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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (2 page)

BOOK: El Resucitador
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Treinta minutos después de la media noche, sonó la campanilla en la habitación de los guardianes. Amos Grubb suspiró, se echó la manta por encima envolviendo sus huesudos hombros, y cogió el candelero. El celador Leech le había avisado de que llamaría. Aún así, a Grubb le acometió un vivo resentimiento al pensar que tendría que desocupar su deformado colchón para atender la llamada. Ahora, tras el reciente alboroto, reinaba un mayor silencio en el ala. Era sorprendente el efecto que un poco de láudano podía causar hasta en el individuo más obstinado. Una gotita en una taza de leche y Norris dormía como un bebé. Casi todos los demás, calmados por la consiguiente tranquilidad, habían seguido el ejemplo sin tardar. Aún había algunos despiertos, sorbiéndose la nariz ruidosamente y susurrando entre ellos o para sí; no obstante, imperaba una paz relativa, después de todo. Incluso la lluvia había amainado, aunque el viento todavía silbaba por los huecos alrededor de los marcos de las ventanas.

Hacía un frío glacial. Grubb tenía escalofríos. Había esperado poder echar una cabezada durante algunas horas antes de hacer las rondas de primera hora de la mañana. Con todo, reflexionó Grubb pensativo, una vez se hubiera marchado la visita, podría disfrutar de una cabezadita con la conciencia tranquila.

El anciano guardián perjuró en voz baja mientras chapoteaba por el pasillo.

Se detuvo ante la puerta cerrada y traqueteó las llaves contra la reja.

Se oyó el sonido de una silla deslizándose hacia atrás y un murmullo de voces en el interior.

Grubb abrió la puerta y se apartó, con la vela en alto.

—Listo, cuando quiera, reverendo.

Grubb vio que el reverendo ya llevaba puesta la capa. También se había encasquetado el sombrero y la bufanda. El clérigo se giró al llegar al umbral de la puerta.

—Adiós, coronel, gracias por una velada tan amena. Y tan bien jugada, si bien prometo hacérselo pasar mal la próxima vez —dijo al tiempo que hacía un gesto admonitorio con el dedo.

Al franquear la puerta, el sacerdote se enfundó bien en su capa y esperó mientras Grubb aseguraba la puerta tras de él.

Acto seguido, ambos procedieron a marcharse por el pasillo. Grubb iba delante, con la vela en ristre, a la caza de charcos. Percibía los sigilosos pasos del sacerdote a su lado y echó un vistazo atrás, tratando de mirar de soslayo el rostro del clérigo. Leech le había preguntado por las cicatrices hacía un mes o dos. Grubb había confesado no saber nada, aunque le picaba la curiosidad tanto como su colega por conocer la causa de las mismas. No veía demasiado en la penumbra. El clérigo llevaba la cabeza gacha, concentrándose en ver dónde ponía el pie. Si bien tenía el rostro parcialmente oculto bajo el ala inclinada del sombrero, Grubb logró distinguir las cicatrices a lo largo del borde de la mandíbula. Los ojos del guardián buscaron el verdugón irregular que cruzaba la mejilla derecha del sacerdote. Ahí estaba. Parecía un tanto cambiado, más inflamado de lo habitual, como extrañamente teñido de sangre.

Al sentirse observado, el sacerdote miró de reojo y Grubb sintió cómo se le cortaba la respiración. El sacerdote clavó los ojos en los suyos. Los ojos azabache hicieron que Grubb palideciese y bajase la vista. El anciano guardián notó que el sacerdote se subió la bufanda tapándose el rostro, probablemente para evitar más miradas escrutadoras.

En silencio, Grubb le condujo hasta el recibidor de la entrada y esperó a que el clérigo se ajustase el sombrero. Después abrió la puerta.

Al final del patio, casi sumido en la oscuridad, más allá de la cortina de llovizna, Grubb apenas lograba distinguir las columnas de la entrada y la gran cancela principal.

—¿Ve por donde va, reverendo, o quiere que vaya a buscar una linterna?

El sacerdote se adentró en la noche, y a continuación se paró, con la cabeza medio volteada. Al hablar, su voz sonó apagada.

—Gracias, no. Seguro que encontraré el camino. No hay necesidad alguna de que ambos cojamos una pulmonía. Que tenga buenas noches, señor Grubb.

Y cruzó el patio con la cabeza gacha.

Grubb lo miró de hito en hito. El sacerdote parecía tener prisa, como si estuviese deseando marcharse. Grubb no le culpaba. Aquel sitio causaba ese tipo de efecto en las visitas, en especial en aquéllos que elegían venir de noche.

El sacerdote desapareció en la oscuridad y Grubb le echó el cerrojo a la puerta. Ladeó la cabeza y escuchó.

Silencio.

Amos Grubb se envolvió bien en la manta y subió las escaleras en busca de calor y sueño.

* * *

Fue el mozo, Adkins, quien descubrió que la bandeja con comida permanecía intacta. Había pasado una hora desde que la deslizaran por el hueco de la parte inferior de la puerta, y las dos finas rebanadas de pan con mantequilla y el cuenco de gachas aguadas seguían allí. Adkins informó del extraño hecho al guardián Grubb, quien, encogiéndose de hombros en su chaqueta azul del uniforme, se dirigió a investigar, llaves en mano.

Grubb comprobó que Adkins no se equivocaba. No era habitual que se ignorasen los alimentos, habida cuenta del largo intervalo que mediaba entre las comidas.

Grubb golpeó la puerta con el puño.

—El desayuno, coronel. El joven Adkins está aquí para vaciarle la escupidera. ¡Vamos a levantarnos ya! ¡Andando!

Grubb trató de recordar la hora a la que se había marchado la visita del coronel la noche antes. Entonces cayó en que no había sido la noche pasada, sino esa misma madrugada. Quizá el coronel estaba en su catre, agotado por su victoria al ajedrez, aunque eso era muy normal. El coronel tenía la costumbre de levantarse temprano.

Grubb lo intentó de nuevo pero, al igual que antes, su llamada no obtuvo respuesta.

Lanzando un suspiro, el guardián escogió una llave de la gran anilla y abrió la puerta.

La habitación estaba oscura. La única iluminación era cortesía de los delgados e intermitentes haces de luz que se filtraban por los huecos de las contraventanas.

Los ojos de Grubb se volvieron hacia la cama baja de madera adosada contra la pared del fondo.

Sus sospechas, según pudo comprobar, eran acertadas. La figura acurrucada debajo de la manta lo decía todo. El coronel seguía en la cama.

Los hay con suerte, pensó Grubb. Se acercó a la pared arrastrando los pies y abrió las contraventanas. Las bisagras llevaban tiempo sin engrasarse y las corroídas charnelas chirriaban como uñas arañando un tejado de pizarra. La diáfana luz de la mañana comenzó a impregnar la habitación. Grubb miró por la ventana atrancada. El cielo estaba gris y el amenazante color auguraba que no haría mucho calor en el día que tenían por delante.

Grubb suspiró con desánimo y se dio la vuelta. Para su sorpresa, la figura de debajo de la manta, con la cabeza mirando hacia la pared, no parecía haberse inmutado.

—¿Cojo la escupidera, señor Grubb? —El chico había entrado en la habitación detrás de él.

Grubb asintió distraído y caminó encorvado y sin ganas hacia el catre. Entonces se acordó de la bandeja de comida e hizo un gesto con la cabeza hacia ella.

—Mejor pon eso allí sobre el taburete. Seguro que todavía quiere el desayuno, como si lo viera.

Adkins cogió la bandeja y siguió las instrucciones del guardián.

Grubb se inclinó sobre la cama. Comenzó a olfatear, al advertir de repente en la habitación un tufo extraño que no había notado antes. El olor le parecía curiosamente familiar, si bien no conseguía identificarlo. No importaba, todo el maldito sitio estaba lleno de olores extraños. Uno más no importaba demasiado. Alargó la mano, levantó el borde de la manta y la echó hacia atrás. Cuando cayó la manta, la figura dé la cama se movió.

Grubb dio un respingo hacia atrás, con sorprendente agilidad para un hombre de su edad; el chico soltó un chillido al aterrizar el talón de la bota de Grubb sobre su dedo del pie; la bandeja salió volando, desparramando plato, cuenco, pan y gachas por el suelo.

Amos Grubb, ceniciento, miró fijamente el catre. Al principio, su cerebro era incapaz de procesar lo que estaba viendo, entonces tomó conciencia y desencajó los ojos presa del horror. De pronto, se percató de una sombra a su espalda. Adkins, ignorando el desastre del suelo y dejándose llevar por la curiosidad, se había acercado boquiabierto para mirar.

—¡NO! —consiguió gritar Grubb. Trató de tender la mano a modo de barrera, mas descubrió que el brazo no le respondía. Su miembro le resultaba tan pesado como el plomo. Súbitamente, sintió el dolor. Era como si alguien hubiera introducido una mano en su cuerpo y agarrado el corazón con un frío puño estrujándolo con todas sus fuerzas.

El intento del anciano por proteger los ojos de Adkins de la escena que tenía ante él resultó un pésimo fracaso. Apenas el guardián Grubb hubo caído al suelo, apretándose el escuálido pecho, el alarido de terror ya asomaba por la garganta del mozo.

Capítulo 1

Había ocasiones, reflexionó Matthew Hawkwood sardónico, en las que el magistrado jefe Read desplegaba un sentido del humor de lo más retorcido. No le cabía duda, pensó mientras contemplaba el roble y su horripilante ornamento, de que ésta era una de ellas.

Le habían llamado desde Bow Street una hora antes.

—Hay un cuerpo… —había comunicado el magistrado jefe, sin asomo de ironía en su tono—…en el camposanto de Cripplegate.

El magistrado jefe estaba sentado en el escritorio de su despacho. Se encontraba con la cabeza gacha firmando documentos que le había pasado su encorvado secretario con lentes, Ezra Twigg. El aquilino rostro del magistrado, al menos por lo poco que Hawkwood podía ver, seguía siendo la imagen de la neutralidad. Era más de lo que podía decirse de Ezra Twigg, quien parecía estar mordiéndose el labio en un intento de reprimir la risa.

En la chimenea crepitaba con viveza un fuego, encendido recientemente, y al fin comenzaba a alejarse de la habitación el frío de la noche anterior.

Una vez firmados los documentos, Read levantó la cabeza.

—Sí, de acuerdo, Hawkwood. Sé lo que está pensando. Su cara lo dice todo. —Read miró de reojo a su secretario—. Gracias, señor Twigg. Eso es todo.

El secretario, un hombre menudo, recogió los documentos haciéndolos un montón, mientras que en los cristales de sus lentes titilaba el reflejo de la lumbre. Que consiguiera llegar a la puerta sin que Hawkwood lo advirtiera, tenía que considerarse una especie de milagro.

Cuando el secretario se hubo marchado, James Read empujó la silla hacia atrás, levantó la solapa trasera de su abrigo y se colocó de espaldas al fuego. Aguardó unos instantes en un agradable silencio para entrar en calor antes de continuar.

—Lo descubrieron esta mañana un par de sepultureros. Avisaron al sacristán, quien llamó a un agente de policía, quien… —El magistrado jefe hizo un gesto con la mano— bueno, etcétera, etcétera. Le quedaría agradecido si se acercase a echar un vistazo. El nombre del sacristán es… —James Read se inclinó y miró con detenimiento una hoja de papel sobre la mesa—…Lucius Symes. Tratará con él, ya que el párroco se siente indispuesto. De acuerdo con el sacristán, el pobre hombre ha tenido fiebres palúdicas y ha pasado los últimos días confinado en la cama.

—¿Sabemos quién es el muerto? —preguntó Hawkwood.

Read negó con la cabeza.

—Todavía no. En sus manos queda averiguarlo.

Hawkwood arrugó el ceño.

—¿Cree que pueda guardar relación con nuestra investigación actual?

El magistrado jefe frunció los labios.

—Las circunstancias indicarían que en efecto existe tal posibilidad.

Una respuesta evasiva donde las haya, pensó Hawkwood.

—No hay que hacerse ideas preconcebidas, Hawkwood. Dejo en sus manos la evaluación de la escena del crimen. —El magistrado hizo una pausa—. Si bien existe un dato interesante.

—¿Y cuál es?

—El cadáver —declaró James Read— según parece es reciente.

El roble ocupaba una esquina cubierta de maleza dentro del cementerio, un pedazo de terreno angosto y rectangular en el extremo sur del camposanto, contiguo a Well Street. El otoño había reducido el follaje del árbol a unas pocas motas color marrón óxido que aún resistían. El ancho tronco y las ramas retorcidas recortadas contra un amenazador cielo plomizo cual antebrazos nudosos de algún guerrero ancestral, aún conferían al roble una imponente presencia: eterno centinela de las tumbas que descansaban asimétricas bajo su sombra. La mayoría de las lápidas parecían tan viejas como el propio árbol. Pocas permanecían derechas. Eran como piedras rúnicas lanzadas al azar por el suelo. Siglos de temporales se habían hecho sentir en las inscripciones talladas; la mayoría habían perdido intensidad y sufrían la huella del paso del tiempo, por lo que apenas podían leerse.

En otra época, este rincón del cementerio probablemente habría albergado a los miembros más adinerados de la parroquia, pero eso había cambiado. Ahora sólo los pobres recibían sepultura aquí y las parcelas individuales eran minoría. El cementerio se había convertido en un legado que olvidar.

Y en un lugar de ejecución.

El cadáver estaba izado por una cuerda en torno al cuello y fijado al tronco del árbol mediante clavos que le atravesaban las muñecas. Colgaba cual burda parodia de la crucifixión, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos elevados en absoluta rendición.

Con razón, pensó Hawkwood, mientras sus ojos recogían el macabro cuadro, que los sepultureros hubiesen ahuecado el ala a toda prisa.

Había averiguado que sus nombres eran Joseph Hicks y John Burke; ambos estaban ahora de pie a su lado, junto con el sacristán de Giles, un hombre de mediana edad con ojos angustiados, lo cual, pensó Hawkwood, dadas las circunstancias, no era de extrañar.

Hawkwood se volvió hacia los dos sepultureros.

—¿Alguien lo ha tocado?

Le miraron fijamente como si estuviese loco.

Es de suponer que no, pensó Hawkwood.

Un graznido estridente interrumpió la quietud del momento. Hawkwood alzó la vista. Una colonia de grajos se había instalado en el cementerio y los pájaros, enojados por la invasión de su territorio, dejaban caer sus protestas. Alrededor de una docena de nidos descuidados se posaban precariamente entre las horquetas superiores del árbol y sus propietarios se interesaban con ojos pequeños y brillantes por la reunión de abajo. Los indicios sugerían que los pájaros ya habían comenzado a vengarse. Primero habían ido por los bocados más sabrosos. Las cuencas rasgadas de los ojos del cadáver hablaban macabramente por sí solas. Algunos pájaros, mostrando menos recato que sus compañeros, habían comenzado a avanzar ramas abajo hacia el cuerpo del ahorcado en busca de sobras frescas. Sus picos afilados podían picotear y desgarrar la carne con la precisión de un estoque.

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