Read El Resucitador Online

Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (39 page)

BOOK: El Resucitador
4.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La tercera hoja no tenía el menor sentido. Había dibujado algo semejante a una columna de discos apilados, sujetos por cuatro varillas verticales externas. En la base de la columna había un recipiente en forma de cuenco unido al último disco mediante lo que parecía un hilillo de líquido. Los discos formaban grupos de dos y cada par estaba separado por otro oscuro de menor tamaño. Había dieciséis discos más grandes, lo que hacía un total de ocho pares. Cada disco estaba marcado con una letra: el primero de cada par con la letra Z y el de abajo con la A.

—¿Y esto? —preguntó Hawkwood.

—Es lo mismo, aunque creo que representa un dispositivo más avanzado.

Hawkwood señaló la columna de discos.

—De acuerdo, ¿pero qué son
estas cosas?

Locke se ajustó las gafas. Su rostro se mostraba bastante animado tras los cristales.

—Mire, hay una leyenda a pie de página: la A corresponde a plata y la Z a zinc. Creo que también se pueden utilizar discos de cobre en lugar de plata.

—Muy bien, doctor, confieso que todo esto es fascinante pero ¿para qué querría el coronel Hyde estas máquinas eléctricas?

—Tal vez deberíamos preguntárselo al hombre que las dibujó.

—¿Cómo?

—Mírelas con detenimiento. Observe el estilo de los dibujos y la letra de la leyenda. ¿No le resulta familiar?

Hawkwood los examinó y sacudió la cabeza.

—Me he perdido, doctor.

Locke cogió los papeles y los puso a un lado.

—Tal vez pueda refrescarle la memoria —Locke rodeó el escritorio, abrió un cajón y sacó otra hoja. Desdoblándola preguntó—: ¿Recuerda esto?

Hawkwood reconoció el dibujo. Era el que Locke le había enseñado en su primera visita: el telar volador.

—Compare el estilo del grabado y la letra de la leyenda —dijo Locke apartándose.

Hawkwood observó atentamente los dibujos; sus ojos saltaban de uno a otro, una y otra vez. El parecido entre ambos era asombroso.

—Fíjese sobre todo en la letra —apuntó Locke—. Como por ejemplo, la fioritura inferior en la letra A.

Hawkwood siguió con la mirada la punta del dedo del boticario. Sin duda, era el mismo trazo, diminuto y limpio.

—¿Matthews? —inquirió Hawkwood—. ¿Se
conocían?
¡Pero si estaban en distintas habitaciones! Pensé que mantenían separados a ese tipo de pacientes.

Locke encogió los hombros.

—Los hospitales, dada su naturaleza, son comunidades aisladas y Bethlem no es una excepción. Pese a la creencia popular de que somos la Bastilla de Inglaterra, no somos una cárcel. Permitimos cierto grado de fraternización entre algunos pacientes. Es más, cuando pensamos que la experiencia puede ser beneficiosa para ellos, no dudamos en fomentarla. Disponemos de salas comunes donde pueden encontrarse, bajo supervisión, por supuesto. James Tilly Matthews es uno de nuestros residentes más renombrados. Recuerdo el gran interés que manifestó el coronel por los dibujos de Matthews para el nuevo hospital y haberlos visto charlar en numerosas ocasiones.

Hawkwood examinó los papeles. Había dado por sentado que Hyde había estado todo el tiempo recluido en su habitación, teniendo como únicos contactos al guardián y al personal médico, y más tarde, al reverendo Tombs. Esto no se lo esperaba.

—Quiero ver a Matthews. Ahora.

Locke asintió y cogió los dibujos.

—Venga conmigo.

El boticario lo condujo por el pasillo de la primera planta. Las puertas de la mayoría de las celdas estaban abiertas. Los pacientes se mezclaban libremente con los celadores en uniforme azul.

Se pararon en el umbral de una puerta cerrada y Locke murmuró:

—No tiene al cuerpo judicial en muy alta estima, por tanto, sería preferible que no le dijera que es agente de policía.

Antes de que Hawkwood pudiera contestar, Locke llamó dos veces a la puerta y la empujó abriéndola.

—¡James, mi estimado amigo! —anunció en tono amistoso—. ¿Cómo andamos hoy? ¿Se puede?

La habitación era bastante más recogida que las dependencias del coronel; probablemente no superaba los doce metros cuadrados. En cambio, tenía el mismo mobiliario básico: cama, silla, una pequeña mesa y un arcón. En un rincón había una tubería de desagüe para los desperdicios. Para colmo de la claustrofobia, había varias estanterías repletas de libros y las paredes estaban cubiertas de dibujos. Eran todos planos arquitectónicos. Hawkwood reconoció una copia del diseño del nuevo hospital. Era menos detallado que el que Locke le había enseñado y supuso que se trataba de un primer esbozo. No obstante, el cuidado de los detalles era excepcional.

Un hombre de cabellos oscuros, robusto y de baja estatura, estaba inclinado sobre la mesa. Con una mano sostenía un lápiz, con la otra una regla. No alzó la cabeza, sino que continuó enfrascado en los dibujos extendidos ante él. Mientras su pálido rostro se hallaba inmerso en una total concentración, con el lápiz se daba golpecitos en la pierna derecha.

—¿James? —repitió Locke.

El hombre se giró sobresaltado.

—¡Doctor Locke! ¡Pase, pase!

—James, permítame presentarle a un colega, el señor Hawkwood.

Hawkwood sintió como un par de ojos perspicaces le examinaban de pies a cabeza.

—Es un placer, señor Hawkwood.

Locke se aproximó a la mesa.

—James es un aficionado al grabado. Está trabajando en unas nuevas ilustraciones arquitectónicas. Venga a verlas.

Hawkwood se acercó.

Se trataba de un dibujo de una casa urbana, bastante imponente, con escalinata, pórtico y una fila de altos árboles custodiando la entrada. Había un plano de la planta baja de la casa extendido en horizontal. Al igual que los croquis colgados de la pared, la calidad era extraordinaria.

Locke dio una palmaditas en el hombro del paciente.

—James está preparando unos planos para una revista de ilustraciones arquitectónicas. ¿Cómo dijo que se iba a llamar? Me temo que me falla la memoria. Dígaselo al señor Hawkwood.

La cara de Matthews se iluminó.

—¡Por supuesto! Se llamará
Arquitectura útil.
Explicará los conceptos básicos de arquitectura a la gente corriente. También pretendo incluir croquis, de forma que cada lector pueda hacer uso de los mismos para sus propios fines —añadió en tono solemne.

—¿No le parece una idea espléndida? —preguntó Locke guiñando un ojo tras sus lentes.

—Espléndida —convino Hawkwood con cautela.

—Haré invernaderos para coles —anunció de repente Matthews agarrando a Hawkwood del brazo—. Ya conocerá los valiosos beneficios de un buen invernadero, ¿no, señor Hawkwood? Se lo expliqué a los franceses, pero esos imbécilesno me hicieron el menor caso, y mire lo que les pasó —agregó apesadumbrado.

Hawkwood, sin comprender, lanzó una mirada a Locke, quien movió de manera imperceptible la cabeza. Pero Matthews todavía no había acabado. Empezó a envanecerse sin soltar el brazo de Hawkwood.

—Cada hogar tendrá su propio invernadero. Luego, instaré al gobierno a que reclute al numeroso ejército de desempleados con la misión de recoger toda la basura de la ciudad. Entonces, la transportarán en carros, carretillas y barcazas a cada invernadero, donde la usarán de fertilizante para las coles que crecerán copiosamente, proporcionando así una nutritiva provisión de verduras a la nación. Y ahora —concluyó triunfante con las manos en las caderas—, ¿qué les parece, caballeros?

Hawkwood se preguntó si el paciente estaría esperando aplausos. Rescató su manga y vio como Locke le mandaba toques de advertencia desde el otro lado de la mesa. Tras sus lentes, las cejas del boticario subían y bajaban cual banderas de señales.

Hawkwood asintió.

—Es lo que tienen los franceses: no sabrían reconocer una buena idea ni aunque ésta les diera un mordisco en el culo.

Se hizo un silencio. Observó que las cejas de Locke casi le llegaban a las entradas. Entonces, James Matthews, a su lado, hizo un gesto de pinchar el aire con su lápiz.

—¡Ah! ¡Exacto, caballero, exacto! ¡Yo no lo hubiera expresado mejor! —dijo volviendo la mirada a su dibujo y empezando a tomar medidas con la regla. Sus movimientos eran enérgicos y precisos.

Locke dio rápidamente un paso adelante.

—Bueno, James, no querríamos distraerle, le dejamos, pues, proseguir su labor.

Matthews asintió distraído.

—Hay tanto que hacer y tan poco tiempo. —Levantó la mirada con determinación en su rostro—. Uno tiene que mantenerse ocupado, ¿no es cierto?

—¡Oh, sin duda alguna, James! Diría que es un deber. —Locke asintió con entusiasmo e hizo una pausa—. No obstante, antes de marcharnos, me preguntaba si podríamos pedirle opinión. El señor Hawkwood y yo, por desgracia, carecemos de conocimientos técnicos, y esperábamos que usted pudiera ayudarnos explicándonos qué es esto —Locke alzó los papeles que había cogido de la celda del coronel—. Me temo que escapan a nuestra comprensión. He pensado que un experto dibujante como usted podría arrojar algo de luz. ¿Qué me dice?

Hawkwood se preguntó si Locke no estaría exagerando un poco, pero entonces vio cómo los ojos del paciente parpadeaban en dirección de las hojas y recordó el comentario de Locke, según el cual algunos pacientes se crecían frente a la compañía. Y por lo que parecía, también frente al elogio y la curiosidad. Locke estaba manejando a su paciente con destreza, como a pez en un anzuelo.

—Por supuesto, doctor. Será un placer. ¿De qué se trata?

Locke extendió los dibujos sobre la mesa.

En cuanto vio la primera hoja Matthews esbozó una amplia sonrisa. Alcanzando el papel exclamó:

—¡Ah, sí! ¡Galvani!

—¿No me diga? —dijo Locke sin un asomo de malicia.

—Es su experimento de la rana. Diseccionó una rana y puso una de las ancas en una placa de hierro. Cuando tocó el nervio con un escalpelo metálico, el anca se contrajo bruscamente. Por consiguiente, dedujo que el anfibio debía contener electricidad. Fascinante conclusión. Por supuesto, era un craso error y Volta se encargó de demostrarlo.

«Otro puñetero nombre que no conozco», pensó Hawkwood.

Locke levantó el papel para descubrir el segundo dibujo.

Matthews lanzó una exclamación de regocijo.

—¡Caramba, pero si es uno de mis dibujos!

—Pensamos que podría serlo —explicó Locke mirando a Hawkwood de reojo—. Nos preguntábamos qué sería.

Matthews sonrió indulgente.

—Me sorprende que no lo reconozca, doctor. Se trata de una batería de botellas de Leyden. Sirven para almacenar cargas eléctricas. Se las puede llenar de agua o forrarlas con una hoja de metal Las varillas que ven están hechas de latón. Cuantas más botellas haya en la batería, mayor será la carga. No obstante, sólo se puede liberar una única descarga eléctrica, después de lo cual vuelve a iniciarse el proceso de almacenaje y se acumula una nueva carga. Rudimentario, pero notablemente efectivo —añadió sin aliento.

—¿Cómo se produce la carga inicial? —inquirió Hawkwood recordando al público del teatro tambaleándose como bolos.

—Con máquinas de fricción. La carga se genera por el frotamiento de distintos materiales, como esferas de vidrio o piel —Matthews levantó un dedo—. Esperen, creo que tengo una ilustración. —Se retiró de la mesa para examinar los libros de su estantería—. Vamos a ver… —murmuró para sí—. Adams, Adams, Ad… ¡ah, aquí está! —Bajó el libro, abrió la cubierta, se humedeció un dedo y empezó hojear las páginas hasta que el dedo se detuvo—. Aquí lo tenemos —sostuvo la página abierta para que pudieran verla bien—. En el dibujo, vemos a un médico atendiendo a un niño, posiblemente a causa de dolores o parálisis del antebrazo. Cerca, en una mesa, hay una máquina de fricción.

Era un dispositivo de aspecto peculiar, compuesto de una manivela, una polea y varios objetos cilíndricos con unas curiosas sujeciones curvas.

—Como ven, a la derecha hay un generador cilíndrico que suele ser de vidrio. El receptor principal, o terminal como se le llama a veces, es ese objeto en el centro. ¿Ven la botella de Leyden de la que sale la varilla acabada en una esfera metálica? Un hilo metálico une la botella a una horquilla de tratamiento que, como ven, están en contacto con el antebrazo del crío. Cuando se acciona la manivela, el generador de vidrio gira produciendo la carga, la cual se transfiere al receptor donde se almacena. En el momento en que se acumula una cantidad suficiente de carga, el doctor libera una descarga eléctrica a través del hilo hasta las horquillas de tratamiento. Esto produce una brusca sacudida, una estimulación de los sentidos que activa los nervios y músculos del antebrazo del chico. Por lo que tengo entendido, puede ser sumamente beneficioso. Como saben, Cavendish utilizó una batería de botellas de Leyden para reproducir las propiedades del pez torpedo.

Hawkwood se percató de la fuerte impresión que debía de haberse reflejado en su rostro, ya que Matthews y Locke le estaban lanzando extrañas miradas.

—¿Ha oído hablar del pez torpedo, señor Hawkwood? —preguntó Matthews vacilante.

Hawkwood se dio cuenta de que se estaba masajeando el hombro izquierdo. Sintiéndose cohibido, procedió a bajar la mano.

—¡Oh, claro, conozco perfectamente los torpedos esos!

Las cejas de Matthews se arquearon.

—¿Ah, sí? Interesante. La mayoría de la gente no los conoce, ¿sabe? Pobre Cavendish. Lo acusaron de sacrilegio por decir que una máquina construida por el hombre podía funcionar del mismo modo que una criatura creada por la mano de Dios. En cambio, el tipo llevaba razón sobre el principio en sí.

Pese a la ilustración del libro y el entusiasmado comentario de Matthews, Hawkwood no estaba seguro de haber comprendido el principio mejor que antes. Se preguntaba si la explicación de Matthews sobre el último dibujo sería más fácil de seguir.

—Creo que ésta es otra de sus ilustraciones, James —dijo Locke afable descubriendo la última hoja.

—¡Así es! —exclamó Matthews con excitación—. Aquí tenemos el dispositivo más sofisticado de todos. ¿Recuerdan que les mencioné a Volta cuando estábamos viendo la primera ilustración sobre los experimentos de Galvani en una rana? Volta fue quien llegó a la conclusión de que no existía cosa tal como la electricidad animal, en realidad, lo que producía la carga eléctrica era la interacción entre los dos metales diferentes del escalpelo y de la superficie de la mesa, y el agua salada contenida en la rana. Y lo demostró construyendo su invento al que llamó pila. Ahora se le llama batería, ya que tiene la misma función que las máquinas de fricción y las botellas. La diferencia, sin embargo, es que con esto no hace falta almacenar la electricidad para poder descargarla, sino que la electricidad permanece constante, como la corriente de un río. No se requieren manivelas, ni cilindros de vidrio, ni botellas. Todo se reduce a una reacción química.

BOOK: El Resucitador
4.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Certainty by Eileen Sharp
Sara's Soul by Deanna Kahler
On Whetsday by Mark Sumner
Forest of Demons by Debbie Cassidy
Dirty Little Secrets by Kierney Scott
New Horizons by Dan Carr
Logan Trilogy by William F. Nolan, George Clayton Johnson
The Science of Loving by Candace Vianna
The Confession by Charles Todd