El Reino del Caos (35 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino del Caos
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Ya debían de circular noticias de la inminente ocupación de Horemheb y de la muerte de Ay, porque se palpaba una nueva y extraña tensión en la atmósfera de la ciudad. Muchos barcos pequeños estaban cargados de baúles que contenían posesiones personales, pues los ricos intentaban salvar a sus familias y sus bienes terrenales enviándolos fuera de la ciudad, a sus casas de campo. Multitudes de mercaderes compraban a voz en grito cargamentos de grano, como si fueran los últimos. El miedo ya se había apoderado de la ciudad. Habíamos vivido como dioses con el tiempo prestado, y ahora el sueño había terminado.

Tres noches antes, en Menfis, de madrugada, había visto que transportaban los paquetes de opio desde el patio trasero de los embalsamadores hasta otro barco comercial más pequeño. Había visto que el oficial del muelle firmaba el papiro de autorización del cargamento y lo devolvía a un hombre vestido de militar. No lo reconocí. Él y otros cómplices habían subido al barco para acompañarlo hasta Tebas.

Había llegado a mediodía. Me refugié en las sombras y continué mi vigilancia. No ocurrió nada hasta que el sol se puso. Entonces, en la oscuridad de la noche, aparecieron más hombres y bajaron diez cajas de madera por la plancha hasta un carro que esperaba. Lo seguí hasta la ciudad. Había luna llena y su luz color hueso iluminaba las calles. El carro iba acompañado de guardias armados que corrían detrás y delante en silencio. No se desplazaron hasta muy lejos. Se desviaron cuando pasaron el templo del Sur, y después siguieron su muro oriental antes de adentrarse en el extenso laberinto de los barrios del este y sus angostas calles laterales. Conocía bien estas calles porque había vivido y trabajado en ellas como agente de los medjay durante toda mi vida. Algunas albergaban tiendas y mercados, otras estaban dedicadas a diferentes oficios, cuyos talleres daban a la vía pública. Otras, en fin, eran pasajes de escasa altura y del ancho de un hombre. Corrí por estas calles siguiendo el plano de la zona en mi cabeza mientras veía que el carro avanzaba por oscuras callejuelas y caminos laterales.

Finalmente se detuvo ante el alto muro del almacén de un comerciante. Las grandes puertas de madera se abrieron de inmediato y el carro entró. Esperé sin aliento, atento a los sonidos de la noche, que tenía la impresión de captar con todo lujo de detalles: el ladrido de los perros que se llamaban de un barrio a otro, el grito de las aves nocturnas, el silencio misterioso de las calles. Me acerqué con cautela. La casa no se distinguía en nada de las demás, salvo porque sus muros eran altos, estaba apartada de los edificios que la rodeaban y solo había una entrada. Decepcionado, encontré un recodo discreto en las sombras y me dispuse a esperar. El carro no volvió a salir, pero durante toda la noche aparecieron grupos de hombres en silencio, que llamaban con discreción y entraban, tal vez unos veinte en total. Ninguno salió, sin embargo.

Mientras esperaba en la oscuridad, el rostro de Anjesenamón empezó a atormentarme. Recordé la calidez de su recibimiento, tanto tiempo atrás, antes de que empezara nuestro viaje al norte. Recordé el miedo en sus ojos, y su noble apelación a la lealtad que sentía por ella. Estaba sola, en un palacio inmenso. Tal vez había recibido información sobre la inminente llegada de Horemheb a la ciudad. Tal vez estaba preparando la huida. O tal vez se hallaba atrapada, ignorante de lo que estaba ocurriendo. Sin el apoyo de Najt, o la protección de Simut, quizá era yo el único hombre del mundo capaz de salvarla de la tormenta que se avecinaba.

De modo que, cuando el cielo empezó a virar del negro al azul, y los primeros trabajadores aparecieron en las calles oscuras, tosiendo, carraspeando y escupiendo, y no salió nadie de la casa del mercader, tomé una decisión. Supuse que Obsidiana no haría acto de aparición a plena luz del día. Me quedaba muy poco tiempo.

40

Los corredores del palacio estaban atestados de hombres y sacerdotes, seguidos de criados y ayudantes cargados con montones de rollos de papiro, que se dedicaban a sus tareas con un aire de desesperada resolución, como si las reuniones y decisiones de alto nivel todavía pudieran alterar la catástrofe inminente. Debían de estar todos maniobrando para conseguir algún cargo, apuñalándose mutuamente por la espalda, y pensando en cómo podrían congraciarse con el general cuando finalmente ocupara la ciudad.

Me abrí paso entre las multitudes sin que nadie me interrogara, y nadie me detuvo hasta que llegué a las puertas de los aposentos reales. Los guardias me lanzaron una mirada y me cerraron el paso, al tiempo que llamaban a otros compañeros para que enviaran a más oficiales para detenerme por haber entrado ilegalmente. Intenté utilizar el nombre de Najt, e invoqué la autoridad de Simut, pero se limitaron a dedicarme miradas evasivas. Me arrojaron al suelo por la fuerza, con sus rodillas apretadas contra mi espalda, hasta que ni siquiera pude hablar.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó de repente la voz autoritaria de un superior—. ¿Quién es este hombre?

Reconocí la voz. Era Jay, el escriba jefe de palacio.

Los guardias me torcieron la cabeza para que pudiera verme.

—¿Rahotep? ¿Es posible…?

Jay tomó con autoridad el control de la situación.

—¡Este hombre ha de despachar asuntos urgentes con la reina! —gritó a los guardias. Blandió el bastón de mando sobre sus cabezas.

Me condujo a una antecámara de la gran sala de audiencias.

—Nos llegaron noticias de tu muerte. ¿Cómo es posible que estés vivo, delante de mí?

—He de hablar con la reina. Solo hablaré con la reina.

Me examinó, y al final asintió.

—Ven.

Fui anunciado y autorizado a entrar en la sala de audiencias, y de nuevo me encontré ante la presencia de Anjesenamón. Caminé hacia ella entre las columnas y pasé de nuevo ante las paredes con losetas de colores que plasmaban las grandes victorias de Egipto sobre sus enemigos cautivos.

La reina estaba sentada en el trono, sobre el estrado. Llevaba la corona azul adornada con discos y sobre la frente ostentaba la dorada cabeza de cobra. Sostenía el báculo y el mayal, porque ahora era la verdadera gobernante de Egipto. Estaba rodeada de sus consejeros y parásitos, que exhibían sus insignias del cargo, susurraban entre sí o le daban consejos angustiados, desesperados por salvar el pellejo. Pero cuando ella me vio, se levantó de repente. Todos me miraban como si fuera un espíritu llegado del Otro Mundo. Me postré.

—Vida, prosperidad, salud.

Las palabras de la fórmula nunca habían poseído un significado más intenso para mí.

La reina despidió a sus consejeros con un gesto de su mano enjoyada y los hombres se retiraron caminando hacia atrás, haciendo reverencias y mascullando. En cuanto se marcharon y las puertas estuvieron cerradas, nos quedamos solos.

—Levántate, Rahotep. Acércate al trono.

Obedecí. Ante mi asombro, me rodeó entre sus brazos. Sostuve con cautela el esbelto cuerpo de la reina, nuestro dios viviente. La rabia y la desesperación me habían impelido a continuar adelante durante todos esos días. Y ahora su extraordinario gesto me conmovía en lo más hondo, de modo que me vine abajo y lloré. Cuando ella alzó la vista, tenía la cara húmeda y los ojos brillantes. Un mechón de su pelo negro, oculto bajo la corona, colgaba alrededor de su oreja.

—Sabía que habíais llegado sanos y salvos a Hattusa. Pero cuando no llegaron noticias de vuestro éxito, o de vuestro regreso, tan solo silencio por parte de los mensajeros, creí que había sucedido lo peor…

De súbito, los acontecimientos del viaje atravesaron mi mente en un desenfrenado desfile de impresiones y emociones. Algo muy doloroso se estaba gestando en mi interior y descubrí que era incapaz de hablar. Ella me indicó que tomara asiento. Aferré la copa de vino que me ofreció con ambas manos, para intentar disimular el ataque de temblores.

—Pero tú estás vivo, Rahotep, y me vas a contar todo lo sucedido, cómo has podido regresar, al fin… —continuó.

Quería hablarle del príncipe Zannanza, de Aziru y Najt, pero lo primero que dije fue:

—He venido a advertirte. Horemheb está agrupando sus fuerzas. Pronto marchará sobre Tebas…

—Lo sé. Hace tiempo que lo sé. Sus diputados le son leales. Las divisiones le prestarán su apoyo.

—Has de prepararte… Aún queda tiempo… Busca un refugio. O huye de Egipto en barco, a un lugar secreto…

Levantó la mano para silenciarme.

—No, Rahotep. Ya sabes cuál es la situación. Mis aliados están desorganizados. La guardia de palacio ha perdido a su mejor hombre, ahora que Simut no puede tomar el mando. Todo está perdido. Pero todavía soy la reina de Egipto. No huiré ni me esconderé —dijo con orgullo—. Afrontaré mi destino con dignidad.

—¿Y Ay?

—Ay murió poco después de que partieras. Lo mantuvimos en secreto el máximo tiempo posible. Habían terminado su tumba hacía mucho, y en estos momentos están preparando su cuerpo para la eternidad. Horemheb no tardará en llegar. Sé que no me permitirá vivir.

Vi que el miedo se apoderaba de su rostro, aunque intentaba aparentar fortaleza y serenidad.

—Solo a ti puedo decirte la verdad, Rahotep. Tengo miedo. Pero al menos te he visto una vez más…

Insensatas lágrimas acudieron a mis ojos. Percibí que la incontrolable amenaza de los temblores me poseía de nuevo.

—No todo está perdido. Yo me pondré al frente de tu guardia. Pelearemos. Tienes que hablar al pueblo. Hay mucha gente en la ciudad que todavía se opone al general…

Aferró mi mano con fuerza.

—Eres un hombre leal, Rahotep, pero escúchame: no tengo tropas. No tengo fuerzas que oponer al general. He aprendido lo suficiente para saber que cuando el poder empieza a escabullirse, pronto desaparece. Los que habéis sido fieles, leales, tenéis que elegir, pero no pensando en mí, sino en salvar a vuestras familias, en sobrevivir. Me has prestado un gran servicio y ojalá pudiera recompensarte mejor. Pero tú también has de irte con tu familia y estar con ellos. Te necesitan.

—¡No te abandonaré!

—Te lo ordeno. ¡Has de irte! —dijo con firmeza—. Si no lo haces, llamaré a los guardias.

—No me iré. Existe una última oportunidad. ¡Escucha! —grité.

De pronto me di cuenta de que estaba asiendo a la reina por los hombros, casi sacudiéndola.

—Horemheb me dejó en libertad por un motivo. Hay un pelotón corrupto en el seno del ejército. Han estado pasando opio de contrabando en Egipto ante las narices de todo el mundo. ¡Horemheb, el famoso general, no tenía ni idea! Pero yo sé dónde está su base y cómo funcionan. Sé dónde almacenan el opio, y sin duda el oro que ganan con su comercio. Puedes utilizar esta información contra él. Sus aspiraciones al poder se verán socavadas gravemente…

Me miró con tristeza, como si estuviera loco.

—Pero, Rahotep, esa historia es vieja, y además no es cierta.

—Sí. El pelotón está aquí, en Tebas. Tiene un líder, su nombre en código es Obsidiana, él es la clave del misterio…

—¿Qué te ha pasado? Has cambiado. Apenas reconozco al Rahotep de antes.

Lloraba en silencio. No pude soportarlo.

—¡No me rendiré! Lo demostraré, y después desafiaremos a Horemheb. Eso es lo que Najt habría hecho.

—¿Najt?

—Murió por ti. Le mataron los hombres de Horemheb. Y yo no permitiré que haya muerto en vano.

Me miró de una forma extraña.

—Pero fue Najt quien me habló de tu muerte, y de las de Simut y Zannanza —dijo con cautela—. Me contó que habías muerto por salvar su vida. Fue él quien me dijo que ya no había esperanza.

Al oír aquellas palabras, algo oscuro encajó en mi interior, y la negrura invadió mi corazón.

41

Vigilaba la mansión de Najt, una sombra entre las sombras. La energía dorada del opio corría por mis venas. Había tomado la última dosis con manos temblorosas. Ahora, todo era vívido y nítido de nuevo, mi mente estaba lúcida y mi corazón, sereno. Di la bienvenida al dios de la Venganza cuando tomó posesión de mí. Había llegado la hora.

Había guardias en la puerta. La calle estaba atestada del tráfico habitual de carros y carretas y de las multitudes de media tarde. Esperaba ver a mis hijas. No tardé en verlas caminar hacia la casa, acompañadas por guardias armados. Iban cogidas de la mano, pero no sonreían. Su expresión era compungida, y no hablaban. Su habitual vivacidad se había desvanecido por completo. Entonces apareció de repente Tanefert en la gran puerta de la casa, salía a recibirlas. Llevaba un manto azul claro, el color del luto. Parecía tensa, como si algo se hubiera roto y ella estuviera sujetando los pedazos. La vi delgada y agotada. Cuando las chicas llegaron, las envolvió en un abrazo, besó su cabeza y después, como si el ruido y la vida del mundo fueran demasiado insoportables, corrió con ellas al interior. Experimenté un deseo desesperado de llamarlas, de revelar mi presencia, de atravesar la calle corriendo y estrecharlas en mis brazos. Pero en aquel momento Najt apareció en la entrada. Su rostro suave, su ropa perfecta, sus ojos de halcón, no revelaban nada. Miró a uno y otro lado de la calle, y después desapareció en el interior.

Me acomodé para esperar. La oscuridad revelaría la verdad. Hacía varias noches que no dormía, pero el opio me mantenía despierto y me insuflaba un poder animal. Mi larga vigilia recibió su recompensa. Avanzada la noche, la gran puerta se abrió un momento y una figura oscura, con la cabeza cubierta, salió y recorrió a buen paso la calle desierta, acompañada de dos guardias. Iban armados hasta los dientes, pero yo también, con armas que me habían proporcionado en la armería de palacio. Las figuras se internaron en las sombras de un pasaje lateral y desaparecieron. Mi instinto de cazador había resucitado, y ya había adivinado cuál era su destino. Las seguí a través del oscuro laberinto de la ciudad. Llegué a la casa del mercader a tiempo de ver que cruzaban las grandes puertas de madera.

Me agazapé en las sombras, atento a cualquier sonido procedente de la casa. Vi que la luna llena avanzaba con parsimonia sobre el océano oscuro de la noche, y las grandes estrellas que giraban a su alrededor. Por fin, en la hora más oscura de la noche, cuando estaba a punto de hundirse bajo el horizonte, las puertas se abrieron de nuevo y la figura embozada salió acompañada de los dos guardias. Corrí silencioso como la luna por las calles oscuras de la ciudad, llegué al lugar que había localizado antes, donde convergían varias calles en un pequeño espacio abierto, y esperé. Estaba preparado.

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