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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (11 page)

BOOK: El restaurador de arte
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»Mantuvimos un noviazgo a distancia, con encuentros ocasionales según lo permitían nuestros compromisos. Todos eran extremadamente intensos, de una fuerza emocional inusitada. Cada encuentro era una verdadera fiesta, y cada despedida, una auténtica tragedia. Imagino que la distancia tendría mucho que ver con ello. No podíamos vivir así, gobernados por los sentimientos, ansiando estar juntos sin poder estarlo: al cabo de un año nos casábamos con una sencilla ceremonia, acompañados por nuestras familias, tal y como queríamos los dos.

—Pero algo acabó por ir mal entre vosotros.

—Así fue. Él era brillante, alegre, divertido, pero también era inconstante e irritable, y sufría esas ausencias propias de quien está creando. Cuando estaba trabajando en sus novelas parecía borrarse del mundo, como si los demás no le importáramos nada en absoluto. Era algo desesperante.

—Dicen que la convivencia con los artistas siempre resulta difícil.

—Hablamos mucho sobre ello. O, mejor dicho, yo hablé mucho sobre ello. Yo hablaba y él escuchaba. Me daba la razón, pero, pasado un tiempo, volvía a aparecer ese maldito carácter áspero tan suyo. Vivimos discusiones y reconciliaciones. Periodos de euforia y otros de distanciamiento. Una montaña rusa emocional que distaba por completo de mis aspiraciones personales: solo deseaba una convivencia tranquila y estabilidad. Por otra parte, su carrera como escritor seguía por el buen camino y, sin estar entre los primeros autores nacionales, la crítica lo adoraba. Su capacidad mediática era tremenda y su presencia en los medios iba a la par. Comenzó a viajar para atender estos compromisos, y así nos fuimos distanciando cada vez más.

—Hasta que un día…

—Un día volvió a casa después de un viaje y yo ya no estaba allí.

—Debió ser muy difícil para ti.

—Lo fue. Él no lo aceptaba, y fue persistente. Estuve a punto de ceder: cada noche me encontraba con el teléfono en la mano, a punto de llamarle. ¡Pero nunca lo hice! Enrique había hecho su vida aquí y estaba enamorado de la ciudad, así que decidió quedarse y no regresó a Barcelona. Quizá pensaba en una posible reconciliación. San Sebastián no es una ciudad grande, así que nos veíamos ocasionalmente. Nuestro trato era correcto, pero sé que él nunca terminó por aceptar de buen grado nuestra separación.

»Pasó el tiempo y tuvo su primer gran éxito literario. Ganó el suficiente dinero para comprarse su piso ahí, en Igueldo, tal y como dijo la noche que nos conocimos. Todo parecía irle bien. Y fue entonces cuando su padre adoptivo fue asesinado.

—¿Asesinado?

—Sí. Artur apareció muerto en su tienda de antigüedades, en el barrio gótico de Barcelona. Le habían apuñalado. Enrique lo quería con todo su corazón, y fui yo quien le comuniqué la noticia. Él es aficionado a la vela y estaba navegando cuando ocurrió. La policía contactó conmigo al no poder hacerlo con él. Llevaba tiempo sin verlo, y jamás lo vi tan destrozado como en el momento en que le comuniqué la noticia. Artur nunca se casó ni tuvo otro hijo que Enrique, así que este se trasladó a Barcelona para hacerse cargo de las exequias. Y entonces comenzó una verdadera aventura en la que ambos nos vimos envueltos.

18

B
ety y Craig habían paseado hasta el Peine del Viento, en el extremo oeste de La Concha. Allí, sentados en el graderío, junto a la obra del escultor Chillida, iba cayendo lentamente la noche. La bahía comenzaba a iluminarse refulgiendo con fuerza, como una gigantesca gema. Se hacía tarde, pero Bety comprendió que la conversación había llegado a un punto que no admitía vuelta atrás. La palabra «aventura» unida a la participación en la misma de ellos dos constituía un cebo demasiado poderoso para ser obviado. Quizá se había contagiado por la capacidad de Enrique para relatar historias: con el paso del tiempo su técnica había evolucionado para dejar a sus lectores con el alma en vilo, haciéndoles proseguir la lectura a cualquier precio.

Pero Craig era un hombre con la paciencia que proporcionan los años de vida y un trabajo donde la contemplación estática de las obras que iba a restaurar era fundamental, así que se mantuvo tranquilo, esperando a que Bety ordenara su discurso. Ella, sin embargo, cambió de idea al comprender que relatar lo sucedido en Barcelona iba a causarle más inconvenientes que ventajas.

—Craig, preferiría que esa historia te la contara quien mejor puede hacerlo.

—¿Quieres decir Enrique?

—Sí. Su novela
El anticuario
lo cuenta todo.

—Lo hará desde su punto de vista.

—Eso es cierto, pero tú estás comenzando a conocerme y creo que serás capaz de comprender mis pensamientos. Léela, y cuando lo hayas hecho, si quieres, ya comentaremos lo que te parezca.

—De acuerdo.
El anticuario
… Recuerdo haber leído un artículo en Estados Unidos sobre la película. La verdad, no era muy elogioso…

—Fue una producción de presupuesto medio, modificando la historia al gusto hollywoodiense. Exageraron los ingredientes básicos: sexo, religión y violencia. La peli era muy mala. La vi, ¡cómo no! Pero salí del cine con la sensación de haber sido estafada. No me reconocí en la historia: al final, el protagonista se reconciliaba con su exmujer.

—Justo lo contrario de lo que sucedió.

—La última vez que hablé en persona con Enrique fue en el puerto. Allí, él me propuso intentarlo por segunda vez, y yo me negué. Era imposible, como comprenderás cuando leas la novela. Fue un momento sumamente difícil.

—Y ¿no volvisteis a veros?

—No. Él se fue a Nueva York hará casi tres años. Desde entonces solo hemos cruzado algún que otro correo electrónico.

—Bety, ¿sabe Enrique que has dejado la universidad?

—No.

—Deberías contárselo. Y decirle que el museo se inaugurará en septiembre. E invitarlo a asistir.

—¿Por qué quieres que lo haga?

—En parte, porque es algo natural: ha supuesto un cambio importante en tu vida y parece lógico que quieras compartirlo con las personas que aprecias. Pero, además, Enrique y tú tenéis algo pendiente. Es algo evidente para cualquiera excepto, quizá, para vosotros dos. Si lo invitas, podrás comprobar hasta qué punto se siente cercano a ti: solo el hecho de asistir ya diría mucho al respecto. Y, una vez aquí, quizá podríais hablar…

—¿De qué, Craig? ¿Qué podría decirle? ¿Que lo echo en falta? ¿Que lo quiero? ¿Que lo odio? ¿Que lo añoro? ¡Ni yo misma sé si eso es así!

Craig la observó, sonriendo levemente. Que Bety desconocía sus propios sentimientos era evidente. Daba igual que fuera una mujer inteligente y con experiencia: había en ella un enorme vacío, y para volver a sentirse en plenitud estaba obligada a afrontar su pasado. Sintió una enorme curiosidad por conocer a la otra parte de esa pareja rota. ¿Cómo sería Enrique Alonso?

—Solo hay una forma de averiguarlo. Afróntalo.

—Sí… Lo pensaré.

Ahí finalizó su conversación. Se hacía tarde, y debían trabajar a la mañana siguiente. Regresaron hacia la parte vieja caminando, mientras hablaban de otros asuntos, dejando a un lado lo personal. Tras despedirse, Bety atravesó el puente del Kursaal sobre el río Urumea, camino de su casa, en el barrio de Gros. No tardó en verse sentada en el sofá de su salón; no tenía hambre, al menos no de comida. Siguiendo un impulso encendió el ordenador y redactó un mensaje para Enrique. Dudó, y antes de mandarlo lo borró y volvió a redactarlo otras dos veces. Tampoco quedó satisfecha, hasta que comprendió que, en realidad, cualquier texto que escribiera carecería de importancia.

Lo envió, y se arrepintió de haberlo hecho nada más pulsar la tecla.

19

L
a respuesta de Enrique tardó en llegar: tres días exactos. En ella se mostraba sorprendido por el nuevo empleo de Bety, a la vez que la felicitaba. Además, se excusaba por el retraso en la contestación, ya que, al saber la
major
con la que colaborara en la adaptación del guion de
El anticuario
que iba a viajar a San Sebastián, le propuso participar en su representación en un encuentro de guionistas paralelo a su prestigioso festival internacional de cine. Confirmaba su asistencia a la inauguración del museo y le transmitía todo su afecto.

Bety pasó los tres días de espera deseando que Enrique le contestara y, a la vez, deseando que no lo hiciera. Cuando llegó su respuesta le pareció excesivamente formal, incluso fría, y que aprovechara el viaje para realizar una actividad profesional enfrió su alegría. Bety sintió que, más que aliviar su situación personal, el viaje de Enrique no iba sino a complicar su vida en un momento crucial.

Bety y Craig continuaron viéndose regularmente. Durante sus encuentros matinales en el claustro hablaban de trabajo, reservando las tardes para continuar contándose sus vidas. No quedaban siempre: Craig disponía de más tiempo libre, pero Bety estaba cada vez más ocupada con las relaciones externas del museo, y esto incluía continuos viajes a otras ciudades para afianzar contactos. San Telmo pretendía ser un museo vivo, abierto al público más allá de su exposición permanente, y para ello precisaba programar actividades de modo regular.

Pese a ello, Bety averiguó nuevas cosas sobre su vida. Craig vivió un gran amor en su vida. April Evans era su nombre y, como él, también fue nadadora del equipo olímpico estadounidense. Fue un amor desgraciado, porque ella murió joven, no mucho tiempo después de su regreso de Vietnam, cuando comenzaban a preparar los planes de boda. Después de eso, nunca más volvió a tener pareja.

Craig no se extendió en detalles sobre su relación con April. Tantos años después era evidente que todavía le resultaba doloroso su recuerdo y, Bety, prudentemente, respetó su brevedad. Solo hizo una observación: que en su vida no hubiera vuelto a haber otra mujer le sorprendió. Un hombre como él, tan sensible, culto, inteligente y atractivo, debió tener multitud de posibilidades. Craig rió de buena gana al escuchar esto, con esa risa argentina tan suya.

—¡Ay, Bety! Si ahora tuviera treinta años menos te demostraría que debieras ser más prudente cuando se elogia a un hombre… Aunque supongo que, si tuviera treinta años menos, ¡habrías sido mucho más comedida!

—En cualquier caso, no me falta razón.

—Hubo alguna historia con posibilidades… Pero siempre llevé a April en mi corazón, y no podía engañar a esas otras mujeres. La mayoría de los hombres sustituyen con cierta facilidad el amor perdido; para las mujeres es más difícil hacerlo. Y a algunos de nosotros también nos sucede lo mismo. Viví solo, y no me arrepiento de ello: ese fue mi destino.

Sin embargo, pese a toda la confianza que sentían el uno con la otra, Bety no llegó a explicarle el por qué de sus lágrimas de aquel día en que se conocieron. Ese secreto estaba guardado en lo más hondo de su corazón, y dudaba muy mucho que algún día llegara a contárselo a Craig o a cualquier otra persona. Craig interpretaba que esas lágrimas tenían que ver con su soledad actual, heredera de su pasado con Enrique, y en parte no le faltaba razón; pero existía otro motivo supremo para su dolor, tan íntimo y personal que no conseguía sacarlo a la luz.

A su vez, Bety era consciente de que también en Craig existían rincones de reserva a los que jamás accedería. Su escasa elocuencia cuando tocaban su vida emocional así lo indicaba. Que había sufrido era evidente: era en ese mundo de dolor en el que había brotado su sensibilidad hacia los demás, esa empatía que solo es capaz de sentir aquella persona que comprende el dolor ajeno en la medida de su propia experiencia. Craig lo tenía todo para que Bety le abriera su corazón, pero ella era incapaz de hacerlo en su totalidad.

Transcurrieron los días, y los viajes de Bety finalizaron. A finales de julio las obras del museo se habían puesto al día y la sensación de urgencia disminuyó a medida que el edificio comenzaba a presentar el que iba a ser su aspecto definitivo. Los protocolos administrativos ya estaban finalizados y la programación de los primeros seis meses, cerrada. Seguía respirándose actividad, pero de una manera más reposada. Todos los trabajadores realizaban sus labores con otra actitud, sabedores de que lo peor ya había pasado.

Y entonces Craig comenzó a faltar a sus encuentros en el claustro.

Fueron tres días consecutivos; el tercero, Bety fue a la iglesia, para ver si estaba allí. No había nadie. Su silla estaba a un lado, junto a la pared, signo este de no haber sido utilizada.

Esto la sorprendió sobremanera. Se había acostumbrado en tal media a su compañía que la echaba absolutamente en falta.

Bety se acercó a la biblioteca. Este era el segundo lugar del museo en el que Craig desarrollaba su actividad profesional. Tenía reservado un espacio en una amplia mesa, junto al ventanal sur, hacia la plaza Zuloaga. Allí estaban, en perfecto orden, sus libros de consulta, pero no había rastro de él. Como la biblioteca todavía no estaba operativa de cara al público, a excepción de alguna documentación precisada por algún restaurador o algún estudioso, no había nadie a quien preguntarle por su ausencia.

Esto condujo a Bety al equipo de restauradores. Localizó a Jon Lopetegi en su espacio de trabajo, la gran sala bajo la cubierta del edificio principal, aplicando una luz rasante en el examen de un cuadro previo a su restauración.

—Jon, ¿sabes dónde está Craig?

—En Barcelona. Tenía que consultar unos archivos en relación con los lienzos de Sert en nuestra iglesia. ¿Todavía no ha regresado?

—Imagino que no. No está ni en la iglesia ni en la biblioteca. ¿Cuándo se fue?

—El martes. Dijo que iba a ser un viaje relámpago, cosa de un par de días. ¿No te lo dijo?

—Estuve de viaje y llevaba unos días sin verle.

—Hoy es viernes: probablemente regresará hoy mismo. Habrá encontrado más trabajo del que previera en principio.

Bety agradeció la información proporcionada por Jon, pero se quedó sorprendida. Era cierto que ella había estado de viaje, pero el lunes sí estuvo en el museo, al igual que él. ¿Por qué no le había dicho nada a ella y en cambio sí había hablado de su viaje con Jon Lopetegi? Se sintió ridícula por sentirse molesta; que actualmente lo considerara su mejor amigo no quería decir que él debiera explicarle todos sus movimientos. Si acudía a Barcelona por motivos profesionales era muy razonable que hubiera hablado de ello con Jon; al fin y al cabo, Jon era el restaurador jefe del museo, y sería el responsable de la restauración de los lienzos en muy breve plazo de tiempo. Teniendo en cuenta que Craig iba a colaborar en esta delicada empresa nada tenía de extraño.

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