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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (49 page)

BOOK: El Resucitador
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—Vosotros debéis ser los hermanos Ragg —dijo Jago entrando con una pistola en una mano y un garrote en la otra—. Encantado de conoceros —al posar los ojos sobre el revoltijo de sábanas y la silueta inmóvil de debajo, su rostro se volvió pétreo—. ¡Arriba, hijos de perra! No os molestéis en subiros los calzones; las formalidades no son lo nuestro. ¡Billy, ven aquí!

Billy Haig entró por la puerta dando un paso lateral aferrado al trabuco. Sus ojos se ensombrecieron al ver la diminuta figura de cabellos rubios acurrucada en posición fetal sobre la cama. Se acercó rápidamente y giró con cuidado la cara de la muchacha hacia él. Miró a Jago y negó con la cabeza.

—No es ella.

«¡Maldita sea!», se dijo Jago. Se volvió hacia Lemuel, el cual había conseguido rescatar los pies y estaba intentando sentarse.

—Molly Finn. ¿Dónde está?

Lemuel parpadeó.

—¿Quién demonios es Molly Finn? Desvió la vista hacia su hermano en busca de ayuda, sólo para constatar que la confusión de Samuel era exactamente igual a la suya.

De repente, Jago pensó que tal vez los Ragg no lo supieran. No tenía ninguna prueba de la implicación de los hermanos en la desaparición de la muchacha. Había dado por sentado la complicidad de ambos habida cuenta de su relación con la tal Bridger, pero quizás su manifiesta ignorancia era auténtica.

—Es la chica que Sal Bridger encontró esta mañana. No vayáis a decirme que no tenéis ni puta idea de qué es de ella.

Apenas hubo mencionado el nombre de Sal, vio en los ojos de Samuel Ragg un destello de haber caído en la cuenta, tan fugaz que hubiera sido comprensible pensar que se había tratado de una ilusión óptica. En todo caso, eso bastó.

En ese instante, la chica que yacía en la cama emitió un gemido y abrió los ojos con una lentitud extrema, como si cada movimiento supusiera un esfuerzo sobrehumano.

—Tranquila, cariño —dijo Billy volviéndose hacia Jago con una mirada mitad de odio mitad de pena.

Fue en ese momento cuando Lemuel sacó su mano izquierda de debajo de la almohada e infirió un tajo en la garganta de Billy con una navaja. Mientras la sangre manaba de la arteria seccionada bañando la cama, Samuel apartó la esquina de la sábana a un lado y se abalanzó hacia la pistola que estaba sobre la mesilla de noche, junto al lecho.

Jago vio cómo Billy se derrumbaba y dirigió el garrote hacia la muñeca de Lemuel. Sin embargo, al haberle cogido desprevenido, falló el golpe. Al tiempo que Lemuel se giraba para ponerse fuera de su alcance, Jago disparó a Samuel en el ojo derecho. La bala le atravesó el cráneo cubriendo la pared de atrás de una cascada de sangre y masa cerebral.

Aún resonaba el tiro en la habitación, cuando Lemuel dio un salto de la cama aullando de rabia y blandió presto la navaja cual guadaña contra la cara de Jago. Este echó rápidamente la cabeza hacia atrás. La navaja no le alcanzó por un pelo. La fuerza del ataque fue tal que Lemuel casi perdió el equilibrio, lo que le permitió a Jago recuperar la iniciativa y estampar el garrote en la parte externa del antebrazo de Lemuel. Este soltó un chillido al sentir el hueso fracturarse. El ímpetu de la embestida junto con el contraataque de Jago, hizo que Lemuel fuera a parar sobre sus rodillas. La navaja cayó de su puño. Esgrimiendo su pistola descargada como si de otro garrote se tratara, Jago, con una fuerza colosal, golpeó los occipitales de Lemuel con la culata. Se oyó un sonido como de cáscaras de huevos resquebrajándose. Sin alterarse, Jago siguió atizándole con la tranca y contempló fríamente cómo el cadáver desnudo de Lemuel Ragg se desplomaba sobre las tablas del suelo.

Jago se enfundó la pistola en el cinturón y se dirigió raudo hacia la cama siendo consciente de que llegaba demasiado tarde.

—Dios mío, Billy —dijo en voz baja.

Los ojos de Billy Haig todavía estaban abiertos, y la expresión de su rostro reflejaba desconcierto. Sus labios se movían silenciosos intentando hablar. Su cuerpo se arqueó y las manos buscaban en vano la herida de su cuello. La sangre le brotaba a chorros entre los dedos. De repente, empezó a sufrir convulsiones. Su cuerpo cayó de espaldas sobre la cama y sus manos dejaron de moverse.

Se oyó un gemido; y por un segundo Jago pensó que se trataba de Billy erizándosele el vello de la nuca, hasta que se percató de que venía de la muchacha. Levantó el borde de la sábana empapada de sangre y vio un par de suplicantes ojos verdes posados sobre él. Jago le tendió la mano, pero la chica, en un movimiento instintivo de autodefensa, se apartó de él al sentir su tacto.

Echando el cuerpo de Billy a un lado, Jago la levantó de la cama. El edredón estaba caído en el suelo. Corriendo, envolvió en él a la sumisa muchacha y la llevó hasta una de las dos sillas del cuarto.

—No sé si puedes oírme, pero te aseguro que nadie volverá a hacerte daño. Palabra de Nathaniel. Descansa aquí; volveré a buscarte, te lo prometo.

Jago le dio unos suaves golpecitos en el hombro. Acto seguido, lanzando una última mirada de desesperación al cuerpo ensangrentado de Billy, recuperó el garrote, cogió la pistola de Samuel Ragg de la mesilla de noche y salió a toda prisa de la habitación, dejando tras de sí el olor a muerte.

Hanratty se encontraba tras la barra del pub con su hijo Lorchan cuando escuchó el disparo. Le había precedido el ruido de un portazo; sin embargo, Hanratty no le había dado importancia. En el Perro, los portazos no eran nada fuera de lo normal, lo achacó pues a la razón de costumbre: una discusión entre borrachos. Sin embargo, un disparo de pistola era otra cosa.

—¡Demonios! —escupió Hanratty—. Los malditos Ragg ya están otra vez peleándose. Les voy a arrancar los huevos.

Tras ordenar a Lorchan que se quedara al cargo, alargó la mano por debajo de la barra donde ocultaba su pistola, ya preparada y cargada.

—Suéltala —dijo una voz.

Al mandato le acompañó el sonido de lo que Hanratty reconoció como el de alguien amartillando el percutor de la pistola. Se enderezó girándose lentamente.

Micah estaba a menos de cinco pasos de él, sosteniendo una pistola en cada mano. Una apuntaba al pecho de Hanratty; la otra vigilaba el resto del pub. A su lado había otro hombre más joven con cabello desordenado y una pistola encañonando al corazón de Lorchan.

—Las manos sobre el mostrador —ordenó Micah—. Si alguno de los dos se mueve, es hombre muerto.

Micah inspeccionó la habitación por el rabillo del ojo. A esa hora, el lugar no estaba lleno. No era día de paga, por tanto, no había ninguna fila de hombres huraños haciendo cola para percibir su retribución. El frío invernal había persuadido a muchos de los asiduos del Perro a quedarse en casa. En total, puede que hubiera poco más de una veintena de personas en el pub, fulanas y camareras incluidas. Varios clientes, habiéndose percatado de la presencia de armas, estaban empezando a echar sus sillas hacia atrás.

—Caballeros, vayan saliendo.

La voz de Micah, aún sin ser fuerte, llegó a todos los rincones del establecimiento.

—¿Quién lo dice? —inquirió una voz farfullando en tono beligerante.

—Él
lo dice.

Micah señaló a Hopkins con un gesto de cabeza y todas las miradas se volvieron hacia él.

Con la mano libre, Hopkins se colocó la gorra de policía y se desabrochó el resto de botones de la chaqueta, dejando ver el otro distintivo de su condición, reconocible en el acto: el chaleco color escarlata. Alzando la pistola, respiró hondo y anunció:

—Por orden del magistrado jefe, desalojen el edificio.

El guardia rezó porque nadie hubiera notado el temblor en su voz.

Hubo varios resoplidos y un coro silencioso de comentarios despectivos.

—Ahora —advirtió Micah disparando al techo una de sus armas.

Una de las camareras dejó escapar un grito.

La explosión y el chillido surtieron el efecto deseado. «Pues vaya autoridad la del uniforme…», pensó Hopkins mientras observaba cómo caían varias sillas en la estampida hacia la puerta. «Aunque hubiera ido vestido como un maldito general, habrían seguido mandando las armas».

Las tres fulanas del local y las dos camareras se quedaron. Pensando que estarían más seguras en grupo, formaron un corrillo frente al fuego.

—¿A qué estás jugando, amigo?

Hanratty apartó las manos del mostrador. Sus ojos, al tiempo que reflejaban ira, emitían igualmente un destello calculador.

—¿Acaso te he dicho que puedes moverte?

Micah levantó la pistola apuntando al puente de la nariz de Hanratty. Buscó a Hopkins con la mirada y señaló en dirección a la puerta.

Hopkins se dirigió hacia allí y echó el cerrojo.

—Ahora puedes moverte —dijo Micah—. Puedes hacer compañía a las señoritas junto a la chimenea, así no tendré que preocuparme de que trames algo a mis espaldas. Deja la pistola.

—Si lo que os interesa es la caja, tenéis una suerte de la hostia —Hanratty miró detenidamente el uniforme de Hopkins frunciendo el ceño—. Además, ya os he pagado las tasas del mes, cabrones.

Le asaltó la idea de que la presencia de aquellos hombres bien podía tener relación con el disparo de la planta de arriba, pero por el momento era incapaz de pensar.

—No nos interesa la caja —aseguró Micah.

Hanratty volvió a arrugar la frente.

—¿Entonces qué? ¿Nos quedamos aquí sentados y ya está?

—Exacto —respondió Micah acercándose al mostrador y cambiando su pistola ya usada por la otra que el tabernero había intentado coger—. Y si alguno de vosotros vuelve a abrir el pico, le vuelo los sesos.

A Hopkins se le pasó por la mente que para ser un hombre que hasta el momento no había mostrado un atisbo de elocuencia, cuando estaba en vena, Micah poseía ciertamente don de palabra.

Maggett salió del retrete abrochándose el calzón y dando un traspiés. Se movía completamente atolondrado. Estaba meando en el callejón de atrás cuando escuchó la detonación. Reconoció inmediatamente el ruido y se percató de que provenía de los pisos de arriba. El subsiguiente aullido ele furia y el sordo golpetazo —casi simultáneos—, habían bastado para enviar una señal de alarma al cerebro de Maggett sobre un posible peligro inminente y una prioritaria acción evasiva.

El segundo tiro venía de mucho más cerca e hizo que Maggett se parara en seco. Avanzando con sigilo, se asomó por el borde de la puerta del pub. Sólo le hizo falta ver las pistolas encañonando a los Hanratty para retroceder hacia la oscuridad; sin embargo, fue el uniforme de policía lo que disipó toda duda sobre la existencia real de peligro. Debía encontrar a Sawney.

Maggett dio marcha atrás a toda velocidad en dirección al pasaje. A su paso por la cocina, sólo se detuvo para coger una de las pesadas machetas de carnicero que colgaban de la pared antes de iniciar una torpe carrera hacia las escaleras traseras.

Cuando sonó el primer disparo Lomax soltó una palabrota y murmuró enigmático:

—Ahí va nuestro factor sorpresa.

Hawkwood no abrió la boca. Se encontraban en el piso superior. Contrariamente a las plantas inferiores, no había ninguna vela en los muros para alumbrar el camino, sino una claraboya en el tejado por la que se filtraba la luz de la luna iluminando el descansillo.

Desde abajo, se oyó un fuerte crujido al tiempo que cedía una puerta. Hawkwood sabía que se trataba de Jago pasando de cuarto en cuarto. Lomax estaba en lo cierto: habían perdido ventaja, así pues, la velocidad era ahora el elemento determinante.

Hawkwood intentó abrir la primera puerta, pero estaba cerrada con llave.

Sonó una segunda detonación procedente de la planta baja. Eran Micah y Hopkins manteniendo a raya al resto de los Hanratty; o al menos eso esperaba Hawkwood.

Hawkwood golpeó el cerrojo con su bota. La puerta cedió a la segunda patada. La habitación estaba vacía. Hawkwood volvió a salir, justo a tiempo para oír el sonido de un pestillo abriéndose y ver una figura esbelta emerger de una puerta, al otro extremo del descansillo. Vislumbró fugazmente un halo de cabello oscuro que ribeteaba un rostro pálido y diminuto, y un brazo alzándose detrás del perfil de unas enaguas.

Oyó gritar a Lomax. A continuación la luz de la luna se reflejó en un metal y, al tiempo que alzaba su pistola, apretaba el gatillo y veía cómo la figura chocaba contra la puerta por la fuerza del impacto, se produjo un fogonazo de pólvora acompañado de un sordo estallido y escuchó a Lomax gruñir y girar en redondo.

Conforme Sal iba desplomándose, una segunda figura, que sin duda debía ser Sawney, llegó hasta ella, la cogió por la cintura y, usando su cuerpo como escudo, levantó una pistola y disparó. Hawkwood sintió cómo las balas surcaban el aire junto a su oído e impactaban en la pared por detrás de su cabeza.

Se oyó a alguien maldecir entre dientes desde el suelo y a su izquierda; y el estruendo de una pistola. Hawkwood vio derrumbarse el cuerpo Sal, y en ese momento levantó la segunda pistola. El arma dio una sacudida en su mano al mismo tiempo que la explosión se propagaba por el descansillo; entonces, el cuerpo de Sal dio en el suelo y la figura escudada tras ella fue cayendo pesadamente a medida que sus pies se deslizaban.

En ese instante, Hawkwood supo que habían fracasado. Necesitaban a Sal Bridger y Sawney vivos. Habría bastado con tan sólo uno de los dos. Maldijo su estupidez. Sawney tenía solamente una pistola; no había tenido ocasión de recargarla, por tanto, no había necesidad de efectuar un segundo disparo. No lo había pensado con detenimiento. Todo había pasado tan rápido…

Hawkwood bajó la vista. Lomax estaba entre sentado y tumbado a lo largo de la pared, sujetándose el hombro. Le ofreció a Hawkwood una de sus macabras sonrisas; entonces algo en el fondo del descansillo atrajo su atención y Hawkwood lo vio ponerse tenso. Este siguió la mirada de Lomax y advirtió algo moverse cerca del suelo: uno de los cuerpos se estaba retorciendo.

Agarrando sus pistolas sin munición, avanzó hacia él. Conforme lo hacía, una sombra monstruosa surgió de una segunda escalera al otro extremo del rellano.

Maggett irrumpió de la oscuridad, esgrimiendo una macheta en su puño alzado. Hawkwood percibió fugazmente una masa gigantesca que acaparaba su visión. Entonces, la enorme mano fue hacia él, y sobre su cabeza cintiló el destello de acero de una hoja abatiéndose sobre él con asombrosa velocidad.

En ese instante, apareció una segunda sombra que parecía venir de la nada; la tierra tembló bajo el estruendo producido por Jago al estampar el cañón del trabuco en la mandíbula de Maggett y apretar el gatillo.

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