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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (8 page)

BOOK: El restaurador de arte
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—¿Conoces su simbología?

—No al detalle. Recuerdo que versaba sobre el progreso y el tiempo. Mira: está en proceso de restauración. Aquella zona de la derecha está cubierta por un
scrim
que reproduce la pintura original. Y, si te fijas, verás la diferencia de color de la zona situada más allá respecto a la de nuestra izquierda.

—Es mucho más oscura.

—Seguramente debido a una capa de barniz que ahora estarán suprimiendo. Fue una técnica de conservación muy usual en su momento, pero la oxidación del barniz produce un oscurecimiento general de la obra y al final es necesario eliminarlo. Acerquémonos para verlo mejor.

Helena se asomó tras la bambalina del
scrim
e indicó a Enrique que se aproximara. Así lo hizo él, y pudo ver una estructura metálica sobre la que se afanaban tres personas vestidas con bata blanca: situadas de cara a la pared parecían aplicar un instrumento sobre la superficie de los dibujos. Pequeños regueros de polvo caían hacia el suelo formando montoncitos bajo las áreas de trabajo de los restauradores.

—Disculpen, pero no pueden permanecer en este lugar. Deben respetar el área de trabajo.

Helena y Enrique se volvieron: les había hablado un hombre de unos sesenta años, alto y de anchas espaldas, vestido con traje
tweed
y pajarita. El tono empleado era cortés, pero, a la vez, claramente admonitorio, contradiciendo su aspecto de intelectual.

—Perdón, solo era curiosidad…

—Existen dos letreros que advierten sobre nuestro trabajo. He visto cómo los han ignorado deliberadamente. Sean tan amables de abandonar esta zona.

Retrocedieron, siguiendo la dirección de su índice, apuntando hacia el centro del vestíbulo; después, el hombre entró en la zona restringida sin prestarles mayor atención. Enrique señaló hacia las puertas giratorias y caminaron en silencio, como si se tratara de dos críos pillados en falta. Ya en el exterior del Rockefeller Center Helena retomó la conversación, no sin una sonrisa pícara.

—Qué hombre más… ¿desagradable?

—La verdad es que, pese a ser muy correcto en el mensaje, lo ha expresado de un modo inquietante. ¡Pero deben estar hartos de que los turistas se metan donde no les llaman!

—Los turistas y también nosotros.

—Cierto.

—Escucha, Enrique: ¿a qué se debe este repentino interés en Sert? ¿Tiene que ver con el argumento de alguna novela?

—Sí. Por lo poco que sé de él y lo que tú has apuntado, no cabe duda de que fue todo un personaje, y vivió una época interesante. Pero apenas conozco nada sobre él.

—Obtener información, hoy en día, no cuesta nada gracias a la web. Pero si precisas datos fiables, en la biblioteca del MoMA encontrarás la mayor documentación posible. Tienen un fondo de cincuenta y tres mil libros ilustrados sobre arte moderno y contemporáneo. Y, ahora que caigo, en San Sebastián hay otros lienzos suyos; ¿no están precisamente en el museo donde trabaja…?

—Bety. Sí. La inauguración fue en la iglesia de San Telmo, precisamente donde están los lienzos. Helena, ¿conoces la oferta de Goldstein?

Un nuevo cambio de tercio, radical; en ese terreno no quería entrar, por más que las circunstancias parecían empujarlo a tener que hablar de su ex.

—Sí, Gabriel me lo dijo hace una semana. Pero me pidió que guardara silencio hasta que hablara contigo… sin saber que no me ibas a mandar ni un solo mensaje durante tu viaje. ¿Has aceptado?

—Sí.

—Me alegro muchísimo. ¡Es una gran oportunidad!

—Y también una gran responsabilidad.

—Y por eso estás aquí. La verdad, no podrías haber escogido un artista mejor que Sert sobre el que levantar una trama de intriga. Todo un acierto. Te va a dar muchísimo juego.

Enrique sonrió, más para sí mismo que para Helena. Desde luego, no le faltaba razón.

12

E
nrique pasó los tres días siguientes recabando información sobre Sert. Primero, indagó en la Red. Había mucho material, pero menos del que pensaba encontrar; la mayoría, de fuentes poco fiables o directamente insustanciales. Todo ello le sirvió para una primera aproximación sobre su obra: que fue monumental en tamaño era evidente. En cuanto a su vida, obtuvo unas primeras notas, destinadas a ser confirmadas mediante bibliografía de referencia: fundamentalmente las memorias de su esposa Misia, y un estudio sobre su vida escrito por el actual conde de Sert. No encontró estas obras en su librería habitual ni tampoco en formato de libro electrónico, así que se vio obligado a encargarlas. Tardarían en llegarle alrededor de una semana.

Por la Web confirmó, pese a no gozar hoy de un reconocimiento masivo, que continuaba siendo del aprecio de los entendidos: en París se había realizado una importante retrospectiva en Le Petit Palais, al parecer con un notable éxito de público y de crítica. No era extraño: Sert había desarrollado su carrera por todo el mundo, pero su ciudad de residencia siempre fue la ciudad de la luz, y París no olvida jamás a los que fueron sus creadores. Máxime cuando, como Sert, gozaban incluso del reconocimiento del político del país, ya que el pintor fue galardonado con la legión de honor por su colaboración con la causa aliada durante la Gran Guerra.

El catálogo de la exposición parisina, que sí pudo consultar en la Web, dejaba entrever aspectos concretos de la personalidad de Sert: si su obra era excesiva se debía a que su personalidad poliédrica también lo era, pero apenas ofrecía puntuales retazos de esta singularidad humana para centrarse en su trabajo artístico.

Por tanto, mientras esperaba la llegada de la bibliografía, decidió sumergirse en la obra como medio de profundizar en el autor. Enrique compartía la máxima de la reciente exposición parisina: rara vez encuentras divergencias entre la personalidad de un artista y su creatividad, y esto supone que se puede realizar una aproximación por el camino inverso.

Enrique trasladó su trabajo documental al MoMA. Si bien el acceso a los fondos del museo de arte moderno de Nueva York estaba restringido para el gran público, no le costó obtener una autorización que gestionó la propia Helena desde la agencia Goldstein. Pasó dos días analizando los treinta y cuatro tomos que recopilaban la obra de Sert en el museo: algunos, monográficos; otros, muestras colectivas sobre muralistas.

Obtuvo un listado de su obra o, cuando menos, con la mayor parte de la misma. Las descripciones de estos tomos ofrecían más pistas sobre la relación de Sert con su entorno. Después de haber elaborado un registro por fechas, Enrique comenzó a ordenar sus notas sobre el pintor.

FECHAS CLAVE EN LA VIDA DE SERT

José María de Sert nace en 1874 en el seno de una familia de tradición industrial en el mundo textil. Desde su infancia manifiesta notables dotes para el dibujo. Estudia en un colegio jesuita, pero es un alumno soñador y poco aplicado.

Se traslada a París en enero de 1899, en gran parte debido a la insistencia de su amigo Utrillo: París se ha convertido en la capital de Europa del arte, una ciudad efervescente en un momento económico dulce.

A principios de siglo XX el Art Nouveau abre nuevas perspectivas; todos los creadores exploran vías jamás imaginadas antes retroalimentándose los unos a los otros. Es en este ambiente donde la recomendación de Utrillo y su propia bonhomía resultan fundamentales: se instala en una casa-taller y recibe sus primeros encargos mientras disfruta sin freno de la noche parisina.

En su vida artística 1907 es un año clave. Expone el proyecto de la catedral de Vic, la obra fundamental en su trayectoria vital. La crítica internacional avala unánimemente el proyecto, convirtiéndose súbitamente en un artista de primera línea. A partir de este momento, los encargos de la nobleza y la burguesía adinerada de toda Europa se suceden uno tras otro: Saason, Noble, Wendel, Rostchild…

Pero si 1907 fue fundamental en la faceta artística, 1908 lo fue en la personal: conoce a la que será su mujer, Misia Godebska. La misma tarde en que le es presentada, él le propone realizar un viaje a Roma con fecha de salida a la mañana siguiente. Desde entonces, ambos compartieron toda una vida de enorme intensidad emocional y artística hasta la fecha de su divorcio, en 1927, e incluso más allá de esa fecha, pues entre Roussy Mdavani, la nueva y joven esposa de Sert, y Misia nació una amistad profunda y compleja que dio pie a todo tipo de pábulos en su época.

Es amigo personal de Picasso, Dalí, Debussy, Ravel, Stravinsky, Collete…

En 1924 Sert expone con notable éxito en la galería Wildenstein de Nueva York. Esto le abre un nuevo mercado, el de los millonarios norteamericanos. Trabaja sucesivamente para Harrison Williams, Benjamin Moore, la Tate Gallery; realiza las pinturas del Rockefeller Center y del Waldorf Astoria convirtiéndose en el pintor mejor pagado de su época.

En 1927 instala los lienzos en la catedral de Vic. Nueve años después, al comienzo de la Guerra Civil Española, la catedral es incendiada y los lienzos son destruidos por las llamas. A partir de ese momento, volver a pintarlas se convierte en una obsesión personal; para ello deja a un lado su cercanía al gobierno republicano y viaja a Burgos, sede del gobierno del bando nacional. Consigue realizar su sueño poco antes de su muerte, en diciembre de 1945.

Otras obras destacadas son los lienzos de la iglesia de San Telmo en San Sebastián, de 1930, y los lienzos del salón del Consejo de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, de 1936.

Allí lo tenía. Un simple folio: lo más importante de su obra y de su vida, el resumen de tres días de trabajo empapándose continuamente de Sert. Había estudiado las reproducciones de las monografías hasta el punto de poder reconocer a simple vista las más importantes. Y sí, estaba claro que había sido un pintor de primera y que había vivido una vida intensa. Pero, tal y como esperara antes de comenzar su trabajo, no parecía haber en ella nada fuera de lo normal.

Y ¿entonces? ¿Tendría que imaginar una intriga creada para la ocasión?

Para hacer esto siempre tendría tiempo. De momento valía la pena comenzar a escribir, a la espera de recibir la bibliografía que había encargado.

No le llevó más de una hora redactar las líneas argumentales de la novela en tres folios. Iba a enviarle el archivo a Goldstein con una sencilla nota: «Aquí tienes el primer argumento», pero, al hacerlo, la bandeja de mensajes entrantes se iluminó, mostrando una inesperada novedad.

Uno de ellos era de Bety.

No podía ser más escueto. Decía simplemente: «Enrique, ¿hay alguna novedad?»

Ni un saludo, ni una despedida. Este correo lo inquietó sobremanera. ¿A qué novedad podía referirse Bety? Que era una mujer terriblemente intuitiva lo sabía desde muchísimos años atrás. Quizá pensara que podía saber algo nuevo sobre la muerte de Bruckner merced a sus contactos policiales.

Se sintió inquieto. No había razón para ello, pero es lo que ocurrió. Tuvo la sensación de que había algo que se le escapaba, una pequeña pieza, casi imperceptible. Quizá, si se pusiera a pensar en ello, podría averiguar de qué se trataba… Pero el correo para Goldstein esperaba, y tenía tras él una montaña de notas sobre Sert con las que deseaba trabajar. Le envió un correo como contestación, tan breve como el de ella: «Ninguna».

TERCERA PARTE

San Sebastián

13

P
ese a la febril actividad que se desarrollaba sin tregua en todas las dependencias del museo, con su inauguración a tres meses vista, el claustro seguía manteniendo esa pulsión espiritual para la que había sido creado; que la iglesia de San Telmo hubiese sido desacralizada no la había despojado de su capacidad para abstraer a quien paseara por sus galerías, tal y como debieron hacer centenares de monjes dominicos a lo largo de su historia.

Para Bety, aquel era su rincón favorito dentro del museo, el lugar adecuado para detenerse y respirar unos minutos. Lo conocía de antemano, pero, cuando hubo firmado el contrato y se instaló en su despacho, descubrió que el ritmo de trabajo, por lo menos en aquel momento, era mucho más acelerado que el universitario, y su necesidad de encontrar un espacio de relajación se vio recompensada de forma accidental. Tenía que ver a la directora, que se encontraba hablando con los arquitectos en la iglesia, y para acceder a ella debía cruzarse el claustro. El día era lluvioso, y el rumor del agua deslizándose por los tejados se dejó sentir cuando, por puro azar, se produjo un común instante de silencio entre los trabajadores de las obras. Allí, en soledad, arrullada por el fluir del agua, comprendió que, aunque lo deseara más que ninguna otra cosa en el mundo, su estado de ánimo no podría modificarse por su simple voluntad. Por más que se empeñara en apagar la inquietud que ardía en su interior, estaba allí, al acecho, esperando su ocasión para empujarla hacia la melancolía.

Bety había asumido un cambio radical en su vida, dejando atrás la universidad para convertirse en la relaciones públicas del museo. No lo hizo por circunstancias profesionales, cuando menos no como causa primera, y sí por unos muy definidos motivos personales. Pero, por grande que fuera el reto asumido y el frenesí de su nueva actividad, su inquietud primera permanecía en su interior.

Junto al pretil, frente a la lluvia, se abandonó a sus sentimientos.

Se sintió vacía por dentro. Y también sola. Unas lágrimas pugnaron por brotar de sus ojos. Le apeteció llorar, y estaba dispuesta a dejar que fluyeran en completa libertad cuando escuchó un suave carraspeo; detrás de ella estaba un hombre de cierta edad. Rondaría los setenta, pero era alto y fuerte. Usaba sombrero, y bajo él asomaba rebelde un rizado pelo cano, entreverado de mechas rubias. Su rostro estaba muy moreno y surcado de arrugas, y existía una definida elegancia en sus rasgos: la estructura ósea era ancha, y su mirada, azul. «Una mezcla entre Paul Newman y Burt Lancaster», pensó Bety. Vestía con un sencillo pantalón de pinzas y una camisa azul a juego con sus ojos. Llevaba colgada una bolsa en el hombro y un paraguas plegado en la mano derecha. Era extranjero, como pudo comprobar por su acento.

—¿Se encuentra bien?

Probablemente iba a preguntarle cualquier otra cosa, pero debió ver en su rostro un pesar que ella no tuvo tiempo de ocultar. Y Bety le contestó con tal sinceridad que se sorprendió incluso a sí misma.

—No. Discúlpeme. ¿Puedo ayudarle?

—Buscaba la iglesia, pero creo que… Aquella debe ser la puerta principal.

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