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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (50 page)

BOOK: El Resucitador
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La cara de Maggett se desintegró al tiempo que su cuerpo salió despedido a causa de la explosión. La cuchilla cayó al suelo haciendo un ruido sordo mientras el estallido retumbaba por todo el descansillo, como si de la voz de Dios se tratase.

Jago bajó la vista hacia el arma, impresionado.

—Hice bien en volver a buscarla. ¡Santo cielo!
Ciertamente
cocea como una mula —Jago asintió mirando el cadáver de Maggett—. Lizzie no se equivocaba: el cabrón
era
grande.

Sawney gimió.

Hawkwood, empinando las orejas, miró hacia abajo. Sawney se apretaba el pecho con las manos. La bala le había impactado un palmo por debajo del tórax. La sangre que manaba sobre la camisa y el chaleco parecía negra a la luz de la luna.

Miró fijamente a Hawkwood.

—Cabrón —susurró con voz ronca—. Sabía que teníamos que haberte matado.

Hawkwood se sentó en cuclillas.

—¿Dónde está Hyde?

—Y Molly Finn —agregó Jago.

—¿Sal?

Sawney intentó mover la cabeza para verla.

—Está muerta —dijo Hawkwood—. Como tú. Has recibido un tiro, Sawney. Ni todos los cirujanos del mundo podrían salvarte de la muerte; ni siquiera el coronel Hyde. ¿Dónde está? ¿Y dónde está Molly Finn?

El pecho de Sawney subía y bajaba. Su frente se arrugó.

—¿Molly Finn? ¿Esa estúpida que Sal encontró? ¿Han venido a buscarla?

Sawney intentó reír pero se puso a toser de repente. La sangre borbotaba de entre sus dientes apretados.

—¿Dónde está? —dijo Jago crispado.

—Eso ha sido gracioso. Nunca estuvo aquí, estúpidos desgraciados. Se la llevamos a él.

—¿A quién?

—Al maldito coronel Hyde. ¿A quién sino?

—¿Qué? —preguntó Hawkwood sin comprender.

—¿Estás sordo? Quería a una viva, así que se la dimos a él.

Sawney volvió a toser. Su boca escupía sangre. Las manos empezaron a agitarse sobre el pecho y los dedos golpeaban débilmente el chaleco. Sus ojos se quedaron en blanco.

—¡Por todos los santos! —soltó Jago agachándose y agarrando a Sawney por el cuello de la camisa—. ¿Dónde están, maldito hijo de puta?

Por un instante, Sawney pareció recuperarse de las convulsiones. Sus ojos volvieron a enfocar y frunció el ceño.

—¿Tú eres Jago? Hanratty me habló de ti. Dijo que eras el amo y señor del castillo, ¿no es cierto? Esto sí que es gracioso, es la monda.

Sufrió otro espasmo y tosió de nuevo.

—Por lo que más quieras —dijo Jago—, por una vez en tu miserable vida, haz algo bien, pedazo de cabrón.

Los ojos Sawney se abrieron de par en par. Miró a Jago y luego a Hawkwood. Deslizó la mano sobre el vientre y sus dedos empezaron buscar el bolsillo del chaleco. Entonces, se quedaron inmóviles y los labios se entreabrieron.

—¿Por qué demonios debería hacerlo? —bisbiseó.

Acto seguido murió.

—¡Dios! —exclamó Jago soltándolo y contemplando incrédulo el cadáver—. ¡Me cago en Dios!

Una sombra ocultó la luz de luna que penetraba por la claraboya sobre de sus cabezas. Lomax estaba de pie con su pañuelo del cuello, teñido de sangre, presionado contra su hombro derecho.

—¿Ya ha acabado todo?

—Para este hijo de perra sí —afirmó Jago—. ¡Ojalá se pudra en el infierno!

Lomax bajó la vista hacia el cadáver de Sal Bridger. Tenía un tiro en la frente y sangre en las enaguas.

—Debía de ser una auténtica preciosidad —murmuró sin dirigirse a nadie en particular.

Hawkwood no lo escuchaba. Seguía de cuclillas junto a Sawney, preguntándose adonde irían ahora. No estaban más cerca de encontrar a Hyde o a Molly Finn. La empresa nocturna se había convertido en un baño de sangre. Literalmente hablando.

Su mirada se desplazó desde los ojos sin vida de Sawney hasta la ropa ensangrentada. Se percató de que su mano izquierda seguía tapando la herida, mientras que la derecha parecía estar todavía intentando alcanzar el bolsillo del chaleco. De hecho,
había
un pequeño bulto, por lo que podía ver. En parte intrigado, aunque sin saber muy bien por qué, retiró la mano de Sawney y rebuscó dentro.

Hawkwood cogió el objeto. Era una cruz de plata. Algo raro para un tipo como Sawney, pensó Hawkwood. Al sacarla, asomó igualmente un trozo de papel; una página de cuaderno doblada. Hawkwood la abrió. Vio que había algo escrito, con letra pequeña pero nítida. Estaba demasiado oscuro para poder leer con claridad; no obstante, una palabra captó su atención. Hawkwood puso la hoja al trasluz de la luna.

—Santo cielo…

En el pub, las mujeres permanecían apiñadas, mientras que Micah y Hopkins seguían vigilando a unos furiosos Hanratty e hijo, los cuales estaban sentados en el suelo frente a la chimenea, espalda contra espalda, con las manos a la cabeza y las piernas cruzadas.

—¡Tú! —exclamó Hanratty viendo llegar a Hawkwood. Sus ojos se abrieron aún más al advertir a Jago y Lomax tras él. Su atención se detuvo en Jago—. A ti también te conozco, amigo.

Jago lo ignoró.

—¿Micah?

—Estamos bien —contestó.

—Hay una chica arriba. Los Ragg estaban abusando de ella —Jago se volvió hacia las mujeres—. No sé su nombre.

—Callie —respondió una de ellas.

Jago señaló a Hopkins con un gesto de cabeza.

—Vete con el guardia arriba y traedla aquí. Ahora.

Hopkins miró a Hawkwood buscando su consentimiento. Este asintió.

—Coja mis pistolas y déme la suya.

El guardia frunció el ceño.

—La suya está todavía cargada —explicó Hawkwood.

Se intercambiaron las armas, y Hopkins y la fulana que había hablado dejaron la habitación.

—Una cosa, comandante —Lomax se aproximó. Hawkwood se enfundó la pistola en el cinturón—. Nathaniel y yo nos marchamos. Te quedas al cargo. ¿Cómo está el hombro?

—Sobreviviré.

—Cuando bajen a la chica, asegúrate de que la lleven a un médico. Nathaniel me ha dicho que la han maltratado a conciencia. Hay otra escondida en la despensa llamada Sadie. Cerciórate también de que la saquen. Llevaros de aquí a todas las chicas. Hopkins puede encargarse de ello.

Lomax percibió la mirada sombría de Hawkwood.

—¿Y qué pasa con ellos? —preguntó señalando a los Hanratty.

—Micah se ocupará de ellos —Hawkwood se volvió hacia Jago, quien se encontraba junto a su lugarteniente. Jago le respondió con una leve y discreta inclinación de cabeza—. ¿Tienes algo en contra, comandante? —inquirió Hawkwood.

Lomax sostuvo la mirada de Hawkwood durante quizás dos o tres segundos.

—No —contestó—. ¿Y que hay del local?

—Por mí como si lo quemas.

Se hizo un silencio.

—Eso puede ser divertido —dijo Lomax.

Hawkwood asintió y se dirigió a Jago.

—¿Listo?

—Te estoy esperando, capitán.

—Coge una linterna —dijo Hawkwood.

Capítulo 20

Jago alzó la vista para contemplar la fachada del Número 13 de Castle Street.

—¿Por qué aquí?

—Es la dirección escrita en el trozo de papel que encontré en el chaleco de Sawney. Creo que se trata de la casa del antiguo mentor y héroe de Hyde: John Hunter. El boticario Locke me contó que Hyde había vivido aquí en su época de estudiante. Hunter solía impartir clases de anatomía en su residencia, por tanto, Hyde habría dispuesto de todo lo necesario para su carnicería. Sawney debía de haber traído a Molly Finn aquí; es por eso por lo que se rió al llamarte amo y señor del castillo.
[6]

—No hay luces encendidas —apuntó Jago. Sus ojos se fijaron en las contraventanas cerradas y en el puente levantado—. ¿Qué querría de Molly Finn?

—No lo sé —contestó Hawkwood—. Eso es lo que me preocupa.

Jago sacó la ganzúa del bolsillo y lanzó a Hawkwood una mirada irónica.

—Asesinato, incendio premeditado y allanamiento de morada. ¿Nadie te ha dicho nunca que tienes una forma un tanto extraña de hacer cumplir la ley? Toma, sostén esto.

—Limítate a abrir la maldita puerta —replicó Hawkwood cogiendo la linterna que le pasaba Jago y desenfundado la pistola de Hopkins que llevaba en el cinturón.

Molly Finn fue despertándose lentamente. Sus párpados caían pesados e insensibles. Intentó levantar la cabeza, lo cual le resultó prácticamente igual de difícil; y cuando trató de mover los brazos y las piernas, era como si un enorme peso los estuviese presionando. Cada gesto le suponía un esfuerzo colosal. Quiso abrir la boca para hablar, pero lo único que consiguió fue tragar a duras penas notando un extraño sabor en el fondo de la garganta que no podía identificar.

Vio que la habitación estaba iluminada por velas; sin embargo, todo era borroso. Era como mirar a las estrellas a través de unos visillos negros. Tenía la sensación de que era una habitación amplia y su primer pensamiento fue que debía de estar en una iglesia o una capilla. Intentó recordar cómo había llegado hasta allí, empero, su mente se convirtió en un revoltijo de pensamientos vagos y confusos. Trató de concentrarse; sin embargo, sólo conseguía empeorarlo. Las llamas de las velas comenzaron a danzar y brillar a su alrededor. De repente, empezó a girar toda la habitación. Decidió que era mucho mejor permanecer con los ojos cerrados; en cambio, al hacerlo, tenía la sensación de estar deslizándose. Cuanto más luchaba contra ello, más cansada se sentía. Después de todo, lo más fácil era sucumbir. A decir verdad, cuando finalmente llegó el sueño experimentó un sentimiento de alivio.

—Parece que nos hemos equivocado —sentenció Jago con la voz llena de rabia mientras miraba a su alrededor.

La pistola de Samuel Ragg bailaba floja entre sus dedos.

Habían inspeccionado las dos habitaciones que comunicaban con el vestíbulo: eran oscuras, frías y sin nada en su interior. Las diminutas flechas de difusa luz de luna que se filtraban oblicuas a través de las pequeñas aberturas y agujeros de las contraventanas, no revelaban ninguna señal de que hubiera sido habitado hacía poco. El aire olía a polvo y abandono.

Hawkwood permaneció callado. Estaba tan seguro de que la respuesta la encontraría allí… Y en cambio, nada hacía pensar que hubiera alguien en la casa, excepto ellos dos. Se paró a los pies de la escalera y miró hacia el descansillo de la primera planta. Lo único que podía ver era un oscuro hueco. Extendió la mano y dijo:

—Pásame la linterna.

Habían recorrido la mitad de los escalones cuando Jago se detuvo.

—¿Hueles eso?

Hawkwood ya lo había notado. Era el mismo olor que emanaba de las cubas y de las mesas de trabajo en la bodega del Perro Negro. De golpe, sintió un terror incontrolable. Era como si la casa hubiera empezado a acorralarles.

La primera planta también estaba deshabitada. La mayor parte la ocupaba una amplia habitación con filas de estanterías vacías. Junto a una de las paredes descansaba un antiguo baúl de madera en cuyo interior había algunas cajas de cartón y una colección de tarros de vidrio sin contenido alguno.

El olor iba haciéndose cada vez más intenso a medida que subían. Jago fue el primero en utilizar el pañuelo que llevaba al cuello para taparse la nariz. Cuando llegaron al segundo piso, el hedor ya se les había instalado en el fondo de la garganta. Se detuvieron frente a una puerta cerrada. Del interior les llegaba una penetrante fetidez.

Hawkwood giró el picaporte y empujó.

—¡Cielos Santo! —exclamó Jago.

Cuando Molly abrió los ojos por segunda vez, parecía haber cambiado poca cosa. Todavía se sentía capaz de dormir durante cien años y el extraño sabor en la parte posterior de la garganta rehusaba marcharse.

El colchón estaba duro como una tabla. También tenía frío. Aún podía distinguir el resplandor de las velas, centenares de ellas, dispuestas a lo largo de la habitación. Sus ojos trataron de penetrar en la oscuridad circundante. Se percató de que las paredes tenían una curiosa forma curvada; hasta el punto de que parecían subir en espiral en dirección al techo. Era una sensación de lo más rara.

Se disponía a retirar la sábana, cuando se dio cuenta de que seguía sin poder mover los brazos y las piernas. Su primera reacción fue gritar, en cambio, sólo consiguió emitir un seco carraspeo. Hizo un esfuerzo por incorporarse; sin embargo, mientras más lo intentaba, más difícil resultaba. Sus fuerzas fueron mermándose progresivamente hasta que al final, exhausta, sintiéndose tan indefensa como un gatito, Molly se dejó caer y cerró los ojos.

Se sobresaltó al oír un ruido. Las velas todavía seguían encendidas; podía verlas parpadeando tenuemente y oler el sebo, habría vuelto a adormecerse, imaginó, o quizás se había desmayado. De ser así, ¿durante cuánto tiempo? Hacía mucho frío, y el ambiente se iba haciendo más gélido por minutos. Estaba temblando, con lo que alzó las manos a fin de subirse la sábana un poco más; no obstante, fue incapaz de realizar esa simple maniobra. Las paredes describían también un extraño movimiento; giraban a su alrededor como la peonza de un niño.

Volvió a oír el ruido que no tardó en reconocer pese a su estado de confusión: pasos sobre un suelo de madera. Mientras trataba de localizar la proveniencia del sonido, una oscura silueta emergió de las sombras más allá de la claridad de las velas y avanzó lentamente hacia ella.

Hawkwood examinó la cabeza; parecía ser de algún tipo de mono. Estaba metida en un bote, sobre una estantería. Daba la impresión de que los ojos del simio estaban a punto de abrirse, lo que hacía pensar que el animal dormía cuando le cortaron la cabeza. Aún estando llena de arrugas, la cara parecía extrañamente joven. Estaba coronada de un extravagante casquete de fino pelo rojizo.

El tarro era uno de los muchos tantos que poblaban las estanterías a lo largo de toda la pared a mano derecha. Había todo tipo de formas y tamaños, cada uno con su etiqueta. Todos y cada uno de ellos —observó Hawkwood— contenía un líquido turbio donde flotaba suspendido, cual insecto atrapado en ámbar, un desconcertante muestrario de objetos. Había lagartijas con dos colas o crías de cocodrilos saliendo del huevo. Según las etiquetas, otros contenían cerebros de ciervos, cabras, perros; ojos de leopardo; testículos de carnero; fetos de cerdos, gatos, ratones, serpientes; crías de tiburón y pollos de dos cabezas… Allí había toda clase de rarezas y anormalidades.

En cambio, no fueron las aberrantes partes de animales las que atrajeron la atención de Hawkwood. No era cirujano, aunque siendo soldado había visto a muchos trabajar y había padecido y disfrutado de sus cuidados. De igual manera, como
runner
se había codeado con los cirujanos al servicio del juez de instrucción, como McGregor o Quill; por tanto, estaba familiarizado con algunos de los aspectos más espantosos de su trabajo. Así pues, sabía qué era lo que tenía ante sus ojos: partes de seres humanos.

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