El relicario (52 page)

Read El relicario Online

Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

BOOK: El relicario
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Margo, usted irá después —continuó Pendergast—. Ocúpese de Smithback. Vincent, me gustaría que cubriese la retaguardia. Podría haber un enfrentamiento.

—De acuerdo —contestó D'Agosta.

—Me gustaría ayudar —oyó Margo decir a Smithback.

Pendergast lo miró.

—Sin un arma, no les sirvo de nada —explicó Smithback con voz trémula pero resuelta.

—¿Sabe utilizar un arma? —preguntó Pendergast.

—Antes practicaba el tiro al blanco con una escopeta de calibre 16.

D'Agosta ahogó la risa. Pendergast apretó los labios por un momento, como si calculase algo. Por fin se descolgó la otra arma que llevaba al hombro y se la entregó a Smithback.

—Esto es un M-79. Dispara proyectiles explosivos de 40 milímetros. No dispare si el blanco no se encuentra al menos a treinta metros. D'Agosta le explicará por el camino cómo recargarlo. Si empieza la acción, espero que haya luz suficiente para usted.

Smithback asintió con la cabeza.

—La idea de estar al lado de un periodista con un lanzagranadas me pone muy nervioso —dijo D'Agosta en la oscuridad.

—Colocaremos las cargas y nos marcharemos —añadió Pendergast—. Disparen sólo como último recurso. El ruido atraería a toda la guarida hasta nosotros. Vincent, ponga el flash en modo estroboscópico y úselo al menor indicio de peligro. Primero los cegaremos y luego dispararemos. Asegúrense de quitarse antes las gafas de visión nocturna; la intensidad del flash las sobrecarga. Sabemos que no soportan la luz, así que cuando nos descubran, aprovechemos nuestra ventaja. Margo, ¿hasta qué punto está segura del efecto de la vitamina D?

—Al ciento por ciento —contestó Margo de inmediato. Tras una pausa, rectificó—: Bueno, quizá al noventa y cinco por ciento.

—Ya veo —dijo el agente del FBI—. Bien, si se produce un enfrentamiento, use primero la pistola.

Pendergast echó una última mirada al grupo y después lo condujo con cautela por el antiguo túnel. Margo vio que D'Agosta guiaba a Smithback, sujetándole firmemente el brazo. Recorridos unos cincuenta metros, Pendergast alzó una mano. Uno por uno, todos se detuvieron. Lentamente, Pendergast se llevó un dedo a los labios en un gesto de advertencia. Sacó un encendedor de un bolsillo y lo aproximó a la boquilla del lanzallamas. Tras un chasquido, se vio un destello y se oyó un tenue siseo. Una pequeña llama se formó en torno a la boquilla de cobre.

—¿Alguien huele eso? —susurró Mephisto.

Procurando mantener la calma, Margo respiró por la nariz. Un intenso hedor a metano y amoníaco flotaba en el aire. Y por encima se percibía un olor a cabra que reconoció de inmediato.

58

Snow apoyó la dolorida espalda contra la pared de ladrillo del embarcadero. Se quitó las aletas y las dejó con cuidado junto a la pared, donde el resto del equipo colocaba en pulcras hileras los lastres y las botellas de oxígeno. Pensó en dejar a un lado el talego de goma, pero recordó que el comandante le había ordenado que no se separase de él hasta concluir la misión. Notaba el suelo viscoso bajo los botines de neopreno. Se sacó la boquilla e hizo una mueca de asco al percibir el olor del ambiente. Sintió un intenso escozor en los ojos y parpadeó varias veces. Mejor será adaptarse, pensó, llevándose la boquilla a los labios e inhalando oxígeno. A partir de ese punto, sabía, seguirían a pie.

Alrededor, los hombres de la Compañía de Operaciones Especiales se despojaban de sus gafas y botellas, abrían mochilas impermeables y ponían a punto el material. El comandante Rachlin encendió una bengala y encajó el asta en una grieta de la pared. Silbó y chisporroteó suavemente, inundando la cámara de una inestable luz roja.

—Preparen sus equipos de comunicación —ordenó Rachlin—. Los usaremos sólo en caso de emergencia, por la frecuencia privada. Quiero que se respete la disciplina de ruido en todo momento. Recuerden, uno por equipo se ocupa del transporte de las cargas redundantes. Si por cualquier razón uno de los tres equipos no consigue llevar a cabo la misión, los otros la completarán. —Echó otro vistazo al mapa de plástico. Luego lo enrolló al máximo y se lo metió bajo la correa de la funda del machete. Dirigiéndose a Donovan, dijo—: Delta, ustedes actuarán como respaldo. Permanezcan aquí, en el punto de reunión, cubriendo a distancia la retaguardia. Si algún equipo no cumple su objetivo, reemplácenlo. —Echó un vistazo alrededor—. Beta, por aquel túnel. Gamma, por el túnel del fondo. Terminan a unos quinientos metros en conductos verticales. Ahí es donde deben colocar las cargas. Nos reuniremos aquí a las veintitrés horas veinte minutos como mucho. Al menor retraso, no llegaremos a la salida. —Rachlin miró fijamente a Snow—. ¿Se encuentra bien, amigo?

Snow movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

El comandante asintió también.

—Vámonos. Beecham, usted viene conmigo.

Snow observó alejarse a los tres equipos, sus sombras oscilando en las paredes brillantes, sus botines chirriando en el espeso lodo. Se sentía incómodo y extraño con los auriculares del equipo de comunicaciones en la cabeza. Cuando los sonidos se desvanecieron, tragados por la oscuridad de los túneles de desagüe, experimentó una creciente sensación de amenaza.

Donovan exploraba la caverna, examinando los montantes y los viejos ladrillos. Al cabo de unos minutos regresó con sigilo a donde se hallaba el equipo, una espectral figura a la luz de la bengala.

—Esto huele fatal —dijo por fin, acuclillándose junto a Snow.

Snow no se molestó en dar la respuesta obvia.

—No bucea mal para ser un civil —continuó Donovan, ajustándose el cinto. Por lo visto, la actuación de Snow en los túneles lo había convencido de que no era degradante hablar con él—. Usted es el que sacó los cadáveres de la Cloaca, ¿no?

—Sí —respondió Snow a la defensiva, preguntándose qué habría llegado a oídos de Donovan.

—¡Vaya un trabajo de locos, andar buscando fiambres! —exclamó Donovan, y se echó a reír.

«No mucho peor que matar vietnamitas o colocar explosivos bajo la choza de un pobre desgraciado», pensó Snow. Sin embargo dijo:

—No sólo buscamos cadáveres. Ese día en realidad buscábamos un alijo de heroína que un traficante había tirado desde un puente.

—¿Heroína? Menudo colocón debieron llevar los peces por allí durante un rato.

Snow se aventuró a reír, pero incluso a él le sonó forzada su propia risa. «¿Qué demonios te pasa? —pensó—. Actúa con naturalidad, como Donovan.»

—Dudo que en la Cloaca haya habido algún pez vivo en los últimos doscientos años.

—Ahí le doy la razón —dijo Donovan, volviendo a erguirse—. Amigo, no le envidio. Preferiría hacer una semana de preparación física a nadar cinco minutos en esa mierda.

Snow advirtió que Donovan miraba su fusil submarino con una sonrisa irónica.

—Mejor será que lleve un arma de verdad por si tenemos que entrar. —Donovan revolvió en el interior de una de las bolsas y extrajo un fusil ametrallador con un tubo metálico de aspecto cruel acoplado bajo el cañón—. ¿Ha disparado alguna vez un M-16?

—Los tipos de la Unidad de Respuesta Táctica nos dejaron probar algunos durante la merienda de graduación en la academia —contestó Snow.

Una mezcla de incredulidad y sorna se dibujó en las facciones de Donovan.

—¿He oído bien? ¿La merienda de graduación de la academia? Y seguro que su madre le preparó una cesta de comida. —Le lanzó el fusil a Snow. Luego volvió a meter la mano en la bolsa y le entregó varios paquetes con cargadores—. Cada uno lleva treinta balas. En el modo totalmente automático se vacían en menos de dos segundos, así que apriete el gatillo con suavidad. No es precisamente tecnología punta, pero su eficacia está demostrada. —Le pasó otro paquete—. Ese gatillo delantero es para el XM-148, el accesorio lanzagranadas. Ahí dentro encontrará dos cargas de 40 mm, por si de pronto tiene mayores ambiciones.

—Donovan, ¿qué es un antorcha? —dijo Snow. Tenía que preguntarlo.

Una amplia sonrisa apareció lentamente en el rostro pintado del soldado.

—Supongo que no hay inconveniente en que se lo diga. Es el pobre infeliz que ha de encargarse del MAI durante una operación.

—¿El MAI? —repitió Snow, quedándose igual que antes.

—Bengalas de magnesio de alta intensidad. Son obligatorias en todas las operaciones nocturnas, incluso en incursiones furtivas como ésta. Una regla ridícula, pero así son las cosas. Despiden una luz muy intensa. Desenrosque la tapa para armar el detonador, lance una a una distancia prudencial, y en el momento del impacto tendrá una intensidad de luz de medio millón de candelas. Pero no son muy estables, ¿sabe? Basta con que una sola bala alcance el talego, aunque sea algo pequeño como una calibre 22, ¡y bum! El antorcha. ¿Me explico? —Rió entre dientes y fue a deambular de nuevo por la caverna.

Snow cambió de posición, procurando mantener el talego lo más lejos de su pecho posible. Salvo por el irregular chisporroteo de la bengala, reinó el silencio por unos minutos. Luego Snow oyó reír otra vez a Donovan.

—Échele un vistazo a esto —dijo—. ¿Puede creerse que algún chiflado ha estado paseándose por aquí? Y además descalzo.

Dejando a un lado el fusil, Snow se puso en pie y se acercó a mirar. Había un rastro de pisadas en el barro. Y eran recientes; el barro estaba aún húmedo en los contornos.

—¡Y era grande, el hijo de puta! —susurró Donovan—. Debía de calzar como mínimo un cincuenta extraancho. —Volvió a reír.

Snow contempló las extrañas huellas, notando aumentar la sensación de amenaza.

Cuando las risas de Donovan decayeron, oyó a lo lejos un ruido sordo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—¿Qué? —dijo Donovan, arrodillándose y ajustándose el arnés.

—¿No es demasiado pronto para detonar las cargas?

—Yo no he oído nada.

—Yo sí —afirmó Snow, y de pronto el corazón empezó a latirle con fuerza.

Donovan aguzó el oído, pero el silencio era absoluto.

—Cálmese, amigo —dijo—. Empieza a imaginar cosas raras.

—Creo que deberíamos informar al comandante.

Donovan negó con la cabeza.

—Sí, y que se ponga hecho una furia. —Consultó su reloj—. Estricta disciplina de ruido, ¿recuerda? El objetivo de la operación está a un paso de aquí. Volverán dentro de diez minutos. Entonces nos largaremos de esta pocilga. —Escupió con vehemencia en el barro.

La bengala parpadeó y se extinguió, dejando la bóveda a oscuras.

—Mierda —masculló Donovan—. Snow, páseme otra bengala de la bolsa que tiene a los pies.

Se oyó otro ruido, que cobró nitidez gradualmente hasta resultar obvio que era el sonido entrecortado de unos disparos. Pareció reverberar en las viejas paredes, ascendiendo y decreciendo como una tormenta lejana.

En la oscuridad, Snow oyó que Donovan se levantaba de inmediato y pulsaba el botón del equipo de comunicaciones.

—Equipo Alfa, jefe de patrulla, ¿me oye? —susurró.

La frecuencia captó sólo una ráfaga de interferencia estática.

El suelo tembló.

—¡Eso ha sido una granada! —exclamó Donovan—. ¡Alfa, Beta, contesten!

El suelo volvió a temblar.

—Snow, coja su arma —dijo Donovan, y Snow oyó el largo piñoneo del cerrojo de un fusil bien engrasado—. Esto se está poniendo feo. Alfa, ¿me recibe?

—Perfectamente —contestó Rachlin por el equipo de comunicaciones entre el crepitar de interferencias—. Hemos perdido contacto con Gamma. Prepárense.

—Comprendido —respondió Donovan.

Tras un breve y tenso silencio volvió a oírse la voz del comandante.

—Delta, Gamma debe de haber tenido dificultades para colocar las cargas. Ocúpense de la redundancia. Nosotros hemos puesto ya las nuestras y vamos a comprobar la situación de Beta.

—A la orden. —Se encendió una luz, y Donovan miró a Snow—. En marcha. Tenemos que colocar las cargas de Gamma.

Prendiéndose la linterna en la trabilla del hombro, Donovan se echó a correr, agachado y con el fusil en posición perpendicular ante el pecho. Snow tomó aire y lo siguió hacia el túnel. Al bajar la vista, advirtió más pisadas en la parpadeante claridad, numerosos rastros que se entrecruzaban en una delirante maraña, demasiados para pertenecer a los botines de los dos hombres del equipo Gamma.

Al cabo de unos minutos llegaron a un lugar rodeado de pilones que parecía un viejo apartadero, y Donovan aminoró el paso.

—No puede estar mucho más lejos —susurró. Apagó la linterna y escuchó con atención.

—¿Dónde se han metido? —se oyó preguntar Snow.

No le sorprendió que Donovan no se molestase en contestar.

—Hemos regresado al punto de reunión —anunció Rachlin por los auriculares—. Repito: las cargas han sido colocadas con éxito. Vamos a comprobar la situación de Beta.

—Vamos —dijo Donovan, avanzando. De pronto se detuvo y susurró—. ¿Huele eso?

Snow abrió la boca y, al percibir el hedor, la cerró al instante. Se volvió instintivamente. Era un olor a tierra y putrefacción, tan penetrante que ahogaba las emanaciones del túnel de desagüe. Y en el aire flotaba algo más: el tufo extrañamente dulzón de una carnicería.

Donovan sacudió la cabeza como para alejarlo. A continuación se tensó y siguió adelante. En ese momento, Snow oyó un zumbido en sus auriculares. Tras un tenue silbido sonó de repente la voz de Rachlin:

—… atacan. Bengalas…

Snow se preguntó si había oído bien. Rachlin había hablado con una serenidad anormal. Segundos después crepitó una ráfaga de estática en el equipo de comunicaciones, seguida de un tableteo que parecían disparos.

—¡Alfa! —gritó Donovan—. ¿Me recibe? Corto.

—Sí —contestó Rachlin—. Nos atacan. Beta no lo había conseguido. Nosotros estamos ahora colocando sus cargas. ¡Beecham, allí!

Se oyó un zumbido y después una atronadora explosión. Entre las interferencias llegaban sonidos ininteligibles: voces, quizá alaridos, pero demasiado graves y roncos para ser humanos. A través de las paredes se percibieron de nuevo los estampidos de las armas.

—Delta… —dijo Rachlin por encima del ruido de estática—, rodeados…

—¿Rodeados? —gritó Donovan—. ¿Rodeados por quiénes? ¿Necesitan apoyo?

Se oyeron más disparos y después un rugido atronador.

—¡Alfa! ¿Necesitan apoyo? —repitió Donovan.

—Dios mío, hay tantos… Beecham, ¿qué demonios es…?

La interferencia estática ahogó la voz de Rachlin. De pronto el equipo de comunicaciones enmudeció, y Snow, clavado al suelo en la oscuridad, pensó que quizá su aparato se había averiado. De pronto los auriculares emitieron un alarido convulso y espeluznante, tan fuerte que parecía sonar junto a él. Siguió el ruido gomoso del neopreno al rasgarse.

Other books

The Green Muse by Jessie Prichard Hunter
The Laird Who Loved Me by Karen Hawkins
The Dear One by Woodson, Jacqueline
Michael Connelly by The Harry Bosch Novels, Volume 2
Afterburners by William Robert Stanek
Grace and Disgrace by Kayne Milhomme
Loving Susie by Jenny Harper