Jago alzó la vista con semblante neutra.
—¿Cómo te llamas, encanto?
—Lizzie… Lizzie Tyler.
Mientras hablaba, su mirada se posó en Hawkwood. Por un instante, no dio muestras de reconocerle, pero de pronto sus ojos se abrieron de par en par. Echó un rápido vistazo a su alrededor.
—Bien, Lizzie —dijo Jago sin prestar atención a su expresión asustada—. Me han dicho que quizás tengas información para mí, ¿es cierto?
La fulana se volvió sin poder evitar mirar la cara del agente. Hawkwood podía leer las preguntas que se estaba haciendo en sus ojos, en los que también se reflejaba su miedo, y no era poco. Era el miedo del informante al ser descubierto por la persona sobre la que informa. Era inconfundible, y sabía que la nueva cicatriz de su mejilla no ayudaba mucho.
—No pasa nada, Lizzie —la tranquilizó Jago—. No te preocupes por él —Jago echó hacia atrás la silla libre y señaló a Hawkwood con la cabeza—. Aunque tenga pinta de ser capaz de degollar a una monja por dos perras, es inofensivo. Cualquier cosa que me cuentes, se la puedes contar a él y no saldrá de estas cuatro paredes.
La mujer reflexionó unos instantes, dudando de manera ostensible y al mismo tiempo consciente de que era demasiado tarde para desdecirse. Finalmente, tras hacer un segundo reconocimiento por el salón, se sentó haciendo bambolear su pechera. La silla lanzó un fuerte crujido de protesta.
—¿Quieres beber algo, Lizzie? Tienes aspecto de necesitar una copa —Jago le arrimó su propia jarra deslizándola sobre la mesa—. Aquí tienes; y ahora para dentro.
La mujerona contempló la jarra antes de cogerla con mano temblorosa y llevársela a los labios. Le dio un buen trago y, a continuación, ligeramente avergonzada por su comportamiento, dejó la jarra en la mesa.
—¿Y bien? —soltó Jago incitándola a hablar.
Lizzie respiró hondo.
—He oído que estaba buscando a Molly Finn.
—Has oído bien. ¿La conoces? —Lizzie asintió—. ¿Y la has visto hace poco? —Dudó unos instantes y volvió a asentir rápidamente—. ¿Dónde?
—En Covent Garden. Estaba buscando clientes.
—¿Cuándo fue eso?
—Esta mañana, temprano.
Hawkwood estaba perplejo. La red de soplones de Jago era todavía más impresionante de lo que había pensado. La voz circulaba por las calles hacia tan solo unas cuantas horas y ya había recibido información sobre el paradero de la chica. Hubiera deseado que su propio cuadro de informadores fuera igual de diligente a la hora de responder, si bien sospechaba que los métodos de Jago para inducir al personal a interesarse por el llamamiento, seguramente eran más persuasivos que los suyos.
—¿Había alguien con ella? —inquirió Jago.
A una significativa y prolongada pausa le siguió una mirada de reojo en dirección a Hawkwood.
—La arpía de Sal Bridger.
—¿Quién es Sal Bridger?
Hawkwood se irguió en su silla.
—¿Qué? —preguntó Jago percatándose del movimiento—. Espera, no me lo digas… ¿a ella también?
Hawkwood fijó la mirada en Lizzie.
—¿Joven? ¿De cabello oscuro y ojos azules? —Lizzie no abrió la boca; la expresión de su cara regordeta bastaba. Hawkwood asintió—. Nos conocemos.
Jago volvió a dirigirse a Lizzie:
—¿También ella es una chica del oficio?
—Así es.
Jago miró a Hawkwood con recelo.
—Por lo que veo tenemos que hablar seriamente sobre la compañía que frecuentas últimamente.
Lizzie frunció el ceño.
—No tiene nada de malo que una chica intente ganarse la vida.
—Nunca dije que lo tuviera, Lizzie… Y bien, ¿cómo trabaja? ¿Por su cuenta? —Lizzie volvió a asentir—. ¿Y la viste con Molly?
—Sí, bajo el soportal, en un extremo de la plaza. Molly estaba sola y no parecía estar teniendo mucha suerte. Entonces, vi aparecer a Sal, y al poco, a las dos largándose juntas. Y allí iban ellas, cogidas del brazo, parloteando como tortolitos.
—¿Viste adonde iban, o si se encontraron con alguien?
—No.
Jago parecía pensativo.
—Háblame de esa Sal Bridger.
—Es una mala pécora.
—¿Ah, sí?
—Se cree la reina del mundo, sí señor. Siempre tiene que hacer lo que se le antoja —Lizzie señaló a Hawkwood con un gesto de cabeza—. Le había echado el ojo; por eso me tuve que retirar. Ordena y manda, eso hace Sal, sobre todo en el Perro. Irá a echarle el guante a lo que sea si piensa que le interesa a otra. Sin ánimo de ofender —se apresuró a añadir Lizzie.
—Tranquila —respondió Hawkwood.
—No importa si se trata del portero o del chico que vacía los orinales; si tiene polla, irá a por ella. Eso sí, también tiene su ración de peces gordos. Siempre vienen uno o dos buscando un poco de acción. Recuerdo una vez a un abogado, y a un párroco; de Cripplegate Way era el tipo —Lizzie torció el morro—. No, un momento, no era un párroco, se me va el tarro; era un sacristán. Es más, me parece que lo sigue viendo, porque estaba en el Perro la misma noche que usted apareció por allí. Recuerdo que estaba entrando por la puerta junto cuando yo salía. Ni me miró. De todas formas no se habría acordado de mí, aunque lo hayamos hecho unas cuantas veces. Eso sí, por aquel entonces yo no estaba tan metida en carnes como ahora. A él le gustan delgadas. Solíamos echar buenos ratos juntos hará tiempo, hasta que Su Majestad apareció. Aunque Sal es un pimpollo, eso no se puede negar… —Lizzie interrumpió su monólogo al advertir la expresión de Hawkwood—. ¿Qué?
Hawkwood inquirió manteniendo la voz serena:
—Ese sacristán, ¿cómo se llama?
—No tengo ni idea de su apellido. Le gustaba que lo llamara Lucy. En nuestros momentos íntimos, me refiero.
—¿Lucy? —preguntó Jago confuso—. ¿Qué clase de hombre se hace llamar Lucy?
—Es el diminutivo de Lucius —aclaró Hawkwood.
—Vamos a ver, ¿cómo demonios lo sabes?
—Háblanos del Perro —dijo Hawkwood sin prestar atención a la expresión de Jago.
Lizzie empezó a echar pestes con desprecio:
—Es donde Sal se gana principalmente las habichuelas. Como dije, se cree la reina de las malditas fiestas de mayo. Claro que es la chica de Sawney, y eso ayuda. A nadie se le ocurriría llevarle la contraria a Sawney y a su banda.
—¿Sawney? —preguntó Jago.
Hawkwood le lanzó una mirada.
—¿Lo conoces?
—Sólo de oídas. Es un compinche de Hanratty.
Hawkwood intuyó que había más.
—¿Y?
—Me preguntaste si conocía a alguno de esa escoria de resucitadores, ¿no? —Hawkwood no contestó; sabía que Jago se lo iba a contar de todas formas—. Dicen que este Sawney es nuevo en el negocio y que su forma de ganarse la vida no tiene nada de extraordinario, ya sabes a lo que me refiero. Según los rumores, él se encarga de desenterrarlos y Hanratty de almacenarlos antes de proceder a su entrega. Pero son tan sólo rumores… —Jago calló unos instantes—. Hay algo más. Si mal no recuerdo estuvo en el ejército; era carretero en el cuerpo militar que transportaba provisiones y heridos, el Royal Wagon Train. Allá por 1809, ocupaba el puesto de ordenanza.
Hawkwood se reclinó en su asiento. «¡Jesús!», pensó de manera incontrolada sintiendo un escalofrío de excitación por todo su cuerpo. Intentó sonar calmado.
—¿Y qué sabes de su banda?
—Unos caballeros, todos y cada uno de ellos —sonrió Jago forzadamente.
—Los Raggs no son ningunos caballeros —masculló Lizzie entre dientes—. Son unos putos animales, eso es lo que son. Les va lo duro. A algunas de las chicas también, pero a la mayoría no… y suelen ir precisamente por ellas. He visto a algunas después de haber estado con Lemmy y Sammy Ragg y no era un bonito espectáculo. Les gusta hacerlo juntos, por turnos; ya saben a qué me refiero. No sé nada de Maggett, no suele llamar tanto la atención.
—¿Maggett? —soltó Hawkwood lanzando otra mirada interrogante en dirección a Jago, si bien, el ex-sargento parecía encantado de dejar a Lizzie hacer los honores.
Lizzie dibujó una mueca.
—Es la mano derecha de Sawney. Su cerebro no puede ser más reducido, pero el resto de su cuerpo lo compensa. Una vez le vi partirle un brazo a un tipo, sólo porque el pobre diablo le había tirado su bebida. Lo hizo como quien rompe una ramita.
—¿Es grande? —preguntó Hawkwood. Lizzie asintió—. ¿Cómo de grande? —volvió a preguntar Hawkwood.
—Grande —contestó Lizzie con firmeza.
—¿Y qué aspecto tiene ese tal Sawney?
—Es un mierda despreciable que nunca mira a los ojos.
—Estaba pensando más bien en su complexión —replicó Hawkwood—, en el color de su piel, ojos, etc.
Lizzie esbozó una mueca.
—Bueno, no es para nada igual de grande que Maggett. Claro que tampoco hay muchos como él. Es más o menos igual de alto que su hombre, el que me condujo hasta aquí, sólo que un poco más encorvado. Tiene el pelo oscuro, poco espeso por la coronilla, y los dientes estropeados.
—Parece todo un portento de belleza —añadió Jago—. A saber lo que ve en él esa Sal.
—Sobre gustos no hay nada escrito —convino Lizzie—. Aunque he oído que la tiene como un caballo, ya saben a qué me refiero —la mujer calló unos instantes—. Pero eso no quiere decir que no sea un mierda despreciable. También tiene un temperamento de mucho cuidado. Más vale no cruzarse con él.
Hawkwood cerró los ojos. Le vino a la memoria la descripción de los dos hombres a los que habían visto dejando los cuerpos en el Saint Bartholomew. Uno era de mediana estatura; el otro era un hombre corpulento, el cual, según los guardias que los persiguieron, había levantado con facilidad el cadáver que llevaba a cuestas. También recordó los indicios que había encontrado en la escena del asesinato de Doyle. Estos hacían pensar que podrían haber sido cuatro las personas que participaron en el ahorcamiento y en la crucifixión, una de ellas con la fuerza suficiente como para tirar de la soga y alzar el cuerpo.
—La madre que parió a Symes —dijo Hawkwood sacudiendo la cabeza—. Debí haberlo adivinado.
Con todo, sabía que no hubiera podido hacerlo, a no ser que el muy cabrón hubiera llevado un cartel en la frente.
—¿Symes? ¿Quién es ese Symes? —preguntó Jago.
—El sacristán de Lizzie. Y está metido hasta el cuello en el asunto —Hawkwood apretó el puño—. Tenemos que hablar, Nathaniel.
Jago, tras mirar fijamente la expresión de Hawkwood, asintió y se volvió hacia Lizzie.
—Eres una buena chica, Lizzie. Corre y habla con Micah en la salida. Dile de mi parte que se encargue de pagarte lo tuyo. El se encargará de ti.
La gruesa mujerzuela permaneció indecisa unos instantes, hasta que se percató de que la audiencia había concluido. Se levantó, inclinó la cabeza, y dirigiendo a los hombres una vaga sonrisa, se recogió la falda.
Hawkwood se inclinó hacia delante e inquirió:
—¿Conoces a alguien llamado Doyle, Lizzie? ¿Edward Doyle?
En la frente de Lizzie se perfilaron unas arrugas.
—No me dice nada, pero me parece que había un tal Eddie que de vez en cuando hacía alguna entrega para Maggett. Maggett es matarife. Tiene un matadero cerca de Three Fox Court.
Era un nombre bastante corriente, aunque quizás hubiera alguna conexión, pensó Hawkwood. Tal vez Doyle, después de todo, no formaba parte de ninguna banda rival. El asesino bien podía haber sido uno de los secuaces de Sawney y haberse tratado de una discordia entre ladrones.
Habiendo ya soltado la información, Lizzie se encaminó hacia la puerta. Pero entonces se detuvo.
—Nadie se enterará de que todo esto os lo he contado yo, ¿no? Verán, Molly me parece una chica dulce y no quiero ni pensar que le haya ocurrido algo. Siempre tenía tiempo para charlar, no como la otra mala pécora.
Hawkwood imaginó que se refería a Sal.
—Será nuestro secreto —aseguró Jago—. Hasta la próxima, Lizzie, cuídate.
Cuando Lizzie ya no podía oírles, añadió:
—Esto sí ha sido una sorpresa; no esperaba recibir noticias tan pronto.
—Probablemente no las habrías recibido —dijo Hawkwood—, si ella no le tuviera tanta inquina a Sal Bridger.
—No le cae muy bien, ¿eh? —convino Jago.
Al girarse, vio que Hawkwood le estaba mirando con cara de aturdido.
—Mira, no nos andemos con rodeos, ¿vale? Así que dime: ¿qué piensas de todo esto?
—Creo que deberíamos haber mantenido esta conversación mucho antes —Jago hundió los carrillos—. Aunque puede que no nos hubiera servido de nada. Molly Finn no hubiera estado desaparecida entonces, y Lizzie no se habría sentido en la necesidad de cumplir con su deber cívico. Seguramente estaríamos igual de perdidos; aquí sentados con un palmo de narices.
Hawkwood lanzó un suspiro.
—Presumo que esas preguntas que querías hacerme ya están contestadas, ¿no? —concluyó Jago.
—Diría que sí. Al menos la mayoría. Una cosa está clara: todos los caminos llevan al Perro.
—Tanto a ti como a mí —Jago frunció el ceño—. ¿Piensas que es allí donde se oculta ese coronel chiflado tuyo?
—Es posible, aunque no tengo ninguna prueba concluyente de su relación con Sawney. Simplemente es una corazonada.
—Ya te he visto antes tener alguna de tus
famosas
corazonadas, y solías dar en el clavo.
—También me choca que se considere superior a la clientela habitual de Hanratty —Hawkwood frunció los labios—. En cualquier caso, voy a tener que volver allí a averiguarlo.
—Es curioso; yo también estaba pensando hacerles una visita.
—¿Crees que es allí donde Sal Bridger puede haber llevado a Molly Finn?
«¿Molly Finn y Hyde?» Al mismo tiempo que Hawkwood formulaba la pregunta, le iba pareciendo menos probable que ambos estuvieran bajo el mismo techo.
—Hasta el momento, es la única pista que tengo. Diría que ninguno de los dos tiene muchas opciones.
—Me pregunto qué querría Sal Bridger de Molly Finn. En el Perro no escasean precisamente las fulanas —señaló Hawkwood—. Y la última vez que vi a Sal, estaba muy afanada deshaciéndose de la competencia.
—Ya sabes lo que dicen —replicó Jago—: hay perros que cagan frente a su propia caseta. Quizás hayan tramado algo especial que no pueden hacer con alguna de las asiduas de la casa.
—No me gusta cómo suena eso.
—A mí tampoco.
—Seríamos dos contra siete, lo sabes, ¿no? Hanratty y sus chicos se pondrían de parte de Sawney; eso seguro.