—Sí, eso es lo que había entendido. Pero él debe saber que no le permitirán hablar. Sus abogados deben de haberle contado cómo son los juicios en Guidhall.
—Cree que es igual, porque lo mismo que un oficial puede hablar en nombre de un marinero que apenas sabe expresarse, un abogado puede hacerlo en nombre suyo. Además, dice que como estará allí, el juez y el jurado podrán verle, y que si el abogado se desvía del tema, podrá hacerle volver a él. Afirma que confía en el sistema judicial de este país.
—Sería una buena acción lograr que tuviera una visión más práctica y mundana de las cosas, Maturin, pues le confieso que temo realmente por el capitán Aubrey, porque no está Palmer.
—No tengo más experiencia que Jack Aubrey en asuntos de esta naturaleza y quisiera que me dijera cual es la mejor manera de desprestigiar el sistema judicial.
—Francamente, no puede usted desprestigiar el sistema judicial, que es el mejor de todos los que han tenido las naciones —aseguró el señor Lawrence—, pero podría señalar que quienes administran justicia son seres humanos, y que algunos de ellos apenas tienen cualidades para ocupar una posición tan alta. Además, podría recordarle cuántos cancilleres han sido apartados de su cargo por soborno y corrupción; podría hablarle de conocidos jueces crueles y tiránicos que tienen intereses políticos como, por ejemplo, Jeffries, Page y, desafortunadamente, lord Quinborough; podría decirle que a pesar de que los abogados ingleses son excelentes en comparación con otros, algunos de ellos no tienen escrúpulos, o sea, que aunque son competentes no son escrupulosos. Pearce, el fiscal del caso, es así. Alcanzó fama como un temible fiscal al servicio del Ministerio de Hacienda, y ahora tiene una clientela envidiable. Es un hombre muy listo y siempre está dispuesto a sacar ventaja de cualquier cambio que se produzca en un caso. Cuando me imagino enfrentándome a él delante de Quinborough, soy menos optimista de lo que desearía. Y si es cierto el rumor de que va a presentar como testigo a uno de los agiotistas amigos del general Aubrey, no soy optimista en absoluto.
—Eso me preocupa. ¿Le importaría decirme cuál es la mejor estrategia de defensa?
—Si no podemos convencer al capitán Aubrey de que incrimine al general, entonces me limitaré a atacar a Pearce, desprestigiando a los testigos que presente, y a apelar a los sentimientos del jurado. Por supuesto, hablaré largo y tendido del excelente expediente de Aubrey. A propósito de eso, le han herido, ¿verdad?
—Yo mismo le he curado… déjeme ver… sólo Dios sabe cuántos sablazos, heridas de bala o causadas por la caída de trozos de madera puntiagudos y de motones. Una vez estuve a punto de cortarle un brazo.
—Eso podría ser útil. Y sin duda, asistirá al juicio la señora Aubrey y tendrá un hermoso aspecto. El problema es que en los juicios celebrados en Guildhall el jurado está formado por hombres que trabajan en la City y, en general, el dinero les importa más que los sentimientos y, naturalmente, que el patriotismo. Por otra parte, si tengo que presentar a algún testigo (pues, aunque trataré de evitarlo, tal vez alguno quiera declarar), Pearce tendrá derecho a réplica y será el último en hablar al jurado. Pero tanto si eso ocurre como si no, al final lord Quinborough, como es lógico, hará un resumen del caso, probablemente largo y en tono vehemente, y los hombres de negocios saldrán impresionados por sus palabras, no por las mías. Por favor, explique esto claramente al capitán Aubrey. Él le escuchará porque usted es su amigo y siente mucho respeto por usted. Por favor, adviértale que Pearce sacará a colación cualquier cosa que pueda perjudicarle, cualquier cosa que pueda rebajarles a él, a sus amigos y a sus conocidos y que el Consejo de Ministros ha proporcionado a la fiscalía todos los medios para hacerlo. El nombre de Aubrey será arrastrado por el lodo. Y por desgracia, el hombre a quien han acusado junto con él, el único presunto conspirador importante que no ha desaparecido ni ha escondido los negocios que hizo tras un montón de hombres de paja, el señor Cummings…
—Uno de los invitados del general que estaban en el Button's aquella desafortunada tarde ¿verdad?
—Sí, el bufón Cummings. Su pasado está lleno de dudosas compras de grupos de empresas, declaraciones de bancarrota fraudulentas y muchas otras cosas; y, por supuesto, todo eso saldrá a la luz y salpicará a sus socios. El capitán Aubrey se encuentra en un aprieto y su confianza está fuera de lugar.
—Si pasa lo peor, ¿qué es probable que le ocurra?
—Seguro que le pondrán una enorme multa y quizá le pongan en la picota o le encarcelen, o ambas cosas.
—¿En la picota? ¿Es cierto eso? ¿Es posible que pongan en la picota a un oficial de marina?
—Sí, señor. Ése es un castigo que usualmente se impone en la City a quienes hacen operaciones fraudulentas y otras cosas. Y, por supuesto, le expulsarán de la Armada.
—¡Qué Dios nos proteja! —exclamó Stephen, que había perdido su habitual tranquilidad y no recuperó ni una mínima parte de ella hasta que empezó a subir la escalera de su club.
—Siento haber llegado tarde, Blaine —dijo—, pero la entrevista con Lawrence fue más larga y mucho menos alentadora de lo que esperaba. Como no es posible llevar a Palmer al juicio, Lawrence no tiene esperanzas. No me lo dijo directamente, pero no hizo falta. No tiene ninguna esperanza en absoluto.
—No es lógico que las tenga —dijo sir Joseph—, pues las apariencias están en contra del pobre Aubrey. Si su peor enemigo hubiera ideado este plan, podría haberle hecho más daño que con cualquier otra cosa.
—¿También usted cree que será declarado culpable?
—No me atrevería a decir eso, pero éste es un juicio político, e inflama las pasiones. Se ha preparado para atacar al general Aubrey y a sus amigos radicales, y con tal de que salgan perjudicados, no se da importancia a las demás cosas. En casos así, el fin justifica los medios. ¡Cuánto le habría gustado a Sidmouth y a sus secuaces tener una oportunidad como ésta! A veces me asombro de que alguno de sus más fieles seguidores no haya tramado algo parecido, anticipándose a sus deseos y al mismo tiempo enriqueciéndose. Esa es una teoría aparentemente buena, pero no estoy de acuerdo con ella.
Guardaron silencio durante un tiempo, y mientras tanto Stephen miraba hacia la moqueta y sir Joseph observaba a su amigo, a quien nunca había visto tan turbado.
—Cuando venía hacia aquí —dijo Stephen por fin—, pensé en lo que pasaría si le declaraban culpable. Si a Jack Aubrey le expulsan de la Armada, se volverá loco, en tierra; y por otro lado, yo no tendré muchos deseos de quedarme en Inglaterra. He pensado comprar la
Surprise
, porque él no tendrá los recursos para hacerlo, luego equiparla como un barco corsario, después solicitar una patente de corso y finalmente darle a él el mando. Por favor, le ruego que piense en esto y me dé su valiosa opinión mañana.
—¡Por supuesto que lo haré! A primera vista me parece un excelente plan. Varios oficiales de marina desempleados se han transformado en corsarios y continúan haciendo la guerra, aunque independientemente, y en ocasiones causan serios perjuicios al comercio del enemigo, al tiempo que obtienen grandes beneficios. ¿Se va?
—Tengo que ir a Marshalsea. Se me ha hecho tarde.
—Debe ir en coche —dijo Blaine, mirando hacia el reloj que estaba tras Stephen—. Sin duda, debe ir en coche, y aún así, podrá pasar poco tiempo allí antes de que cierren la puerta.
—Da lo mismo, porque hay camas en el café que está en la parte donde se encuentran los deudores. Que Dios le bendiga.
—Ordenaré a Charles que llame a un coche —dijo sir Joseph cuando él subía corriendo la escalera para ir a su habitación.
El coche, que era un vehículo extremadamente rápido, le condujo allí por el camino más corto, por el puente de Westminster. Cuando el cochero le dejó en la puerta de la prisión, dijo:
—Faltan sólo cinco minutos para cerrar. ¿Quiere que le espere, señor?
—Gracias —respondió Stephen—, pero pienso pasar aquí la noche.
Entonces dijo para sí: «¡Dios mío! ¡Se me ha hecho muy tarde! Jack me va a reprender!».
Pero Jack estaba en el patio jugando a una primitiva versión del balonmano con tanto entusiasmo que había perdido la noción del tiempo. Después del último tanto volvió hacia Stephen su cara roja, sudorosa y con una expresión alegre, y no le recriminó, sino que con voz jadeante exclamó:
—¡Cuánto me alegro de verte, Stephen! ¡Oh, dios mío, no estoy en forma!
—Siempre has sido obeso —dijo Stephen—. Si caminaras diez millas diarias, si comieras la mitad de lo que devoras y si no comieras carne ni tomaras licores, podrías jugar a balonmano como un cristiano en vez de como un manatí o un dugongo galvanizados. Señor Goodridge, ¿cómo está usted? Espero que se encuentre bien.
Esto último lo dijo dirigiéndose al contrincante de Jack, un antiguo compañero de tripulación de ambos que era oficial de derrota en el
Polychrest
. El hombre era un excelente marino, pero había hecho unos cálculos por los cuales se había convencido de que un cometa y un fénix eran lo mismo, y pensaba que la aparición de un fénix relatada en las crónicas era en verdad el retorno de alguno de los cometas cuyos períodos eran conocidos o intuidos. No le gustaba que le llevaran la contraria, y aunque era una persona de trato amable cuando hablaba de asuntos triviales, estaba encerrado allí por maltrato a un vicealmirante de la escuadra azul, a sir James, a quien realmente no había pegado sino mordido el dedo que había elevado para protestar.
En el piso de arriba, cuando Jack se cambió de camisa y se sentó con Stephen junto al fuego, éste preguntó:
—¿Te he hablado de lord Sheffield, Jack?
—Me parece que lo has mencionado alguna vez. Tenía alguna relación con Gibbon, si no me equivoco.
—Exactamente. Era íntimo amigo de Gibbon. Heredó muchos de sus manuscritos y me dio uno muy curioso en que expresa su opinión sobre los abogados. Parece que iba a formar parte del libro
Decline and Fall
, pero fue excluido cuando se revisaban las galeradas, por miedo a que ofendiera a sus amigos abogados y jueces. ¿Quieres que te lo lea?
—Sí, por favor —respondió Jack, y Sophie juntó las manos en su regazo y miró a Stephen atentamente.
Stephen sacó un papel del pecho y lo desdobló. Puso un gesto apropiado para leer el solemne documento formado por párrafos perfectamente encadenados, y enseguida lo cambió por otro más corriente y humano, por uno que indicaba gran irritación.
—He traído un manuscrito de Huber sobre las abejas —dijo—. Con las prisas, cogí un documento escrito por Huber. Sin embargo, hubiera jurado que el manuscrito que estaba a la derecha de los panfletos era el de Gibbon. Si he tirado el documento de Gibbon, que es un ejemplar raro en el mundo y una joya por su elegante prosa, porque lo he confundido con uno sin importancia sobre la infusión de brea, voy a lamentarlo mucho. Ni siquiera confié a la memoria una parte considerable. Pero no importa, lo esencial era que el declive del imperio…
—¡La campana! —gritó Sophie cuando oyeron unas lejanas e insistentes campanadas—. ¡Killick! ¡Killick! Tenemos que irnos. Discúlpame, querido Stephen.
Sophie dio a ambos un afectuoso beso y salió de la habitación corriendo y gritando:
—¡Killick! ¡Killick!
—Ella y Killick van a ir a Ashgrove en la diligencia nocturna, por eso no pueden quedarse dentro cuando cierren la puerta —explicó Jack—. Ella quiere traer algunas cosas de allí.
—Volviendo a Gibbon —dijo Stephen cuando volvieron a acomodarse junto al fuego—, recuerdo las primeras líneas del manuscrito y dicen así: «Es peligroso confiar el gobierno de una nación a hombres que, por su profesión, han aprendido a considerar la razón un instrumento para la disputa y a interpretar las leyes de acuerdo con el dictado de los intereses privados. El daño se ha notado incluso en los países donde la abogacía es considerada una profesión liberal». Él, que era un hombre extraordinariamente inteligente e instruido, pensaba que la caída del imperio se debió, al menos en parte, al predominio de los abogados. Los hombres que con los años han llegado a creer que todo aquello que es conforme a la ley es correcto o, por lo menos permisible, no son miembros de la sociedad útiles, y cuando llegan a ocupar altos cargos de la administración son nocivos. Son personas para quienes la ética puede resumirse en un conjunto de estatutos. Por ejemplo, Tullio creía que era un buen hombre a pesar de que se jactaba de haber engañado al jurado en el caso de Cluencio y estaba al principio tan deseoso de defender a Catilina, como de atacarle después. En todas partes los hay iguales: son hombres que no escuchan a su conciencia, se dejan guiar por otros o, simplemente, no hacen caso nunca. Si se les hiciera la pregunta: «¿Qué siente usted cuando un hombre que usted sabe que es culpable le pide que le defienda?», muchos responderían: «No sé que un hombre es culpable hasta que el juez, después de oír a ambas partes, le haya declarado culpable». Este ridículo sofisma, que no tiene en cuenta la epistemología ni la percepción intuitiva en que se basan todas las relaciones establecidas cotidianamente, se considera en ocasiones una simple fórmula, pero he conocido a algunos hombres que han prostituido su inteligencia hasta tal extremo que creen que es verdadero.
—¡Vamos, Stephen! Afirmar que todos los abogados son malos es algo casi tan insensato como afirmar que todos los marinos son buenos.
—No digo que todos los abogados sean malos, pero afirmo que en general lo son. Estar ante un tribunal representando a cualquiera de las dos partes que le paga a uno, fingiendo que se tiene la convicción de algo y haciendo todo lo posible por ganar el caso, sea cual sea la opinión de uno, hace perder el sentido del honor muy pronto. Los mercenarios son personas sin valor, pero al menos arriesgan su vida, mientras que esos hombres sólo arriesgan sus futuros honorarios.
—Indudablemente, hay abogados despreciables que denigran la justicia, pero he conocido a varios honorables y muy agradables, y, además, hay algunos miembros de nuestro club que ejercen la abogacía. No sé cómo son los abogados de Irlanda ni los de la Europa continental, pero creo que, en general, los ingleses son honorables. Al fin y al cabo, todos están de acuerdo en que el sistema judicial inglés es el mejor del mundo.
—En todos los países tienen la misma tentación. A menudo a los abogados les interesa hacer parecer correcto algo que no lo es, y cuanto más habilidosos son, más a menudo lo consiguen. Pero los jueces están expuestos a más tentaciones, aunque son de distinta clase, porque presiden un tribunal todos los días. Tienen un poder enorme, actúan casi sin control y, si lo desean, pueden ser crueles, tiránicos, obstinados y perversos. Pueden interrumpir a los demás, expresar sus ideas políticas y alterar el curso de un proceso. Recuerdo que en la India, en la cena con que nos agasajó la Compañía, conocí a un juez, y el caballero que me lo presentó me dijo al oído que era conocido como «el juez justo». Es una vergüenza para la justicia que un juez, un solo juez, se distinga por eso entre tantos.