El relicario (46 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
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—Ésa es precisamente la idea, teniente —dijo Pendergast, deteniéndose ante una pequeña puerta metálica en la pared del fondo. Introdujo un código numérico y abrió.

La puerta daba a un estrecho corredor. Armarios de acero inoxidable cubrían las paredes, cada uno con su correspondiente etiqueta de plástico. Al entrar, Margo echó un vistazo a las etiquetas cercanas: M-16/XM-148, CAR-15/SM177E2, KEVLAR S-M, KEVLAR L-XXL.

—El poli y sus juguetes —comentó Mephisto.

Pendergast avanzó rápidamente por el pasillo hasta uno de los armarios, lo abrió y sacó tres mascarillas de plástico transparente, unidas a pequeños botes de oxígeno. Se guardó una y entregó las otras a D'Agosta y Mephisto.

—Por si al bajar le viene en gana gasear a más gente en los túneles, ¿no? —dijo Mephisto, cogiendo torpemente la mascarilla con las manos esposadas.

Pendergast se volvió hacia él.

—Sé que considera que los suyos han sido maltratados por la policía —respondió con calma—. Casualmente, coincido con usted. Le prometo que yo no he tenido nada que ver con eso.

—Jano el de las dos caras habla de nuevo. El alcalde de la Tumba de Grant, claro. Tendría que haber imaginado que era todo una patraña.

—Su propia paranoia y aislamiento me obligó a recurrir a esa estratagema —dijo Pendergast, abriendo un armario tras otro. Extrajo un flash utilizable a modo de visera, varios pares de gafas con largos tubos oculares que debían de ser, supuso Margo, dispositivos de visión nocturna, y unos botes alargados de color amarillo que no reconoció—. Nunca lo he considerado un enemigo.

—Entonces quíteme las esposas.

—No lo haga —advirtió D'Agosta.

Pendergast, que en ese momento sacaba varios machetes militares de un armario, se quedó inmóvil. Finalmente metió los dedos en el bolsillo delantero de su chaqueta negra, se acercó a Mephisto y abrió las esposas con un rápido giro de muñeca. Mephisto las lanzó con desprecio al otro extremo del pasillo.

—¿Es que piensa hacer tallas allá abajo? —preguntó—. Esas navajas de bolsillo que ha cogido no le servirán de gran cosa contra los rugosos. Como mucho les hará cosquillas.

—Confío en que no nos crucemos con ninguno de los habitantes de los túneles Astor —repuso Pendergast con la cabeza metida en un armario mientras se colocaba dos pistolas bajo la cintura del pantalón—. Pero ya he aprendido las ventajas de ir bien preparado.

—Muy bien, señor agente del FBI, disfrutaremos de la cacería de patos. Luego podemos pasar a tomar un té con pastas por la Ruta 666, charlar un rato y quizá incluso disecar sus trofeos.

Pendergast se apartó del armario y se aproximó lentamente a Mephisto.

—¿Qué puedo hacer
exactamente
para convencerlo de la gravedad de esta situación? —preguntó, su rostro a unos centímetros del jefe de la comunidad subterránea. Pese a que hablaba con aparente delicadeza, su voz sonaba por alguna razón amenazadora.

Mephisto retrocedió un paso.

—Si eso es lo que quiere, tendrá que confiar en mí.

—Si no confiase —replicó Pendergast—, no le habría quitado las esposas.

—Entonces demuéstrelo —dijo Mephisto, recobrando de inmediato el aplomo—. Déme un arma. Por ejemplo, uno de esos relucientes rifles Stoner que he visto en aquel armario. O como mínimo un calibre 12. Si los liquidan a ustedes, quiero tener la oportunidad de defenderme.

—Por Dios, Pendergast, no sea loco —advirtió D'Agosta—. Este tipo no es de fiar. Ésta es la primera vez que sale a la calle desde que George Bush era presidente.

—¿Cuánto tardará en guiarnos hasta los túneles Astor? —preguntó Pendergast.

—Una hora y media, quizá. Eso, si no les importa mojarse los pies en el camino.

Se produjo un silencio.

—Parece que entiende de armas —comentó Pendergast—. ¿Tiene experiencia?

—Séptimo de Infantería, I-Corps. Herido para mayor gloria de Estados Unidos de la jodida América en el Triángulo de Hierro.

Con una mezcla de repugnancia y fascinación, Margo vio cómo Mephisto se desabrochaba el mugriento pantalón, se lo bajaba y lucía una fruncida cicatriz que atravesaba el abdomen y parte del muslo, terminando en un grueso nudo de tejido cicatricial.

—Tuvieron que volver a meterme las tripas antes de trasladarme en la camilla —añadió Mephisto con una sesgada sonrisa.

Pendergast guardó silencio durante un largo momento. Por fin se dio media vuelta, abrió otro armario y extrajo dos armas automáticas. Se colgó una al hombro y lanzó la otra a D'Agosta. A continuación sacó una caja de munición y una escopeta de repetición de cañón corto. Cerró el armario, se volvió y entregó la escopeta a Mephisto.

—No me falle, soldado —dijo, sujetando aún el cañón con la mano.

Sin hablar, Mephisto le arrancó el arma de la mano y accionó el cargador.

Margo empezó a intuir una molesta actitud. Pendergast había hecho acopio de material, y a ella aún no le había correspondido nada.

—Un momento —protestó—. ¿Y yo qué? ¿Dónde está mi equipo?

—Lo siento, pero usted no viene —respondió Pendergast mientras sacaba chalecos antibalas de un armario y comprobaba las tallas.

—¿Y eso quién lo ha dicho? —replicó Margo—. ¿Por qué no voy? ¿Porque soy una mujer?

—Por favor, doctora Green, usted bien sabe que no ése el problema. Carece de experiencia en esta clase de acción policial. —Pendergast abrió otro armario y cogió algo del interior—. Tenga, Vincent, encárguese usted de esto, si no le importa.

—Granadas de metralla M-26 —dijo D'Agosta, manipulándolas con sumo cuidado—. Tienen aquí armamento suficiente para invadir China.

—¿Que carezco de experiencia? —repitió Margo sin prestar atención a D'Agosta—. Fui yo quien le salvó el culo en el museo la otra vez, ¿se acuerda? De no ser por mí, se habría convertido usted en excrementos de Mbwun hace tiempo.

—Soy el primero en admitirlo, doctora Green —respondió Pendergast mientras se colocaba una mochila provista de una manguera terminada en una extraña boquilla con capucha.

—No me diga que eso es un lanzallamas —preguntó D'Agosta.

—Un ABT Fastfire, si no me equivoco —apuntó Mephisto—. Cuando yo estaba en el ejército, llamábamos «neblina púrpura» al fuego que vomitaba. Un arma atroz, otra muestra del sadismo de una república en bancarrota moral. —Miró con curiosidad el contenido de uno de los armarios abiertos.

—Soy antropóloga —continuó Margo—. Conozco a esas criaturas mejor que nadie. Necesitarán mi asesoramiento científico.

—No tanto como para poner en peligro su vida —repuso Pendergast—. El doctor Frock también es antropólogo. ¿Nos lo llevamos para que nos dé su docta opinión sobre la materia?

—Fui yo quien descubrió todo esto, ¿recuerda? —insistió Margo, dándose cuenta de que estaba levantando la voz.

—La doctora Green tiene razón —terció D'Agosta—. No estaríamos aquí ahora de no ser por ella.

—Ésa no es razón para que la involucremos más aún en este asunto. Además, nunca ha bajado a los subterráneos, ni pertenece a la policía.

—¡Oiga! —dijo Margo a voz en grito—. Olvide que soy antropóloga. Olvide la ayuda que les he proporcionado hasta el momento. Soy una experta tiradora. D'Agosta puede dar fe de ello. Y tampoco los retrasaré. Al contrario, seguramente serán ustedes quienes lleven la lengua fuera para seguirme el paso. Hay una razón muy sencilla para incluirme: si surgen problemas allá abajo, cuantos más seamos, mejor.

Pendergast dirigió hacia ella sus ojos claros, y Margo percibió la fuerza de su mirada casi como si le hurgase el pensamiento.

—¿Por qué se siente obligada a hacer esto, doctora Green? —inquirió.

—Porque… —Margo se interrumpió, preguntándose por qué quería en realidad bajar a aquel infierno. Sería mucho más fácil desearles buena suerte, salir del edificio, volver a casa, encargar la cena por teléfono al restaurante tailandés de la esquina y ponerse a leer la novela de Thackeray que quería empezar desde hacía un mes.

De pronto comprendió que no era una cuestión de si quería o no hacerlo. Dieciocho meses atrás había mirado a Mbwun a la cara, había visto su propio reflejo en aquellos ojos salvajes. Juntos, ella y Pendergast habían matado a la bestia. Y había dado el asunto por terminado. Tanto ella como todos los demás. Ahora sabía que no era así.

—Hace unos meses Greg Kawakita intentó ponerse en contacto conmigo —dijo por fin—. No me molesté en telefonearlo. Si lo hubiese hecho, quizá nada de esto habría ocurrido. —Calló y al cabo de un momento añadió—: Necesito ver con mis propios ojos que todo ha terminado.

Pendergast mantuvo en ella su mirada escrutadora.

—¡Maldita sea, usted me metió en esto! —exclamó Margo, volviéndose hacia D'Agosta—. Era el último de mis deseos. Pero he llegado hasta aquí, y ahora necesito ver el final.

—También en eso tiene razón —afirmó D'Agosta—. Yo le pedí que colaborase en la investigación.

Pendergast apoyó las manos en los hombros de Margo, en un gesto físico poco común en él.

—Margo, por favor —dijo con tono ecuánime—. Compréndalo. En el museo, no había alternativa. Estábamos ya atrapados dentro con Mbwun. Esto es distinto. Vamos a correr un riesgo conscientemente. Usted es una civil. Lo siento, pero no puede ser.

—Por una vez estoy de acuerdo con el alcalde Whitey. —Mephisto miró a Margo—. Parece usted una persona honrada, y eso quiere decir que está fuera de lugar en compañía de gente como ésta. Deje que los maten a ellos, que para eso son funcionarios.

Pendergast siguió mirando a Margo por un momento. Finalmente retiró las manos y se volvió hacia Mephisto.

—¿Cuál es el camino? —preguntó.

—La línea de Lexington, bajo los almacenes Bloomingdale —contestó Mephisto—. Hay un túnel abandonado a unos quinientos metros al norte de la vía rápida. Lleva derecho hasta el parque y allí baja hacia el Cuello de Botella.

—¡Dios santo! —exclamó D'Agosta—. Quizá usaron esa ruta para tender la emboscada al tren.

—Es posible. —Pendergast guardó silencio por un instante, como si estuviese absorto en sus pensamientos—. Tenemos que recoger los explosivos en la sección C —añadió de pronto, y se dirigió hacia la puerta—. En marcha. Nos quedan menos de dos horas.

—Vamos, Margo —dijo D'Agosta por encima del hombro, siguiendo al trote a Pendergast—. La acompañaremos a la salida.

Margo permaneció inmóvil, viéndolos alejarse rápidamente hacia la puerta exterior del depósito de armas.

—¡Mierda! —gritó en un arrebato de frustración.

Tiró el bolso al suelo y dio un furioso puntapié al armario más cercano. Luego se arrodilló, cubriéndose la cabeza con los brazos.

52

Snow consultó la hora en el enorme reloj de pared. Tras la rejilla protectora, las estrechas manecillas marcaban las 22.15. Recorrió con la vista la sala vacía: los reguladores y botellas de oxígeno de repuesto, las aletas rotas y las grandes gafas de buceo. Su mirada se posó por fin en la montaña de papeles que tenía frente a él, en el escritorio, e hizo una mueca de aversión. Allí estaba, teóricamente recuperándose de una infección bacteriana en los pulmones. Pero tanto él como el resto de la Brigada Submarinista del Departamento de Policía de Nueva York sabían que había caído en desgracia. El sargento, llevándoselo aparte, lo había felicitado por su trabajo; pero Snow había notado que era sólo un cumplido. Ni siquiera importaba que los esqueletos que había encontrado hubiesen sido el punto de partida de una gran investigación policial. El hecho era que se había soltado de la cuerda, se había soltado en su primera inmersión en la brigada. Ya ni siquiera tenía que soportar las burlas de Fernández.

Dejó escapar un suspiro, contemplando a través del mugriento cristal de la ventana el embarcadero desierto y el agua oscura y untuosa, brillando a la luz de la luna. El resto del equipo había salido horas antes con destino al East River, donde había caído un helicóptero. Y en la ciudad ocurría algo grave; la radio del puesto no dejaba de captar mensajes acerca de manifestaciones, disturbios, movilizaciones, medidas de control de masas. Por lo visto, había acción en todas partes menos en su tranquilo rincón de los muelles de Brooklyn. Y allí estaba él, rellenando informes.

Volvió a suspirar, grapó unos papeles, los colocó en una carpeta, la cerró y la lanzó a la bandeja de salida. Un perro muerto, extraído del canal Gowanus. Causa de la muerte: una herida de bala. Dueño desconocido. Caso cerrado. Cogió otra carpeta del montón: Randolf Rowell, veintidós años. Saltó del puente de Triborough. Nota de suicidio hallada en un bolsillo. Causa de la muerte: ahogamiento. Caso cerrado.

Mientras dejaba la carpeta en la bandeja, oyó el ruido de una lancha que se acercaba al embarcadero. Regresaban pronto. Sin embargo el motor sonaba distinto, pensó, más ronco. Quizá necesitaba una puesta a punto.

Oyó unas rápidas pisadas en el embarcadero de madera y la puerta del puesto se abrió de par en par. Eran unos hombres con trajes húmedos de color negro, sin insignias, los rostros pintados de negro y verde con tintura de camuflaje. Cada uno llevaba colgados al cuello dos macutos gemelos de goma y látex.

—¿Dónde está el equipo submarinista? —preguntó con aspereza el hombre más adelantado, una enorme mole con acento de Texas.

—En el East River, donde se ha estrellado el helicóptero —contestó Snow—. ¿Son ustedes del segundo equipo?

Echó un vistazo por la ventana y se sorprendió al ver no la habitual fueraborda azul y blanca de la policía, sino una potente lancha de motor interno con el casco en V, elevándose apenas sobre el agua y tan oscura como quienes habían llegado en ella.

—¿Todo el equipo? —dijo el hombre.

—Menos yo. ¿Quiénes son ustedes?

—Amigo, no somos los sobrinos que su madre perdió de vista hace años, eso se lo aseguro —repuso el hombre con tono cortante—. Necesitamos a alguien que conozca el camino más corto al colector lateral del West Side, y lo necesitamos ya.

A Snow lo asaltó una repentina ansiedad.

—Déjeme avisar al sargento…

—No hay tiempo. ¿Conoce usted el camino?

—Bueno, conozco las salidas de la red de alcantarillas de Manhattan. Forma parte de la instrucción básica. Todo policía…

—¿Puede guiarnos hasta el interior del colector? —lo interrumpió el hombre con brusquedad.

—¿Quieren entrar en el colector lateral del West Side? La mayoría de las salidas están enrejadas, o son demasiado estrechas para…

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