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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (47 page)

BOOK: El Resucitador
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Se le ocurrió, a la luz de la información de la que ahora disponía, que posiblemente no habían sido ni Swaney ni el patrón del Perro, Hanratty, los que habían mandado a la pareja para atacarle. Quizás Lucius Symes lo había visto y les había dado la orden. Cuando le echara el guante, el sacristán y él iban a tener una pequeña charla.

Siguieron avanzando en silencio, con el único sonido del chapoteo de sus botas a medida que se abrían paso a lo largo del túnel. Unos metros más adelante, la linterna de Billy les adentró aún más en la alcantarilla.

Billy Haig parecía rondar los diecisiete años, pero Hawkwood sospechaba que tendría más o menos la misma edad que Hopkins. Su pelo rubio y sus ojos azules de seguro le eran muy útiles con las chicas, aunque su picara sonrisa también le sería de ayuda. Sin embargo, la perspicaz mirada que exhibió cuando se dieron las órdenes dejaba adivinar una madurez oculta bajo su aspecto juvenil. Hawkwood se había preguntado el por qué de su inclusión en el grupo —la estoica presencia de Micah no fue cuestionada—, pero cuando Jago hizo saber que Billy en un tiempo había sido mensajero de Hanratty y conocía la distribución del Perro, los motivos de su elección cayeron por su propio peso. Aunque ésa no había sido la única razón por la que Jago le había reclutado. Resultaba que el chico había gozado de los favores de Molly Finn y podría, pues, identificarla.

Súbitamente, la linterna se detuvo. Conscientes del suelo resbaladizo, los tres hombres se acercaron con prudencia.

Billy señalaba a uno de los flancos. En el muro del túnel se abría un lóbrego recoveco rectangular. Hawkwood podía ver unos peldaños de piedra que ascendían perdiéndose en la oscuridad.

—Aquí está —murmuró Billy.

Sosteniendo en alto la linterna, inclinó la cabeza hacia una marca apenas visible rayada en el ladrillo junto a la abertura. Tenía la forma de una cruz diagonal que parecía haber sido hecha hacía tiempo. A buen seguro no hubieran dado con ella sin la ayuda de la linterna, pero Billy sabía lo que buscaba. Bajo los dos trazos inferiores de la cruz había talladas, igual de groseramente, dos letras: PN.

Casi todos los puntos de acceso tenían señales, les explicó Billy. Era uno de los escasos recursos de los que la gente disponía para orientarse por los pasadizos subterráneos.

—¿Qué hay ahí arriba? —preguntó Jago señalando los peldaños con la cabeza.

Billy se bajó el pañuelo colocado sobre la cara haciendo una mueca de repugnancia por el hedor.

—Una trampilla.

—¿Y cómo demonios la atravesaremos? —inquirió Lomax—. La maldita portezuela estará cerrada con llave.

Billy negó con la cabeza.

—Hay palancas a ambos lados. Pero hay que saber dónde buscar —aclaró sonriendo y dándose un golpecito en la nariz con el dedo índice.

—¿Veis? —dijo Jago, dándole a Billy una palmadita en el hombro—. Ya os dije que no era sólo un guaperas.

—Y no es la única trampilla —añadió Billy señalando con su pulgar el lodo negro como el alquitrán—. Hay otra más adelante que va a parar justo encima del agua. Hanratty la usa para deshacerse de mercancía indeseada —Billy levantó la comisura de los labios—. Ya saben a qué me refiero. Una vez le vi soltar por ahí a un tipo llamado Danny McGrew. No recuerdo qué había hecho el pobre diablo para merecer ese final, pero lo último que se vio de él fue su culo cuando iba de cabeza a reunirse con el Creador —Billy se quedó pensativo de repente—. Todo un viajecito, ahora que lo pienso.

Mientras Billy cavilaba sobre las circunstancias que envolvieron la deshonrosa despedida de McGrew, Hawkwood se bajó la máscara y miró a su alrededor. No esperaba que hubiese testigos, pero merecía la pena asegurarse.

—Revisad vuestras armas.

Posando la linterna en el suelo, Hawkwood sacó su pistola de la funda de su cinturón y bajo la luz titilante examinó el pedernal, el rastrillo y la pólvora. A continuación, tiró del martillo hacia atrás hasta colocarlo en posición intermedia para luego devolverlo con suavidad a la de descanso. Enfundó de nuevo el arma y repitió la operación con su segunda pistola. Además de las armas de fuego, también contaba con el cuchillo de su bota y la cachiporra.

Los demás procedieron de igual modo. Jago, quien había procurado las pistolas, iba armado de la misma forma, a excepción de un endrino y contundente garrote. El armado y desarme de los martillos inundaba la oscuridad del confinado espacio con sonidos secos y precisos.

Lomax llevaba una sola pistola más a mano, metida en una funda a la altura del pecho. Su otra arma consistía en una espada de hoja corta que guardaba en una vaina ajustada a su cadera derecha. Hawkwood tenía curiosidad por ver cómo Lomax se las apañaba para revisar la pistola con una sola mano, pero por la forma en que éste aprisionaba el cañón con su axila derecha mientras con su mano buena retiraba la funda engrasada de alrededor de la llave, era evidente que el otrora oficial de caballería no necesitaba ayuda alguna. Lomax, sintiéndose observado, alzó la vista y rió entre dientes.

—¿Qué? ¿Temes que deje caer la maldita arma?

—No te hubiera pedido que nos acompañaras si lo pensara —contestó Hawkwood, quien echó un vistazo a la funda cuando Lomax se la introdujo en el bolsillo.

Lomax parecía avergonzado, al menos todo lo avergonzado que un hombre tuerto pudiera parecer.

—Pensé que podría llover.

Hawkwood le sonrió y Lomax le devolvió el gesto, contorsionándosele el rostro; luego, su ojo bueno avizoró a derecha e izquierda y exclamó:

—¡Por todos los santos, chico! ¿A qué piensas dispararle? ¿A elefantes?

Contemplaba el arma que Billy sostenía en sus manos y que hasta entonces había llevado oculta bajo el abrigo, sujeta a una correa colgada al hombro. Era una pieza de cuidado: compacta, no más de cincuenta centímetros de larga, con culata de nogal y cañón de latón ligeramente ensanchado en la boca.

—¿Te la cambio? —le preguntó Billy.

Lomax estudiaba el arma —sin duda considerando seriamente la oferta—, pero luego sacudió la cabeza.

—Probablemente se necesiten dos buenas manos para manejarla. ¿Tengo razón?

Billy asintió con la cabeza.

—Tiene la coz de una maldita mula, sí señor, pero a todo lo que le das, lo tumba.

—Te creo —dijo Lomax casi nostálgico.

Aparte del trabuco, Hawkwood advirtió que Billy tenía además una pistola encajada en su cinturón.

Estaban todos armados hasta los dientes, pensó Hawkwood, pero ¿sería suficiente? Tendría que serlo, concluyó. Recobró su linterna e hizo un gesto con la cabeza hacia las escaleras.

—Muy bien, Billy. Llévanos arriba.

Jago asió su endrino garrote, cruzo su mirada con la de Hawkwood y sonrió de oreja a oreja susurrando:

—Como en los viejos tiempos.

—Siempre y cuando no se vaya todo a la mierda —le respondió Hawkwood limpiándose la suela de la bota contra el borde del primer peldaño.

Ascendieron en silencio y no habían subido más de doce escalones cuando las linternas captaron el contorno de la trampilla sobre sus cabezas. Las bisagras, por lo que Hawkwood distinguía, aparentaban estar en buen estado y bien engrasadas.

Billy se detuvo y se llevó un dedo a los labios en señal de silencio. Entonces extendió su mano a un lado. Parecía estar acariciando el muro, hasta que Hawkwood se percató de que estaba contando una fila de ladrillos. De pronto, su mano dejó de moverse y el chico se volvió y asintió con la cabeza.

Hawkwood y Lomax desenfundaron sus pistolas, tiraron lentamente de los martillos hacia atrás y aguzaron el oído.

Sentían pasar los segundos. Hawkwood se preguntaba si el frío de las escaleras era real o si la anticipación de lo que les esperaba estaba dando alas a su imaginación.

Entonces Jago le tocó ligeramente el brazo a Billy, quien acto seguido presionó la esquina de uno de los ladrillos con sus dedos. El ladrillo se corrió, permitiendo a Billy sacarlo. Tras depositar el ladrillo a su vera sobre el peldaño, el muchacho insertó la mano en la cavidad expuesta. Esperó y vio a Jago erguirse, tomar apoyo y poner la palma de la mano contra la trampilla. Volvieron a aguzar el oído.

—Adelante —ordenó Jago.

Oyeron sobre sus cabezas el sonido de un engranaje recolocándose. Hawkwood se puso tenso. Aquello hacía un ruido espantoso dentro del reducido espacio. Billy sacó la mano de la pared y Jago empujó con fuerza la trampilla. Al abrirse, Hawkwood levantó la luz y él y Lomax emergieron como una exhalación, empuñando las pistolas y peinando la bodega. Jago y Billy les seguían a menos de un paso. Con las sombras replegándose ante el avance de las linternas, lo primero que atisbaron fue un rostro demacrado observándoles desde la oscuridad.

En el callejón fuera del Perro Negro, el guarda George Hopkins introdujo su reloj en el bolsillo de su abrigo y se volvió hacia el hombre que estaba de pie a su lado. Intentó hacer caso omiso de la sequedad que se le había instalado en el fondo de la garganta.

—Es la hora —susurró.

Micah asintió, se abotonó la chaqueta para ocultar las pistolas que llevaba en su cinturón y empujó la puerta hasta abrirla.

—No te alejes de mí —le ordenó.

Hopkins se abrochó el abrigo, se subió el cuello, tragó con nerviosismo y, gorro en mano, siguió a Micah adentro del pub.

Su entrada al lúgubre interior repleto de humo despertó poca atención. Se giraron unas pocas cabezas; la mayoría de clientes sentados cerca de la puerta, cuyas muestras de interés desvelaban más irritación por la repentina bocanada de aire frío que sospecha ante la presencia de un extraño.

Como en anteriores ocasiones, a Hopkins le sorprendió el temple de su compañero. En el poco tiempo que se conocían, había aprendido que Micah era un hombre parco en palabras. No es que el lugarteniente de Jago fuera huraño, sino más bien que no veía utilidad alguna en hablar por hablar. Que así sea, pensó Hopkins. Lo importante era que Jago confiaba en él y que el capitán Hawkwood confiaba en Jago. Eso era suficiente para él; más que suficiente. Lo que no implicaba que no se hubiera hecho preguntas sobre la relación del capitán y Nathaniel Jago. La memoria de Hopkins se remontaba a las historias que había oído acerca del
runner
y su red de informantes. Por lo que había visto, era evidente que la amistad entre Hawkwood y Jago era muy sólida, y que Jago era algo más que un chivato del montón cuya lealtad dependía de una remuneración pecuniaria. En lo relativo a los orígenes de la relación, sin embargo, Hopkins únicamente podía hacer conjeturas. Daba por sentado que los dos hombres habían sido compañeros de armas durante la guerra —el suyo parecía ser un vínculo forjado por la adversidad compartida— pero ignoraba los detalles del asunto. Se preguntaba si llegaría el día en que podría trabajar codo con codo con alguien, plenamente confiado al saberse con las espaldas cubiertas.

Siguió a Micah, quien se dirigió a una mesa en la esquina del bar, no lejos de la puerta, donde ambos tomaron asiento. Hopkins depositó su sombrero en su regazo. Se percató de cómo Micah disponía su silla para sentarse de espaldas a la pared, disfrutando así de una vista íntegra del resto de la sala.

—¿Y ahora qué? —preguntó el guardia.

Micah oteó a su alrededor, captó la mirada de una de las camareras y le hizo señas.

—A esperar —contestó.

* * *

—Puedes bajar tu pistola, comandante —indicó Hawkwood.

A juzgar por la expresión en el rostro de Lucius Symes, la muerte le sobrevino como una macabra sorpresa. El cuerpo del sacristán estaba apoyado contra la base de la pared y su ladeada cabeza formaba un ángulo imposible. La mandíbula inferior le colgaba de tal manera que parecía estar babeando, mientras que sus ojos cristalinos estaban clavados en algún punto indefinido del rincón opuesto de la bodega. Una bisunta sábana le cubría el cuerpo de cintura para abajo.

Hawkwood se puso en cuclillas, parapetándose contra la fetidez que emanaba del cadáver, y examinó el verdugón que rodeaba el cimbreado cuello del sacristán.

—¿Sabes quién es? —preguntó Jago resguardando el cuerpo.

Hawkwood comprendió que la expresión de su rostro debía haber delatado que le conocía.

—Es el sacristán de Lizzie Tyler —dijo poniéndose de pie.

—Pues vaya mierda de sitio ha elegido para acabar sus días —comentó Jago.

Todos miraron en derredor. La cámara guardaba más parecido con una mazmorra que con el almacén de un bar. Había mesas de trabajo pegadas a dos de las paredes, mientras que delante de otra se erigía un par de abultadas cubas de metal que no estaban en contacto directo con el suelo, sino que descansaban sobre sus respectivos braseros metálicos. A Hawkwood le evocaron los enormes pucheros utilizados en las cocinas de la milicia. Fijado al techo sobre cada una de las cubas, había un madero y una polea de la que colgaban una cadena y un garfio.

Hawkwood se aproximó a la mesa más cercana, sobre la cual había todo un lote de utensilios cortantes desperdigados: cuchillos de diverso tamaño, sierras y machetas. Y de los ganchos de la pared colgaban muchos más. Hawkwood sabía que no se trataba de los avíos propios de un carpintero. Estaba contemplando los aparejos de un carnicero.

Parecía que le habían dado bastante uso a las herramientas: las hojas de les cuchillos estaban cubiertas de manchas y los espacios entre los dientes de las sierras engastados con alguna clase de materia. Algunas de las hojas mostraban pintas de herrumbre.

Jago blasfemó. Había dejado su linterna en el suelo y apoyado la mano encima de la mesa sin prestar atención. La retiró entre nuevas exclamaciones de repugnancia limpiándosela en el calzón. Tras lo cual, frunciendo el ceño, frotó el pulgar contra los demás dedos de la mano y se los llevó a la nariz.

—Parece sebo, pero huele que apesta, joder.

Fuera lo que fuese, toda la superficie de la mesa estaba embadurnada de aquella sustancia brillante como el barniz a la luz de la linterna.

Hawkwood agachó la mirada. Bajo la mesa, corría un canal de desagüe superficial tallado en las losas de piedra. Siguió su recorrido hasta el punto en el que desaparecía, un recoveco de la esquina de la bodega. Las losas que flanqueaban los bordes del canal estaban negras de detritus. Un escalofrío empezó a recorrerle los huesos.

—¡Por Dios bendito! —exclamó Lomax con la voz quebrada.

Hawkwood dio media vuelta. Lomax había recogido la luz de Jago y estaba escrutando el interior de una de las cubas. Repentinamente, se irguió, se volvió rápidamente y, sin previo aviso, vomitó contra la pared de la bodega.

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