—Victor y Percy son ante todo hombres de honor. Entendieron que si Lord Wellington daba su palabra, los británicos no faltarían a ella.
—Entonces, ¿lo mandaron a casa y lo ingresaron en Bedlam? ¿Por qué no en un hospital militar?
—Supimos que el coronel había mantenido correspondencia con un viejo amigo, Edén Carslow, quien tenía influencias en la junta directiva de Bethlem. Yo también conozco a Carslow. Parecía que, dada su influencia y nuestro conocimiento personal del coronel Hyde, lo más adecuado para él sería Bethlem. Así que dispusimos su ingreso y avalamos su fianza.
—En el formulario de ingreso, usted sostuvo que el coronel era melancólico. ¿Era mucho más que eso, no es cierto? El condenado estaba loco de atar.
McGrigor hizo un ademán extendiendo las manos.
—Para ser ingresado en el hospital, el diagnóstico del paciente ha de ser manía, demencia o melancolía. No pensamos que el coronel fuera maníaco. Era evidente que padecía un trastorno grave, una aberración, pero desde luego no era un hombre violento. En cuanto a la demencia, tanto usted como yo opinamos que las acciones del coronel son horribles además de absolutamente inaceptables conforme a nuestros principios; sin embargo, a raíz de las conversaciones mantenidas con él, pienso que, extrañamente, él creía estar defendiendo una visión legítima de la cirugía. Una vez aislado de ese mundo, no existía razón alguna para creer que supondría un riesgo para el personal o los otros pacientes. Se mostraba tranquilo y coherente en todo momento. No pensamos que fuera una amenaza para nadie.
—Al mismo tiempo, nos preocupaba mucho mantener en la oscuridad todos los pormenores relacionados con las actividades del coronel. La confianza que el público otorga a las figuras consagradas de la medicina es escasa en el mejor de los casos. La línea que separa el progresismo y las consideraciones éticas es fina. En muchos aspectos, el coronel tenía razón al decir que la gente no entiende. A veces, hablando claro, conviene mantener ocultos ciertos asuntos.
—Si no pensaba que era una amenaza, ¿por qué envió una carta personal a los directores sosteniendo que debía permanecer recluido? —preguntó Hawkwood dirigiéndose a Ryder.
Ryder se puso tenso.
—Acordamos con los franceses que encerraríamos al coronel de forma indefinida. La intención era la de examinar su estado de forma regular. Pensamos que cabía esperar una posible alta y su convalecencia. La guerra no se iba a eternizar, habiendo puesto Bonaparte pies en polvorosa.
—Una pena que apareciera el reverendo Tombs, ¿no? —dijo Hawkwood en tono grave—. Por no mencionar a la esposa del asistente parroquial.
—En efecto —asintió Ryder sin captar la ironía—. Una situación de lo más lamentable. Si en aquellos momentos hubiéramos sospechado lo más mínimo, desde luego que…
—Deberían haber entregado a ese cabrón a los franceses —gruñó Hawkwood—. Si lo hubieran hecho, ahora no estaríamos de mierda hasta el cuello y
yo
no tendría que limpiarlo todo.
McGrigor abrió los ojos como platos.
Ryder se quedó petrificado.
McGrigor, intuyendo que algo estaba a punto de explotar, cambió rápidamente la expresión de su rostro mostrando curiosidad.
—Estas últimas mutilaciones, los cuerpos de mujeres, ¿qué le hace pensar que el coronel es el responsable?
—La forma en que se retiró la piel. El cirujano Quill me explicó que las mutilaciones y la extirpación de órganos fueron practicadas casi con total seguridad por alguien con conocimientos médicos. Pensé que era mucha coincidencia al ver que a las mujeres se les habían quitado partes del rostro.
—Ya veo —dijo McGrigor pensativo.
—Pero ¿quieren saber lo que acabó de convencerme por completo? —preguntó Hawkwood.
McGrigor inclinó la cabeza.
—Usted. Y todo lo que acaba de contarnos sobre él. Hay un viejo dicho militar: «Una vez es mala suerte, dos coincidencia; pero tres, tres es acción enemiga». Y eso es Hyde: el enemigo.
En la habitación nadie decía palabra.
—Gracias, Hawkwood —pronunció James Read rompiendo el incómodo silencio—. Eso es todo. Quizás debería esperar fuera. La mirada de advertencia del magistrado jefe dejaba claro que no se trataba de una sugerencia.
El ministro del Interior esperó a que Hawkwood saliera de la habitación para clavar sus ojos en el magistrado jefe.
—Harías bien en mantenerle la boca cerrada a su hombre, Read. Me importa un bledo las influencias que usted tenga, no voy a tolerar que nadie me hable de ese modo, y mucho menos un guardia. ¡Soy un ministro de la Corona, por el amor de Dios!
McGrigor tosió.
—Quizás Hawkwood esté en lo cierto. Quizás deberíamos haber entregado a Hyde a los franceses cuando tuvimos la oportunidad.
Ryder giró sobre sus talones.
—Bueno, más bien pienso que las consecuencias de
esa
decisión recaen sobre sus hombros, McGrigor, no sobre los míos.
—No discrepo con usted, ministro del Interior —respondió calmadamente McGrigor, sonando la cadencia de su voz aún más marcada—. Aunque esa es una decisión con la que
todos
tendremos que vivir. Yo diría que compartimos una responsabilidad colectiva, ¿no opina lo mismo?
Ryder contempló al cirujano general durante unos instantes antes de lanzar un gruñido evasivo y dirigir su mirada a James Read.
—¿Su hombre puede cazarlo?
—Eso creo. Es un agente con muchos recursos, aunque por lo visto hasta ahora, el coronel Hyde ha demostrado ser una presa escurridiza.
—Entonces debemos rezar por que encuentre el rastro de Hyde cuanto antes, ¿eh? ¿Me mantendrá informado de sus avances?
—Desde luego —asintió Read.
Ryder se alejó de la ventana y fue hacia la puerta. Era una clara señal de que daba por finalizada la reunión.
—Ustedes esperan que vuelva a matar, ¿verdad? —inquirió McGrigor desde su silla.
Ryder frunció el ceño ante la pregunta.
Read dudó antes de responder.
—El agente Hawkwood opina que el coronel Hyde tiene una especie de plan. Puede que vuelva a matar si siente que dicho plan corre peligro o le ponen trabas. La dificultad reside en que ignoramos la naturaleza de dicho plan —Read miró a McGrigor—: Usted le conoce mejor. ¿Tiene
alguna
idea que pueda ayudarnos? ¿Por qué puede estar consiguiendo cuerpos? ¿Por qué está haciendo lo que está haciendo?
McGrigor bajó los ojos y movió la cabeza a modo de negación.
—Me gustaría tenerla. Lo siento de veras, les he contado todo lo que sé.
—Entonces, ¿quizás tenga alguna conjetura? —preguntó Read.
McGrigor frunció la boca y contestó pensativo.
—Es posible, que si
efectivamente
se trata del coronel Hyde, quizás lo esté haciendo porque piense que su obra está inacabada.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Read arqueando las cejas.
—El coronel fue relevado de sus obligaciones quirúrgicas en contra de su propio criterio, el cual, a su juicio, es mejor. Quizás piense que aún quedan vidas por salvar, cuerpos que reparar.
—¿Sugiere que está haciéndose con partes de cuerpos para usarlas? —Read pareció desconcertado—. ¿En quién?
—Ahí me ha cogido. No tengo ni idea. Usted me pidió una conjetura, es la única que se me ocurre —McGrigor se encogió de hombros con impotencia—. Francamente, cualquier suposición que
usted
aventure puede ser tan válida como una de las mías. No soy loquero, Read. Lo que quiera que esté pasando por el cerebro del coronel Hyde escapa a mi ámbito de conocimiento. Por eso lo entregamos a las autoridades de Bethlem.
«Y mira que bien acabó la cosa», pensó Read.
—¡Por Dios Santo, ese hombre está loco! Sería igual intentar volar a la luna en una escoba que tratar de encontrarle sentido a cualquiera de sus actos —dijo Ryder mirando fijamente a ambos.
Read sospechaba que el pronto del ministro del Interior se debía más a la intranquilidad por su cargo que al estado mental del coronel o al peligro que éste último podría suponer para un pueblo ajeno a la situación. Lo último que Ryder desearía era que su trato con los franceses y las maquinaciones tras el encierro del coronel en Bedlam (y por asociación el control que su departamento ejercía sobre el sistema estatal de psiquiátricos) salieran a la luz pública.
Ryder lo escrutó.
—Olvide los cómo y los por qué, Read. Su función no es esa. ¡Su trabajo no consiste en dar con una cura, sino en atraparlo! ¡Suelte a los perros y atrápelo!
Read miró a McGrigor, quien, sin pronunciar palabra, arqueó una ceja para expresarle en silencio su comprensión.
Read puso cara de quedarse pensativo y luego asintió.
—En tal caso, señor ministro, me despido. A sus pies, cirujano McGrigor. Gracias por su tiempo. Les deseo un buen día a ambos.
—Mi secretario le acompañará a la salida —dijo Ryder con frialdad, procediendo a alcanzar el tirador de la campanilla.
—No es necesario —contestó el magistrado jefe recogiendo su sombrero y su bastón—. Conozco el camino.
James Read se estremeció con el bandazo que dio el carruaje al saltar sobre un bache. Por encima de ellos se oía el chasquear de un látigo y el repentino improperio del cochero, Caleb, al doblar la esquina hacia Strand. Se dirigían a Bow Street.
—Así que nuestro coronel es un cabrón maniaco —soltó Hawkwood—. No me sorprende que quisieran echarle tierra encima al asunto. Mantienen oculto incluso a Edén Carslow.
—McGrigor piensa que el coronel Hyde puede estar haciéndose con cuerpos para realizar prácticas quirúrgicas —explicó Read.
Hawkwood cerró los ojos.
—¡Por Dios Santo!
—No fue capaz de desarrollar más su teoría. Dijo simplemente que era una posibilidad.
—¿Y qué hay del ministro Ryder? ¿Tenía algo más que decir?
—Me temo que al ministro del Interior usted no le gusta, Hawkwood. Me dijo que le mantuviera la boca cerrada. También quiere que dé caza al coronel —Read echó un vistazo por la ventana del carruaje y prosiguió—: Uno se pregunta cómo se puede hacer lo segundo lastrado por lo primero.
—Ese hombre es un imbécil —espetó Hawkwood.
—Un duro juicio.
—En realidad, no —respondió Hawkwood—, por lo que he visto, la mayoría de los políticos son unos imbéciles. Es un hecho constatado: todos los problemas del mundo los empiezan los políticos y cuando éstos caen en la cuenta de que no pueden librarse del problema, esperan que la gente como usted y yo intervengamos para salvarles el culo.
—¿Y cómo propone que salvemos el… mmm… culo del ministro del Interior? —preguntó Read.
—Quizás debería buscar a los hombres que trabajan para Hyde —contestó Hawkwood—. Si les encuentro, es posible que ellos me conduzcan al coronel.
—¿Se refiere a los hombres que dejaron los cuerpos fuera de Saint Bartholomew?
—¿Aún piensa que me estoy agarrando a un clavo ardiendo?
Read miró a través de la ventana. Finalmente se volvió.
—¿Ha pensado cómo va a encontrarles?
—Haciendo algo que debería haber hecho hace tiempo.
—¿Preguntando a sus antiguos compañeros de armas, quizás?
—Con
ellos —respondió Hawkwood—, no preguntándoselo
a
ellos.
Una de las comisuras del labio del magistrado tembló nerviosamente.
—Si hay alguien que me puede conseguir información sobre ellos, ése es Nathaniel. Aunque hace tiempo que no hablamos.
Read enarcó una ceja.
—Creo que se sintió insultado cuando le ofrecí el trabajo de Henry Warlock.
—¿Le sorprende que declinara el puesto?
—En verdad, no. No le veo como
runner.
Además, me contó que no podía permitirse una bajada de salario.
Esta vez, fue toda la mandíbula del magistrado la que tembló manifiestamente.
El carruaje disminuyó la velocidad, chacoloteó hacia la acera y se detuvo. Hawkwood se bajó y aguantó la puerta. El cochero golpeó levemente el ala de su sombrero con los dedos y esperó a que los dos hombres entraran en el edificio para marcharse.
—Hay un mensaje para usted —anunció Twigg cuando ambos entraron en la antesala—. Dijo que se llamaba Leech. El secretario le alargó el papel doblado.
Hawkwood rompió el sello.
Tengo información que puede ser pertinente para su investigación.
Locke.
Si rebajaba aún más el precio, pensó Molly Finn desanimada, estaría ya dándolo regalado. Hasta ahora el negocio había ido de pena y no tenía pinta de mejorar en breve.
Molly lo achacaba al tiempo, que no terminaba de aclararse: lo mismo llovía que caía aguanieve o nevaba. Su mercancía calentaba el cuerpo y hacía subir un brillo sonrosado a las mejillas —el lote completo—, pero si el cerdo de tu casero te estaba vigilando para que no llevaras hombres a tu habitación, limitando tus posibilidades de practicar tu comercio a un callejón frío y húmedo, una sola gota de lluvia o copo de nieve bastaban para que el ardor se viniera abajo, y entonces, te quedabas chupándote el dedo a falta de otra cosa. Y con eso no se pagaba el alquiler ni se ponía un plato sobre la mesa.
Los puestos del mercado de fruta y verdura ya estaban montados y su actividad era constante, así que no es que faltaran clientes potenciales. El problema era que, incluso entonces, a primera hora, no era la única fulana exhibiéndose. Con las tabernas y las cafeterías, estaba empezando a haber más competencia. Bueno, por lo menos, el lugar que se había asegurado bajo el soportal al final de la plaza estaba seco. Molly se desabrochó otro par de botones de su corpiño. Una mujer tenía que usar lo que Dios le había dado. En el caso de Molly el Señor había sido muy generoso. Era una muchacha bonita, con tirabuzones dorados, un cuerpo bien proporcionado y unos sensuales labios que hubieran tentado a un obispo.
Y podría haberlo hecho, si no fuera porque los obispos escaseaban entre el vulgo, y Molly se había visto obligada a lucir sus encantos ante una clientela menos piadosa; sin demasiado éxito, por el momento. Estaba empezando a pensar que Haymarket podría estar mejor, aunque probablemente era demasiado temprano para ir allí.
Un oficial del ejército venía andando paralelo a las columnas, resultaba atractivo con su uniforme escarlata y su chacó. Era una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar. Con las manos en las caderas, Molly dio un paso adelante, se pasó la lengua por los labios y le regaló una sonrisa con su sello particular.