con voz extraña.

—Mañana por la mañana.

—¿Mañana?

Me miró incrédula.

—Somos tu familia. Y has elegido de espaldas a nosotros. No sé cómo voy a perdonarte.

Y entró en casa, dejándome en la oscuridad. Tiré el higo a las sombras.

S
EGUNDA
P
ARTE

Su frontera norte se halla tan lejos como esa agua que fluye en sentido contrario, yendo hacia el sur cuando se viaja hacia el norte.

Tutmosis I, estela de Tombos

12

Ra se alzó sobre el horizonte oscuro, y el Gran Río recibió al instante la gloria de la primera luz sobre su inmensa superficie en sombras y brilló con una viveza espléndida.

De pie sobre la cubierta del barco miraba Tebas, que despertaba a otro día de calor y trabajo. Miré los muelles abarrotados; los altos muros de los templos, y las largas banderas que ondeaban en sus astas; los barrios de las villas ricas; y al otro lado del río, el palacio de Malkata, donde la reina estaría despierta, y quizá rezando a Amón, dios de Tebas, el Oculto, por el éxito de nuestra misión. No volvería a ver la ciudad en varios meses. Si fracasábamos, tal vez no regresara jamás. Cosa extraña, ya no sentía apenas nada con relación a ese giro de los acontecimientos, o mejor dicho, la posibilidad de morir no despertaba en mí ningún sentimiento. Pensé en nuestro jeroglífico de la palabra «expedición»: un hombre arrodillado que sostiene un arco, seguido del símbolo de un barco. Me sentía como ese hombre, con la diferencia de que mi arma era una daga. Acaricié el mango. La conservaría atada sobre mi pecho en todo momento, preparada.

Contemplé la elegante curva de la borda de madera que recorría todo el barco. El Ojo de Horus estaba pintado con trazos vigorosos a cada lado de la proa, con el fin de ofrecer la protección del dios del Cielo, junto con halcones sobre pedestales. Plantas estilizadas pintadas en dibujos entrelazados corrían enroscadas a lo largo de todo el casco, junto con vistosas rayas rojas y azules, hasta la popa elevada, donde la diosa Maat, la guardiana de la Justicia y la Armonía, estaba arrodillada con las alas abiertas bajo la plataforma del timonel. El espacioso camarote situado en el centro del barco estaba decorado con cuadros negros y blancos. Las grandes cuadernas de la quilla del bajel, el costillar, las vigas transversales y la cubierta eran fuertes y estaban limpias. Era un buen barco y, junto con mi daga, me proporcionaba consuelo.

Najt y su criado Minmose estaban supervisando la entrega y colocación en el camarote de sus baúles de viaje, que debían de contener las tablillas de las cartas secretas de la reina al rey de los hititas, así como regalos en oro y presentes diplomáticos, y los recursos financieros, documentos y permisos necesarios para nuestro viaje. De pronto se oyó un retumbar de cascos de caballos sobre las piedras del muelle, y en las sombras del amanecer se materializó un espléndido carro. Najt corrió a la orilla para recibir al recién llegado: un alto y solemne extranjero, con una original capa oscura de excelente lana bordada, acompañado de un pequeño contingente de tropas. El grupo se apresuró a subir al barco y a la privacidad de su camarote, ansiosos por pasar desapercibidos. Lo entendí, pues se trataba del embajador hitita, Hattusa, y su séquito, que regresaban con nosotros a su país natal.

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