El Reino del Caos (32 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino del Caos
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Sus ojos glaciales proyectaban desprecio cuando nos miró. Hizo una señal a uno de sus hombres, quien quitó a toda prisa la mordaza a Simut y al príncipe Zannanza. Tosieron y escupieron; respiraban con dificultad a causa del aire impregnado de humo.

—El príncipe Zannanza, inútil hijo de nuestros grandes enemigos, los hititas. El comandante de la guardia de palacio, Simut. Y Rahotep, Buscador de Misterios —dijo—. Te recuerdo bien. Eres un leal sirviente de la reina. Y por eso estás aquí, claro.

—Estoy aquí a sus órdenes —dije—. Vida, prosperidad y salud a la reina. Soy su leal servidor.

—No te servirá de gran cosa ahora. Debido a esas vanas palabras, acabas de condenarte. Y hablando de fieles sirvientes, ¿dónde está el enviado real Najt?

Ninguno de nosotros contestó.

—Sé que estaba aquí con vosotros. Es imposible que haya escapado. Mis soldados han conquistado este valle y rodeado este miserable cuchitril. Tienen órdenes de entregármelo vivo. Y será interrogado y ejecutado. Levántate, príncipe Zannanza, hijo de los hititas.

Zannanza obedeció, haciendo acopio de todo el valor que pudo reunir para plantar cara al general.

—Así que este es el muchachito débil que querían casar con la reina de Egipto —dijo Horemheb—. Creían que este jovencito insignificante iba a impedir mi gran victoria.

Hizo una pausa y miró a sus hombres. Rieron sumisos, con frialdad. Pero Horemheb no rió.

—¿Qué debería hacer contigo? —dijo, con el rostro muy cerca del príncipe Zannanza.

—Deja que vuelva a casa —susurró el príncipe—. Deja que vuelva a casa…

Horemheb se llevó la mano a la oreja, como si no le hubiera oído.

—¡Habla en voz alta! No susurres como una niña.

—¡Deja que vuelva a casa! —gritó Zannanza.

—¡El príncipe hitita desea volver a casa!

Los hombres de Horemheb rieron. Horemheb hizo un gesto exagerado.

—Vete, pues. Por favor, señor. ¡Eres libre! ¿Sabes cómo volver a casa? Supongo que el camino es largo, de modo que será mejor que te pongas en marcha ahora mismo.

Un nuevo abismo de desesperación se reflejó en el rostro del príncipe Zannanza.

—¡Vete! —chilló Horemheb al tiempo que le daba un manotazo en la nuca.

El príncipe avanzó arrastrando los pies, con los tobillos y las muñecas todavía atados, dando pasos diminutos y aterrorizados. Los hombres de Horemheb, en silencio, se apartaron para dejarle llegar a las puertas. Cayó una vez, pero le pusieron en pie y le dieron empujones. Finalmente, perdió las fuerzas y cayó de rodillas, desesperado. Horemheb se plantó ante él.

—¿Sigues aquí, príncipe? —preguntó en tono burlón.

Zannanza levantó la cabeza. Horemheb desenvainó poco a poco su espada. Era larga y afilada.

—¿Qué vamos a hacer contigo? —preguntó, como si hablara con un niño travieso.

—El príncipe es inocente. No le mates. ¡Devuélvelo a su pueblo! —grité.

Horemheb se volvió hacia mí.

—Ninguno de vosotros quedará libre. Todos sois traidores.

Y después se volvió de nuevo hacia el joven hitita.

—Tu hora ha llegado. Reza a tus dioses.

Zannanza musitó una breve oración en su idioma, y a continuación la espada silbó en el aire y le separó la cabeza del cuerpo con un chorro de sangre que manchó el suelo y levantó una carcajada desprovista de alegría de los soldados.

Horemheb levantó la cabeza de Zannanza por el pelo.

—Enviad esto a su padre, Shubiluliuma de los hititas. Y decidle que no habrá ningún matrimonio entre Egipto y Hatti. Decidle que jamás habrá paz. ¡Decidle que yo, Horemheb, sostengo el cayado y el mayal de las Dos Tierras, y que Egipto no necesita a su débil hijo!

El oficial hizo una breve reverencia, corrió hacia un caballo y salió galopando del recinto. La cabeza de Zannanza, antes tan hermosa, colgaba ahora de su puño y miraba sin ver, como si quisiera decirme algo. Se me erizó el vello de la nuca. De pronto recordé la cabeza de Jety, que gritaba en mi sueño inducido por el opio. Y se me ocurrió una idea.

Horemheb se volvió hacia nosotros. El opio me estaba traicionando de nuevo. Sentía una intensa frustración en mi piel. Algo reptaba sobre ella, arañas u hormigas. Necesitaba rascarme con desesperación, pero tenía las manos atadas.

—Y aquí tenemos las sobras. Matadlos, y después quemadlo todo. No dejéis más que cenizas —dijo el general, y dio media vuelta. Sus hombres se acercaron a nosotros y desenvainaron con parsimonia sus espadas para derramar más sangre.

—Si nos matas, nunca sabrás lo que yo sé —grité a su espalda.

Horemheb se volvió hacia mí.

—¿Qué te ha pasado, Rahotep? Eres un adicto al opio. Mírate, tiemblas como un lunático. Eres una vergüenza para Egipto.

Hizo ademán de darse la vuelta de nuevo.

—Un pelotón del ejército egipcio está entrando opio de contrabando en Egipto —dije.

Una expresión de auténtica sorpresa se dibujó en su rostro altanero.

—¿Qué has dicho?

—Al general de los ejércitos de las Dos Tierras le gustaría saber si uno de sus pelotones le ha traicionado.

—Estás mintiendo para salvar el pellejo —resopló—. Además, ya he oído esa historia antes. No era verdad entonces, y no lo es ahora.

—No estoy mintiendo. Es un pelotón de la división Seth.

—¿Osas acusar a la división Seth de tamaña corrupción? —bramó.

—Ponme en libertad y te diré por qué.

Me abofeteó.

—No regatees conmigo.

Empezaba a sentirme despierto de nuevo. Mi mente se estaba despejando.

—El opio no se transporta en forma líquida, en tinajas. Han encontrado una forma de destilarlo en ladrillos, que son transportados hacia el extremo sur del valle, donde los recogen y pagan su precio. Estos ladrillos de opio son trasladados de contrabando hasta Tebas, donde una nueva banda se ha apoderado de todo el negocio de las antiguas bandas.

—¿Cómo lo sabes?

—Empezó con un asesinato en apariencia sencillo, en Tebas. Otra ejecución de cinco golfillos que trabajaban para las bandas. Habían sido decapitados, como de costumbre. Pero yo me di cuenta de que lo habían hecho con mucha pericia. Después, un compañero íntimo, un amigo, también fue asesinado por la misma banda. Por el mismo asesino. Y dejaban su símbolo por todas partes. Llevo un papiro con ese símbolo en mi manto. Ponme en libertad y te lo enseñaré.

Me miró durante un largo momento. Después cortó las cuerdas que sujetaban mis manos y yo extraje el papiro con la estrella negra, ahora hecho jirones.

—Este es el símbolo del Ejército del Caos. Pero la banda de Tebas actúa con similar eficacia y pericia despiadadas. También dejan su señal en los cadáveres de sus víctimas.

Horemheb me miraba fijamente.

—Entonces, el Ejército del Caos ha logrado establecerse en Tebas, lo cual es imposible.

—Imposible. Pero existe otra explicación…

—Continúa.

—Hasta hace poco, tan solo cantidades relativamente pequeñas y poco fiables de opio se transportaban de contrabando a través del desierto o por vía fluvial. La típica operación de escasa importancia del mercado negro. Pero todo ha cambiado. —Hice una pausa.

—Si tienes algo que decir, dilo ya —me instó, al tiempo que alzaba la vista hacia el sol, como si necesitara estar en otra parte.

—Un pelotón de la división Seth carente de escrúpulos está pasando el opio de contrabando. Lo compran aquí. Lo transportan hasta Egipto. También controlan la banda de Tebas.

Guardó silencio durante un largo momento.

—Matadle —ordenó, y empezó a alejarse de nuevo.

—¡Están pasando el opio de contrabando dentro de los cadáveres de oficiales muertos en las guerras, que son repatriados para su entierro! —grité.

Horemheb se paró en seco. Mi vida pendía de un hilo. Podía echarse a reír y luego degollarme. Pero no lo hizo.

—¿Qué pruebas posees de una acusación tan demencial y grotesca? —preguntó.

—Estoy seguro de lo que digo. Es posible encontrar las pruebas. Sé dónde encontrarlas.

—¿Dónde?

—En Bubastis. En Menfis. Y en Tebas.

—No cuentas más que con una serie de suposiciones y sospechas.

—Poseo información. Hago interpretaciones. Me dedico a eso. Soy un Buscador de Misterios. Y sé que tengo razón.

Horemheb me examinó con detenimiento.

—Desprecio la corrupción del opio —dijo—. Provoca debilidad y socava el orden. Si existe alguna señal de esta corrupción en el seno de mi ejército, ha de ser aniquilada. Yo me encargaré de ello.

De pronto noté que mi posición se tambaleaba.

—¡Es absurdo destruir la cadena de producción y distribución! Has de atacar el corazón del problema. Has de identificar a los culpables. Hay un hombre en Tebas. Es el supervisor de todo. Le llaman «Obsidiana». Déjame marchar y te traeré las pruebas. Y después podrás aniquilar a toda la banda. Si fracaso, mátame.

Volvió sus fríos ojos grises hacia mí.

—Tienes diez días. Si me traes la prueba, actuaré y te perdonaré la vida. Si no, detendré a tu familia, y nunca volverás a verlos en esta vida, porque serán enviados a Nubia, a trabajar en las minas de oro durante el breve tiempo que les quede antes de que el calor y las enfermedades los maten.

Se acercó más.

—Hay mucho en juego en estos últimos días de la corrupta y agonizante dinastía de la reina Anjesenamón, y nadie me arrebatará el triunfo.

—Necesito la ayuda de mi colega, Simut —me apresuré a añadir.

—Es un prisionero de guerra, será devuelto a Tebas para que el nuevo régimen le juzgue por alta traición —respondió con brusquedad.

—Es esencial para mi investigación. Representa a la autoridad real. Sin él me será imposible examinar los barcos del ejército, infiltrarme en los depósitos, interrogar a los testigos…

—Yo te concederé esa autoridad.

—No debo permitir que me identifiquen contigo durante el curso de esta investigación. Sería demasiado revelador, en caso de ser capturado. Esto ha de ser clandestino. Debo ser invisible, y todos los contactos entre nosotros han de permanecer en secreto —dije, intentando no suplicar.

—No pongas a prueba mi paciencia. No le pondré en libertad. Irá a juicio. Es un traidor. Igual que tú.

—Si triunfo, concédeme su vida.

—Un nuevo orden se impondrá en Egipto, y no me convencerán vanas argumentaciones. No habrá perdón. Solo justo castigo. Empezando con los que llevaron a cabo esta traicionera misión de casar a la reina con un hitita y sentarle en el trono de Egipto.

Y se marchó.

Q
UINTA
P
ARTE

Me han concedido la boca para que pueda hablar con ella en presencia del Gran Dios, el Señor del Inframundo.

El Libro de los Muertos
,

Conjuro 22

35

Estaba anocheciendo. El calor opresivo del día se negaba a marchar de la ciudad portuaria de Avaris, justo dentro de las fronteras de Egipto.

Había seguido a pie al convoy militar durante la última parte del Camino de Horus mientras transportaban otro cargamento de cadáveres. Pero tenía problemas: la muerte de Najt me atormentaba y obsesionaba. Me habían encomendado la misión de protegerle y le había fallado, del mismo modo que había fallado a Jety. Ahora, mis dos queridos amigos habían muerto. Si Najt hubiera sobrevivido, habría podido apoyar a la reina en su lucha contra la ocupación del general Horemheb. La reina estaba sola. Continuaba recordando la extraña expresión en el rostro de Najt cuando blandió la espada y luego corrió hacia la lluvia de humo y llamas. No podía estar quieto. Jugueteaba con mi daga una y otra vez. Mi cuerpo temblaba sin cesar; unas sacudidas incontrolables afligían mis piernas, y la piel de los brazos y las piernas sangraba porque me rascaba en todo momento. Hacía días que no podía dormir. Sabía que algo me estaba pasando. Anhelaba la dicha dorada del sueño del opio. Me había convertido en el tipo de adicto al que antaño había denostado.

Esperaba que subieran el cargamento de ataúdes directamente a un barco militar con destino a Bubastis, pero se desviaron hacia el campamento militar, acompañados de soldados que se abrían paso entre la muchedumbre con escasos miramientos. Dejaron atrás una larga hilera de depósitos, y después doblaron una esquina como si se encaminaran a la gigantesca ciudad poblada de tiendas del campamento militar, que ocupaba todo el espacio libre entre los almacenes portuarios y los silos de grano, los enormes barracones nuevos en construcción y las ruinas de la antigua ciudadela que quedaba al otro lado. Pese al calor, ardían hogueras bajo la rielante luz del anochecer, y cocineros sudorosos de rostro congestionado trabajaban en los hornos de ladrillo con el fin de alimentar a los soldados que esperaban haciendo cola.

Pero los soldados y los carros no entraron en el recinto del campamento. Avanzaron hacia el cementerio y los muros derrumbados de la ciudadela. Les seguí, al resguardo de las sombras alargadas. Dejaron atrás también el cementerio, hasta que atravesaron la entrada de la ciudadela, y las antiguas puertas de madera se cerraron a su espalda con un crujido. Después aparecieron dos soldados con discreción para montar guardia.

Acuclillado en las sombras como un chacal, recorrí las murallas hasta encontrar otra vía de entrada a la ciudadela: una parte de la muralla se había derrumbado y había formado una pendiente irregular de piedra y adobe. Ascendí por la parte exterior de la ciudadela aferrándome a las piedras con las manos y los pies, buscando los huecos entre los bloques de piedra, hasta que conseguí llegar a lo alto. Tras haberme izado, bajé por la pendiente de escombros y accedí.

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