El reverso de la medalla (26 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El reverso de la medalla
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—¡Cielos! ¿No crees que es algo muy costoso, Jack? Si mal no recuerdo, el Gobierno dio veinte mil libras por la
Chesapeake
.

—Sí, pero lo hizo para animar a otros marinos a que hicieran lo mismo. La venta de un barco de la Armada es otra cosa. Dudo que la
Surprise
alcance ese precio.

—¿Cómo se puede comprar un barco?

—Es uno mismo quien tiene que estar allí y llevar dinero contante en la mano… ¡Buen golpe, buen golpe!

Honey, que era un peligroso bateador porque bateaba con mucha fuerza, había golpeado la pelota de manera que ésta describió una trayectoria curva en dirección al carro del Goat and Compasses, un carro tirado por dos vacas que traía la comida de los jugadores de críquet.

Honey dio a la siguiente pelota de forma muy parecida, pero el cabo de la
Tartarus
, un hombre muy listo, había hecho un movimiento defensivo y se quedó en un lugar donde pudo coger la pelota. Honey estaba fuera de juego y ya no había más entradas. Los hombres estaban tan contentos que desengancharon las vacas y llevaron el carro a toda velocidad a sus respectivos capitanes.

—Padeen, ¿has hecho alguna carrera? —preguntó Stephen en irlandés a su sirviente, un hombre de Munster robusto, tartamudo y no muy inteligente.

—Creo que sí, señor, pero después corrí hacia atrás. ¿Quién podría decirme si me la cuentan?

—¿Quién? —preguntó Stephen, que había jugado el juego en las islas Molucas una sola vez y nunca había llegado a entender los detalles, ni siquiera las reglas básicas.

—¿Su señoría podría explicarme este juego sajón?

—Podría —respondió Stephen—. Cuando se termine el pastel de venado, que parece ser el mejor pastel de venado del mundo, pediré al pequeño capitán que me explique todas las reglas, pues ha jugado en el equipo de los Gentlemen de Hampshire. Has de saber que Thomond es para el
hurling
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lo que Hampshire para el críquet.

El pequeño capitán era Babbington, y ciertamente sabía mucho del juego; sin embargo, ninguno de sus compañeros de tripulación antiguos o actuales, ni el oficial de mayor rango que el suyo ni los subordinados de éste, le dejaron terminar ninguna frase cuando lo estaba explicando. Era de esperar que los diez pasteles de venado, los diez pasteles de manzana, la interminable cantidad de pan y queso y los cuatro barriles de cerveza tuvieran un efecto letal, pero no fue así. Todos los hombres que estaban allí, incluidos algunos de los guardiamarinas de la Academia Naval, tenían diferentes opiniones sobre el origen del críquet, qué era un buen lanzamiento, cuál era el mejor modo de usar un bate y qué cantidad de estacas se usaban en tiempos de sus abuelos, e incluso uno de los guardiamarinas de Babbington le contradijo cuando dio la definición del lanzamiento en que la pelota pasaba por fuera de la portería y permitía anotar una carrera. Nadie contradijo al capitán Aubrey, que se había quedado dormido recostado a la rueda del carro con el sombrero sobre la cara, pero todos llegaron a discutir tan acaloradamente que Babbington invitó a Stephen a caminar por el campo para enseñarle los lugares donde debían estar los jugadores a la izquierda o la derecha de los bateadores o delante de la portería.

Poco después dejó de hablar de las posiciones en el campo, dijo que esperaba que al día siguiente pudiera mostrarle la diferencia entre un lanzamiento lento que derribaba la portería y otro que podía hacer regresar la pelota.

—¡Dios mío! ¡No me diga que van ustedes a jugar toda la tarde y también mañana todo el día! —exclamó Stephen sorprendido en tono descortés, pensando que iba a tener un insoportable aburrimiento durante largo tiempo.

—¡Oh, sí! íbamos a jugar tres días seguidos, pero como viene la señora Aubrey, hay que arreglar la casa, retocar la pintura y fregar y secar bien el suelo. Sin embargo, como las tardes son largas, creo que los dos equipos tendremos tiempo para jugar dos entradas.

Después de una pausa, en un tono diferente, añadió:

—Señor, una de las razones por las que me alegré cuando el capitán dijo que usted vendría es que quería pedirle un consejo.

—¡Ah! —exclamó Stephen.

En otro tiempo eso habría significado que quería preguntarle algo relacionado con la medicina (cuando Babbington era muy joven, una vez que tenía estreñimiento sus compañeros le habían convencido de que iba a tener un hijo) o que quería pedirle prestada una suma que variaba entre seis peniques y media guinea. Pero eso había ocurrido hacía mucho tiempo, y ahora Babbington poseía muchos bienes, entre ellos un insignificante municipio con representación parlamentaria, y, por otro lado, era improbable que creyera que estaba embarazado.

—Bueno, señor, la cuestión es… —dijo Babbington—. Bueno, no quiero extenderme, es decir, me parece que es mejor que vaya al grano. Creo que usted recordará que el almirante Harte se puso furioso cuando me sorprendió…, bueno, besando a su hija.

—Recuerdo que soltó algunas expresiones groseras.

—Hizo algo peor que eso. Encerró y golpeó a Fanny cuando descubrió que nos escribíamos. Después le dijo que tenía que aceptar casarse con Andrew Wray o no le permitiría asistir a ningún baile ni a ninguna obra de teatro y, además, que era público y notorio que yo cortejaba a la hija del gobernador de Antigua. Pero, para no extenderme, sólo le diré que cuando traje la
Dryad
a, Inglaterra… ¿Se acuerda de la
Dryad
, señor? ¡Qué bien navegaba de bolina! Pues nos encontramos en un baile y nos dimos cuenta de que nos queríamos como antes, o más si eso es posible.

—Escucha, mi querido William —dijo Stephen—, si quieres que te aconseje que cometas adulterio…

—No, no, señor —dijo Babbington, sonriendo—. No necesito consejos acerca del adulterio. Lo que quiero es… Pero quizá debería explicarle la situación. Como usted seguramente sabrá, el almirante Harte era muy rico, y todos decían que Fanny heredaría una gran fortuna y que hacía muy buena pareja con Wray; sin embargo, pocos sabían que él no podría tocar ni un penique sin el consentimiento de ella. Y ellos no se ponen de acuerdo ni nunca han estado de acuerdo. ¿Cómo sería posible que lo estuvieran? Se parecen como un huevo a una castaña. Él es un maldito sinvergüenza que, además de pegarle, bebe demasiado, y el alcohol se le sube a la cabeza. Y le ha dicho claramente que sólo se casó con ella por su dinero. Parece que está endeudado hasta las cejas y que los alguaciles van a menudo a su casa y son sacados de allí por un medio u otro.

«Mi visita debe de haber sido muy inoportuna», pensó Stephen.

—Pero no quiero seguir hablando mal de este hombre —dijo Babbington—. Lo que quiero es que me diga qué es lo mejor que podemos hacer, pues usted le ha tratado en Malta durante mucho tiempo y, además, puede ver más a través de una pared de ladrillo que la mayoría de las personas. Por un lado, tenemos la idea de que se quede con una parte de la fortuna de Fanny a condición de que aparente que el matrimonio sigue unido, aunque, en realidad, cada uno tendrá su propia vida; sin embargo, me han dicho que no podríamos obligarle a hacerlo mediante ningún contrato y que tendríamos que fiarnos de él. Por otro lado, teníamos la idea de fugarnos juntos y dejar que me demande por incitación a delinquir, o sea, que me pida daños y perjuicios por ello.

—¡Señor, señor! —gritó un guardiamarina, corriendo detrás de ellos—. El capitán se ha despertado y quiere saber si desea que su equipo empiece sus entradas ahora, pues hay mucho que hacer el sábado.

—Iré enseguida —dijo Babbington, y luego se volvió hacia Stephen y, en voz baja, preguntó—: ¿Pensará en ello y me dirá su opinión, señor?

Aunque Stephen sabía que, en un asunto como ese, cualquier consejo que no satisficiera los deseos de las personas a quienes concernía eran inútiles y a veces ofensivos, pensó en él durante aquella interminable tarde, mientras los tripulantes de la
Tartarus
anotaban carreras, tanto las hechas cuando el bateador golpeaba la pelota como cuando no la golpeaba. El marinero encargado del castillo bateó primero. Era un hombre robusto y de mediana edad que en su juventud había estado en Gibraltar cuando había sido sitiado y nunca había olvidado el valor de la tenaz resistencia. Ni él ni el carpintero jugaban por diversión. Ambos consiguieron que se les cayera el alma a los pies a los lanzadores, que lanzaron inútilmente las pelotas con rapidez, unas describiendo una recta, otras, una curva por fuera de la portería, otras, una curva cerrada, hasta que el sol poniente deslumbró al marinero que había estado en Gibraltar, que, en consecuencia, dejó de coger una pelota lanzada desesperadamente contra la estaca del centro de la portería.

Al día siguiente el juego fue un poco menos serio. Los tripulantes de la
Tartarus
dejaron que los jugadores del equipo de Jack hicieran doscientos cincuenta y cinco tantos en la primera entrada, y los tripulantes de la
Surprise
batearon de un lado a otro del campo con la agilidad de los buenos marinos. Pero ya era demasiado tarde, y para Stephen el críquet quedó marcado para siempre como un pasatiempo realmente insípido que servía de entretenimiento quizá media hora, pero que no era comparable al
hurling
, si la comparación se basaba en la rapidez, la habilidad, la gracia de movimientos y la emoción.

Sin embargo, el segundo día fue más animado porque llegó Martin, muy delgado y polvoriento tras andar de Fareham a Portsmouth y de Portsmouth a Ashgrove. En cuanto salió de la
Surprise
, había ido al pueblo donde vivía la joven con quien quería casarse, y olvidó que necesitaba un certificado de buena conducta y moralidad expedido por el capitán Aubrey para poder cobrar su paga, y el capitán Aubrey, que rara vez llevaba pastores a bordo de sus barcos, se había olvidado de dárselo. Pero Martin necesitaba el dinero urgentemente.

—No puede usted figurarse, mi querido Maturin… —dijo Martin reclinándose en una silla de lona que estaba al borde del campo, con un vaso de coñac con refresco de jengibre en la mano y el certificado en el regazo—. Aunque tal vez sí pueda, pero yo no, porque siempre he vivido en una habitación alquilada en casa de otras personas. No puede usted figurarse lo que cuesta poner una casa. Vamos a vivir en una pequeña casa de campo que queda muy cerca de la rectoría de su padre, pues así ella no estará sola cuando yo esté navegando, y también muy cerca de uno de los lugares más beneficiosos para los chorlitos que usted pueda imaginar; sin embargo, equiparla con las cosas más necesarias… ¡Por Dios! Lo que cuestan las fuentes de horno, los morillos, los objetos de cerámica de Delft que venden en los mercados y los cuchillos de mango verde comunes y corrientes basta para hacer palidecer a cualquier hombre. Y no hablemos de lo que cuestan las escobas, los cubos y las palanganas. Creo que es una gran responsabilidad.

Después de darle la bienvenida a Martin, Stephen le llevó a la casa para que comiera y bebiera vino, y le felicitó por su próximo matrimonio. Ahora, después de haberle oído hablar durante un rato del desorbitado precio de las cacerolas de cobre, los ralladores de queso y otros muchos objetos domésticos, le preguntó:

—¿Le gustaría ver una curruca en su nido? Está a menos de media milla de aquí.

—La verdad, Maturin, en un extraordinario día primaveral como éste, nada me produce más satisfacción que estar sentado al sol en una cómoda silla, con un gran terreno cubierto de hierba ante mí, oyendo el sonido del bate al golpear la pelota y mirando a los jugadores de críquet, sobre todo a jugadores como éstos. ¿Se dio cuenta de cómo Maitland vio desde lejos por dónde iría la pelota? ¡Qué batazo! ¿No le parece que ver un buen partido de críquet produce bienestar, entretiene y es un bálsamo para la ansiedad?

—No. Me parece que, excepto por su presencia, es terriblemente aburrido.

—Quizá no se haya percatado de algunos de los detalles más sutiles. ¡Buena jugada, señor! ¡Muy buena jugada! Nunca había visto un batazo en el último momento tan bueno como éste. ¡Cómo corren! Ja, ja! Por poco ese hombre sale fuera. ¡Mire cómo vuelan los travesaños! Por poco se sale de su terreno. Hacía años que no veía un juego de críquet tan serio.

—Es tan serio que parece un funeral.

—Conoce usted a sir Joseph Banks, ¿verdad?

—¿Al rey de la botánica? ¿Cómo no iba a conocerle si es el presidente de la Royal Society?

—Fue al mismo colegio que yo, pero es de una generación anterior. A menudo iba a visitarnos, y una vez me dijo que en el cielo jugaban al críquet, y eso, dicho por alguien con sus conocimientos, es una recomendación.

—Tendré que ponerme lo más cómodo posible en el limbo.

—¡Manazas! —gritó Martin cuando el jugador que estaba delante de la portería dejó caer la pelota que había cogido y se volvió hacia atrás para buscarla a tientas.

El bateador hizo ademán de correr, pero el jugador que estaba delante de la portería se volvió hacia él y lanzó la pelota con rapidez y fuerza diabólica y derribó la portería.

—¡Qué cerdo! —gritó Martin—. ¡Qué zorro! —añadió y cuando cesaron los vivas, los pitidos y los gritos, continuó—: Lamento no haber podido ver a Mowett. Ese editor quiere vender su libro previa suscripción, y yo quería decirle cuáles son las desventajas de ese método. No hay nada peor que tener que ir por ahí con una lista de suscripción pidiendo a los conocidos de uno que hagan un depósito de media guinea. También quería advertirle que tuviera cuidado con él, porque, según me han dicho, tiene mala fama en la calle Grub. Me parece que los marinos no son tan cautelosos como deberían cuando están en tierra, y que no tienen en cuenta que algunos hombres de tierra adentro son hipócritas y depredadores.

Martin hizo algunos comentarios más de ese tipo y luego se dedicó a la tarea de mostrar a Stephen los detalles más sutiles del críquet, pero cuando Stephen, después de haber soportado diez fases más con otros tantos bateadores, se dio cuenta de que aún faltaban otras cinco por jugar, y probablemente por ser eliminados, dijo que había visto a un torcecuello en el extremo del prado y que estaba seguro de que aún seguía allí. Sin embargo, ni siquiera con eso logró que Martin se moviera.

—¿Un torcecuello? —preguntó Martin—. ¡Ah, sí! En esta región le llaman el compañero del cuco, y aquí hay muchos cucos. Hay tres por lo menos. Escuche cómo cantan. Es un canto desesperante y desagrada a los hombres casados. ¡Dios mío! ¡Y pensar que dentro de dos semanas me convertiré en esposo! ¡Lánzala alta, hombre, lánzala alta o nunca le eliminarás! ¡Los rebotes no son buenos!

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