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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (36 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—¡Que Dios le bendiga, Blaine! —exclamó Stephen—. Le estoy muy agradecido. Debería haber venido el miércoles, y lo hubiera hecho si no hubiera pasado por Londres a las dos de la madrugada cuando me dirigía a una ciudad llamada Bury. He ido a ver a todos los hombres y mujeres importantes del reino que me tienen simpatía.

—Si ha viajado para ayudar a Aubrey, de lo cual estoy convencido, podría haberse ahorrado el dinero del alquiler de los coches. En este país ya no se pueden sobornar jueces y tampoco conseguir que otros los sobornen o los persuadan, y mucho menos que les den órdenes. Pero hay una sola excepción, de la que podía haberle hablado antes de que usted partiera: cuando el juez es también miembro del Gobierno, como es el caso de lord Quinborough, y, por definición, tiene la responsabilidad de cumplir los deseos de sus compañeros relacionados con los asuntos políticos. Debe saber que le hemos elegido a usted para establecer extraoficialmente contacto con Chile y Perú, algo que la Administración considera muy importante. Pensamos que es la persona ideal porque usted habla español y es un agente secreto experimentado, que tiene el barco adecuado para navegar por esas aguas y la excusa idónea para explicar su presencia allí. Además, como es usted católico, podrá tratar mejor con otros católicos, muchos de los cuales son irlandeses o medio irlandeses, como, por ejemplo, el joven O'Higgins. Todos esos atributos añadidos al hecho de que posee usted una considerable fortuna fueron decisivos. Los miembros del pequeño grupo que se reunió para la elección se frotaron las manos para expresar su satisfacción, pero un caballero dijo que a pesar de que usted tenía todas esas virtudes, no navegaría en un barco que no estuviera al mando de Aubrey. Puesto que este asunto apremia, creo que no debe preocuparse por el encarcelamiento de su amigo.

Sir Joseph miró el reloj y prosiguió:

—Si quiere verle cuando comparezca en el juicio, debe darse prisa.

—No quiero —dijo Stephen—. En mi opinión, allí los mirones están fuera de lugar. Me he tomado la libertad de decir que me enviaran un mensaje aquí.

—Muy bien —dijo sir Joseph—. Me temo que la sentencia le sorprenderá. Quinborough no le condenará a prisión, pero le inoculará su veneno de otra manera. En este caso había mucha maldad, ¿sabe?, pues se pretendía que los demás acusados salieran en libertad bajo fianza cuando les declararan culpables y sólo Aubrey fuera encarcelado. Indudablemente el juicio ocultaba un objetivo político, la destrucción de los radicales, y es comprensible que algunos políticos que se dejan llevar por las pasiones lo tuvieran, pero también había mala intención. La insistencia con que han atacado a su amigo…

—Perdone, señor —dijo la señora Barlow—. Un mensaje para el doctor Maturin.

—Ábralo, por favor —rogó sir Joseph.

—La picota —dijo Stephen en tono grave—. Una multa y la picota. «Pagará al rey una multa de dos mil quinientas libras y será expuesto en la picota que se encuentra frente al edificio de la bolsa en la City de Londres durante una hora, entre las doce del mediodía y las dos de la tarde.»

—Me lo temía —dijo Blaine después de una larga pausa y agregó—: Dígame, Maturin, ¿ha visto en Inglaterra a algún hombre expuesto en la picota?

—No.

—En ocasiones puede dar lugar a un espectáculo sangriento. Oates estuvo a punto de morir y muchos hombres resultan mutilados. Una vez vi que a uno le sacaron los dos ojos tirándole piedras. Como es evidente que en este caso hay interés en hacer daño a una persona, sería conveniente que contratara usted a un grupo de tipos forzudos para que le protejan. El investigador sabrá dónde encontrarlos y los contratará en su nombre.

—Mandaré a buscarle enseguida. Gracias por la advertencia, Blaine. Ahora, dígame, ¿qué piensa usted de lady Hertford?

—¿Desde el punto de vista físico, moral o social?

—Como medio de evitar que borren el nombre de Aubrey de la lista de oficiales. La señora Fitzherbert me aconsejó que acudiera a ella.

—Hay que borrarle forzosamente de la lista, porque esa es la regla. Lo importante es su inclusión de nuevo en la lista. Otras veces se ha hecho, respetando incluso la antigüedad de los oficiales en los casos en que habían sido expulsados de la Armada por batirse o por cosas similares, y en ocasiones por tener roles falsos que no hubieran causado ningún problema; sin embargo, generalmente tarda mucho tiempo y requiere muchas influencias. En un caso como éste… ¿Conoce usted a la señora?

—Sólo le he hecho alguna que otra inclinación de cabeza. Pero creo que actualmente goza de mucha influencia sobre el regente y, según me han dicho, se lleva muy bien con Andrew Wray. Pensé que con una presentación y un regalo adecuados podría convencerla de que, al menos, empiece a hablar del asunto al regente.

—Es posible que eso dé resultado, pero el regente se encuentra en Escocia y pasea por allí su voluminosa figura ataviado con una faldilla que le llega a las rodillas, calcetines multicolores, una capa de tartán y una boina típica de los escoceses. Sospecho que lady Hertford está con él, y si quiere averiguo si es así y se lo digo.

—Es usted muy amable. De todas formas, voy a detenerme en la calle Grosvenor cuando vaya a Marshalsea.

—Seguramente sabrá que entre una mujer odiosa y un tipo pretencioso y astuto como Wray es probable que pierda el regalo y el dinero.

—¡Por supuesto! Que pase usted muy buen día, mi estimado Blaine.

Cuando el doctor Maturin se detuvo en la calle Grosvenor para visitar al señor Wray, éste no se encontraba en su casa, pero sí la señora Wray. Ella oyó que el doctor dio su nombre al abrirse la puerta, bajó corriendo la escalera y le cogió ambas manos. Era una joven regordeta, de piel morena y facciones ordinarias, pero ahora tenía un aspecto casi hermoso, pues la indignación había enrojecido su cara y hacía brillar sus ojos. Ya sabía la noticia y exclamó:

—¡Qué injusticia! ¡Qué maldad! ¡Poner en la picota a un oficial de marina! ¡Esto es increíble! ¡Es un hombre tan valiente, tan distinguido, tan apuesto, tan alto! Pase a mi salita.

Llevó a Stephen a una salita adjunta a su habitación. En las paredes había muchos cuadros con barcos pintados, de los cuales algunos estuvieron gobernados por su padre y muchos más por el capitán Aubrey en los tiempos en que Babbington estaba bajo su mando.

—Me trataba muy amablemente cuando yo no era más que una niña rechoncha, a pesar de que mi padre era a veces muy duro con él. Charles, quiero decir, el capitán Babbigton tiene una excelente opinión de él y casi le venera. Doctor Maturin —añadió con otro tono de voz y con una mirada penetrante—, Charles aprecia mucho sus consejos y me alegro de ello. Anoche partió para los
downs.

Luego, a modo de resumen, exclamó:

—¡Y pensar que su pobre esposa contemplará cómo le apedrean sin poder hacer nada! Esto es monstruoso, monstruoso. Se burlarán de él y le insultarán. Seguramente se morirá de vergüenza.

—Respecto a eso, señora, olvida usted que él es inocente y no tiene nada de qué avergonzarse.

—¡Por supuesto que es inocente! Y eso supone una gran diferencia. A mí no me habría importado que hubiera cometido diez veces más operaciones fraudulentas en la bolsa, porque todo le mundo las hace. Sé que el señor Wray ganó una gran suma al mismo tiempo. Pero, por favor, siéntese, doctor Maturin. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué opinaría Charles de mí? Por favor, tómese una copa de madeira.

—Gracias, señora, pero tengo que marcharme. Debo ir a Marshalsea.

—Entonces, por favor, diga al capitán que le envío un respetuoso, mejor dicho, un afectuoso saludo y a la señora Aubrey toda mi estima. Y si puedo ayudarla en algo, a cuidar a los niños, los gatos…

En el momento en que ambos salían de la salita se abrió la puerta de la calle y en lo alto de la escalera pudieron ver a Wray sostenido por dos cocheros. Enseguida dos criados le sujetaron con destreza y cuando atravesaban el vestíbulo él se volvió hacia Stephen y dijo:

Una esposa maltratada y un cornudo

han roto la cadena del matrimonio juntos.

En Marshalsea a Stephen le fue difícil atravesar el ala donde estaban los oficiales de marina porque había muchos allí reunidos, la mayoría de ellos hablando a la vez y todos muy indignados. Incluso los menos inteligentes y los que estaban casi locos admiraban mucho la Armada y pensaban que exponer a un oficial en la picota era un intolerable ultraje a ella. Stephen tuvo que escuchar la lectura de una petición y firmarla antes de poder seguir avanzando. Los prisioneros habían dejado vacío el terreno donde jugaban a los bolos, situado en la parte baja del edificio donde estaba Jack, por respeto a sus sentimientos, algo que no habrían hecho si le hubieran condenado a morir ahorcado. Killick estaba sentado en el escalón más bajo y tenía una expresión de espanto como si hubiera visto su casa en llamas.

Cuando Stephen subía la escalera, oyó a Jack tocando con pasión y austeridad al violín una triste fuga, y esperó a que terminara para tocar a la puerta. Luego entró y fue recibido con una mirada grave y penetrante.

—Disculpa, Jack —dijo—, pero pensé que habías dicho «pase».

—¡Oh! —exclamó Jack y relajó la cara—. Te confundí con… ¡Cuánto me alegro de verte, Stephen! Siéntate. Sophie acaba de salir a comprar unas chuletas.

En ese momento puso a un lado el violín y el arco, volvió su opulenta figura hacia Stephen y en tono solemne dijo:

—Me contó todo sobre la
Surprise
. Te agradezco mucho la oferta que me has hecho y será un placer para mí gobernarla ahora que se ha convertido en un barco de guerra privado. Pero lo que no entiendo, Stephen, es si realmente puedes armarla además de comprarla. Cuando pague la multa…

—Una multa injusta.

—Sí, pero lamentarse no sirve de nada. Cuando pague la multa y sume todas las pérdidas que he tenido en la bolsa, no tendré nada, y armar un barco, aunque sea para un viaje corto, cuesta mucho más de lo que te imaginas.

—Amigo mío, ya te dije que he recibido una herencia de mi padrino.

—Sí. Recuerdo que lo dijiste cuando regresamos a Inglaterra, pero pensé que consistía, y perdóname por meterme en tus asuntos, en una pequeña cantidad de dinero para libros, un anillo de luto y algunos recuerdos, o sea, las cosas que habitualmente se heredan de los padrinos y que también tienen gran valor.

—Es mucho más que eso, mucho más, tanto que no tenemos que contar cada penique antes de gastarlo. Podremos hacer la guerra por nuestra cuenta sin privarnos de nada.

Stephen se levantó, se asomó a la ventana y miró hacia el cielo gris. Luego volvió a mirar hacia el interior de la habitación y vio a Jack iluminado por la luz que entraba por la parte norte y sentado en una postura apropiada para hacerse un retrato. Parecía más robusto y más pesado que antes, estaba muy serio y tenía un gesto leonino; sin embargo, por debajo de su seriedad Stephen percibió una herida en la cual la noticia de la
Surprise
apenas había producido efecto y, con la esperanza de aliviarla un poco, añadió:

—Amigo mío, te diré un secreto: nuestra guerra no será totalmente privada. Ya sabes qué tipo de actividades realizo y, entre un intento de aniquilar el comercio del enemigo y otro, tengo que hacer algunos encargos relacionados con ellas.

Jack comprendió enseguida y expresó su satisfacción sonriendo y haciendo una inclinación de cabeza, pero su dolor no disminuyó. Entonces Stephen prosiguió:

—La maldita picota no debe tener importancia para un hombre inocente, amigo mío, pero es tan desagradable como un dolor de muelas. Muchas veces te he medicado el dolor de muelas, y con lo que te he traído ahora estar expuesto en la picota te parecerá un sueño —dijo, sacando un pequeño frasco del bolsillo—, un sueño lejano y sólo un poco desagradable. Yo mismo lo he tomado a menudo y me ha hecho mucho efecto.

—Gracias, Stephen —dijo Jack, poniendo el frasco en la repisa.

Stephen comprendió que no tenía intención de tomarlo y que el dolor no había disminuido. El hecho de haber dejado de pertenecer a la Armada había causado a Jack más pena que si le hubieran condenado a ponerse en miles de picotas y más que la pérdida de su fortuna, su rango y su futuro. En cierto modo eso era como la pérdida de su identidad, y quienes le conocían bien notaban que había conferido a su cara y a sus ojos una expresión extraña.

Aún tenía aquella expresión melancólica y absorta el miércoles siguiente, cuando estaba en una habitación sucia y vacía del ala sur de Cornhill esperando a que le llevaran a la picota. Los policías encargados de su custodia se encontraban agrupados junto a la ventana, y como estaban muy nerviosos hablaban sin parar.

—Teníamos que haberlo hecho hace días, justo después de que se dictara sentencia. La noticia ha tenido tiempo de llegar hasta Land's End y John o'Groats.

—Y a todos los malditos puertos del reino: Chatham, Sheerness, Portsmouth, Plymouth…

—Sweeting's Alley está bloqueado.

—Castle Alley también, y seguro que les seguirán otros. Deberían haber mandado a buscar a los soldados hace tiempo.

—Somos cuatro tenientes, cuatro cabos y un alguacil. ¿Qué podemos hacer frente a una multitud?

—Si salimos de ésta con vida, llevaré a mi mujer y a mis hijos a vivir al otro lado de Epping.

—Siguen llegando desde el río. Ahí están los tipos de las brigadas reclutadoras con sus sangrientos sables y porras. ¡Que Dios tenga misericordia!

—Están bloqueando los dos lados de la calle de la bolsa con coches. ¡Que Dios nos proteja!

—¿Por qué no da la orden? ¿Por qué el señor Essex no da la orden? Se están poniendo furiosos allá abajo. Nos van a matar a garrotazos.

En Saint Paul y las iglesias de la City habían tocado las campanas hacía cinco o diez minutos y la multitud agolpada frente a Cornhill se impacientaba.

—¡Ocho campanadas! —gritaron algunos—. ¡Toquen ocho campanadas! ¡Den la vuelta al reloj de arena y toquen la campana!

—¡Sáquenle! —gritó el líder de un grupo que, al igual que los demás, tenía una bolsa de piedras y había sido contratado por algunos accionistas decepcionados —. ¡Sáquenle y déjennos verle!

Bonden se volvió hacia él y preguntó:

—¿Qué haces aquí, compañero?

—He venido para ver el espectáculo.

—Entonces vete a ver el espectáculo de Hockley en Hole, amigo. Éste sólo es para marineros, ¿sabes? ¡Sólo para marineros, no para hombres de tierra adentro!

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