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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (8 page)

BOOK: El Reino del Caos
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—No puedo abandonar a mi familia sin más ni más. Ya lo sabes. ¿Qué sería de ellos si…?

—¿Si no regresamos? Ya lo he pensado. Si triunfamos, me han autorizado a ofrecerte el cargo de jefe de los medjay de Tebas.

Sentí que el corazón me daba un vuelco.

—Nebamón es el jefe de los medjay de Tebas —contesté con la máxima frialdad posible.

—La reina cree que ha llegado el momento de que esta ciudad tenga un jefe de policía cuya dignidad y valía reflejen el poder de su alto cargo. Alguien capaz de transformar el cuerpo en una organización más adecuada a su verdadero propósito, que es defender la ley del país. Nebamón aceptará su jubilación con la elegancia resultante de recibir una generosa liquidación en oro y una declaración real de agradecimiento y respeto oficiales —dijo Najt en su tono más persuasivo.

Nada en este mundo me habría proporcionado más satisfacción que reclamar el cargo que me correspondía por derecho en los medjay, y ver a mi rival, con toda su arrogancia y vanidad, desplazado.

—Me tientas con el premio que más deseo. Pero tú sabes que prometí a mi esposa no volver a abandonar a mi familia —dije.

Najt inclinó la cabeza.

—Escúchame. Si mañana muriera, no dejaría una familia que llevara a cabo los ritos por mí. Mis descendientes no visitarían mi tumba, pues no tengo. Pero me enorgullezco de creer que tal vez tu familia me echaría de menos. Créeme, les quiero como si fueran de mi propia sangre. Su bienestar me preocupa en grado sumo. Soy consciente de los graves peligros que nos aguardan durante el viaje. Hay mucho en juego, el camino está plagado de peligros. Vamos al feudo de nuestros enemigos. Hemos de atravesar territorios desconocidos e inestables, famosos por las barbaries más espantosas. Es posible que no regresemos.

Hizo una pausa y miró hacia los muelles, que ahora se estaban acercando. Sus ojos lo examinaban todo, como si llevara a cabo un inventario de cada barco, cada cargamento, que entrara en la ciudad. De repente imaginé su memoria como un gran y silencioso
scriptorium
, con las estanterías atestadas de pensamientos y recuerdos, todos enrollados y etiquetados como manuscritos de papiro.

—Por lo tanto, te propongo lo siguiente —continuó—. Tu familia se alojará en mi casa de la ciudad durante el transcurso del viaje. Mientras estén allí, no les faltará de nada y estarán sanos y salvos.

—Pero si no regresamos, ¿quién cuidará de ellos? ¿Cómo comerán? ¿Qué será de ellos?

Se volvió hacia mí con semblante serio y sincero.

—En el caso de tu fallecimiento, amigo mío, yo les mantendré como un padre. Seré generoso. Te doy mi palabra. Y si yo muero también, heredarán todas mis propiedades. Nunca les faltará de nada. En cualquier caso, hace años que redacté el documento correspondiente. La reina no es la única persona de Egipto que ha de pensar en su sucesión.

Me quedé tan sorprendido por esto, que apenas me di cuenta del golpe sordo que se produjo cuando el barco tocó el muelle.

—Asunto solucionado —dijo—. Pero recuerda, nos lo jugamos todo. El mundo que conocemos pende de un hilo. No es exagerado decir que el futuro de Egipto depende del éxito de nuestra misión. Hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos por alcanzar el resultado satisfactorio. Por lo tanto, únete a mí no solo porque la reina te lo ordena; hazlo para que tus hijos puedan crecer en un mundo decente.

Bajó a toda prisa del barco y subió al carro que le aguardaba.

—¿Te acompaño a casa? —preguntó, solícito.

Negué con la cabeza. Necesitaba caminar.

8

Aquella noche no dije nada a Tanefert acerca de mi audiencia con la reina. Tampoco le entregué la bolsita de oro. Toda la noche, tumbado en la cama, mi mente trabajó como un escarabajo que intentara empujar hacia la luz su bola de excrementos, repasando una y otra vez la conversación con Najt. Y cuando el alba destelló sobre el suelo de nuestro dormitorio, experimenté la sensación de haber estado luchando conmigo mismo durante horas. A veces he despertado de una noche de sueño con la solución a un largo e intransigente misterio que solo me estaba esperando. Pero aquella mañana mis pensamientos eran todavía un revoltijo de fragmentos.

Tanefert me miró cuando se levantó de la cama, y se ciñó el largo pelo negro y plateado alrededor de la cabeza.

—Estabas inquieto.

—¿Te he molestado? —pregunté.

Después de tantos años de matrimonio, de criar hijos, de sobrevivir a la inestabilidad de mi vida laboral, todavía seguía enamorado de mi esposa. Pero en los últimos tiempos me había dado cuenta de que ella necesitaba más de mí que lo que yo había sido capaz de darle. Una pequeña distancia se había abierto entre nosotros, casi inadvertida, pocas veces reconocida. Hacíamos el amor con escasa frecuencia. La cama era para dormir al final de días agotadores. Cada vez le confiaba menos cosas. Tal vez ese era el sino de todos los matrimonios.

—Puedes contarme todo lo que quieras —dijo en voz baja—. Espero que lo sepas.

Remetí un mechón rebelde de pelo lustroso detrás de su delicada oreja. Fuera, las chicas se estaban preparando el desayuno y cuidaban de su hermano pequeño. Oí su cháchara cordial, el tintineo de los platos, y las protestas matutinas de mi hijo. Abracé a toda prisa a mi esposa, la besé y la tendí de nuevo en el lecho con una franca necesidad que la sorprendió.

—Te echo de menos —dijo de repente, apoyando la mano sobre mi pecho, cerca del corazón. Sus ojos brillaban.

—Yo también a ti —dije, y volví a besarla.

Cuando aparecimos en la cocina, Tanefert ciñéndose el pelo alrededor de la cabeza una vez más, y yo masajeándome la cara como si acabara de despertarme, las chicas estaban a punto de irse a clase, y yo iba con retraso. Se permitieron una risita a mis expensas, pues las dos mayores ya no eran inocentes. Me lavé la cara en la palangana del patio, y después, tras haber recogido a Tot y ceñirle el collar y la correa, las chicas y yo bajamos juntos por la calle sombreada y seguimos el Callejón de la Fruta, donde el mercado ya bullía de vendedores que ofrecían frutas y verduras pletóricas de colorido.

Besé a mis hijas en el cruce y las seguí con la mirada mientras se alejaban por la calle, hablando, riendo y discutiendo, hasta que se mezclaron entre la muchedumbre. Me quedé parado un momento, disfrutando de la luz cálida de un nuevo día. Había formado esta familia, amaba a mi esposa, y ahora, gracias a Najt, entreveía por fin un futuro para todos nosotros. Experimentaba una sensación poco habitual: me sentía vivo y seguro de mí mismo. Sacudí la cabeza con alegría al pensar en mi estupidez y me puse en marcha con Tot a mi lado, avanzando con agilidad y entusiasmo por una calle diferente, en dirección a un nuevo día.

Pero en cuanto entré en el cuartel general de los medjay supe que algo grave había ocurrido: varios hombres me miraron y apartaron enseguida la vista. Corrí a ver a Panehesy.

—¿Qué ha pasado?

Su expresión compasiva me comunicó lo peor.

Habían arrojado el cadáver en una pestilente calle lateral de los suburbios, donde los vecinos tiraban su basura hedionda. Era un lugar deprimente para depositar los restos mortales de un hombre, una ofensa a los espíritus del muerto. Un par de agentes de los medjay más jóvenes estaban contemplando el callejón impresionados. Cuando me vieron, intentaron disuadirme de continuar, pero les aparté a empujones. Tenía que ver.

A Jety le habían cortado la cabeza. Descansaba con serenidad en un pequeño charco de sangre negra coagulada. Con la frialdad adquirida a lo largo de toda una vida, observé los detalles: las pegajosas huellas púrpura de perros y gatos en la suciedad de la calle, a su alrededor. Debían de haberle asesinado durante la madrugada. Tenía los labios azulados, la piel inerte, y los ojos sin vida entornados. Cuando examino el cuerpo de un asesinato, pienso en el tipo de cuchillo que ha causado las heridas, pero no en los sufrimientos causados por las heridas. Esto es porque, en honor a la víctima, debo trabajar con eficacia. No estoy en el lugar de los hechos por interés particular. Estoy para guiar a los testigos, en la medida de lo posible, hasta la definitiva verdad de la muerte.

De modo que me tragué las inútiles lágrimas que asomaban a mis ojos y los sollozos que estrangulaban mi garganta. Alguna fuerza interior me estaba sacudiendo con fuerza, pero cobré ánimos para llevar a cabo el trabajo necesario. Me concentré, por Jety, por su honor, en ofrecerle mis respetos finales. Vi que las hojas causantes de la decapitación eran extremadamente afiladas; los cortes en la carne eran precisos y expertos. No existía vacilación, evasivas ni incertidumbre. Habían cortado la cabeza de Jety con pericia, como la de los muchachos nubios. Y el asesino había demostrado un respeto, rayano en la obsesión, con la pulcritud de la composición: detrás de la cabeza había otras partes del cuerpo de mi amigo, troceadas como el cadáver de un animal. Los brazos y las piernas estaban amontonados junto al tronco, como leños de carne y hueso. También le habían cortado las manos y los pies. Los dedos, mutilados, estaban dispuestos encima como una espantosa decoración. Y sobre ellos, algo repugnante, los restos marchitos de su pene. El asesino había empezado con las extremidades. Comprendí que Jety estuvo vivo durante gran parte de la carnicería. El mundo daba vueltas a mi alrededor. Me volví y corrí, encorvado, hasta las sombras del callejón, donde vomité en el suelo mugriento, sacudiéndome como un animal.

Una multitud de golfillos fascinados se había congregado para observarme. Agarré un puñado de piedras y grava y se lo arrojé como si fueran perros. Se dispersaron, lanzando gritos y carcajadas.

Regresé a los restos mutilados de mi amigo. Los ojos muertos de Jety no registraban nada. Tomé su cabeza entre las manos con el mayor cuidado. Una cabeza muerta es pesada. Experimenté el ridículo impulso de hacerle preguntas, de interrogarle, incluso de abofetear su estúpida cara hasta que sus ojos se abrieran, su mandíbula se pusiera en acción y volviera a hablar, aunque solo fuera para maldecirme por haberle despertado de entre los muertos. Como un demente, besé su frente fría mientras susurraba disculpas inútiles y conciliatorias. Dos noches antes mi amigo me había pedido ayuda. Y yo le había abandonado. Ahora lo habían asesinado de una forma cruel. Tal vez habría podido impedir que se comportara con imprudencia. Podría haberle salvado. La culpa se agarraba a mi espalda como un mono agresivo, clavaba sus garras afiladas en mi carne, y empezó a susurrar candentes acusaciones en mis oídos.

Y entonces, incluso en plena agonía, un pensamiento cruzó mi mente. Aunque la mandíbula ya estaba rígida, abrí por la fuerza los dientes de mi amigo con el mayor cuidado posible y busqué en el interior de su boca muerta. Y allí estaba: otro papiro doblado. Volví a depositar en tierra con ternura la cabeza de mi amigo. Estaba temblando, aunque no debido al frío, y obligué a mis manos a abrir el delicado papiro. Dentro estaba la estrella negra, con sus flechas malvadas apuntando en todas direcciones.

Oí pasos. Nebamón se estaba acercando a mí. Escondí el papiro en mi bolsa. Miró los restos de Jety y meneó la cabeza, sin más respeto o sentimiento que si estuviera mirando un perro muerto. Después, respiró hondo de una forma melodramática, como si fuera a comunicar algo trascendental.

—Vaya mundo —masculló.

Sus manidos tópicos siempre me habían irritado.

—Era un buen agente. Sé que era tu amigo. Pero no puedo permitir que vayas por la ciudad como un loco intentando cazar a su asesino. Te ordeno que te quedes en casa, asignaré otro agente a este caso…

Me volví hacia él.

—Era mi compañero. Es mío. Es mi investigación. Puedes asignar a quien te venga en gana.

Nebamón bizqueó y escupió.

—Intentaba ser agradable y compasivo en tu hora de necesidad y todo eso… y me lo has arrojado a la cara. De modo que escúchame con atención, Rahotep. Si me entero de que te entrometes en esto, ordenaré que te detengan y te encierren en la celda más oscura que pueda encontrar, y te dejaré allí para siempre, y hasta permitiré que algunos de los más entusiastas y menos escrupulosos miembros de los medjay te midan las costillas. ¿Queda claro?

La sangre ardía en mis manos.

—No tienes la menor intención de investigar esto, como tampoco has «investigado» los demás asesinatos. ¿Por qué?

Observé que le temblaban las delgadas venas azules de la piel arrugada que rodeaba sus ojos pequeños y brillantes.

—Este tipo de acusaciones te costarán más de lo que supones —dijo, y me miró con frialdad.

—No tengo nada que perder. ¿Por qué te inquieto hasta tal punto que has dedicado los últimos años a despojarme de todo lo que es mío por derecho?

—Porque te consideras especial, Rahotep. Por lo visto, crees que puedes trabajar ciñéndote a un código de honor que te sitúa muy por encima del resto de nosotros. Pero ¿sabes una cosa? No eres especial. Tu honor es una farsa. Eres un fracasado. No tuve que hacer nada. Me limité a contemplar cómo convertías tu carrera en un chiste. He disfrutado del espectáculo. Pero estoy harto de ti, y ahora empiezas a lanzar acusaciones contra mí. Has ido demasiado lejos —rugió Nebamón.

—Ponme a prueba —dije a propósito.

Alzó su dedo rechoncho hacia mí.

—Crees que todavía controlas la situación, ¿no? La verdad es que a nadie le importa. Estás solo. Menudo compañero habrás sido. No has hecho nada, y el que estaba haciendo el trabajo de verdad termina así.

Indicó con la cabeza los restos de Jety.

Solo me di cuenta de lo que había hecho cuando Nebamón retrocedió tambaleante, secándose la sangre del labio. Los demás agentes se acercaron corriendo, estúpidos como cabras, lanzando exclamaciones a causa de mi loca acción. Nebamón les indicó con un ademán que se alejaran, pero observé con intensa satisfacción que estaba furioso.

—Golpear a un oficial superior es motivo suficiente para la expulsión inmediata. Así que no te molestes en volver a la jefatura ni ahora ni nunca. ¡Lárgate!

Dio media vuelta, y entonces, como si se le hubiera ocurrido algo de repente, me llamó.

—Ah, me olvidaba. Hay una última cosa que sí puedes hacer. Decírselo a la esposa de Jety.

Y lanzó una carcajada.

9

Cuando Kiya me vio ante ella, su sonrisa murió al instante. Entrecerró la puerta mientras murmuraba «No no no no no» una y otra vez. Cuando paró, me quedé escuchando el terrible silencio al otro lado de la puerta. Dije su nombre en voz baja.

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