—¿Rufus?
Sawney se sobresaltó; era la segunda vez en ese día. Sus labios dejaron escapar un gruñido.
—¡Dios! No se te ocurra volver a acercarte con ese sigilo otra vez, ¡estúpido cabrón!
Maggett se estremeció y lanzó una mirada hacia el brandy.
—¿Estás bien, Rufus?
Sawney no contestó. Maggett frunció el ceño y señaló hacia la puerta del pub con un movimiento de cabeza.
—¿Quién era ese?
Sawney ignoró la pregunta.
—¿Dónde están los muchachos?
Maggett indicó hacia el piso de arriba con el pulgar.
—Arriba con alguna fulana. Me sorprende que no los oigas. Malditos animales.
Sawney dejó su jarra.
—Ve y hazles bajar. No aceptes ninguna excusa. Tengo un trabajo para ellos. También tendremos un traslado esta noche. He encontrado un cliente para las señoritas de abajo.
Maggett lanzó una mirada deliberada a la jarra que Sawney tenía en la mano y a la botella medio vacía sobre la barra y enarcó una ceja.
—Por razones médicas —replicó Sawney bruscamente.
Maggett dio media vuelta. No tenía ni idea de qué estaba crispando tanto a Sawney. Sospechaba que tendría relación con el hombre que acababa de marcharse. Hacía mucho tiempo que no veía a Sawney tan alterado. El problema era que, cuando a Sawney le jorobaba algo, tenía la costumbre de pagarla con todos los demás. Maggett suspiró. Esperaba que el mal humor fuera algo pasajero. De lo contrario, todo apuntaba a que iba a ser un día muy largo, y ni que decir tiene que la noche lo sería incluso más. Sólo esperaba que el trabajo valiera la pena.
Cuando Maggett se dio la vuelta y echó a andar hacia las escaleras traseras, Sawney se secó los labios con la mano. Se sentía un poco mejor. El brandy le había hecho efecto. Se enderezó. Probablemente no eran más que sus nervios jugándole una mala pasada. Era normal ponerse algo nervioso cuando había un trabajo en el horizonte.
Sawney notó el contorno de la cruz en el bolsillo de su chaleco y se presionó el pecho con la mano. Cogiendo la jarra, echó a andar hacia su mesa, y mientras volvía sobre sus pasos, cayó en la cuenta de que había dejado la bolsa con las ganancias de la noche a plena vista. Murmuró una maldición y agitó la cabeza reprobándose por su olvido. Luego, miró hacia la mesa de los porteadores, pero el trío estaba en esos momentos demasiado cómodos instalados entre las prostitutas para darse cuenta de nada más. Además, la perspectiva de un rápido magreo con una jugadora deseosa solía hacer que una persona se olvidara por completo de todo lo que le rodeaba. Sawney podría entrar perfectamente por la puerta del pub conduciendo uno o incluso cuatro carruajes sin que ellos apenas se dieran cuenta de la polvareda que se levantaría a su paso.
Sawney se sentó y sacó la cruz. La miró detenidamente, dándole vueltas en su mano mientras pensaba en el hombre que se la había dado. Era extraño ese doctor Dodd. También era curioso que hubiera acudido en persona, en vez de usar a Butler como intermediario. No es que Sawney fuera a quejarse por ello. Al menos así no tendría que darle a Butler una parte por negociar el trabajo. Tampoco es que estuviera muy dispuesto a pagarle, de todas formas. Sobre todo después de que Butler le hubiera timado con el chino. Se recordó a sí mismo que tendría que intercambiar algunas palabras con el camillero sobre aquella cuestión, tramposo cabrón… Los cadáveres de los extranjeros no eran muy distintos de los lisiados, de las embarazadas o de los niños. No se encontraban con tanta frecuencia en el mercado libre y podías ganar un buen dinero con ellos si sabías bien lo qué hacías. Sawney se había sentido herido en su orgullo al enterarse de que podía haber ganado unas guineas extra si hubiera sido más avispado.
Y ya puestos a hablar del tema del dinero, una cruz de plata era ciertamente un medio de pago insólito. Aunque valía lo suyo. No habría problema en conseguir un buen precio por ella. Pero Sawney no estaba demasiado convencido sobre lo que le había contado el doctor; sobre todo la parte de no tener acceso a sus cuentas. ¿A qué venía todo aquello? Volvió a pasar el dedo sobre la marca de autenticidad de la plata una vez más. Valor sentimental ¡y una mierda! pensó. No debía de estar tan apegado sentimentalmente a ella si estaba dispuesto a hacer un trueque por un par de fiambres que llevaban muertos un día.
Sawney acumuló una buena cantidad de flema y la escupió en el suelo. No es que fuera a dejar que le preocupara. No perdería el sueño ni aunque el doctor le hubiera confesado haber asfixiado a su abuela y empeñado sus perlas para reunir la suficiente pasta. En lo que a él concernía, si alguien quería pagarle
¿a
quién le importaba de dónde procedía el maldito dinero? Y el doctor Dodd le había insinuado que habría más si jugaba bien sus cartas. A Sawney le gustaba cómo sonaba aquello. Tomó otro trago del brandy y sonrío para sí. Parecía que las cosas iban a mejorar.
—A veces —suspiró Maddie Teague, tras una cascada de pelo cobrizo—, creo que eso es todo lo que soy para ti: una costurera y una lavandera.
—Y una gran cocinera —añadió Hawkwood—. Que no se te olvide.
La recompensa por el comentario fue una mirada asesina y un fuerte empellón en las costillas. Hawkwood hizo una mueca de dolor.
Los ojos verde esmeralda de Maddie se ensombrecieron con una súbita preocupación. Incorporándose sobre un codo, pasó suavemente la mano por el reborde horizontal de la cicatriz de medio palmo que deslucía la piel de Hawkwood unos cinco centímetros por debajo del tórax.
—¿Todavía te duele?
—Sólo cuando tengo compañía —respondió Hawkwood sonriendo y preparándose para otro codazo, que recibió oportunamente, aunque con algo de menos fuerza que el primero.
Antes de que él pudiera responder, Maddie agachó la cabeza y posó sus labios en otra marca más pequeña sobre el hombro izquierdo.
—Tienes tantas cicatrices, Matthew —murmuró con dulzura.
Tocó la cicatriz en forma de cimitarra que tenía grabada en un costado del pecho, bajo el brazo izquierdo, después deslizó la mano hasta la irregular decoloración del tamaño de una moneda en el hombro izquierdo. Eran viejas heridas, como la mayoría de las cicatrices de su cuerpo; el legado de veinte años ejerciendo de soldado. Las armas de guerra habían dejado huellas de distinta gravedad; aún así Hawkwood era consciente de que podía considerarse afortunado. Había sobrevivido. La cicatriz producida por un impacto de bala en sus costillas y la herida de cuchillo en su hombro izquierdo eran las más recientes; se las había hecho durante su trabajo como
runner.
Era irónico, pensó Hawkwood, que a pesar de haber abandonado el oficio de soldado, la gente aún intentara matarlo.
Maddie no mencionó las marcas de la garganta. Nunca lo había hecho. Hawkwood se acordó de la primera vez que se acostaron juntos. Maddie había fruncido el ceño mientras recorría el moratón con la punta de los dedos; Hawkwood había leído la pregunta en sus ojos. A continuación, en un gesto que lo desconcertó, le puso un dedo en los labios para impedir que hablara, le besó la garganta con gran ternura y, aún sin mediar palabra, reclinó la cabeza sobre su pecho. Desde entonces, en los momentos de sosiego, ella le había preguntado varias veces sobre sus heridas de bala y los distintos rasguños y cortes que tenía, pero jamás había hecho comentario alguno sobre el verdugón que tenía en el cuello. Era como si hubiera dejado de existir.
Lo besó de nuevo.
—Se está haciendo tarde —le susurró, señalando con la cabeza a la ventana, a través de la cual la luz grisácea del amanecer intentaba colarse por una rendija entre las cortinas—. Y hay quien tiene un negocio que regentar.
El negocio de Maddie Teague era la posada del Pájaro Negro, situada en una zona retirada y tranquila cerca del extremo sur de Water Lane, a un corto paseo de Temple Gardens y King's Bench Walk. Maddie era viuda y había heredado el Pájaro Negro de su difunto marido, quien había adquirido la posada con los ingresos obtenidos como capitán en la Compañía de las Indias Orientales. Sin embargo, la herencia del capitán también incluía algunas deudas. La necesidad de Hawkwood de encontrar alojamiento a su regreso a Inglaterra había resuelto los problemas monetarios inmediatos de Maddie, tranquilizando a sus acreedores y dándole un respiro para convertir lo que había sido una empresa modesta en otra rentable.
Al igual que con las marcas de su cuello, Maddie nunca había cuestionado la procedencia de las aportaciones financieras de Hawkwood. No desconocía que las campañas militares a menudo propiciaban la obtención de beneficios económicos. Los marinos disfrutaban de las recompensas pecuniarias recibidas por la captura de naves enemigas, lo sabía por su difundo marido. ¿Pero la profesión de soldado? Maddie suponía que surgían oportunidades similares. No era tan ingenua como para creer que la paga del ejército, aunque fuera la de un oficial de los fusileros, fuera
tan
generosa. Presumiblemente, durante sus dos décadas de servicio, se habían arrasado ciudades, saqueado fuertes y capturado vagones de equipajes. Pero nada de eso importaba. Maddie Teague confiaba en Hawkwood. Había confiado en él desde el día en que cruzó la puerta. Ella había aceptado su oferta de asistencia financiera —no impuso condiciones, excepto un acuerdo mediante el cual Hawkwood pudiera hacer uso de dos de las habitaciones traseras de la taberna—; Maddie no había cuestionado sus motivos ni una sola vez. Más tarde, también había llegado a aceptar y apreciar su amistad.
Y sabía que el sentimiento era recíproco, aunque él nunca se lo hubiera dicho. No tenía que hacerlo.
Además, no es que viniera mal tener a un agente del orden viviendo en el local.
Cuando Hawkwood regresó al Pájaro Negro, empapado, muerto de frío, y con una necesidad imperiosa de brandy, ropa seca y una cama caliente, no le había sorprendido ver que Maddie seguía trabajando. El Pájaro Negro, como la mayoría de establecimientos de copas, permanecía abierto hasta bien tarde. Para su clientela habitual —abogados principalmente, a los que se sumaba una buena representación del clero— era un cómodo refugio alejado del ajetreo de los juzgados y de la congregación. Maddie ofrecía un menú excelente, mientras que las chicas que servían las mesas eran eficientes y simpáticas, sin excederse en confianza. Y servir las mesas era el único servicio que prestaban. Maddie tenía una norma estricta que hacía cumplir a raja tabla: ni prostitutas, ni proposiciones deshonestas por parte de los clientes en el establecimiento. Quien quisiera ese tipo de cosas, que se fuera con el negocio a otra parte, a Covent Garden o Hay Market. No había excepciones ni segundas oportunidades. El Pájaro Negro era un local respetable y Maddie Teague se había propuesto que continuara siéndolo.
Maddie se encontraba en la cocina delegando tareas cuando Hawkwood hizo acto de presencia. Con la mano derecha apoyada en la cadera, contempló su llegada y sus ropas mojadas con expresión de extrañeza.
—Espero que te hayas limpiado las botas antes de entrar. No tengo ningunas ganas de salir fuera y descubrir que has dejado un rastro de barro por todo mi comedor.
—Buenas noches tenga usted también, señorita Teague —saludó Hawkwood sospechando, con sentimiento de culpabilidad, que el barro no sería lo único que encontraría en su rastro, pero ya era demasiado tarde para volver sobre sus pasos. Procedió a quitarse el abrigo mojado.
—¡Ni se te ocurra, Matthew Hawkwood! Cuelga eso ahí fuera en el pasillo, junto a la puerta.
Para cuando hubo terminado la frase, Maddie tenía ambas manos apoyadas en la cadera, un gesto inequívoco de que hablaba muy en serio. Esa actitud no le restaba atractivo en lo más mínimo. La cocina se encontraba agradablemente caldeada por el fuego del hogar y los fogones. La blusa escotada de Maddie apenas lograba ocultar la suave prominencia de sus senos. Su pálida piel celta brillaba por el sudor.
—Y en caso de que no lo hayas notado, es más de medianoche, así que ya es por la mañana.
Hawkwood sonrió.
—¿Y supongo que querrás algo de comer? —preguntó Maddie con sequedad al darse Hawkwood media vuelta. Negó con la cabeza—. Ni siguiera sé por qué me molesto en preguntar.
Entonces, dirigiéndose con una inclinación de cabeza a una de las chicas que estaba junto al hogar añadió:
—Remueve lo que queda de ese guiso, anda Hettie, y asegúrate de que esté caliente. Daisy, tú sube a las habitaciones del agente Hawkwood y comprueba que la chimenea esté encendida, anda, sé buena chica.
Cuando Hawkwood volvió de colgar el abrigo, encontró que le habían preparado un sitio en la cabecera de la mesa. Maddie le indicó la silla vacía.
—Siéntate. Hay guiso de cordero. Te calentará.
Maddie esperó a que se hubiera sentado y entonces anunció:
—Bueno, aún me quedan clientes ahí fuera que tendrán que regresar a sus casas. Hettie se ocupará de ti. —Y antes de que él pudiera responder, se había ido.
Seguía sin aparecer cuando Hawkwood salió de la cocina para subir al piso de arriba.
Su alojamiento en el piso superior era modesto pero cómodo; dos habitaciones de vigas bajas separadas por un arco. Al regresar a ellas tras su visita a Bethlem, a Hawkwood le sorprendió el enorme parecido que guardaban con los aposentos del coronel Hyde. Le pareció alarmante y no poco deprimente constatar que la comparación se hacía extensible al mobiliario: cama; mesa y sillas; mesilla de noche y escritorio, y su arcón militar con remates de latón pegado a la pared.
Sus escasos efectos personales no ocupaban mucho, pero claro, había sido soldado casi toda su vida adulta, combatiendo a los enemigos del rey; durante ese tiempo probablemente había pasado más tiempo en tierras extranjeras que en casa. Por otra parte, ¿cuál era realmente su casa? No poseía patrimonio ni familia —aparte del ejército, faceta de su vida que había quedado atrás— y tenía pocos amigos.
Pensó en otros antiguos soldados con los que se había encontrado. No era difícil reconocerlos. Eran los tullidos desmembrados encontrados con frecuencia en portales oscuros, pidiendo limosna a viandantes demasiado abstraídos en su propio mundo como para preocuparse de otros desdichados. Habían dado sus miembros por el Rey y por el país para acabar abandonados y olvidados por ambos.
Muchos se habían convertido en delincuentes de poca monta. A veces a Hawkwood le tocaba arrestarlos. Siempre que era posible, optaba por hacer la vista gorda y dejarlos marchar con una amonestación. La deportación o una temporadita en Newgate parecían una mísera recompensa para un hombre que, mutilado sirviendo a su país, se había visto forzado a robar una hogaza de pan o un trozo de beicon por no poder permitirse llevar comida a la mesa de su familia. En más de una ocasión, Hawkwood había pensado que seguían allí sólo por la gracia de Dios…