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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (6 page)

BOOK: El Resucitador
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En la zona anexa, había algunos muebles rudimentarios: una mesa, dos sillas, un taburete, una cubeta para agua sucia en la esquina, cerca de lo que parecía ser el extremo de una tubería de desagüe, y un catre de madera colocado contra la pared. Encima del catre se distinguía la vaga silueta de una forma humana cubierta con una manta raída de lana.

El boticario se acercó hasta la cama. Se enderezó, como preparándose para lo que venía.

—Acerque la vela, señor Leech, haga el favor.

Se volvió hacia Hawkwood.

—Debo avisarle que se prepare para esto.

Hawkwood ya lo había hecho. El aroma penetrante de la muerte ya había lanzado su propio aviso. Al mismo tiempo se preguntaba si la humedad de la celda era un fenómeno permanente o únicamente una consecuencia del diluvio de la noche anterior. Le llegaba un débil golpeteo procedente de algún lugar cercano; llegó a la conclusión de que probablemente era agua de lluvia goteando por un agujero del techo.

Locke levantó la esquina de la manta y tiró de ella. A pesar de que Leech sostenía la vela sobre la cama, la luz tenue hizo que tardaran un segundo o dos en asimilar la espantosa visión.

Hawkwood había visto las heridas sufridas por los soldados. Había visto brazos y piernas acuchillados y cortados por espadas y bayonetas. Había visto miembros hechos pedazos por bolas de mosquetes y a hombres destrozados por la metralla. Pero nada de lo visto hasta ahora podía compararse con esto.

El cadáver, vestido únicamente con la ropa interior, estaba tumbado boca arriba. El cuerpo parecía no presentar rasguño alguno, a excepción de uno innegable: no tenía rostro.

Hawkwood alargó la mano.

—Déme la luz.

Leech le pasó la vela. Hawkwood se agachó. Por lo que podía ver, al cadáver le faltaba cada centímetro de la piel del rostro, desde las cejas hasta la barbilla. Lo único que quedaba era un óvalo desigual de carne viva supurante. Los párpados continuaban en su sitio, así como los labios, aunque eran finos y estaban pálidos, y a Hawkwood le recordaron al cuerpo que había examinado a primera hora de la mañana. A diferencia de aquel cadáver, sin embargo, éste todavía conservaba la lengua y los dientes.

A su lado, el boticario miraba fijamente el cadáver, como hipnotizado por la brutalidad épica de la escena. Sacando su pañuelo, Locke se limpió las lentes enérgicamente y se las volvió a colocar sobre la nariz.

—Por lo que creo, la primera incisión se hizo probablemente cerca de la oreja. Después, se dibujó con la hoja la circunferencia del rostro, ejerciendo la presión justa para atravesar las capas de la epidermis. Luego, la hoja fue insertada debajo de la piel para recortarla, separándola poco a poco de los músculos subyacentes —el boticario hizo un mohín—. De forma muy parecida a cortar un pescado en filetes. Finalmente, esto le permitiría despegar y levantar la totalidad de los rasgos faciales del cráneo, probablemente de una pieza, como una máscara… —Locke hizo una pausa—. Se realizó con destreza, como podrá observar.

—¿Dónde diablos habría aprendido algo así un pastor? —preguntó Hawkwood.

El boticario parecía desconcertado.

—¿Pastor?

—Bueno, sacerdote. El reverendo Tombs, ¿no es ése su nombre?

El boticario se puso tenso. Se giró y le lanzó una mirada al guardián, levantó las cejas a modo de interrogación. El guardián se ruborizó y negó con la cabeza. El boticario apretó la mandíbula y se dio la vuelta.

—Me temo que ha habido un malentendido.

Hawkwood le miró.

Locke dudaba, claramente incómodo.

—¿Doctor? —pronunció Hawkwood.

El boticario respiró profundamente y contestó:

—No ha sido el sacerdote quien ha cometido este acto de barbarie.

Hawkwood volvió a mirarle.

—El reverendo Tombs no es el asesino, agente Hawkwood. No fue él quien blandió la cortante arma. No pudo haberlo hecho él —Locke señaló con la cabeza en dirección al cuerpo tumbado sobre el catre—. El reverendo Tombs fue la víctima.

Capítulo 3

El boticario bajó la vista hacia el cadáver y sacudió levemente la cabeza como negando la cruenta realidad que tenía ante sí.

—Confieso que, en un principio, creímos que se trataba del cuerpo del coronel. Parecía la conclusión más lógica dado que el señor Grubb estaba convencido de haber acompañado al reverendo Tombs hasta la salida del edificio, al menos a la persona que él creyó era el reverendo. Sólo después de realizar un examen más minucioso caí en la cuenta del engaño. Lamentablemente, para entonces ya habíamos dado parte a Bow Street. Supuse, equivocadamente, que el señor Leech le había informado del error a su llegada.

Locke levantó el brazo del cadáver por la muñeca y recorrió con su dedo los nudillos sin marcas.

—El coronel tenía una cicatriz en el dorso de la mano derecha, justo aquí. Me dijo que se debía a un accidente sufrido durante su servicio en el ejército. Era bastante ostensible pero, como puede observar, aquí no hay cicatriz alguna —el boticario dejó caer el brazo sobre la cama—. Este no es el coronel Hyde.

—¿Pero
es
el reverendo Tombs? ¿Está seguro de ello?

Locke asintió enfáticamente.

—Totalmente seguro.

—¿También él tenía cicatrices?

Hawkwood no pudo resistirse a deslizar una nota de sarcasmo en su pregunta. Para su sorpresa, el comentario no pareció provocar ninguna reacción adversa en Locke, quien se limitó a afirmar:

—Pues resulta que sí —el boticario contestó la pregunta implícita de Hawkwood señalando las propias mejillas y la mandíbula del agente: las zonas del cadáver que habían sido extirpadas—. Las más llamativas las tenía en la cara. Aquí y aquí. Las de menor importancia, mirando más de cerca, pueden verse todavía detrás de la oreja izquierda.

Hawkwood se volvió hacia Leech.

—¿Usted acompañó al reverendo Tombs a la habitación? ¿A qué hora?

—Serían aproximadamente las diez en punto —respondió Leech—. Seguía lloviendo a cántaros.

—¿Qué hizo después de dejarle?

Leech se encogió de hombros.

—Terminé mi ronda y volví al piso de arriba.

—¿Y la llave?

—La dejé colgada en el gancho del cuarto del guardián, junto con las demás.

—Y este tal… Grubb, cogería la llave para dejar salir al párroco.

Leech asintió.

—Así es —el celador señaló el cordel de una campanilla colgada en la esquina de la habitación—. Al oír la campanilla, se pondría inmediatamente en camino.

—¿Y Grubb no notó nada extraño?

Leech negó con la cabeza.

—Nada. Lo vi al volver esta mañana, antes de que Adkins le dijera que la bandeja del coronel estaba intacta. Le pregunté que cómo había ido todo y me dijo que sin problema: el pastor hizo sonar la campanilla. Grubb fue a buscarlo, y lo acompañó hasta la salida.

—Tendré que hablar con el celador Grubb —comentó Hawkwood.

Locke asintió.

—Por supuesto, aunque sigue convaleciente.

—¿Convaleciente?

—Tuvo un ataque al descubrir el cuerpo. Por fortuna, no fue tan grave como nos temíamos al principio, pero está algo pachucho y no ha vuelto aún a sus obligaciones. Puedo llevarle hasta él.

Hawkwood asintió y recorrió la habitación con la mirada.

—¿Ha movido alguien alguna cosa, doctor?

—¿Movido? —preguntó Locke frunciendo el ceño.

—Vuelto a colocar en su sitio. ¿Está todo igual que cuando Grubb encontró el cuerpo?

—Eso creo. Sí.

Hawkwood se quedó mirando los aros de hierro anclados a la pared arriba de la cama. De repente, le vino a la mente la imagen de Norris, el paciente encadenado a la pared por el cuello y los tobillos. Se aproximó a la mesa. En el centro de la misma descansaba un tablero de ajedrez. A juzgar por la posición de las piezas, la partida había quedado inacabada. Hawkwood levantó una de las piezas, un caballo blanco. Estaba hecho de hueso. Supuso que era de ballena, porque había visto juegos similares tallados por prisioneros de guerra francesas recluidos en cascos de navíos. No era infrecuente encontrar aquellos objetos en domicilios privados. Había agentes, filántropos que actuaban en representación de algunos de los artistas más refinados, que se ofrecían a vender sus tallas en el mercado libre a cambio de una modesta, aunque no siempre lo era tanto, comisión. Se preguntaba de dónde provendría este juego en concreto al tiempo que observaba el resto de objetos sobre la mesa: dos jarras y una botella de cordial vacía. Cogió la botella.

—Es curioso. No hay indicios de pelea.

Locke parpadeó.

—Mire a su alrededor, doctor. No hay sillas volcadas, ni tan siquiera un alfil caído o un peón fuera de su casilla. ¿No le resulta extraño? ¿Piensa que el hombre simplemente se tendió y se dejó aniquilar? Ya estaba muerto cuando le hicieron esto. Tenía que estarlo.

Locke parecía pensativo.

—No encontré signos evidentes de lesiones en el cuerpo (aparte de la laceración… del daño… en la cara, naturalmente), lo cual sugiere que la causa de la muerte pudo haber sido la asfixia. Un golpe rápido y contundente en el estómago, quizá para incapacitarle, seguido de una almohada sobre la cara. La muerte le sobrevendría en cuestión de minutos, incluso en menos si la víctima ya se ahogaba por falta de aire.

—¿Así que lo asfixió y después lo mutiló? Ciertamente es una posibilidad, doctor. Y ahora dígame: ¿dónde consiguió la cuchilla?

La pregunta pareció quedar suspendida en el aire. Locke palideció.

—Supongo que existirán normas que prohíben a los pacientes la tenencia de objetos punzantes, cuchillos y similares —dijo Hawkwood.

Locke cambió de postura, incómodo.

—En efecto.

—¿Ni siquiera para cortar la comida?

—Eso lo hacen los guardianes.

—¿Y cuchillas de afeitar? ¿Cómo se afeitan?

—A los pacientes difíciles se les inmoviliza; los que muestran una disposición más… apacible… son atendidos, también, por los guardianes, normalmente con la ayuda de un mozo.

Hawkwood observó que el boticario abría y cerraba las manos apretando los puños.

—¿Qué le ocurre doctor?

Locke, visiblemente alterado, tragó saliva con nerviosismo.

—Es posible que
yo
le haya, mmm… sin darme cuenta, facilitado al coronel Hyde la forma de hacerse con, mmm… el arma homicida.

—¡Ah! ¿y cómo es eso?

Intimidado por la mirada de Hawkwood, el boticario empezó a frotarse la palma de la mano izquierda con el pulgar derecho. Parecía intentar limpiar una mancha de sangre restregándose la piel.

—En ocasiones me hacían llamar para atender al coronel en mí, mmm… calidad de médico.

—¿De veras?

—Nada demasiado grave, como comprenderá: un purgante alguna que otra vez, y el drenaje de un absceso hace cosa de un mes.

Al boticario le tembló la voz al percatarse de la importancia de la confesión.

—Y supongo que llevaría usted su bolsa.

—Sí.

—¿Y qué contenía exactamente?

—Lo de costumbre: bálsamos, píldoras, eméticos y cosas por el estilo.

—¿Y su instrumental?

Se produjo un breve silencio antes de la respuesta del boticario. Cuando habló, lo hizo con un hilo de voz.

—Sí.

—¿Y sus bisturíes quirúrgicos de hoja afilada? Porque necesitaría un cuchillo de hoja afilada para drenar un absceso, ¿no es así, doctor? —inquirió Hawkwood.

El boticario le lanzó una mirada a Leech, aunque en el rostro del celador no había empatía, sólo alivio porque otra persona fuera el centro de las críticas.

Hawkwood siguió con su ataque.

—Eso es lo que pasó ¿no? En alguna de sus visitas para extirparle al coronel un furúnculo del culo, éste se las arregló para robarle uno de sus malditos escalpelos.

A Locke se le descompuso la cara.

—¿Me está diciendo que ni siquiera se dio cuenta de haberlo perdido?

Locke adoptó una expresión de profunda humillación.

Hawkwood cabeceó, incrédulo.

—Estoy pensando seriamente en arrestarlo, doctor, aunque con toda franqueza no sabría de qué acusarlo, si de complicidad o incompetencia. Empiezo a preguntarme qué clase de institución dirige usted. ¡Por Dios Santo! ¿Quién está a cargo de su maldito hospital: el personal o los lunáticos?

Locke se sonrojó. Sus ojos, magnificados por las lentes redondas que llevaba puestas, parecían tan grandes como platillos.

Hawkwood advirtió que el celador Leech le miraba fijamente. En cuanto Leech saliera de la habitación, todo el hospital se enteraría de la regañina al boticario. Con un movimiento de cabeza señaló el cuerpo y la desolladura que otrora fuese el rostro de un hombre.

—¿Cuánto tiempo habría llevado hacer esto?

Locke inspiró profundamente dibujándose sus labios una tensa línea.

—No mucho, si el asesino sabía lo que se hacía.

Se produjo un silencio.

—Venga, vamos, suéltelo —insistió Hawkwood preguntándose qué más le quedaría por oír.

—El coronel Hyde era cirujano del ejército. Operaba en los hospitales de campaña en la guerra de la Independencia española. Tengo entendido que su forma de atender a los heridos… —Locke se mordió el labio—…era tenida en gran estima.

—¿De veras?

Hawkwood digirió la información. Después, cogiendo una vela de la mesa, atravesó el arco de entrada a la otra mitad de la celda.

Había otra mesa sobre la que reposaba una jarra con una palangana. Adosado a la pared había un escritorio de caoba, una silla plegable y un arcón de madera con remates de latón. Al contemplarlos, a Hawkwood le asaltó un repentino sentimiento de reconocimiento. Cuando era soldado, había visto más escritorios y arcones similares de los que alcanzaba a recordar. Si entrabas en las dependencias de un oficial, ya fuera en un cuartel o incluso en un vivaque en el frente, todas estaban amuebladas de forma idéntica; era el equipamiento habitual de campaña. Hasta él mismo tenía el suyo propio, sorprendentemente parecido a éste, en sus aposentos de la posada del Pájaro Negro. Lo había adquirido durante su servicio en la Península Ibérica en una subasta celebrada tras la muerte del antiguo dueño del arcón, durante la retirada de La Coruña.

La habitación y su contenido desentonaban con la funcionalidad desnuda de los dormitorios y distaban enormemente de las condiciones, casi inhumanas, en las que se mantenía a los demás pacientes, al menos a los que él había visto. A diferencia del resto, esta estancia casi rozaba lo palaciego. ¿A qué se debería? Se preguntó Hawkwood.

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