—Vengan a comer cordero conmigo —les invitó Dundas, acercándose a ellos.
—Lo lamento, pero no puedo, tengo un compromiso —respondió Hervey y luego miró atentamente el reloj y se puso de pie de un salto diciendo—: ¡Se me hace tarde! ¡Se me hace tarde!
—Me encantaría —afirmó Stephen, y decía la verdad, pues simpatizaba con Dundas, no había podido desayunar por culpa del maldito baúl y, a pesar de que estaba ansioso, tenía mucha hambre.
—Vas a zarpar muy pronto con rumbo a la base naval de Norteamérica, ¿verdad? —preguntó cuando les trajeron el pastel de manzana.
—El lunes, si el viento y el tiempo lo permiten —respondió Dundas—. Mañana voy a despedirme de todos.
—¿Te importaría que pasáramos a la sala de fumar? —inquirió Stephen.
Cuando entraron en ella Stephen se dio cuenta de que había demasiada gente y dijo:
—La verdad es que quisiera hablarle en privado. ¿Podemos ir arriba?
Dundas le condujo a la habitación, le ofreció una silla y aseguró:
—Sabía que llevaba algo entre manos.
—Creo que podemos hacerle un gran favor a Aubrey —dijo Stephen—. Estuve hablando con un hombre en quien tengo mucha confianza que desea irse a Canadá. A cambio de que le lleven allí, me dará cierta información que tiene mucho valor para Jack.
En respuesta a la desconfianza que se reflejaba en el rostro de Dundas, Stephen dijo:
—Ya sé que con tan sencillas palabras esto parece una ingenuidad o incluso una estupidez, pero no puedo revelar cosas que son confidenciales; no puedo dar detalles que le convencerían. No obstante, al menos puedo enseñarle esto.
Sacó el diamante azul del bolsillo, lo desenvolvió y se lo mostró a la luz del sol.
—¡Qué gema! —exclamó Dundas—. ¿Es un zafiro?
—Es el diamante azul de Diana —respondió Stephen—. Como recordará, ella estaba en París cuando a Jack y a mí nos encarcelaron, y el que dejara atrás el diamante tiene mucho que ver con nuestra huida. Pero habían prometido devolverlo, y el hombre de quien le hablo me lo entregó antes de irse a Hartwell. Le cuento esto para que comprenda al menos una de las razones por las cuales confío en su palabra y para que vea que tomo en serio lo que dice. Nada podía haber impedido que se quedara con la joya, y, sin embargo, me la entregó sin ponerme condiciones.
—Es un diamante extraordinario —dijo Dundas—. Creo que no he visto ninguno mejor fuera de la Torre. Debe de valer una fortuna.
—Pero lo más asombroso es que un hombre que tiene la intención de irse al Nuevo Mundo a empezar una nueva vida entregue a otro una fortuna semejante. Un hombre así no habla por hablar.
—¿Sabe por qué quiere irse a Canadá?
—No le pediría a usted que le llevara si fuera un fugitivo de la justicia. Lo que le pasa es que está harto de la mala fe de sus colegas, sus disensiones y su hipocresía, y desea empezar de cero.
—Como va a Hartwell, supongo que será francés.
—No estoy seguro. Tal vez sea de algunas de las provincias del valle del Rin. Pero le aseguro que no es partidario de Bonaparte.
—¿Cree que debemos decirle que le llevaré a condición de que la información sea útil para Jack?
—No.
—Lo suponía. Pero haríamos el tonto si…
Dundas caminó de un extremo a otro reflexionando durante un rato y por fin dijo:
—Bueno, me parece que tendré que llevarle. Escribiré una nota a Butcher para que le reciba como a un invitado mío. Afortunadamente tenemos un sitio libre porque el oficial de derrota subirá a bordo cuando lleguemos a Halifax. ¿Habla inglés?
—Muy bien, es decir, con soltura. Aprendió con su niñera, que era escocesa, y luego con un tutor escocés. Habla con el acento del norte del país, que no es desagradable ni incomprensible, y usa palabras arcaicas que dan cierto encanto a sus frases. Sólo alguien con muy buen oído podría decir por su acento que es extranjero. Es tranquilo e inofensivo y probablemente se pasará todo el viaje en su coy, porque no está acostumbrado a navegar.
—Tanto mejor, porque es contrario a las normas llevar a extranjeros a bordo.
—También es contrario a las normas llevar a jovencitas, tanto del país como extranjeras, y me parece que he visto a algunos hacerlo.
—Bueno, bajemos para buscar una pluma y tinta —dijo Dundas.
El doctor Maturin tuvo todo el día siguiente para reflexionar sobre lo que había hecho y lo que estaba haciendo. Ambas cosas eran una imprudencia desde el punto de vista profesional y también desde el personal, ya que iba a comprometerse y a exponerse a que le hicieran graves acusaciones. Sus actos podrían considerarse delitos, tal vez delitos graves. Se dejaba guiar por su instinto, pero su instinto no era infalible, pues algunas veces le había fallado y otras había estado supeditado a sus deseos. Para tranquilizarse miraba de vez en cuando el espléndido diamante que llevaba en el bolsillo, como si fuera un talismán, y pasó la tarde en el más caliente de los baños turcos de Covent Carden, con su delgado cuerpo sudando tanto como era posible.
«¿Será puntual Duhamel? ¿Dará importancia al tiempo?», se preguntó Stephen cuando estaba sentado en el vestíbulo del Black's, en un lugar desde donde veía la puerta y el escritorio del portero. No tuvo respuesta hasta que el reloj terminó de dar las seis y Duhamel apareció en la escalera con un paquete. Se aproximó a él antes de que pudiera preguntar por él al portero y le condujo a la gran sala del piso superior que daba a la calle Saint James. Duhamel estaba aún más pálido, pero tenía el rostro impasible, como siempre, y parecía tranquilo.
—He conseguido que la
Eurydice
le lleve a Halifax —dijo Stephen—. Tendrá que subir a bordo antes del lunes y viajará como invitado del capitán. He dado a entender que usted estaba o está relacionado con Hartwell de alguna manera, pero le ruego que hable poco y que permanezca en su cabina alegando que está mareado. Aquí tiene una nota que le permitirá subir al barco, y, como podrá ver, he conservado el nombre Duhamel.
—La verdad es que lo prefiero, porque así tendré una complicación menos —confesó Duhamel y cogió la nota—. Le estoy muy agradecido, Maturin. Creo que lamentará esto.
Miró a su alrededor y vio en un rincón a un hombre muy viejo leyendo los debates parlamentarios con una lupa.
—Puede hablar abiertamente —dijo Stephen—. Ese caballero es un obispo anglicano y, además, es sordo.
—¡Ah, un obispo anglicano! —exclamó Duhamel—. Muy bien. Me alegro de estar en esta sala —añadió, mirando hacia la calle por la ventana, pero enseguida volvió a atender a Stephen y preguntó—: ¿Cómo podría comenzar mi relato? Nombres…, nombres… Ésa es una de las dificultades: no estoy seguro de cómo se llaman los tres hombres de los que quiero hablarle. Mi enlace en Londres usaba el nombre de Palmer, pero ése no era su verdadero nombre, y aunque era un excelente agente por muchas razones, fallaba en eso porque no siempre respondía inmediatamente ni con naturalidad cuando le llamaban por su
nom de guerre
. El nombre del segundo hombre le es familiar: Andrew Wray. Pero durante un período bastante largo se hizo llamar señor Grey. No es un buen agente, y después de un tiempo empezó a traicionarse a sí mismo porque se emborrachaba. No es un buen agente en absoluto y, sinceramente, Maturin, me extraña que no le descubriera en Malta.
Stephen bajó la cabeza cuando la luz empezó a entrar en la sala e hizo resaltar su humillación.
—Nunca imaginé que pudiera contratar a un tipo tan presuntuoso y tan poco fiable —murmuró.
—Tiene algunas buenas cualidades —dijo Duhamel—, pero es cierto que es emotivo y cobarde. No tiene principios, y no sólo hablaría en el primer interrogatorio serio sino que podría delatarse a sí mismo en cualquier tipo de interrogatorio. No habríamos trabajado tanto tiempo con él si no hubiera sido por su amigo, el tercer hombre, a quien conozco como el señor Smith. Es un hombre que ocupa un puesto muy alto, y en la
rue
Villars le tenían casi devoción por los informes que hacía.
—¿Tiene un puesto más alto que Wray?
—¡Oh, sí! Y es mucho más inteligente. Cuando están juntos parecen un maestro y su alumno. También es un hombre duro. —Duhamel miró su reloj y continuó—: Tengo que ser breve. A pesar de que Smith es más hábil que Wray y de que Wray está bien considerado, los dos son mediocres, gastadores y jugadores. Ambos son nominalmente agentes voluntarios, pero siempre están pidiendo dinero. Después de la reorganización de la
rue
Villars, disminuyeron los fondos disponibles, y ellos mandaron una tras otra muchas solicitudes de dinero, cada vez más apremiantes, pero les dijeron que últimamente nos habían facilitado poca información y de escasa importancia, lo que es cierto. Respondieron que dentro de unas cuantas semanas lograrían deshacerse de sir Joseph Blaine por fin y tendrían acceso directo al comité, por lo que su información iba a ser sumamente importante. —Duhamel volvió a mirar su reloj y se lo acercó al oído—. Y mientras esperaban maquinaron el asunto de las operaciones fraudulentas en la bolsa.
Aunque Stephen notaba que Duhamel le estaba escrutando, no podía ocultar del todo su emoción. El corazón le latía tan fuerte que sentía los latidos en la garganta, y una vez más se asombró de su propia estupidez. Ahora todo aquello le parecía evidente.
—Parece que le preocupa el tiempo —dijo.
—Sí —afirmó Duhamel, acercando la silla a la ventana—. Naturalmente, lamento mucho que su amigo haya pasado tan mal rato, pero aparte de eso, cualquiera que analice el plan con objetividad tiene que reconocer que estaba muy bien trazado. Podría usted decir que, conociendo todos los movimientos del capitán Aubrey y las conexiones de su padre y disponiendo de un agente competente como Palmer, era fácil hacerlo, pero ése sería un análisis simplista… Maturin, ¿le molestaría que me ausentara unos minutos y regresara más tarde?
—No, en absoluto —respondió Stephen.
—Hubo un momento en que me pareció que el plan era todo un éxito, y aunque ellos no podían ganar mucho dinero sin traicionarse a sí mismos, obtuvieron el suficiente para saldar las deudas más importantes.
«Entonces fue cuando Wray me pagó lo que me debía», pensó Stephen, y volvió a sentir vergüenza.
—Pero eso no les bastó y nos hicieron dos propuestas —dijo Duhamel—. La primera era negociar unas letras de extraordinario valor en los mercados del norte de Europa; la segunda, que le entregarían a usted en Lorient. Respecto a la propuesta de las letras, no estoy seguro de si se rechazó o se retiró, y a usted no le entregaron; así que Lucan, que se había personado en Bretaña, se puso furioso y les quitó hasta la retribución mensual. Ahora los dos están en malas condiciones y han preparado un informe que aseguran que es de extraordinaria importancia.
Duhamel miró su reloj una vez más y luego continuó:
—Palmer me contó detalladamente el asunto de la bolsa cuando estábamos pescando en un riachuelo no lejos de Hartwell. Estoy seguro de que usted hubiera simpatizado con él. Podía conseguir que un martín pescador se posara en su mano y tenía muchas buenas cualidades. Ésa fue la última vez que le vi. Cuando ofrecieron una gran recompensa por su captura, se inició una feroz persecución, y le mataron para evitar que fuera descubierto y pudiera delatarles. No le enviaron al extranjero sino que le mataron o mandaron matarle. No puedo perdonarles que hayan cometido ese crimen.
—Duhamel —dijo Stephen, acercando tanto su silla que casi tocaba el cristal de la ventana—, ¿puede darme algo tangible, alguna prueba concreta?
—No —respondió Duhamel—, ahora no, pero espero poder dársela dentro de cinco minutos.
Continuó hablando de Palmer, un hombre por quien era evidente que sentía afecto, pero de repente empezó a decir frases inconexas y poco después se interrumpió en medio de la frase. Entonces cogió el paquete y después de decir «Discúlpeme, Maturin. Mire por la ventana», salió precipitadamente de la habitación.
Stephen le vio reaparecer en la calle y luego caminar con rapidez hacia la izquierda, en dirección a Picadilly. Le vio atravesar peligrosamente entre los coches, luego avanzar en dirección al parque Saint James por el otro lado de la calle y detenerse casi frente a la ventana tras la cual estaba él, a la altura del club Button's. Duhamel volvió a mirar su reloj, como si esperara a alguien. Stephen miró hacia el final de la calle y, entre la gente que venía del parque y de Whitehall, distinguió a Wray y a su amigo Ledward, más alto y más viejo que él, que caminaban cogidos del brazo. Ambos se separaron para quitarse el sombrero y saludar a Duhamel, que se aproximaba a ellos. Los tres estuvieron hablando unos momentos; luego Ledward entregó un sobre a Duhamel a cambio del paquete y se separaron. Duhamel, después de lanzar una mirada a la ventana tras la que estaba Stephen, avanzó de nuevo en dirección a Picadilly.
Stephen bajó la escalera corriendo, cogió papel y pluma del escritorio del portero, escribió apresuradamente una nota y dijo:
—¡Charles, Charles, por favor, llame a un mensajero y dígale que lleve urgentemente esta nota a casa de sir Joseph Blaine, en el mercado Shepherd! ¡No hay ni un momento que perder!
—Pero, señor, no creo que sea necesario mandarla urgentemente —dijo Charles, sonriendo—, porque ahí está sir Joseph, subiendo la escalera apoyado en el brazo del coronel Warren.
F I N
Notas.-
1)
Paduasoy:
Seda gruesa que se usaba para la ropa de los hombres y las mujeres en el siglo XVIII. (
N. de la T.
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2)
Remolque:
Cabo con que se remolca una embarcación. (
N. de la T.
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3)
Jardín:
Nombre que se da al retrete en los barcos. (
N. de la T.
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4)
Brummagem:
Así era llamado vulgarmente Birmingham. Antaño se citaban las monedas hechas en esa ciudad como ejemplos de monedas falsas, pues se acuñaron varias allí en el siglo XVII. (
N. de la T.
)
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5)
Plancha:
Tablón con travesaños clavados en trecho que se emplea como puente provisional entre un barco y la orilla, o entre dos barcos. (
N. de la T.
)
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6)
Chasse-mareé:
Barco francés de tres palos empleado para la navegación costera. En tiempos de Napoleón se usaba con la jarcia de los lugres para el contrabando y para hacer el corso. (
N. de la T.
)
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