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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (28 page)

BOOK: El Resucitador
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Hawkwood calculó la distancia entre la nave y el depósito de cadáveres. Significaba que el túnel debía tener una longitud de entre ochenta y noventa pasos aproximadamente.

El asistente parroquial le leyó la expresión.

—Es antiguo. Creen que existió otro túnel que salía más cerca del río. Dicen que lo usaban para trasladar a los muertos hasta las barcas que conducían río abajo a los apestados. Pero ya no está allí, si es que alguna vez lo estuvo. Muy posiblemente se trata de uno de esos cuentos que les narran a los críos para asustarlos.

Hopkins, que había estado escuchando la conversación, dio un paso atrás.

—No se preocupe, guardia —le tranquilizó Hawkwood en voz baja—. De eso hace mucho tiempo. Probablemente es bastante seguro.

—Puede que necesite esto —dijo Pegg.

Hawkwood miró hacia abajo. El asistente le mostraba una llave.

—¿Para qué es?

—La llave de la puerta del depósito de cadáveres. Creí que no le gustaría tener que volver atrás hacia la oscuridad. Pueden encontrar la salida ustedes mismos y devolvérmela más tarde.

Por supuesto que el lugar iba a estar cerrado con llave, pensó Hawkwood. No se les iba a ocurrir guardar ataúdes llenos allí dejando la maldita puerta abierta, ¿no? Pero en ese caso, Hyde habría tenido que abrir la puerta para recobrar su libertad, y el asistente acababa de darle la llave. Lo cual tenía que significar que…

—¿Cuántas llaves hay? —preguntó Hawkwood.

—Dos. El párroco guardaba la otra.

—¿Dentro de la casa?

—Exacto.

—¿Sigue allí?

—¿Cómo demonios voy a saberlo?

—Averígüelo.

—¿Eh?

—Quiero saber si la otra llave sigue allí. ¿Sabe dónde se guardaba?

—Con todas las demás. Están todas colgadas de ganchos detrás de la puerta de la trascocina.

—Entonces, no le llevará mucho comprobarlo, ¿no?

—Pero está cerrada con llave —protestó el asistente parroquial—. Por orden del obispo.

—Entonces fuerce la puerta —sugirió Hawkwood, apoyando el pie en el borde de la trampilla.

Abriendo y cerrando la boca como un pez, Pegg se quedó mirando cómo Hawkwood desparecía de la vista.

Hopkins seguía pensando en la frase que había usado Hawkwood —«probablemente es bastante seguro»— para referirse al posible riesgo que entrañaba seguir los pasos de las víctimas de la peste. Era el
probablemente
lo que le había preocupado. «Si no me dan una mención de honor después de esto», pensó con tristeza, «es que no existe la justicia». Encendiendo su linterna, le devolvió la yesquera al asistente parroquial.

—¿Hablaba en serio sobre lo de entrar a la fuerza? —preguntó Pegg vacilante—. No estoy seguro de si debería hacer eso.

—Se lo diré de una forma bien clara, señor Pegg —respondió Hopkins—: no me gustaría estar en su pellejo si él se enterara de que no lo ha hecho.

—Pero…

—Hágalo, señor Pegg. No se lo piense, limítese a hacerlo.

—Está bien, era sólo para que supiera que no es responsabilidad mía, eso es todo.

—Entendido, señor Pegg. Mejor que no pierda tiempo, ¿eh? —El guardia sonrió.

Entonces, rechinándole los dientes, y dejando que el reticente asistente Pegg fuera a investigar la vicaría, se colocó bien la gorra y bajó los escalones detrás de Hawkwood.

Hawkwood percibió inmediatamente que la cámara era muy antigua. Por lo que podía entrever en la oscuridad, los muros parecían fabricados con una mezcla de ladrillo viejo y piedra desmenuzada. El techo era bajo y arqueado. Le recordó a la cámara mortuoria de Quill, aunque en una versión peor iluminada, más pequeña y más claustrofóbica. Indudablemente databa de una fecha anterior a los restos de la iglesia que estaba sobre sus cabezas, o de una anterior, y muy posiblemente incluso de otra aún más antigua. Oyó las contundentes pisadas de las botas de Hopkins bajar los escalones tras él y se apartó para dejarle sitio al guardia.

Sosteniendo la linterna a la altura del hombro, Hopkins inspeccionó en derredor. Las sombras danzaban sobre su pálido rostro.

—¿Qué estamos buscando, se… capitán?

«Puede que lo averigüe cuando lo vea» pensó Hawkwood. Se apartó del lado de Hopkins sin responder, alejándose de los escalones y siguiendo la línea de la pared. Entre su cabeza y el techo no había mucho más de un pie de altura. Las ganas de bajar el cuello hasta los hombros se acrecentaban con cada paso que daba. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, observó que había huecos en la pared. Algunos contenían sarcófagos de piedra tallados con calaveras, hojas, cruces, números romanos. Sobre algunas de las tapas había efigies, algunas ataviadas con vestiduras litúrgicas, otras con lo que parecían ser atuendos militares. Al igual que la cripta que los albergaba, parecían muy antiguos.

Oyó pasos detrás de él y vio que Hopkins también había empezado a explorar. Hasta el final de la escalera se habían beneficiado de un rayo de luz solar que se colaba oblicuamente por la trampilla abierta, en cambio, a medida que se iban alejando de la entrada, el lugar se oscurecía por momentos. Las linternas sólo servían para iluminar un radio de unos pocos metros de donde se encontraban, aunque alumbraban lo suficiente para que Hawkwood y el guardia advirtieran que no eran los únicos allí abajo.

Hawkwood había divisado con el rabillo del ojo la oscilación producida en la luz de la vela por el lustroso pelaje de varias ratas que corrían en busca de refugio. Había notado más de una pasar rozándole los pies. A juzgar por los improperios que lanzaba Hopkins, el guardia también las había sentido.

Sin embargo, no vio indicios de ocupación humana reciente.

Oyó el leve murmullo de algo escurridizo cerca del suelo y sintió el contacto de unas diminutas garras corriendo por encima de la puntera de una de sus botas. Instintivamente dio una patada y oyó el agudo chillido producido al impactar su pie, seguido del sonido de un cristal quebrándose al chocar contra la piedra.

Miró hacia abajo. No había ni rastro de la rata. El roedor había salido victorioso en su pugna por sobrevivir un día más. Lo que sí captó la luz de la linterna fue un reflejo. Se agachó, creyendo que podía tratarse de un efecto óptico, pero entonces divisó una botella de cuello largo recostada sobre la base de uno de los sepulcros de piedra. Un poco más al fondo del nicho, vio un plato de estaño y una taza. Cogió la botella y la acercó a la linterna. Tenía un tapón de corcho y había líquido en su interior. Hawkwood depositó la linterna en el suelo y la descorchó. Sirviendo una pequeña cantidad en la taza, lo olfateó y tomó un pequeño sorbo. Era vino; y todavía era bebible.

Se enderezó al oír a Hopkins proferir una ruidosa inhalación.

El guardia estaba de espaldas a él a pocos metros de distancia. Se había quedado paralizado, mirando fijamente algo frente a ellos. Hawkwood dejó la taza y la botella en el suelo, recogió la linterna y avanzó con cautela.

«No hay gran cosa aparte de unos cuantos huesos», les había asegurado el asistente parroquial.

En cambio, no eran simplemente unos cuantos. Había cientos, quizá miles, que ascendían desde el suelo de tierra; una muralla de huesos apilados, de la anchura de una puerta y la longitud de un hombre alto, se extendía desde el centro de la cámara hasta donde alcanzaba la luz, como la fortificación de una ciudadela subterránea. Había más huesos en los nichos laterales. Todos y cada uno de los espacios, huecos y repisas disponibles estaban repletos de huesos. Cráneos grandes y pequeños; tantos que, vistos desde lejos, podrían confundirse con los guijarros de una playa; negras órbitas y cavidades nasales bajo la luz de la linterna. Junto a ellos había una montaña de fémures perfectamente apilados desde el suelo hasta el techo, como si se tratara de la leña para el invierno.

El guardia se había quedado clavado en un punto, como si le costara asimilar lo que estaba viendo. Hawkwood pasó por delante de él. Al aproximarse a la pila de huesos, se dio cuenta de que la empinada superficie reflejaba la luz, ampliando el radio de luminiscencia. La cámara era algo más que una cripta: era un osario.

Hawkwood pensó que debía llevar varios siglos en uso. Cada vez que el cementerio estuviese saturado, las distintas generaciones de sepultureros habrían ido reubicando los restos más antiguos, trasladando los huesos directamente desde el camposanto hasta la cripta a través del túnel, sin necesidad de pasar por la iglesia. Predominaban sobre todo los cráneos y los fémures, puesto que, como la superstición dictaba, eran imprescindibles para la Resurrección. Miró a la derecha. Al guardia le temblaba la mano.

—Sólo son huesos —dijo Hawkwood—. No le morderán.

—Bajo la iglesia de mi padre había un osario —explicó el guardia con voz áspera—. Un día, cuando había obreros trabajando, el suelo se derrumbó y dos de ellos cayeron. Aterrizaron sobre una pila de cráneos que se desmoronó encima de ellos. Permanecieron allí abajo en la oscuridad durante horas. Se decía que cuando por fin pudieron sacarlos, ambos habían perdido la razón. No paraban de gritar —la voz del guardia se disipó.

No era de extrañar que Hopkins se hubiera mostrado reticente a acompañarle, pensó Hawkwood.

Continuaron avanzando, siguiendo la pared de huesos. De vez en cuando, se producía algún crujido bajo sus pies cuando el tacón de una bota caía con todo su peso sobre un fragmento suelto de cráneo. La cripta era mucho más grande de lo que Hawkwood había supuesto.

Calculaba que habían recorrido entre sesenta y sesenta pasos desde la entrada cuando la pared de huesos se interrumpió bruscamente. Observó que la sección de la cripta que había más adelante empezaba a estrecharse. Hopkins murmuró una maldición cuando la superficie de su gorra rozó el techo de la cámara. Hawkwood sospechó que estaban a punto de entrar en el túnel que comunicaba con la entrada del cementerio. Los dos hombres se vieron obligados a agachar la cabeza. Sus sombras dibujaban extrañas siluetas jorobadas en las paredes a medida que la tierra iba estrechándose a su alrededor. Bajar los huesos de los muertos por el túnel hasta el osario debía haber sido como trabajar en una mina. Pero al menos los que desempeñaban aquella sombría tarea habrían tenido algo de luz con que guiarse. A ambos lados del conducto había una serie de nichos excavados a la altura de los ojos. En la base de cada uno de ellos había un pequeño cabo de vela apagada.

Hawkwood se acordó de los conductos que había visto en su época militar. Los excavaban ingenieros para minar terraplenes enemigos mediante cargas explosivas estratégicamente colocadas. Los hombres que realizaban las excavaciones se veían obligados a desplazarse reptando con pies y manos. A veces se cometían errores y las cargas se detonaban antes de que todos los zapadores hubieran tenido tiempo de evacuar el túnel, enterrando vivos a los hombres. Era una manera horrenda de morir.

El suelo del túnel comenzó a empinarse y más adelante apareció una abertura en el suelo. Hawkwood divisó la base de otra escalera de piedra que ascendía hacia una puerta de madera cerrada. Avanzaron en esa dirección.

Hawkwood iba delante. La puerta no estaba cerrada con llave, así pues, se abrió hacia fuera permitiéndole acceder a los oscuros confines del depósito de cadáveres. El alivio de poder erguirse le resultó casi embriagador. El resplandor de la linterna dejó a la vista una zona de almacenaje sin ventanas que albergaba seis caballetes de madera. Cuatro de ellos soportaban ataúdes baratos, todos con las tapas cerradas. El lugar desprendía un olor intensamente dulzón, similar al del incienso, que no pudo identificar. Sospechó que en el interior de al menos uno de los ataúdes había un cuerpo que había comenzado a pudrirse. Ahora que el párroco estaba muerto, se preguntó cuánto tiempo transcurriría hasta que los cuerpos fueran consignados a la tierra. ¿Y cómo sería entonces el olor? Atravesó la estancia rápidamente, metió la llave en la cerradura de la puerta que daba al exterior y la abrió.

Llenando sus pulmones de aire fresco, Hawkwood se vio invadido por una repentina sensación de entusiasmo. La taza, el plato y la botella de vino medio vacía indicaban que alguien había estado recientemente en la cripta, aunque no había pruebas de que hubiera sido Hyde quien los había puesto allí. De todos modos, era una posibilidad, y ello significaba que, al menos, podía llevarle algo al magistrado jefe a su regreso además del barro seco, la mierda de rata de sus botas y los churretes de ceniza en rostro y puños. Pero ¿era suficiente para convencer a James Read de que el coronel podría seguir vivo?

Oyó el suspiro de alivio de Hopkins al salir de la estancia detrás de él, seguido de una exhalación de aire cuando el guardia percibió el olor de los otros ocupantes del depósito de cadáveres.

Hawkwood se giró. Al hacerlo, sus ojos se fijaron en la esquina de la tapa del ataúd más cercano iluminado por la luz que se filtraba a través de la puerta abierta. Percibió que no estaba bien alineada, como si no la hubieran cerrado bien. Vio igualmente que algo asomaba entre la tapa y el ataúd. Curioso, pensó Hawkwood acercándose. Parecía una especie de tela.

Un forro quizás, aunque el ataúd no tenía aspecto de ser de tan buena calidad como para ir revestido. Hawkwood alargó la mano y acarició el oscuro paño entre sus dedos. Era demasiado tosco para ser un forro. Al tacto parecía más bien…

Colocando la linterna encima del ataúd contiguo, Hawkwood metió los dedos por debajo del borde de la tapa y la levantó.

Oyó al guardia ahogar un grito de sorpresa.

El vestido blanco descolorido y la delgada figura que yacía debajo demostraban que se trataba del cuerpo de una mujer. Sin embargo, el arrugado abrigo negro y calzón a juego que cubrían levemente el cuerpo y la cabeza, como si los hubieran arrojado allí a toda prisa, eran irrefutablemente de hombre. Alumbrándose con la linterna, Hawkwood vio que estaban muy manchados y salpicados de lo que parecía ser un polvo blanco. Cogió las ropas del ataúd y retrocedió, llevándolas hacia la puerta abierta. Al tocarlas, parecían algo húmedas. Hawkwood le dio la vuelta al abrigo. Había más marcas en las mangas y en los faldones del mismo. Se lo acercó a la cara, reconociendo inmediatamente el olor que desprendía. Era humo. Sabía que las marcas blancas no eran polvo, sino diminutas partículas de ceniza.

Y entonces, desde lo que parecía una milla de distancia, oyó a Hopkins decir con voz queda y silenciosa.

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