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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

El Resucitador (45 page)

BOOK: El Resucitador
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—Pues bien, nos agenciaremos algo de ayuda. Incluso algo de ventaja —dijo Jago esbozando una sonrisa lobuna.

—Eres consciente de que soy agente del orden. Es mi deber actuar dentro de los límites de la ley.

—Por supuesto —contestó Jago en tono serio—. Bueno, entonces ¿cuántos crees que necesitaremos?

—Dos más como mínimo, tal vez tres —dijo Hawkwood, el cual advirtiendo cierta inquietud en Jago preguntó—: ¿Qué?

—Tendrán que ser condenadamente buenos. Los chicos de Hanratty son unos cabrones de mucho cuidado y la banda de Sawney tiene pinta de saber defenderse.

Hawkwood sabía qué insinuaba Jago. No era un trabajo para un guardia cualquiera, y la participación de otros
runners
implicaba burocracia, además de tiempo; y ambos sabían que no disponían de mucho.

—¿Conoces a alguien a quien recurrir? —preguntó Jago.

—¿Aparte de ti, te refieres?

—Joder, conmigo siempre has podido contar —dijo Jago—. Son cosas de la vida. Igual que yo siempre he podido contar contigo.

Hawkwood se permitió esbozar una sonrisa. No obstante, la pregunta le hizo reflexionar. Exceptuando a Jago, la lista de posibles candidatos con la pericia necesaria era tan reducida que resultaba deprimente.

—Tengo a uno —dijo Hawkwood—. Bueno, quizás.

No era seguro que la persona que tenía en mente quisiera verse mezclada en el asunto.

—Así pues, la pelota está en mi tejado —afirmó Jago—. ¿Tienes algo en contra de utilizar a algunos de mis chicos?

—No si son buenos.

—Son muy buenos —aseveró Jago—. Si no, no trabajarían conmigo.

—Está bien —dijo Hawkwood—. Pongámonos manos a la obra.

—Entonces, será mejor que nos vayamos yendo.

Jago se levantó de la mesa y recorrió el salón con la mirada. Sus ojos se posaron sobre la mesa junto a la puerta, donde Micah esperaba paciente, jarra en mano. Jago, sin decir palabra, hizo una seña para indicarle que él y Hawkwood se disponían a marcharse. Percatándose del gesto, Micah apuró su jarra, se puso en pie y aguardó hasta que los dos hombres se le unieron.

Al abrir la puerta, los tres se encontraron con que ya había anochecido. La bajada de temperatura a medida que dejaban atrás el calor del Newton, bastó para hacerles estremecer. Jago contempló el cielo nocturno.

—Es probable que nieve esta noche.

Micah no contestó y Hawkwood no tenía razones para contradecirle. Se subió el cuello del abrigo.

—¿Capitán?

Hawkwood sintió a Jago ponerse tenso. Micah se arrimó a Jago, Hawkwood volvió la espalda y miró fijamente al impaciente guardia.

—Le creía escoltando el cadáver al sótano del cirujano. ¿Qué está haciendo todavía aquí?

Hopkins vaciló, sintiéndose inseguro por el tono de Hawkwood.

—Esperar órdenes, capitán. No estaba seguro de si me necesitaría de nuevo. Dejé el cuerpo a cargo del agente Tredworth. Pensé que sería conveniente esperarle.

Los ojos del guardia saltaban rápidamente de Jago a su lugarteniente.

Jago le devolvió la mirada a Hopkins con expresión divertida. Micah se mantuvo impasible en silencio. A lo más, parecía vagamente aburrido.

—¿Ah, sí?

Hawkwood miró al guardia de hito a hito, percatándose de su delgada complexión; del todo menos favorecedor uniforme, y de las orejas y la pelambrera que asomaban por debajo de su ridícula gorra. Durante los pocos días que había trabajado con Hopkins, Hawkwood se había sentido notablemente impresionado por la actitud del joven agente. Puede que George Hopkins no hubiera tenido la posibilidad de rellenar su uniforme, sin embargo, Hawkwood podía percibir cómo había madurado en otros sentidos. La expresión de su rostro reflejaba, sin lugar a dudas, una nueva consciencia que antes no había. Quizás los acontecimientos presenciados habían conferido al guardia una inesperada comprensión de su propia mortalidad.

Hawkwood se dio cuenta de que Jago lo estaba mirando interrogante. Conocía lo suficientemente bien a Jago como para saber con exactitud qué pasaba por la mente de su exsargento. Se preguntó si llegaría a arrepentirse de su inminente decisión.

—¿Nos encontramos luego aquí? —inquirió Jago como si conociera la respuesta de antemano.

Hawkwood reflexionó unos instantes más y finalmente, asintió. Volvió la mirada hacia Hopkins.

—Consiga un arma y no se lo diga a nadie. ¿Entendido?

—Sí, s… capitán.

—Será mejor utilizar la puerta de atrás —dijo Jago—; así no alarmaremos a los clientes. ¿A qué hora quedamos?

Hawkwood hizo sus cálculos.

—No lleguéis tarde —les dijo Jago a ambos haciendo un guiño.

Hawkwood entró en el pub de Los Cuatro Cisnes, en Bishopsgate, y se detuvo para acostumbrar sus ojos tanto a la penumbra como a la nube de humo de tabaco que flotaba sobre las mesas cual densa bruma. Como de costumbre, el lugar estaba abarrotado. La clientela era una mezcla de bebedores asiduos que se sentían en la taberna como en casa, y de otros que estaban de paso. Estos últimos eran mayormente viajeros que, bien acababan de llegar en la primera diligencia de la tarde, bien estaban esperando la salida de ésta para proseguir su camino. En la taberna servían una cena excelente, por lo que normalmente era difícil encontrar asientos vacíos. Desde el umbral, Hawkwood atisbo una mesa con bancos, en el oscuro rincón del fondo, donde casi con toda certeza habría un asiento libre.

La vela de la mesa se había consumido hasta quedar prácticamente el cabo. El hombre sentado en la esquina, con el lateral derecho pegado a la pared, quedaba sumido en la sombra. Estaba devorando un consistente plato de estofado. Junto a su codo había un pichel de metal medio lleno.

—¿Qué tal está el cordero? —preguntó Hawkwood.

El hombre giró lentamente la cabeza y alzó la vista.

—Ni idea.

Elegí ternera.

Hawkwood se deslizó sobre el banco y tendió la mano izquierda.

—¿Cómo andas, comandante?

El comandante Gabriel Lomax dejó su tenedor en la mesa y ofreció a su vez la mano izquierda a Hawkwood.

—Ando bien, capitán. ¿Y tú? ¿Sigues cazando alimañas?

—Es un trabajo a jornada completa.

—Eso es una verdad como un templo —afirmó Gabriel Lomax con sonrisa burlona, o más bien con algo semejante a una sonrisa burlona.

Lomax era un antiguo oficial de caballería. Al igual que Hawkwood, era un veterano de Talavera quien, pese a haber sobrevivido a la batalla, no había escapado ileso. Atrapado bajo el peso de su caballo muerto, el antiguo dragón cayó preso de las llamas que habían asolado el campo de batalla al finalizar el combate. Un oficial francés que había advertido la gravedad de su situación, lo rescató de debajo de su abrasadora montura, pero no en tiempo de evitar que el fuego lo hiriera gravemente. Parecía que el lado derecho de su cara, desde el borde inferior del ojo hasta la garganta, hubiese sido azotado con clavos. El parche negro que acostumbraba llevar apenas conseguía ocultar la lacra de debajo, un cráter agrietado y surcado de cicatrices. Siempre que Lomax intentaba sonreír, sólo se le movía levemente el lado izquierdo. El efecto era el de una grotesca máscara asimétrica. Las llamas, además, habían transformado la mano derecha de Lomax en una garra retorcida. Era pues de extrañar que Gabriel Lomax no hubiera acabado pasando las noches sentado en la esquina de una mesa, sin más compañía que la suya. Inválido desde su época en el ejército, el oficial de caballería había hecho buen uso de su experiencia. Ahora, dirigía patrullas de caballos armadas, protegiendo a viajeros y diligencias por los caminos reales de Londres y sus inmediaciones.

—¡Santo cielo! —exclamó Lomax al ver la cicatriz amoratada de la mejilla de Hawkwood—. Afeitarme me cuesta tres pares de cojones, ¡pero al menos yo tengo una excusa! —Lo escudriñó más de cerca, reconociendo inmediatamente la causa del tajo—. ¡Ah! mis disculpas. Confío, en tal caso, que el otro tipo saliera peor parado.

—Todavía no —respondió Hawkwood—. Pero lo hará.

Lomax, cuyo único ojo sano chispeaba visiblemente, volvió a reclinarse en su banco.

—De eso no tengo la menor duda. Así pues, dime, ¿qué te trae a mi mesa en una gélida noche como ésta? Pero antes, ¿quieres un trago para espantar el frío? ¿Un brandy, tal vez? Francés, no español —agregó en tono conspirador.

—No voy a decir que no.

—Buen chico —Lomax buscó con la mirada a la camarera más próxima y levantó la mano para llamarla—. Un brandy para el caballero, si eres tan amable. Asegúrate de que es el reserva especial, Beth. Es un amigo mío.

La chica sonrió asintiendo con la cabeza, hasta que vio el rostro de Hawkwood. La sonrisa vaciló tan sólo una fracción de segundo antes de girarse y marcharse con una mueca en los labios.

—Típico —dijo Lomax—. Acabo de conseguir que se habitúen a mí, y entonces apareces tú. Seguramente piensa que somos parientes. ¿Te importa si me acabo mi estofado? Llevo todo el puto día atropellando salteadores de caminos. Nada como la emoción de la caza para abrirle el apetito a un hombre.

—¿Capturaste algo?

—Unos pelagatos. Dos mozuelos intentaron asaltar una diligencia en el punto más alto de Mile End Road. No eran precisamente una pandilla de lumbreras. ¡Los tipos se bajaron del caballo para hacer el trabajito! Entonces pasamos por allí y sus monturas salieron pitando, dejando a los dos pobres desgraciados corriendo de un lado para otro como gallinas sin cabeza. Creí que me moría de risa.

Lomax terminó el estofado, echó un trago de su pichel y se limpió la boca con la manga. En ese momento llegó la bebida de Hawkwood. Lomax aguardó hasta que la chica se hubo ido y Hawkwood se refrescara el gaznate.

—¿Y bien? —inquirió—. Te iba a volver a preguntar qué te traía por aquí, pero lo llevas escrito en la cara. Sospecho que se trata de una proposición, ¿me equivoco? —Hawkwood vaciló—. Será mejor que lo escupas de una vez, capitán.

—Me voy de caza esta noche —anunció Hawkwood—, y necesito a alguien competente para guardarme las espaldas.

—¿Y has pensado en mí? Me siento halagado. ¿Es peligroso?

Hawkwood recordó el cuerpo de Doyle crucificado en el árbol.

—Probablemente.

—¡Espléndido! Soy tu hombre. ¿Necesitaré mi caballo?

Hawkwood no pudo evitar soltar una carcajada.

—No, comandante. Iremos a patita.

Lomax le lanzó una mirada incrédulo.

—¿Le estás pidiendo ayuda a un soldado de caballería tuerto, manco y sin montura? Joder, debes de estar desesperado.

—Contaremos con refuerzos.

—Me tranquiliza oír eso. ¿Estás seguro de que es a mí a quien quieres?

—¿Puedes disparar una pistola?

—Seguro.

—¿Sostener una espada?

—No al mismo tiempo.

—No muchos pueden —contestó Hawkwood—. Sin embargo, sabes
cómo
usarlas, y eso es lo que busco. Si es una después de otra, me basta.

—Me da en la nariz que se trata de una refriega privada.

—No exactamente, aunque necesito a alguien que no se ande con remilgos si la cosa se pone fea. Estamos buscando a un hombre y a una chica. Probablemente la chica querrá que se la encuentre; pero el hombre no. Habrá gente que intentará detenernos.

—¿Gente?

—Hombres de los que no se andan con chiquitas, de mala reputación. Es poco probable que nos den cuartel.

—¿Cuántos son?

—Siete, posiblemente.

—¿Y decías que contábamos con refuerzos?

—Unos amigos míos. No son muchos, pero no se amedrentan fácilmente.

—Suena interesante. ¿Dispongo de tiempo para pensármelo y tomar una decisión?

—Dispones del tiempo que tarde en acabarme mi copa.

Lomax se recostó en su asiento.

—¡Por Dios Santo, eres un maldito caradura!

—Algo más —dijo Hawkwood señalando con un gesto de cabeza la chaqueta azul y el chaleco escarlata de Lomax—. No necesitarás el uniforme.

Se hizo un largo silencio. Finalmente, Lomax se inclinó hacia delante y lanzando una mirada con su ojo sano al vaso de Hawkwood soltó:

—Entonces será mejor que vayas acabándote la copa.

Capítulo 18

Swaney, sosteniendo una jarra de grog, revivía su tétrico sueño. Estaba en el Perro, solo, sentado en su banco habitual. El pub estaba a medio llenar, aunque Swaney se mostraba ajeno a la actividad que le rodeaba. Se encontraba de nuevo en el oscuro sótano; evocaba las siluetas encamadas, podía oler su hedor y ver el miedo en sus ojos, que, en el sueño, eran los suyos propios devolviéndole la mirada. La imagen se desvaneció. Bajó la vista y observó que su mano ceñía con firmeza la jarra. A la luz de las velas, la blancura de sus nudillos se traslucía bajo la piel.

Ocurrió en la Península Ibérica, cerca de un pueblo cuyo nombre escapaba a su memoria: una triste y polvorienta aldea que apenas merecía descripción alguna. Se había montado un hospital de campaña en un monasterio de la localidad. Swaney, como carretero, tenía encomendada la tarea de trasladar a los heridos desde el campo de batalla a la mesa de operaciones del cirujano. Thomas Butler, su compinche en el negocio de robo de cuerpos, trabajaba como camillero, atendiendo a los heridos y preparándolos para el horrible trago de la intervención quirúrgica. Había sitio Butler quien, gracias a sus contactos en Inglaterra, había procurado compradores para los dientes y baratijas que Swaney y otros arrancaban a los cadáveres y moribundos que yacían dispersos por el suelo sanguinolento cual trozos de despojos arrumbados. Swaney era al que mejor se le daba, razón por la que Butler le abordó con la intención de hacerle una propuesta que iba más allá de las rapiñas de caninos y molares. Butler quería conseguir algo más que dientes; quería cuerpos de soldados franceses: heridos, no muertos. Y sin que Swaney hiciera preguntas. Así, si alguien intervenía, Swaney podía argumentar legítimamente que los estaba trasladando para ser atendidos por un cirujano; del mismo modo en que los cirujanos del ejército francés se ocupaban de los heridos británicos.

Sin embargo, Swaney no entregaba a los soldados en ninguna de las salas del hospital principal, sino que, siguiendo las órdenes de Butler, los conducía hasta uno de los edificios cercanos: la bodega del monasterio.

Swaney no sabía a ciencia cierta cuántos heridos del bando francés había entregado a Butler. Quizás más de una veintena en total, la mitad de los cuales se encontraban en un estado lamentable y con exiguas probabilidades de sobrevivir.

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